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El eco de los balones rebotando en el suelo de la cancha resonaba en todo el gimnasio de la Escuela San Martín. Los jugadores del equipo de baloncesto estaban entrenando más fuerte que nunca porque las finales regionales entre escuelas estaban a la vuelta de la esquina. Era la primera vez en muchos años que el equipo había llegado tan lejos, y todos estaban emocionados. Sin embargo, a pesar del entusiasmo, el ambiente en el equipo estaba tenso.

Santiago, el capitán, estaba concentrado en lanzar tiros libres, tratando de perfeccionar su puntería. Siempre había sido el mejor jugador del equipo, el más rápido y ágil, pero eso también lo había convertido en alguien muy exigente, no solo consigo mismo, sino también con sus compañeros. Mientras él entrenaba, sus amigos y compañeros de equipo, Lucas, Mateo, Andrés y Leo, intentaban seguir el ritmo, pero no todos tenían la misma habilidad ni confianza.

—¡Vamos, chicos! ¡Tenemos que darlo todo! —gritaba Santiago después de hacer una clavada perfecta—. Si queremos ganar las regionales, no podemos dudar. Cada jugada cuenta.

Lucas, que era el mejor en defensa, asintió, pero no podía evitar sentir que el equipo no estaba funcionando como debería. Había demasiada presión, y las constantes críticas de Santiago estaban empezando a afectarles a todos. Andrés, el armador, había comenzado a cometer más errores en los pases durante los entrenamientos, y Leo, el más joven del grupo, solía perder la pelota en los momentos clave.

—Santi, estamos dando lo mejor, pero también necesitamos confianza —dijo Lucas, tratando de calmar la situación—. Si seguimos presionándonos tanto, no vamos a llegar lejos.

Santiago, con el sudor goteándole por la frente, lo miró con frustración.

—¿Confianza? Lo que necesitamos es más concentración. Si no jugamos al máximo, el equipo de la Escuela Santa Cruz nos va a aplastar. Ellos tienen a Rodrigo, y todos saben que es imparable.

La Escuela Santa Cruz era conocida por su imponente equipo de baloncesto, y su estrella, Rodrigo, era una verdadera máquina en la cancha. No solo era rápido, sino que también tenía una puntería casi perfecta desde cualquier punto. El equipo de San Martín sabía que enfrentarse a ellos sería su mayor desafío.

Mateo, el centro del equipo y el jugador más alto, se acercó a Santiago, poniendo una mano en su hombro.

—Tienes razón en que necesitamos estar preparados, pero no podemos hacerlo si no estamos unidos. Este es un equipo, y lo que más importa es la cooperación.

Santiago bufó, quitándose de encima la mano de Mateo.

—La cooperación no sirve de nada si no tenemos la habilidad para vencerlos.

La tensión entre ellos crecía día a día, y eso comenzaba a reflejarse en su juego. Durante el entrenamiento de esa tarde, el entrenador Ruiz, un hombre de mediana edad con una larga experiencia en deportes escolares, los observaba con atención desde la banda. Sabía que tenían el potencial para ganar las regionales, pero también veía que el equipo estaba perdiendo la cohesión que los había llevado hasta allí.

Cuando terminó la práctica, el entrenador los reunió en un círculo. El ambiente estaba cargado, y los jugadores respiraban agitadamente después de correr por toda la cancha.

—Muchachos, he estado observando cómo juegan —comenzó el entrenador Ruiz, con una expresión seria—. Y no me gusta lo que veo.

Santiago abrió la boca para protestar, pero el entrenador levantó una mano para detenerlo.

—No estoy hablando de su habilidad, porque sé que son buenos jugadores. Lo que me preocupa es que han dejado de ser un equipo.

Los jugadores intercambiaron miradas incómodas. Sabían que el entrenador tenía razón.

—Santiago, eres un buen capitán —continuó el entrenador—, pero liderar no significa solo ser el mejor jugador. Liderar es inspirar a los demás, darles confianza, hacer que todos se sientan importantes en la cancha. Porque un equipo no es solo la suma de sus jugadores individuales. Es la conexión entre ellos lo que realmente marca la diferencia.

Santiago bajó la mirada, sin saber qué responder. Sabía que el entrenador tenía razón, pero estaba tan obsesionado con ganar que había olvidado lo más importante: el equipo.

—Quiero que piensen en esto —dijo el entrenador Ruiz, mirándolos a todos—. No vamos a ganar si cada uno de ustedes juega por su cuenta. Ganaremos si jugamos como un equipo, apoyándonos unos a otros. De lo contrario, nos desmoronaremos en cuanto las cosas se pongan difíciles.

