Era la primera vez que Tomás y su familia salían de vacaciones a otro país. Desde que sus padres les anunciaron que viajarían a Francia, Tomás no podía contener la emoción. Había visto imágenes de París, la Torre Eiffel y los hermosos paisajes franceses en la televisión, y la idea de ver todo eso en persona lo hacía soñar despierto.
Sin embargo, a pesar de su entusiasmo, había algo que lo preocupaba: el idioma. Tomás no sabía ni una palabra de francés, y aunque sus padres le aseguraban que no tendría problema en comunicarse, él temía que se sentiría perdido en un país donde todo el mundo hablaba un idioma diferente.
—No te preocupes, hijo —le decía su mamá—. Mucha gente habla inglés, y siempre puedes usar gestos si es necesario.
Tomás intentaba calmarse, pero no estaba convencido. ¿Qué pasaría si se perdía o necesitaba ayuda y nadie lo entendía? En la escuela, su maestra siempre le había dicho que era importante aprender a decir “por favor” y “gracias”, y esas palabras ya le habían ayudado mucho en su vida diaria. Pero, ¿servirían en Francia, donde la gente hablaba tan diferente?
Finalmente, el día del viaje llegó. Tomás y su familia aterrizaron en París, y desde el primer momento, todo le pareció asombroso. Las calles eran amplias, los edificios antiguos tenían un aire majestuoso, y la gente caminaba rápidamente, hablando un idioma que le sonaba completamente extraño.
—Bienvenidos a París —dijo su padre, sonriendo mientras caminaban por las calles cercanas al hotel—. ¿Qué te parece?
—Es increíble —respondió Tomás, aunque seguía sintiendo una ligera preocupación en el estómago.
Después de instalarse en el hotel, la familia decidió salir a explorar. La primera parada fue una pequeña panadería cerca del hotel. Los dulces y panes en el escaparate se veían deliciosos, y el olor que emanaba del lugar era irresistible. Cuando entraron, Tomás vio que la panadera les sonreía desde el mostrador.
—Bonjour! —dijo la panadera con amabilidad.
Tomás sintió cómo el nerviosismo regresaba. No entendía nada de lo que la panadera estaba diciendo. Sus padres, que sabían algunas palabras en francés, comenzaron a hacer el pedido, pero cuando llegó el turno de Tomás para elegir lo que quería, se quedó en blanco. ¿Cómo pediría lo que quería si no sabía cómo decirlo?
—¿Y tú, Tomás? ¿Qué quieres? —le preguntó su mamá, notando que estaba nervioso.
Tomás miró los pasteles y señaló uno que se veía delicioso. La panadera lo miró con una sonrisa y dijo algo que Tomás no entendió.
—Ehh… por favor —dijo Tomás tímidamente, sin saber si estaba usando las palabras correctas.
La panadera rió suavemente y asintió. Le entregó el pastel y luego dijo algo que sonaba como una pregunta.
Tomás se quedó congelado, sin saber cómo responder. Pero entonces recordó lo que su maestra le había enseñado. Aunque no entendiera todo, sabía que la palabra “gracias” siempre era importante.
—Gracias —dijo con una sonrisa.
La panadera sonrió aún más y respondió: “De rien,” lo que Tomás no entendió, pero sabía que había sido una respuesta amable. Salió de la panadería sintiéndose aliviado y un poco más confiado. Su mamá lo miró con orgullo.
—Lo hiciste muy bien, Tomás —le dijo—. Usaste las palabras mágicas, y mira cómo todo salió bien.
Tomás se dio cuenta de que, aunque no había entendido todo, las palabras “por favor” y “gracias” lo habían ayudado a navegar la situación. A partir de ese momento, decidió que aprendería esas dos palabras en francés para poder usarlas durante el resto de las vacaciones.
Al día siguiente, la familia decidió visitar un famoso mercado al aire libre en una pequeña ciudad cercana a París. El lugar estaba lleno de color y de vendedores ofreciendo todo tipo de productos: frutas frescas, artesanías, y hasta ropa hecha a mano. Tomás estaba emocionado, pero sabía que enfrentaría otro reto al tratar de comunicarse.
