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Capítulo 3.

La Expedición Olvidada.

Karl Máser, todavía procesando el hallazgo de los dispositivos en la mochila de la mujer rubia, decide abordar a John Reynolds durante una breve pausa en su marcha hacia el monasterio. El grupo se ha detenido cerca de una formación rocosa para descansar, y Karl, aprovechando la oportunidad, se acerca a Reynolds.

—Parece que tenemos algo en común, señor Reynolds. Ambos estamos aquí buscando respuestas, aunque quizá desde perspectivas diferentes.

Reynolds, un hombre de complexión fuerte y mirada aguda, sonríe ligeramente.
—Así es, profesor Máser. Aunque mi equipo y yo estamos aquí como simples peregrinos, es imposible no sentir curiosidad por un lugar tan lleno de misterio como Kailash.

—Eso es cierto. Este lugar tiene una forma de capturar la imaginación, ¿no? A propósito, me he dado cuenta de que no hemos tenido la oportunidad de conocer a todo su equipo.

—Por supuesto, profesor. Permítame presentarle a todos. —Reynolds gira hacia su grupo y hace una seña para que se acerquen—. Este es Charlie, nuestro experto en comunicaciones. No se deje engañar por su apariencia ruda; es un verdadero genio con cualquier cosa que tenga un circuito.

Charlie, un hombre corpulento con barba y una expresión tranquila, asiente hacia Karl.

—Y esta es Helen, nuestra encargada de logística. Se asegura de que siempre tengamos lo que necesitamos, cuando lo necesitamos.

Helen, la mujer alta y rubia que Karl había observado antes, sonríe cortésmente, aunque sus ojos parecen escudriñar a Karl, como evaluándolo.

Reynolds continua —Y aquí tenemos a Steve y Rachel, ambos ingenieros. No hay montaña ni equipo que ellos no puedan dominar.

Steve, un hombre bajo y robusto, y Rachel, una mujer de complexión delgada pero musculosa, asienten al unísono, mostrando una sincronización que habla de su tiempo trabajando juntos.

—Un equipo impresionante. Se nota que llevan tiempo trabajando juntos.

—Así es, profesor. Nos conocemos bastante bien. Y finalmente, este es Mike, nuestro encargado de seguridad.

Mike, un hombre de aspecto serio, con el ceño fruncido, simplemente asiente sin decir nada.

—Es un placer conocerlos. Es bueno saber que estamos en compañía de expertos, especialmente en un lugar tan remoto.

—Lo mismo digo, profesor Máser. Es un honor compartir el camino con alguien de su reputación. Espero que podamos aprender mucho los unos de los otros durante este viaje.

La conversación se diluye en un silencio momentáneo, mientras ambos grupos se preparan para continuar la marcha. Karl, aunque cortés en sus palabras, siente que hay algo más detrás de este equipo norteamericano. El monasterio está cerca, y con él, tal vez, las respuestas a las preguntas que todos, de una forma u otra, parecen estar buscando.

El grupo ha retomado su marcha hacia el monasterio, avanzando a paso constante. Durante el trayecto, Karl se acerca a Sara mientras se mantienen al margen del grupo principal.

—Sara, necesito que te acerques a Helen, la mujer rubia. Intenta entablar una conversación con ella, haz camaradería. Quizá puedas averiguar algo más sobre lo que realmente están buscando.

—Entendido, Karl. Veré qué puedo sacar de ella.

Sara, con su carácter afable y su habilidad para conectar con las personas, se acerca a Helen, que está ajustando la correa de su mochila.

—¡Hola, Helen! Es increíble cómo este lugar te hace sentir tan insignificante, ¿no crees? —dice Sara, mirando hacia las majestuosas montañas.

—Sí, es impresionante. Hay algo casi sagrado en estas tierras. —Helen responde con una sonrisa ligera, aunque aún cautelosa.

—Me alegra estar en un grupo tan preparado como el tuyo. Mi esposo y yo hemos hecho algunos viajes antes, pero nada como esto. ¿Has estado en lugares tan remotos antes?

Helen parece relajarse un poco ante la actitud amigable de Sara.

—He viajado mucho, pero esta es mi primera vez en el Himalaya. Es un desafío diferente a cualquier otro, aunque emocionante.

—¡Lo imagino! Por cierto, ¿cuál es tu área de especialidad? Pareces alguien que sabe exactamente lo que hace.

—Oh, yo me encargo de la logística. Asegurándome de que todo esté en su lugar y que no nos falte nada esencial. Ya sabes, lo típico.

—Debe ser agotador estar siempre pendiente de todo. A veces, desearía tener una tarea más específica, algo en lo que pudiera concentrarme completamente. Aunque, claro, estar aquí ya es toda una experiencia en sí misma.

Helen asiente, aunque con una mirada que denota que no va a dar demasiados detalles.
—Sí, estar en estos lugares hace que todo valga la pena.

—Seguro que sí. Oye, si alguna vez necesitas una mano extra, no dudes en pedírmelo. Sé que no nos conocemos mucho, pero me gusta pensar que las mujeres podemos apoyarnos mutuamente, especialmente en un entorno tan desafiante como este.

Helen sonríe, esta vez con un poco más de calidez.

—Gracias, Sara. Lo tendré en cuenta.

Mientras la conversación se va apagando, Sara siente que, aunque Helen es amigable, sigue siendo reservada. Aún así, ha logrado sembrar la semilla de una posible camaradería, lo que podría ser útil más adelante. A medida que el grupo se acerca al monasterio, Sara regresa a su lugar al lado de Karl y le lanza una mirada significativa, como diciendo que, aunque no ha sacado mucho, está avanzando.

—Buen trabajo, Sara. Sigamos así, sin prisa. Este lugar tiene una manera de revelar sus secretos con el tiempo.

El grupo continúa su marcha en silencio, con la nieve crujiente bajo sus pies. Mientras Karl y Sara intercambian miradas sobre su conversación con Helen, la figura de Dorje se desliza hacia ellos, saliendo de las sombras de los demás peregrinos.

—Dorje, has estado bastante callado últimamente. ¿Cómo te encuentras? —pregunta Karl, tratando de iniciar una conversación casual.

—Mejor que muchos de estos peregrinos, profesor. Este tipo de travesías pueden ser tan duras para el cuerpo como para la mente. He estado observando, asegurándome de que estemos todos a salvo.