Con esas palabras resonando en sus mentes, los jugadores se dirigieron al vestuario en silencio. Santiago no podía dejar de pensar en lo que el entrenador había dicho. Él siempre había asumido que la mejor manera de ganar era ser el mejor, pero ahora se daba cuenta de que quizás estaba equivocado. Tal vez su actitud estaba afectando más de lo que pensaba.

Esa noche, después de llegar a casa, Santiago se quedó despierto, dándole vueltas a la cabeza. Recordaba todas las veces que había presionado demasiado a sus compañeros, esperando que jugaran como él. Pero lo cierto era que no todos eran como él, y eso estaba bien. Al final del día, necesitaba a cada uno de ellos si querían ganar las finales.

Al día siguiente, Santiago llegó al entrenamiento con una actitud diferente. En lugar de criticar cada error, trató de apoyar a sus compañeros. Cuando Leo falló un pase, en lugar de frustrarse, se acercó a él y le dio algunas sugerencias. Cuando Andrés falló un tiro, Santiago le dijo que lo intentara de nuevo, pero sin preocuparse tanto por fallar. Poco a poco, el ambiente en el equipo comenzó a cambiar. Los jugadores empezaron a relajarse más y a disfrutar del juego, y eso se reflejaba en su rendimiento.

A medida que se acercaba el día de las finales, Santiago se dio cuenta de algo fundamental: la fuerza de su equipo no radicaba en su habilidad individual, sino en cómo trabajaban juntos. Si podían unirse y apoyarse mutuamente, tenían una oportunidad real de ganar, incluso contra un equipo tan formidable como el de la Escuela Santa Cruz.

Con la nueva actitud de Santiago, el equipo de la Escuela San Martín comenzó a entrenar de una manera más cohesionada. Los días previos a la gran final se volvieron intensos, pero ahora había una diferencia notable en cómo se relacionaban entre ellos. Santiago, en lugar de exigir perfección, se enfocaba en mantener el ánimo en alto, apoyando a sus compañeros en cada jugada y celebrando cada pequeña mejora. El cambio fue palpable.

Leo, el más joven y el que solía perder la pelota en momentos importantes, empezó a ganar más confianza. Durante los entrenamientos, Santiago lo alentaba cada vez que realizaba un buen pase, y poco a poco su manejo del balón mejoró. Andrés, el armador del equipo, también se sintió más libre para probar jugadas más arriesgadas, sabiendo que, si fallaba, sus compañeros estarían allí para cubrirlo y no lo juzgarían. El resultado fue que las jugadas comenzaban a fluir de manera más natural, más orgánica.

—¡Buen pase, Andrés! —exclamaba Santiago en medio del entrenamiento—. Eso es lo que necesitamos, no tengas miedo de intentar cosas nuevas.

Mateo, el centro y el jugador más alto del equipo, también notó la diferencia. Antes, solía pensar que la presión recaía únicamente sobre los más hábiles, como Santiago y él mismo. Ahora, se daba cuenta de que todos tenían un papel importante. Su fuerza en la defensa y su capacidad para bloquear a los rivales era crucial, pero sin los pases de Andrés o la velocidad de Lucas, no podrían armar las jugadas que necesitaban para anotar.

El entrenador Ruiz observaba todo desde la línea de banda, complacido con el progreso del equipo. Sabía que no solo habían mejorado en lo técnico, sino también en lo emocional, y eso era fundamental para un equipo que se enfrentaba a una final tan exigente.

—Este es el equipo que siempre supe que podían ser —les dijo el entrenador al final de uno de los entrenamientos—. Ya no son solo un grupo de jugadores, ahora son un verdadero equipo. Y eso, muchachos, es lo que los llevará lejos.

Pero las finales se acercaban rápidamente, y la tensión inevitable de la competencia se sentía en el ambiente. La Escuela Santa Cruz no era un rival cualquiera. Rodrigo, su estrella, tenía fama de ser imparable en la cancha, y sus compañeros de equipo también eran jugadores altamente capacitados. Cada vez que el equipo de San Martín pensaba en ellos, sentían una mezcla de nervios y emoción. Sabían que sería su mayor desafío hasta el momento.

Unos días antes del gran partido, el equipo de San Martín decidió reunirse para una charla sin el entrenador. Santiago, como capitán, tomó la iniciativa de convocarlos a una pequeña reunión en el gimnasio después de clases. Todos sabían que no era un entrenamiento más, sino un momento para hablar de lo que realmente importaba.