Mientras caminaban por el mercado, Tomás vio una bufanda azul que le llamó la atención. Quería comprarla como recuerdo del viaje, pero nuevamente se sintió nervioso por no saber qué decir. Esta vez, decidió intentar algo nuevo. Se acercó al vendedor y dijo las palabras que había aprendido la noche anterior.
—Bonjour, s’il vous plaît, —dijo con esfuerzo, señalando la bufanda.
El vendedor, sorprendido y encantado de que Tomás intentara hablar francés, sonrió y le entregó la bufanda, diciendo algo en francés que Tomás no entendió completamente. Pero eso no importaba. Lo importante era que había podido comunicarse con éxito.
Tomás pagó con cuidado y luego dijo, con una gran sonrisa: “Merci!” El vendedor le respondió con una amplia sonrisa y un “Merci à toi!” que Tomás no entendió del todo, pero reconoció como un agradecimiento.
Cada vez que Tomás usaba las palabras “por favor” y “gracias”, sentía que las puertas se abrían para él. Aunque no hablara perfectamente el idioma, esas palabras mágicas le estaban ayudando a comunicarse y, lo más importante, a conectar con las personas a su alrededor.
Después de su experiencia en la panadería y el mercado, Tomás se sintió más seguro para enfrentar el reto de estar en un país donde no entendía el idioma. Aunque no hablaba francés, había aprendido algo importante: con amabilidad y las palabras correctas, podía abrir muchas puertas. Cada vez que decía “s’il vous plaît” o “merci”, notaba cómo las personas a su alrededor respondían con una sonrisa y buena disposición.
Unos días después, la familia decidió hacer una visita a uno de los lugares que más emocionaba a Tomás: el famoso parque temático de las afueras de París. Era el parque de atracciones más grande del país, lleno de juegos, personajes y aventuras. Desde que había visto los comerciales por televisión, Tomás soñaba con subirse a todas las montañas rusas y conocer a los personajes que siempre había admirado.
—Este lugar es increíble —dijo Tomás emocionado cuando llegaron al parque—. ¡Mira todas esas montañas rusas!
Sus padres sonrieron al verlo tan entusiasmado y comenzaron a caminar hacia la entrada. Al llegar a la boletería, su padre compró los boletos y Tomás no podía esperar para entrar y comenzar a explorar. Sin embargo, al poco tiempo de recorrer el parque, se dieron cuenta de que el lugar estaba mucho más lleno de lo que habían esperado. Las filas para las atracciones eran largas, y encontrar un lugar donde sentarse a descansar se volvía una tarea complicada.
—¿Por qué no vamos a comer algo antes de seguir? —sugirió su mamá—. Parece que todos están haciendo lo mismo, pero seguro encontramos algo rápido.
Caminaron hasta una zona llena de restaurantes y puestos de comida. Había todo tipo de opciones: pizzas, hamburguesas, crepas, pero todo estaba en francés. Tomás, que aún no se sentía completamente cómodo con el idioma, comenzó a ponerse nervioso de nuevo. A diferencia de la pequeña panadería o el mercado, este era un lugar mucho más grande, lleno de turistas y empleados que hablaban rápido. No estaba seguro de cómo pedir su comida.
—Yo… no sé si podré hacerlo —admitió, mirando el menú lleno de palabras que no entendía.
Su mamá lo miró con calma y le dio un pequeño consejo.
—Tú ya sabes lo más importante, Tomás. Sabes decir “por favor” y “gracias”. Solo intenta hacerlo como lo has hecho antes, y todo saldrá bien.
Con ese recordatorio, Tomás decidió intentarlo. Se acercó a uno de los puestos de comida, donde un joven empleado los atendía con una sonrisa amable.
—Bonjour! —dijo el empleado.
Tomás tragó saliva y, recordando las palabras que había aprendido, señaló lo que quería en el menú.
—S’il vous plaît… une pizza —dijo lentamente, esperando haberlo hecho bien.
El empleado sonrió y respondió en francés, pero al ver la cara de confusión de Tomás, repitió en inglés, diciendo algo sobre el tamaño de la pizza. Tomás se sintió aliviado al entender parte de lo que el empleado decía, y con una sonrisa, continuó el pedido, asegurándose de terminar con un “merci” sincero.