—¿Y has visto algo inusual?

—En estas montañas, todo lo que parece inusual es, en realidad, parte de su esencia. Pero he notado que el clima está cambiando nuevamente. Quizás sea prudente acelerar el paso si queremos llegar al monasterio antes de que la tormenta nos alcance.

Karl asiente, pero no puede evitar la sensación de que Dorje sabe más de lo que dice.
—Tu consejo siempre es bienvenido, Dorje. ¿Has estado en este monasterio antes?

—Hace muchos años. Es un lugar que guarda más secretos de los que deja ver. Los monjes allí… —hace una pausa como si estuviera recordando algo— tienen conocimientos antiguos, algunos dirían que prohibidos.

Sara frunce el ceño intrigada —¿Prohibidos?

—Leyendas, historias. Pero a veces, las historias contienen más verdad de la que quisiéramos aceptar. En estos lugares, el pasado y el presente se mezclan de formas misteriosas.

Karl decide no presionar más, pero la curiosidad y la desconfianza crecen. Dorje ha estado con ellos todo el tiempo, pero ¿cuánto de lo que ha observado ha sido para su propio beneficio?

—Bueno, si los monjes saben algo más sobre el Monte Kailash, será interesante escuchar lo que tienen que decir.

—Karl hace una pausa antes de continuar—. Será un placer contar contigo cuando lleguemos, Dorje. Tu conocimiento de la región es invaluable.

—Haré lo que pueda para ayudar, profesor. —Dorje esboza una ligera sonrisa, pero sus ojos permanecen serios, cargados de pensamientos que aún no comparte.

El grupo sigue avanzando, con la sensación de que cada paso los acerca no solo al monasterio, sino también a un destino mucho más profundo y misterioso de lo que habían imaginado.

Mientras el grupo sigue avanzando hacia el monasterio, Dorje, que ha permanecido en silencio la mayor parte del tiempo, se acerca discretamente a Karl y Amir. Sus ojos, siempre observadores, parecen aún más serios de lo habitual.

Dorje en voz baja  — Profesor, Amir, necesito que mantengan la calma, pero tenemos un problema.

Karl frunce el ceño, mientras Amir asiente, preparado para escuchar.
—¿De qué se trata? —pregunta Karl, intentando no sonar alarmado.

—El hombre que lidera a los norteamericanos, Reynolds… lleva un arma.

Amir intercambia una mirada con Karl, y ambos intentan procesar la información.
—¿Estás seguro? —pregunta Amir, con el ceño fruncido.

—Lo vi cuando ajustaba su mochila. El tipo es profesional, no es un simple guardaespaldas. Y un peregrino normal no necesitaría un arma en un lugar como este.

Karl siente una mezcla de desconfianza y preocupación.
—Esto complica las cosas. Si están armados, debemos ser aún más cautelosos. No podemos arriesgarnos a un enfrentamiento.

—¿Deberíamos confrontarlos? Preguntarles directamente por qué llevan un arma.

—Eso podría ponerlos en alerta. No sabemos cuántos de ellos están armados ni cuáles son sus verdaderas intenciones. Lo mejor es seguir observando, mantenernos cerca pero no demasiado, y estar preparados para cualquier eventualidad.

Karl asiente, reconociendo la sabiduría en las palabras de Dorje.
—De acuerdo. Pero si las cosas se ponen feas, quiero que todos estemos listos para reaccionar. No estamos en una posición favorable aquí.

—Haré lo posible para protegerlos, profesor. Pero también recuerden que no estamos solos en estas montañas. Este lugar tiene sus propios guardianes… —Dorje dice esto con un tono misterioso, como si sugiriera que las fuerzas en juego van más allá de lo humano.

Karl mira a Dorje, intentando descifrar lo que quiso decir, pero sabe que no es el momento.

—Gracias, Dorje. Nos mantendremos alerta.

El grupo sigue adelante, con un nuevo nivel de precaución, conscientes de que lo que parecía ser una simple peregrinación se está convirtiendo en algo mucho más peligroso y complejo.

Llegada al Monasterio bajo la Tormenta.

El grupo había avanzado durante horas, sorteando las laderas y manteniéndose alerta después de la advertencia de Dorje sobre el arma. Aunque el cielo había estado despejado durante la mañana, pequeñas nubes grises comenzaron a acumularse en el horizonte.

—¿Se está poniendo más oscuro o es mi imaginación?

—No es tu imaginación. Eso parece una tormenta en ciernes.

—Nos estamos acercando al monasterio. Si la tormenta nos alcanza, podemos buscar refugio allí.

Las palabras de Reynolds apenas habían salido de su boca cuando el viento comenzó a levantarse con una fuerza inesperada. La temperatura descendió rápidamente, y la nieve, primero en forma de pequeños copos, comenzó a caer con más intensidad. Una ventisca repentina se desató, envolviendo al grupo en un torbellino de nieve y viento.

—¡Debemos apresurarnos! La tormenta se intensificará rápidamente. El monasterio está cerca, ¡no hay tiempo que perder!

El grupo, ahora luchando contra el viento que les cortaba el rostro como cuchillas de hielo, apretó el paso. Las huellas en la nieve comenzaban a desaparecer casi al instante, y la visibilidad se reducía a solo unos pocos metros.

—¡No podemos detenernos ahora! ¡Sigan adelante!

El monasterio apareció ante ellos como un espectro entre la neblina blanca, sus muros antiguos y sólidos ofreciendo la única promesa de refugio. Los monjes, alertados por la tormenta, ya estaban en la entrada, ayudando a los peregrinos a entrar y cerrando las puertas detrás de ellos.

Un monje mayor (con voz calmada, aunque su rostro mostraba preocupación):
—Bienvenidos. Han llegado justo a tiempo. Esta tormenta será fuerte, pero aquí estarán a salvo.

El grupo entró al monasterio, agradecido por el refugio. El contraste entre el exterior inhóspito y el interior cálido y acogedor era palpable. La atmósfera del monasterio era mística, con la luz de las velas parpadeando en los antiguos corredores y un aroma a incienso llenando el aire.

Karl susurrando al oído de Dorje. —Parece que hemos llegado en el momento justo…

—Este es un lugar sagrado, profesor. Y en los lugares sagrados, las respuestas a veces vienen disfrazadas de misterio.