—Estamos a solo unos días de la final —comenzó diciendo Santiago, mirando a sus compañeros con seriedad—. Sabemos que Santa Cruz es fuerte, tal vez más fuerte que cualquier equipo al que nos hayamos enfrentado, pero eso no significa que no podamos ganarles. Lo hemos visto en los entrenamientos… hemos mejorado, pero lo más importante es que estamos trabajando como un equipo de verdad.

Lucas, que siempre había sido el más optimista del grupo, asintió con energía.

—Exacto. No es solo habilidad, es cómo jugamos juntos lo que hará la diferencia.

Mateo se cruzó de brazos y añadió:

—La clave va a ser mantener la calma, pase lo que pase. Sabemos que Rodrigo es un jugador increíble, pero ellos también van a cometer errores. Si nos mantenemos unidos y no nos dejamos llevar por los nervios, podemos aprovechar esos momentos.

Todos coincidieron con sus palabras. Durante la charla, hubo un ambiente de apoyo mutuo, algo que no siempre había existido en el equipo. Incluso Leo, que al principio del torneo se sentía fuera de lugar, ahora tenía un papel importante en la defensa, y se sentía confiado en su capacidad para contribuir.

Cuando llegó el día del partido, el gimnasio de la Escuela Santa Cruz estaba repleto. Los gritos y los aplausos se escuchaban a lo lejos mientras los equipos se preparaban para salir a la cancha. Santiago lideraba a su equipo, pero esta vez no se sentía solo en esa responsabilidad. Sabía que cada uno de sus compañeros estaba listo para dar lo mejor de sí.

El partido comenzó con intensidad. Desde el primer silbido del árbitro, ambos equipos mostraron que no estaban allí solo para competir, sino para ganar. La Escuela Santa Cruz, como se esperaba, tomó la delantera rápidamente. Rodrigo, con su impresionante destreza, logró anotar los primeros puntos con facilidad. Los estudiantes de San Martín observaban desde las gradas con preocupación, pero el equipo no se dejó intimidar.

—No pasa nada, chicos —gritó Santiago mientras corrían de regreso al centro de la cancha—. Este es solo el principio, vamos a recuperar esos puntos.

Y así lo hicieron. Con pases rápidos y una defensa organizada, el equipo de San Martín comenzó a igualar el marcador. Santiago y Lucas trabajaban juntos como si hubieran jugado toda la vida en equipo. Mateo, desde su posición en el centro, bloqueaba a los rivales y se aseguraba de que Rodrigo no tuviera tantas oportunidades claras de anotar. Andrés, por su parte, estaba haciendo un excelente trabajo armando las jugadas y asegurándose de que cada pase llegara a su destino.

Cada punto que San Martín anotaba era celebrado con entusiasmo, no solo por los jugadores, sino también por los estudiantes y familiares que los apoyaban desde las gradas. Poco a poco, el partido se volvía más reñido. Rodrigo seguía siendo una amenaza, pero la estrategia de equipo de San Martín estaba empezando a desgastar a Santa Cruz.

El entrenador Ruiz, desde la banda, observaba con orgullo. Sabía que su equipo había llegado hasta allí no solo por su habilidad individual, sino porque habían aprendido a apoyarse unos a otros. Y mientras el marcador seguía subiendo, cada punto representaba no solo esfuerzo, sino la fuerza de la unión de todo el equipo.

Con el marcador empatado y apenas unos minutos restantes en el reloj, el gimnasio de la Escuela Santa Cruz estaba al borde de la euforia. El público no podía contener la emoción, y los gritos de aliento para ambos equipos resonaban por todo el lugar. Los jugadores de San Martín respiraban con dificultad, pero mantenían su concentración. Cada segundo contaba, y sabían que no podían bajar la guardia. Había mucho en juego, pero esta vez no sentían la presión como antes. Sabían que, pase lo que pase, habían llegado lejos como equipo, y eso ya era una victoria.

Rodrigo, la estrella del equipo contrario, seguía siendo una amenaza constante. Cada vez que tomaba el balón, los jugadores de San Martín se preparaban para enfrentarlo con todo. Mateo y Santiago lo cubrían de cerca, tratando de predecir sus movimientos. Sin embargo, Rodrigo seguía anotando puntos clave, y el equipo de Santa Cruz recuperaba la ventaja por un par de puntos.

Con solo 30 segundos en el reloj, el balón estaba en manos de San Martín. Andrés, como armador, comenzó a coordinar la jugada. El sudor le corría por la frente mientras escaneaba el campo, buscando una oportunidad. Los jugadores de Santa Cruz se movían rápido, pero él sabía que, en ese momento, la clave era mantener la calma.

—¡Mateo! —gritó Andrés, lanzando un pase preciso hacia el centro.