Una vez más, las palabras “por favor” y “gracias” habían hecho que la situación fluyera. Tomás se dio cuenta de que, aunque el idioma era un obstáculo, la amabilidad y el esfuerzo por aprender siempre generaban una buena respuesta. Después de recibir su comida, se sentó con sus padres, orgulloso de haber superado otro reto en este viaje.
—Lo hiciste muy bien —le dijo su padre, dándole un suave golpe en el hombro—. No importa si no hablas perfecto. Lo que importa es que lo intentaste con respeto y amabilidad.
Mientras comían, Tomás comenzó a reflexionar sobre lo que había aprendido durante las vacaciones. Al principio, pensaba que el idioma sería su mayor enemigo, pero ahora se daba cuenta de que no era tan difícil comunicarse, siempre y cuando mostrara respeto por las personas y usara las palabras adecuadas.
Cuando terminaron de comer, decidieron explorar una parte del parque que estaba más vacía. Se acercaron a una tienda de recuerdos, donde Tomás vio varios juguetes y figuras que le recordaban a sus personajes favoritos. Mientras caminaba por los pasillos, encontró una gorra que le gustó mucho, pero cuando fue a pagarla, se dio cuenta de que había dejado su billetera en la mochila de su papá.
—Oh no… no tengo mi dinero —dijo, mirando la caja registradora con vergüenza.
El cajero, que había estado sonriendo todo el tiempo, vio la situación y le dijo algo en francés. Tomás no entendió, pero notó que el cajero no parecía molesto. Con su amabilidad habitual, el cajero señaló un cartel que explicaba cómo podían hacer la reserva del producto para volver a buscarlo más tarde.
Tomás, aún nervioso, decidió usar las palabras que sabía.
—Merci beaucoup, monsieur —dijo con una pequeña sonrisa, agradecido por la comprensión del cajero.
El cajero sonrió y asintió, indicando que guardaría la gorra hasta que Tomás pudiera regresar por ella. De nuevo, Tomás había comprobado que, incluso en una situación incómoda, las palabras “por favor” y “gracias” eran suficientes para suavizar cualquier problema.
Más tarde, cuando regresaron a la tienda con el dinero, el cajero lo reconoció y le devolvió la gorra sin ningún problema. Tomás sintió una profunda gratitud, no solo por la gorra, sino por la paciencia y la comprensión de todas las personas que había conocido durante sus vacaciones.
Al final del día, mientras caminaban de regreso al hotel, Tomás miró hacia la Torre Eiffel iluminada a lo lejos. Reflexionó sobre todo lo que había aprendido durante el viaje. En un país con un idioma tan diferente al suyo, las palabras “por favor” y “gracias” no solo le habían ayudado a comunicarse, sino que también le habían abierto puertas y creado conexiones con personas que, de otra manera, habrían sido desconocidas.
Sabía que esas palabras no solo eran útiles en Francia, sino en cualquier parte del mundo. Con amabilidad y respeto, se podía ir a cualquier lugar.
El último día de las vacaciones en Francia llegó antes de lo que Tomás había esperado. Mientras empacaba sus cosas en el hotel, no podía evitar sonreír al recordar todas las experiencias que había vivido. Al principio, había llegado lleno de nervios por no poder hablar francés, pero ahora, después de varios días de practicar las palabras “por favor” y “gracias”, se sentía mucho más seguro y confiado. Sabía que no era necesario hablar perfectamente para conectarse con las personas; solo hacía falta un poco de amabilidad.
Antes de regresar al aeropuerto, su familia decidió hacer una última visita a la Torre Eiffel. Tomás estaba emocionado de subir a lo alto de la torre y ver toda la ciudad desde arriba. Cuando llegaron al lugar, la fila para entrar era bastante larga, pero eso no disminuyó su emoción.
—Va a ser increíble subir ahí —dijo Tomás, mirando hacia la cima de la torre.