Mientras el grupo se instalaba, agradecidos por la hospitalidad de los monjes, Karl no podía evitar sentir que algo más los había guiado hasta allí, como si el destino hubiera intervenido en su camino hacia un descubrimiento trascendental.

Cena en el Monasterio.

El aroma a incienso y hierbas llenaba el comedor del monasterio, mientras los monjes servían una cena sencilla pero reconfortante: sopa caliente, arroz al vapor y vegetales frescos recogidos de los jardines cercanos. La calidez del lugar contrastaba con la tormenta helada que rugía afuera, y el grupo de Karl, junto con los otros peregrinos, se sentía agradecido por el refugio y la hospitalidad.

La conversación fluía con naturalidad; el ambiente relajado y las risas suaves de los monjes contribuían a un aire de paz y camaradería. Karl observaba a su equipo: Sara hablaba animadamente con Amir sobre las dificultades del camino, mientras Tomás y Dorje intercambiaban impresiones sobre las leyendas locales.

En un rincón, los norteamericanos parecían menos reservados, aunque Karl no podía sacudirse la sensación de que, incluso en ese entorno seguro, mantenían un aire de precaución.

Justo cuando Karl se disponía a unirse a la conversación de Sara y Amir, un joven monje se acercó discretamente y le tocó el hombro. Karl, sorprendido, levantó la vista. El monje, con una sonrisa tranquila, le hizo una pequeña reverencia antes de hablar.

—Profesor Máser, el abad del monasterio desea hablar con usted en privado. Si puede acompañarme, por favor.

Karl quedó momentáneamente perplejo. No esperaba ser llamado aparte, y menos por el líder espiritual del lugar. Se levantó lentamente, asintiendo mientras seguía al joven monje a través de los pasillos del monasterio. Las paredes estaban adornadas con antiguas inscripciones y mandalas tibetanos, iluminados tenuemente por velas que proyectaban sombras danzantes en el suelo de piedra.

El sonido de sus pasos resonaba suavemente en la quietud del lugar, aumentando la sensación de misterio y anticipación. Al llegar a una puerta de madera tallada, el monje se detuvo y, con un gesto respetuoso, invitó a Karl a entrar.

Al cruzar el umbral, Karl se encontró en una habitación pequeña y sencilla. En el centro, sentado en un cojín con una postura erguida y serena, estaba el abad: un hombre de avanzada edad, con una mirada profunda y serena que irradiaba sabiduría.

Karl se inclinó ligeramente, respetando la costumbre local.

—Bienvenido, profesor Máser —dijo el abad con una voz suave pero firme, invitándolo a sentarse frente a él—. He oído hablar de usted y de su búsqueda. Nuestra montaña ha visto pasar a muchos como usted, pero pocas veces ha permitido que sus secretos sean revelados.

Karl, intrigado y cauteloso, se sentó frente al abad, consciente de que esta conversación podría ser crucial para lo que venía a continuación.

Karl, aún procesando las palabras del abad, no pudo evitar una expresión de sorpresa.

—¿Me conoce? —preguntó, un tanto desconcertado.

El abad, con una sonrisa serena y un brillo de picardía en sus ojos, asintió lentamente.

—Oh, profesor Máser, nosotros somos monjes, pero no vivimos en la ignorancia del mundo moderno —dijo el abad, mientras se inclinaba ligeramente hacia un lado y tomaba un objeto que había estado discretamente cubierto por un paño en la esquina de la habitación.

Karl observó con asombro cómo el abad, sin perder su compostura serena, descubría una tablet moderna y pulida. Con unos toques rápidos y precisos en la pantalla, el abad mostró una serie de artículos y noticias, todos con la imagen de Karl y sus logros más notables.

—Usted es famoso, profesor Máser —comentó el abad con una risa suave—. Sus investigaciones sobre Teotihuacán, la Esfinge, y sus teorías sobre los Anun Ka han llegado muy lejos. Nosotros, aunque aislados por elección, también somos parte de este mundo conectado.

Karl no pudo evitar sonreír, aunque la sorpresa aún no se desvanecía del todo. Era extraño ver a un hombre vestido con túnica y sumido en la sabiduría ancestral manejando con tanta soltura una herramienta del siglo XXI.

—Me halaga que me conozca, pero debo admitir que no esperaba encontrar esto aquí —respondió Karl, señalando la tablet.

El abad asintió, cerrando la pantalla y dejándola a un lado.

—La tecnología es solo un medio, profesor, una herramienta. Lo que verdaderamente importa es el conocimiento y cómo lo usamos. Nosotros preservamos lo antiguo, pero no negamos lo nuevo. Después de todo, la sabiduría no tiene edad ni formato.

Karl se acomodó en el cojín, su mente llena de preguntas. Sentía que estaba a punto de descubrir algo mucho más profundo de lo que había anticipado.

—Entiendo. Y si me ha llamado aquí, es porque sabe algo más, ¿verdad? —preguntó Karl, manteniendo su tono respetuoso pero ansioso por conocer más.

El abad lo miró con una expresión que mezclaba respeto y cautela.

—Lo que busque aquí, profesor Máser, encontrará una respuesta. Pero recuerde, algunas respuestas traen consigo más preguntas, y no todas son fáciles de aceptar. Kailash guarda secretos que no todos están preparados para desvelar.

El abad, con la mirada fija en Karl, parecía medir cada palabra antes de hablar.

—Hace muchos años, un grupo de exploradores de una nación lejana, los rusos, llegaron a este lugar con el mismo interés que usted tiene ahora, profesor Máser —comenzó el abad, con su voz baja y pausada—. Fue en los años 1930. Vinieron aquí con la convicción de que el Monte Kailash no solo era un centro espiritual, sino también un portal hacia lo desconocido.

Karl, intrigado, se inclinó un poco hacia adelante, escuchando cada palabra con atención. El abad continuó, su mirada parecía perderse en recuerdos antiguos.

—La expedición fue encabezada por un investigador brillante. Un hombre llamado Boris… —el abad frunció ligeramente el ceño, como tratando de recordar—. Boris… no puedo recordar su apellido.

Karl, con una chispa de reconocimiento, intervino rápidamente.