Mateo recibió el balón, pero de inmediato fue bloqueado por dos jugadores de Santa Cruz. Parecía que no tenía salida, pero en lugar de intentar forzar una jugada, levantó la cabeza y buscó a Santiago. Sabía que su capitán estaba listo. Con un rápido movimiento, pasó el balón hacia Santiago, quien, libre de marca, se dirigió hacia la canasta.

El público contuvo la respiración. Santiago saltó con todas sus fuerzas, elevándose por encima de los defensores, y lanzó el balón hacia la canasta. El sonido del cuero al golpear la red fue como un alivio colectivo. ¡Habían empatado nuevamente!

Quedaban solo 10 segundos en el reloj, y el equipo de Santa Cruz tenía la posesión del balón. Rodrigo, como era de esperarse, tomó el control de la jugada. Los jugadores de San Martín sabían que todo dependía de esta última defensa. Si lograban detener a Rodrigo, podrían llevar el partido a tiempo extra o incluso tener una última oportunidad de ganar.

Mateo y Santiago se colocaron frente a Rodrigo, bloqueando su avance. Rodrigo intentó driblar entre ellos, pero esta vez estaban preparados. Mateo usó su altura para bloquear el camino, y justo cuando Rodrigo estaba a punto de lanzar, Santiago se lanzó hacia adelante, golpeando el balón con la punta de los dedos.

El balón salió rodando hacia el costado de la cancha. Rodrigo, sorprendido por la intervención de Santiago, intentó recuperarlo, pero Lucas, quien había estado observando la jugada desde el otro extremo, se lanzó como un rayo. Con agilidad y rapidez, alcanzó el balón antes que cualquier otro jugador y corrió hacia la canasta contraria.

El reloj marcaba 3 segundos. Lucas corrió con todas sus fuerzas, sabiendo que esta sería la última oportunidad. Con un salto decidido, lanzó el balón hacia la canasta justo cuando sonaba el pitido final.

El balón giró en el aire, como si el tiempo se hubiera ralentizado. Todo el gimnasio observaba en silencio mientras el balón rebotaba en el aro, primero una vez… luego dos. Y finalmente, cayó dentro de la canasta. ¡San Martín había ganado!

El gimnasio estalló en aplausos y vítores. Los jugadores de San Martín se abrazaron entre ellos, sin poder creer lo que acababa de suceder. Habían ganado las finales regionales de baloncesto. Pero lo más importante no era el trofeo que ahora recibirían, sino cómo lo habían logrado: unidos, como un equipo que había aprendido a confiar el uno en el otro y a trabajar juntos.

Santiago, quien había sido el capitán del equipo durante todo el torneo, levantó el trofeo entre los gritos de sus compañeros y los aplausos del público. Pero en lugar de quedarse con el protagonismo, inmediatamente se lo entregó a Lucas, quien había anotado la canasta ganadora.

—Este trofeo es de todos nosotros, pero tú te lo ganaste —le dijo Santiago, sonriendo.

Lucas, sorprendido, tomó el trofeo con las manos temblorosas, sin poder creer que su pequeño gesto había marcado la diferencia en el partido más importante de sus vidas. Todos lo rodearon, celebrando no solo la victoria, sino el espíritu de equipo que los había llevado hasta allí.

El entrenador Ruiz también estaba eufórico. Se acercó al grupo de jugadores y los abrazó a cada uno, lleno de orgullo.

—Lo lograron —dijo—. No porque sean los mejores jugadores individuales, sino porque se convirtieron en el mejor equipo. Eso es lo que hace la diferencia, chicos. Cuando juegan unidos, no hay nada que no puedan lograr.

El equipo de San Martín dejó el gimnasio con la cabeza en alto, sabiendo que habían ganado más que un campeonato. Habían aprendido la lección más valiosa de todas: que la verdadera fuerza de un equipo no está en las habilidades de sus miembros individuales, sino en su capacidad para unirse, apoyarse y nunca rendirse, sin importar cuán difícil sea el camino.

Mientras se alejaban, todavía emocionados por la victoria, Santiago miró a sus compañeros y dijo:

—No importa lo que venga después. Siempre recordaré este partido no solo porque ganamos, sino porque lo hicimos juntos.

Y así, con la victoria en sus corazones y la unión de su equipo más fuerte que nunca, los jugadores de San Martín se prepararon para su próxima aventura, sabiendo que, pase lo que pase, siempre serían más fuertes cuando estuvieran juntos.

moraleja La fuerza de un equipo está en la unión de sus miembros.

Y colorín colorín, este cuento llegó a su fin. bueno mis amables oyentes. ¡NOS VEMOS MAÑANA! CON UN NUEVO CUENTO CON MORALEJA.

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