Mientras esperaban en la fila, Tomás notó a una familia cerca de ellos que parecía estar confundida. El padre, un hombre mayor, estaba mirando su boleto de entrada con el ceño fruncido, y sus hijos intentaban ayudarlo, pero el hombre no entendía el idioma de los empleados. Tomás se dio cuenta de que, al igual que él al principio del viaje, esa familia estaba luchando por comunicarse en francés.
—Parece que necesitan ayuda —le dijo Tomás a su mamá, señalando a la familia.
Su mamá asintió.
—Tal vez puedas ofrecerles ayuda, hijo. Ya sabes cómo hacerlo.
Tomás sintió una mezcla de nervios y emoción. Era la primera vez que se ofrecía para ayudar a alguien en un idioma que no conocía bien, pero sabía que podía hacerlo. Se acercó a la familia con una sonrisa, recordando lo que había aprendido durante su viaje.
—Bonjour! —dijo Tomás—. ¿Necesitan ayuda? Hablo inglés.
El hombre mayor y su familia se giraron sorprendidos, pero aliviados. Resultaba que la familia venía de un país de habla inglesa, y no sabían cómo pedir indicaciones a los empleados.
—Gracias —dijo el hombre con una gran sonrisa—. No estamos seguros de cómo subir a la torre. Los empleados nos dijeron algo, pero no entendimos bien.
Tomás asintió y, con confianza, se dirigió al empleado más cercano. Usó las palabras que ya conocía y, con un “s’il vous plaît”, preguntó cómo podían ayudar a la familia a encontrar el ascensor adecuado. El empleado le explicó con amabilidad, y Tomás, con una sonrisa, regresó a la familia para explicarles lo que debían hacer.
—Solo tienen que seguir esa línea hasta el ascensor —les dijo Tomás—. Y luego pueden disfrutar de la vista desde la cima.
—¡Gracias! —dijo el hombre mayor—. Nos acabas de salvar el día.
Tomás se sintió increíblemente orgulloso de haber podido ayudar. No solo había superado sus propios miedos, sino que también había podido usar lo que había aprendido para ayudar a otros. Con un “gracias” y un “de nada”, la familia siguió su camino hacia el ascensor, dejando a Tomás con una sensación de satisfacción que nunca había experimentado antes.
Después de ese encuentro, subieron a la Torre Eiffel. La vista desde lo alto era impresionante. París se extendía ante sus ojos como una obra de arte gigante, y Tomás se quedó maravillado por la belleza de la ciudad. Mientras miraba desde lo alto, pensó en todas las personas que había conocido durante su viaje: la panadera, el vendedor en el mercado, el cajero en la tienda de recuerdos, y ahora la familia que había ayudado. Cada uno de esos momentos había sido especial, y todo gracias a esas simples palabras que había aprendido: “por favor” y “gracias”.
—¿Qué te pareció el viaje, Tomás? —le preguntó su papá mientras contemplaban la ciudad desde lo alto.
—Me encantó —respondió Tomás con una gran sonrisa—. Al principio tenía miedo porque no hablaba francés, pero aprendí que con “por favor” y “gracias” se puede hacer mucho. Son como palabras mágicas.
Sus padres lo miraron con orgullo.
—Exactamente —dijo su mamá—. Esas palabras abren muchas puertas, no importa en qué parte del mundo estés.
Cuando finalmente bajaron de la Torre Eiffel y se dirigieron al aeropuerto para regresar a casa, Tomás no dejaba de pensar en todo lo que había aprendido. No solo había conocido un país nuevo y fascinante, sino que también había aprendido una valiosa lección sobre el poder de la amabilidad y el respeto. A veces, lo más importante no es saber todo, sino simplemente hacer un esfuerzo por ser amable y agradecer.
De regreso en casa, Tomás se sintió inspirado para continuar aprendiendo más sobre otras culturas y lenguajes. Sabía que algún día volvería a viajar y, con las palabras “por favor” y “gracias”, podría conectarse con aún más personas en cualquier lugar del mundo.
moraleja Aprender a decir por favor y gracias abre muchas puertas.
Y colorín colorín, este cuento llego a su fin. bueno mis amables oyentes. ¡NOS VEMOS MAÑANA! CON UN NUEVO CUENTO CON MORALEJA.
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