—Boris Ivanov —dijo, su mente viajando a los libros y artículos que había leído sobre expediciones olvidadas—. Boris Ivanov fue un renombrado arqueólogo y explorador ruso que desapareció misteriosamente durante una expedición en esta región.

El abad asintió lentamente.

—Así es, Boris Ivanov. Ellos creían que en una parte abandonada de nuestro monasterio, había una sala oculta, llena de registros y artefactos que podrían revelar secretos perdidos hace milenios. Se decía que esta sala estaba escondida en una biblioteca antigua, construida en los primeros días del monasterio. Sin embargo, ese lugar fue clausurado hace unos 15 años por riesgo de derrumbe. Es un lugar peligroso, y desde entonces, nadie ha entrado allí.

Karl sintió una mezcla de emoción y precaución. Era como si las piezas de un viejo rompecabezas comenzaran a encajar.

—¿Sabe usted dónde exactamente buscaba Boris Ivanov? —preguntó Karl, ansioso por obtener más detalles.

El abad, con un gesto solemne, señaló hacia el extremo este del monasterio.

—Siguiendo el pasillo principal, hay un desvío a la derecha que lleva a una sección casi olvidada del monasterio. La biblioteca que usted busca está al final de ese pasillo, tras una puerta de madera pesada con símbolos tallados. Esa es la entrada a la biblioteca que Boris intentó explorar. Recuerde, profesor, el peligro no solo está en lo físico; a veces, lo que está escondido, lo está por una razón.

Karl asintió, comprendiendo la advertencia implícita en las palabras del abad.

—Gracias por confiar en mí esta información. Tomaré todas las precauciones necesarias.

El abad lo miró profundamente a los ojos y sonrió con serenidad.

—Lo sé, profesor Máser. La montaña y sus secretos llaman a aquellos que están destinados a escucharlos. Solo espero que, cuando encuentre lo que busca, esté preparado para comprenderlo.

Karl agradeció al abad por la conversación y se despidió con una inclinación respetuosa. Mientras salía de la habitación, su mente bullía con pensamientos sobre la expedición rusa y la misteriosa sala oculta en la biblioteca abandonada del monasterio. Caminó rápidamente por los pasillos, buscando a su equipo.

Encontró a Sara, Tomás, Amir y Dorje en el comedor, todavía charlando animadamente con algunos de los monjes y otros peregrinos. Karl les hizo una seña discreta, pidiendo que lo siguieran a una esquina más apartada, lejos de oídos curiosos.

—¿Qué pasa, Karl? —preguntó Sara, notando la intensidad en la mirada de Karl.

Karl respiró profundamente antes de empezar.

—Acabo de hablar con el abad. Me contó sobre una expedición rusa de los años 1930 liderada por un investigador llamado Boris Ivanov. Estaban convencidos de que había una sala oculta en una biblioteca antigua, en una parte abandonada del monasterio. La misma biblioteca fue clausurada hace 15 años por peligro de derrumbe, pero el abad me dio las indicaciones exactas para llegar a la entrada.

Tomás levantó una ceja, intrigado.

—Entonces, ¿crees que es seguro? Si la cerraron por peligro de derrumbe…

—No estoy seguro de cuánto ha cambiado la situación —admitió Karl—. Pero esto podría ser exactamente lo que vinimos a buscar. Los registros de la expedición podrían contener pistas cruciales sobre los secretos del Monte Kailash y los Anun Ka.

Amir, siempre el pragmático, frunció el ceño.

—Suena arriesgado, pero ya hemos estado en situaciones peores. Si hay algo ahí que pueda ayudarnos, vale la pena intentarlo.

Sara asintió, su expresión llena de determinación.

—De acuerdo. ¿Cuál es el plan?

Karl se inclinó hacia ellos, bajando la voz.

—Mañana a primera hora, iremos a buscar la entrada secreta. El abad mencionó que está al final de un pasillo al este del monasterio, tras una puerta de madera con símbolos tallados. Nos moveremos con cuidado y sin llamar la atención.

Dorje, que había estado escuchando en silencio, finalmente habló.

—Conozco esa parte del monasterio. Está en ruinas, y no es un lugar al que muchos quieran ir. Pero los seguiré. Hay algo en estas montañas que siempre me ha intrigado, y tal vez esto sea parte de esa respuesta.

Karl asintió, sintiéndose respaldado por su equipo.

—Perfecto. Descansemos esta noche y estemos listos para mañana. Esta podría ser nuestra mejor oportunidad para descubrir lo que realmente está oculto aquí.

El grupo asintió en acuerdo, y se separaron para prepararse para el día siguiente. Mientras Karl se dirigía a su habitación, no podía dejar de sentir una mezcla de emoción y nerviosismo. Sabía que, al adentrarse en esa biblioteca abandonada, no solo estaban buscando respuestas, sino que también se enfrentaban a los peligros que estas podrían traer.

Después de la conversación con Karl, el equipo se retiró a sus habitaciones, conscientes de que la mañana siguiente sería crucial para su misión. Sin embargo, Sara no podía conciliar el sueño. Había algo en la historia del abad que la mantenía inquieta, una curiosidad latente que no podía ignorar.

Sentada en el borde de su cama, encendió su laptop y comenzó a buscar en sus archivos. Su esposo, Tomás, se acercó, notando su concentración y la ligera tensión en sus gestos.

—¿No puedes dormir? —preguntó Tomás suavemente, sentándose junto a ella.

Sara suspiró, sus ojos fijos en la pantalla.

—No, hay algo que no me deja en paz. Quiero saber más sobre la expedición rusa y ese tal Boris Ivanov. Si esa sala oculta realmente existe, y ellos la estaban buscando, tiene que haber algún registro de lo que pasó con ellos.

Tomás asintió, entendiendo la urgencia en la voz de Sara.

—Déjame ayudarte. Si buscamos juntos, tal vez encontremos algo más rápido.

Sara sonrió, agradecida por su apoyo. Juntos comenzaron a revisar una serie de documentos antiguos y registros en línea, utilizando palabras clave como “expedición rusa 1930”, “Boris Ivanov”, y “Monte Kailash”. Encontraron varios artículos y referencias vagas, pero nada que diera una imagen completa de lo que realmente había ocurrido.

Finalmente, Sara dio con un artículo publicado en una revista de arqueología de la década de 1950. El artículo hablaba brevemente de una expedición soviética que había desaparecido en el Tíbet, liderada por Boris Ivanov, un renombrado arqueólogo y explorador. Las circunstancias de su desaparición nunca fueron esclarecidas, pero los rumores hablaban de fenómenos inexplicables y encuentros con lo que los locales describieron como “luces en el cielo” y “voces que susurraban desde las montañas”.

Tomás, leyendo por encima del hombro de Sara, señaló un párrafo que le llamó la atención.

—Mira esto. Aquí menciona que los miembros de la expedición dejaron registros incompletos sobre lo que encontraron. Describen una sala llena de símbolos y artefactos que parecían no pertenecer a ninguna cultura conocida. Boris estaba convencido de que esa sala era la clave para entender algo mucho más grande.

Sara frunció el ceño, intrigada.

—Parece que estaban en algo grande, pero nunca lograron salir de allí. Todo lo que queda son fragmentos de sus notas y teorías. Si esa sala realmente existe, podría cambiar nuestra comprensión de la historia… y del Monte Kailash.

Tomás asintió, sintiendo el peso de la información.

—Y si Boris Ivanov tenía razón, eso explicaría por qué nunca volvieron. Algo los detuvo. Quizá lo mismo que estamos buscando nosotros.

Sara apagó la laptop, su mente llena de pensamientos y posibles teorías.

—Mañana, cuando vayamos a esa biblioteca, debemos estar preparados para cualquier cosa. Si esa sala oculta existe, podríamos estar a punto de descubrir algo que ha estado enterrado durante décadas.

Tomás tomó la mano de Sara, ofreciéndole una sonrisa tranquilizadora.

—Lo haremos juntos. Y si Boris dejó algún rastro, lo encontraremos.

Con una mezcla de nerviosismo y determinación, ambos se acomodaron para intentar descansar, sabiendo que la verdadera aventura apenas estaba por comenzar. Mientras la tormenta afuera rugía contra las paredes del monasterio, el equipo se preparaba para enfrentar los secretos que el Monte Kailash había guardado celosamente durante tanto tiempo.

Mientras el equipo se concentraba en la recarga de sus dispositivos bajo el sol brillante, Dorje se acercó con una expresión seria y algo inquieta. Se detuvo frente a Sara, observando su mochila con una mirada aguda.

—Sara, ¿puedo ver tu mochila un momento? —pidió Dorje, su tono grave pero sin revelar demasiado.

Sara, sorprendida por la petición, frunció el ceño.

—¿Mi mochila? ¿Por qué? ¿Hay algún problema? —preguntó, un tanto renuente.

Dorje mantuvo la calma, aunque su voz dejó entrever una pizca de urgencia.

—Vi a Helen, la mujer rubia del grupo de los norteamericanos, cerca de tu mochila antes de que se fueran. Parecía estar haciendo algo sospechoso. Por favor, permíteme revisar.

Aunque algo desconfiada, Sara asintió lentamente y le entregó su mochila a Dorje, aún con la vista fija en él. Dorje la tomó y comenzó a revisarla con cuidado, pasando sus manos por los bolsillos y costuras. Finalmente, llegó al fondo de la mochila y metió la mano en una pequeña abertura interna que parecía un simple refuerzo.

—Aquí está —murmuró Dorje, extrayendo un pequeño dispositivo metálico del tamaño de un botón. Lo sostuvo en la palma de su mano y lo mostró al grupo—. Es un rastreador.

Karl, Tomás y Amir se acercaron, sus expresiones oscilaron entre la sorpresa y la preocupación.

—¡Un rastreador! —exclamó Sara, mirando el dispositivo con incredulidad—. ¿Por qué nos estarían rastreando?

—Helen estaba manipulando tu mochila mientras ustedes estaban distraídos —explicó Dorje—. No quise decir nada hasta estar seguro, pero ahora parece claro. Debemos revisar todas nuestras cosas.

El equipo, alarmado por la revelación, se apresuró a revisar sus mochilas y equipos con minuciosidad. Tomás, revisando su propio bolso, encontró otro dispositivo similar escondido en uno de los compartimentos laterales.

—Aquí hay otro —dijo, mostrándolo con una expresión seria—. Nos han estado siguiendo desde que nos unimos a ellos.

Amir, revisando su cámara y otros equipos, no encontró nada, pero la preocupación en su rostro era evidente.

—Esto no es una coincidencia —dijo Karl, tomando ambos dispositivos y examinándolos detenidamente—. Los norteamericanos claramente no son simples peregrinos, y ahora sabemos que tienen un interés en nosotros mucho más allá de compartir el camino.

Dorje asintió, su expresión se mantenía firme.

—Tenemos que ser cuidadosos. Si están dispuestos a rastrearnos, probablemente no se detendrán ahí. Podrían estar buscando algo que nosotros también buscamos, o podrían estar tratando de averiguar nuestros pasos por alguna razón.

Karl apretó los rastreadores en su mano, sus pensamientos corriendo a toda velocidad.

—Lo que sea que busquen, no podemos permitir que nos sigan a ciegas. Mantendremos los rastreadores por ahora, pero cambiaremos nuestros planes. No podemos seguir exactamente los pasos que les dijimos. Debemos adelantarnos a ellos y encontrar esa biblioteca antes de que lo hagan.

El equipo asintió, sus expresiones reflejaban determinación y un renovado sentido de cautela. Dorje, satisfecho de haber descubierto la trampa, observó al grupo.

—Necesitaremos estar más atentos que nunca. Si los norteamericanos nos siguen, debemos estar un paso adelante en todo momento.

Con una mirada resuelta, Karl guardó los rastreadores en un bolsillo seguro.

—Bien. Sigamos con nuestro plan, pero con mucho más cuidado. No estamos solos en esta búsqueda, y está claro que no todos son lo que parecen.

El grupo volvió a sus preparativos, conscientes de que la montaña y sus misterios eran solo una parte de los desafíos que enfrentaban. Ahora, además de los secretos del Monte Kailash, debían lidiar con la amenaza de quienes los seguían en la sombra.

Con los dispositivos de rastreo guardados y la determinación en sus rostros, Karl y su equipo se prepararon para adentrarse en el ala cerrada del monasterio. La tensión era palpable, pero la curiosidad y la necesidad de respuestas superaban cualquier temor. Dorje, con su conocimiento del monasterio y su sentido innato de orientación, los guiaría hacia la entrada de la biblioteca abandonada.

El grupo avanzó en silencio, sus pasos resonaban suavemente en los antiguos pasillos de piedra. Las paredes, adornadas con grabados desgastados por el tiempo, susurraban historias de una época pasada. Finalmente, Dorje se detuvo frente a una puerta de madera carcomida, su superficie estaba cubierta de musgo y pequeñas grietas que hablaban de los años de abandono.

—Hasta aquí es donde llega mi conocimiento —dijo Dorje, señalando la puerta con una mezcla de respeto y advertencia—. Más allá de este punto, todo es desconocido y peligroso. Esta es la entrada a la biblioteca abandonada.

Karl asintió, mirando la puerta con una mezcla de expectación y cautela. Sara, Tomás y Amir se acercaron, compartiendo el momento de tensión. Karl puso una mano en el hombro de Dorje, agradeciéndole con un gesto silencioso.

—Gracias, Dorje. A partir de aquí, procederemos con cuidado. Si esa sala oculta existe, está más allá de esta puerta.

Con un empujón firme, Karl abrió la puerta. Esta cedió con un crujido prolongado, revelando una vasta sala que alguna vez debió de ser majestuosa. El aire estaba cargado de polvo y el olor a humedad inundaba sus sentidos. La luz del día se filtraba a través de las ventanas rotas, iluminando parcialmente la estancia y proyectando sombras inquietantes sobre los estantes vacíos y caídos.

Lo que alguna vez fue una biblioteca impresionante ahora era un esqueleto de su antigua gloria. Estanterías destrozadas, libros esparcidos y cubiertos de polvo, y pilares erosionados por los años de abandono dominaban el paisaje. Aun así, había un aire de misterio en la sala, como si los secretos de antaño aún esperaran ser desvelados.

Karl avanzó con cuidado, su mirada escaneaba cada rincón del vasto salón. Sara y Tomás siguieron su ejemplo, mientras Amir encendía una linterna para iluminar los rincones más oscuros.

—Increíble… —murmuró Sara, pasando la mano por un libro deshecho—. Todo esto es historia perdida, Karl. Si Boris Ivanov estuvo aquí, podría haber encontrado algo verdaderamente significativo.

—Si lo hizo, dejó pocas señales de ello —respondió Karl, mientras sus ojos buscaban algún indicio de la sala oculta mencionada por el abad—. Busquemos cualquier cosa que pueda parecer fuera de lugar. Este lugar tiene más que ofrecer de lo que parece.

El equipo se dispersó, inspeccionando los estantes caídos, las paredes cubiertas de musgo y los restos de lo que alguna vez fue una vasta colección de conocimientos. Dorje permaneció cerca de la entrada, vigilando con una mezcla de cautela y curiosidad.

Tomás, revisando una estantería derrumbada, notó algo peculiar en el suelo: una serie de baldosas con símbolos grabados, distintos de los patrones regulares del resto del piso.

—Karl, ven a ver esto —llamó Tomás, señalando las baldosas—. No coinciden con el resto del suelo. Parecen más… recientes, como si alguien hubiera intentado cubrir algo.

Karl se acercó rápidamente, sus ojos brillaban con anticipación. Se arrodilló junto a Tomás y tocó las baldosas con cuidado, sintiendo la textura diferente y notando pequeños desgastes alrededor de los bordes.

—Es posible que esto sea lo que buscaba Boris Ivanov —dijo Karl, su voz baja pero cargada de emoción—. Podría ser la entrada a la sala oculta.

Amir y Sara se acercaron, sus expresiones llenas de expectación. Dorje observaba desde la distancia, sus ojos seguían cada movimiento con atención.

—Entonces, vamos a descubrir qué esconde este lugar —dijo Karl, tomando una herramienta de su mochila y comenzando a trabajar para levantar las baldosas. Sabía que lo que se revelara bajo ellas podría cambiarlo todo, pero también que había peligros que aún no conocían.

Con cada baldosa que levantaban, sentían que se acercaban más a la verdad oculta en las entrañas del monasterio. Y aunque la biblioteca estaba en ruinas, la sensación de algo trascendental flotaba en el aire, empujándolos a seguir adelante.

Con paciencia y esfuerzo, Karl y su equipo terminaron de levantar las baldosas, revelando una trampilla de madera oscura y desgastada. A simple vista, parecía una entrada simple y estrecha, oculta bajo capas de polvo y años de olvido. Karl, sintiendo la adrenalina correr por sus venas, se agachó para inspeccionarla más de cerca.

—Aquí está… —susurró Karl, sus palabras resonaron en la silenciosa biblioteca abandonada—. Esto tiene que ser la entrada a la sala oculta que buscaba Boris Ivanov.

Con cuidado, Karl levantó la trampilla, que crujió ominosamente antes de ceder y revelar una apertura que se hundía en la oscuridad. El equipo se asomó, y la luz de la linterna de Amir reveló un foso angosto y profundo, con una escalera metálica que descendía abruptamente. La estructura de la escalera se veía vieja y corroída, sus peldaños cubiertos de una fina capa de humedad que los hacía brillar de manera inquietante.

Sara se arrodilló junto a Karl, observando con preocupación.

—Esa escalera parece resbaladiza. Descender por ahí no será fácil —comentó, apuntando la linterna hacia abajo para tratar de ver dónde terminaba, pero la luz se perdía en la oscuridad.

Tomás, siempre práctico, se acercó con una cuerda de seguridad que había sacado de su mochila.

—Podemos usar esto para asegurarnos. Será difícil bajar, pero es nuestra única opción si queremos ver qué hay ahí abajo.

Dorje, quien había permanecido observando desde un lado, se acercó también, su rostro serio.

—Este lugar no ha sido tocado en décadas. Hay riesgos, pero también la posibilidad de descubrir algo verdaderamente importante. Si bajan, háganlo con cuidado. No sabemos qué encontraremos ahí abajo.

Karl miró a sus amigos, cada uno con expresiones que mezclaban la cautela con la emoción. Sabían que habían llegado muy lejos y que dar marcha atrás no era una opción.

—Lo haremos juntos —dijo Karl con determinación—. Pero con cuidado. Si esa sala oculta está ahí abajo, podríamos estar a punto de desvelar un secreto perdido en el tiempo.

Amir, ajustando su linterna y asegurándose la cuerda alrededor de su cintura, se preparó para ser el primero en descender.

—Bueno, chicos, parece que nos estamos metiendo en otro de esos momentos memorables —dijo con una sonrisa nerviosa—. Solo espero que no haya nada que quiera mordernos allá abajo.

Karl y Tomás sonrieron ante el intento de Amir de aligerar el ambiente, aunque el nerviosismo seguía presente.

Con un último ajuste a la cuerda y un vistazo final a sus compañeros, Amir comenzó a bajar por la escalera. El sonido metálico de sus botas resonaba contra los peldaños, y la escalera se sacudía ligeramente con cada paso.

—¡Cuidado! —advirtió Sara, observando cada movimiento con preocupación.

La bajada fue lenta y tensa, con Amir deteniéndose a mitad de camino para asegurarse de que la escalera pudiera soportar su peso. Cada paso era una prueba, con la humedad y la corrosión dificultando el descenso. Finalmente, después de unos minutos que parecieron una eternidad, Amir tocó el fondo y exhaló un suspiro de alivio.

—¡Está bien! —gritó desde abajo, la luz de su linterna iluminaba apenas un fragmento del suelo de piedra—. Es seguro, pero está resbaladizo. Tendremos que ir con mucho cuidado.

Karl, Sara y Tomás se prepararon para seguirlo, uno a uno, bajando con extrema precaución. La escalera, aunque vieja, aguantó el peso del equipo, y pronto todos estaban en el fondo del foso, rodeados por la oscuridad opresiva de lo desconocido.

Karl, iluminando con su linterna, vio que el foso se extendía hacia un estrecho pasillo de piedra. Las paredes, cubiertas de musgo y con inscripciones apenas visibles, parecían invitarles a adentrarse más en las profundidades del monasterio.

—Esto es solo el comienzo —dijo Karl, su voz resonando suavemente en el pasillo.

El equipo, ahora en lo desconocido, sabía que no había vuelta atrás. Con cada paso, se acercaban más a los secretos que el Monte Kailash y su biblioteca oculta habían guardado durante tanto tiempo.

Aquí tienes la continuación con el descubrimiento del pasillo y los grabados en las paredes:

El equipo avanzó lentamente por el estrecho pasillo de piedra, descendiendo aún más en las entrañas del monasterio. Las paredes, húmedas y frías al tacto, reflejaban la luz de las linternas con un brillo sombrío. Cada paso resonaba con un eco lejano, aumentando la sensación de aislamiento y misterio.

De repente, Karl se detuvo bruscamente, enfocando su linterna en una sección de la pared. Los demás, notando su reacción, se acercaron para ver lo que había captado la atención de Karl. En la piedra, apenas visibles bajo capas de musgo y suciedad, había grabados antiguos, figuras y símbolos que parecían contar una historia olvidada.

Karl, con el corazón latiendo con fuerza, recorrió los grabados con la yema de los dedos, limpiando cuidadosamente el musgo para revelar los detalles. Su mente retrocedió años atrás, a los momentos en que había visto esos mismos símbolos en dos lugares distintos y separados por miles de kilómetros: Teotihuacán y la cámara secreta de la Esfinge en Egipto.

—No puede ser… —susurró Karl, su voz cargada de asombro y una mezcla de temor y emoción—. Estos símbolos… son exactamente los mismos. Los he visto antes en Teotihuacán y luego en la cámara secreta de la Esfinge.

Sara, mirando los grabados más de cerca, frunció el ceño.

—¿Estás diciendo que estos son símbolos de los Anun Ka? —preguntó, su voz reflejaba incredulidad—. ¿Cómo es posible que estén aquí también?

Karl asintió, aún recorriendo los grabados con su mirada.

—Eso parece. Es como un círculo, un patrón que se repite. Los Anun Ka, o al menos sus enseñanzas y símbolos, han dejado una huella en lugares distantes y desconectados… hasta ahora. Este pasillo, esta biblioteca… parece ser otro punto en ese círculo.

Amir se quedó observando los grabados, intentando procesar lo que Karl decía.

—¿Y si todos estos lugares están conectados de alguna forma? —sugirió Amir—. Quiero decir, no puede ser solo una coincidencia que los mismos símbolos aparezcan en sitios tan diferentes.

Tomás, que había estado explorando el suelo con su linterna, miró a Karl.

—Si esto está conectado con los Anun Ka, entonces podríamos estar ante una parte crucial de su historia, o tal vez algo más. Algo que podría explicar lo que realmente buscaban.

Karl asintió lentamente, sus pensamientos corriendo a toda velocidad.

—Los Anun Ka dejaron estas marcas como un rastro. Como si quisieran que alguien, en algún momento, conectara los puntos. Pero… ¿por qué aquí? —Karl pasó su mano por otro grabado que representaba figuras aladas rodeando un círculo—. Este lugar parece una intersección, un punto de convergencia para algo mucho más grande.

Dorje, que había permanecido en silencio observando, finalmente habló.

—Estos grabados son antiguos, más antiguos de lo que el monasterio podría tener. Es posible que hayan sido hechos mucho antes, y el monasterio fue construido sobre ellos.

Karl, mirando a Dorje, asintió con comprensión.

—Podría ser. Quizás este lugar fue escogido por los mismos motivos que los Anun Ka escogieron otros lugares sagrados. Algo en el Monte Kailash y su entorno resuena con estos símbolos, y con lo que los Anun Ka representaban.

Sara, apuntando con su linterna hacia el final del pasillo, vio que continuaba descendiendo hacia lo que parecía ser una cámara más amplia.

—Hay más adelante. Si estos grabados son indicios, podríamos estar muy cerca de descubrir algo realmente significativo.

Karl, recogiendo sus pensamientos y llenándose de una renovada determinación, se volvió hacia su equipo.

—Sigamos adelante, pero con cuidado. Estamos siguiendo un rastro antiguo, y no sabemos qué más podríamos encontrar.

El grupo, lleno de una mezcla de emoción y cautela, continuó su descenso por el pasillo, con los grabados en las paredes como su guía silenciosa. Con cada paso, sentían que se adentraban más en un círculo de misterio que giraba en torno a los Anun Ka, y el peso de ese conocimiento los empujaba a seguir buscando respuestas ocultas en la oscuridad.

El grupo continuó avanzando por el estrecho pasillo, con la tensión incrementando a cada paso. Las paredes de piedra, con sus grabados enigmáticos, parecían envolverlos en una atmósfera aún más densa y cargada de misterio. El aire era más frío y pesado, y la luz de las linternas luchaba por penetrar la oscuridad que parecía consumirlo todo.

De repente, un grito desgarrador rompió el silencio.

—¡Ahhhh! —La voz de Sara resonó, reverberando contra las paredes de piedra. Todos se detuvieron en seco, sus corazones acelerándose mientras se giraban hacia Sara, quien estaba pálida y con los ojos muy abiertos, su linterna temblaba en su mano.

Karl corrió hacia ella, seguido de cerca por Tomás y Amir.

—¡Sara, ¿qué pasa?! —exclamó Karl, tratando de calmarla.

Sara, señalando con la linterna hacia una esquina oscura del pasillo, no pudo articular palabras de inmediato. Karl y los demás enfocaron sus linternas en la dirección que Sara señalaba, y sus rostros palidecieron al unísono. A la luz, se reveló una escena macabra: un montón de restos humanos, huesos y calaveras apilados en desorden, medio ocultos por la oscuridad y el musgo.

Los huesos estaban amarillentos y frágiles, claramente llevaban décadas allí. Algunas calaveras todavía tenían vestigios de ropa raída y mochilas de cuero desgastadas por el tiempo.

—Dios mío… —murmuró Amir, retrocediendo un paso—. Esto es… esto es una tumba.

Karl se acercó, movido por una mezcla de horror y la necesidad de saber más. En medio de los huesos, algo brillaba tenuemente bajo la luz de su linterna. Era una placa de metal, parcialmente cubierta de tierra. Karl la tomó con cuidado, limpiando la superficie con la manga de su chaqueta.

La placa, oxidada pero aún legible, llevaba un nombre que hizo que el corazón de Karl se detuviera por un instante: Boris Ivanov.

—Es él… —dijo Karl en voz baja, casi sin creer lo que veía—. Este es Boris Ivanov… y estos son los restos de su equipo.

Tomás, con la linterna enfocada en los demás huesos, encontró otras placas similares, cada una con nombres en cirílicos grabados con precisión. Sara, aún sacudida, observó las placas y las mochilas viejas, sintiendo un nudo en el estómago.

—Entonces, murieron aquí abajo… buscando lo mismo que nosotros —dijo Sara, su voz temblorosa pero llena de determinación.

Dorje, que había permanecido un poco atrás, se acercó con cautela, observando los restos con una expresión solemne.

—Los rusos nunca salieron de aquí… Esto es lo que temían los monjes —dijo Dorje—. Aquí es donde su búsqueda terminó.

Karl, sosteniendo la placa de Ivanov, sintió un peso sobre sus hombros. Sabía que estaba caminando sobre los pasos de una expedición perdida, y que lo que los rusos habían encontrado, o lo que les había encontrado a ellos, estaba más cerca que nunca.

—No podemos detenernos ahora —dijo Karl con firmeza, mirando a su equipo—. Lo que sea que Ivanov y su equipo encontraron, debemos descubrirlo. Pero tenemos que ser más cautelosos que nunca. No podemos cometer los mismos errores.

El grupo asintió, aunque el miedo y la tensión eran palpables en el aire. Estaban rodeados por los restos de quienes habían compartido su misma búsqueda, y la lección de esos huesos no pasó desapercibida: la verdad del Monte Kailash no se revelaría sin un precio.

Con renovada cautela, el equipo se alejó de la inquietante escena, sabiendo que cada paso los llevaba más profundamente hacia un misterio que ya había cobrado vidas antes. Mientras se adentraban más en la oscuridad, la presencia de los Anun Ka, de los rusos, y de todos los que habían buscado lo desconocido, parecía acecharlos desde cada sombra.

El aire se tornó pesado y cada respiración se sintió como un recordatorio de la fragilidad humana. Karl, con una mirada fija en los restos del equipo ruso, sintió un nudo en la garganta. No era solo el horror de la escena lo que le afectaba, sino la inevitable sensación de déjà vu. Sara, a su lado, murmuró una oración silenciosa, su rostro reflejando un eco de las mismas emociones que sacudían a Karl: la pérdida, la incertidumbre y la dolorosa certeza de que la ciencia y la exploración siempre tenían un precio.

Fue Dorje quien rompió el silencio, susurrando algo en tibetano, un rezo para los espíritus errantes. Pero para Karl, las palabras resonaban en un tono familiar y, de repente, el pasado se hizo presente. Lupe Fernández, la brillante matemática y su difunta esposa, invadió sus pensamientos. Recordó el último sacrificio de Lupe en las sombras de la Esfinge, un acto de valor que había salvado al equipo pero que le había arrebatado a la persona que más amaba. La culpa y la pena que había reprimido durante tanto tiempo emergieron con fuerza.

El paralelismo era ineludible: un grupo de científicos, aventureros, perdidos y olvidados por la historia, pagaron el precio máximo en su búsqueda de respuestas. Karl cerró los ojos por un momento, dejando que el frío del viento le enfriara el rostro. Lupe no estaba allí para recordarle que las matemáticas y la lógica tenían respuestas para todo. Lo único que tenía ahora eran fragmentos de memorias, promesas rotas y una misión que, más allá de lo académico, parecía tener un propósito mucho más profundo.

El equipo permaneció en silencio, cada uno en su propia reflexión, sintiendo el peso de las decisiones que los habían llevado hasta allí. Sara le dio un apretón en el hombro a Karl, una pequeña muestra de apoyo que decía más de lo que las palabras podrían expresar. Karl asintió, agradecido, mientras una nueva determinación se encendía en su interior. Lupe no murió para que ellos se detuvieran ante los restos de un pasado trágico. Había más en juego, y Karl sabía que no podían darse el lujo de vacilar.

Impulsados por una mezcla de respeto y determinación, Karl y su equipo se reunieron alrededor de los restos del equipo ruso. Las placas metálicas, corroídas por el tiempo, se convirtieron en un símbolo tangible de los sueños rotos y la valentía de aquellos que los precedieron. Con un gesto solemne, Sara recogió las placas, envolviéndolas cuidadosamente. Nadie dijo una palabra, pero la expresión en los rostros de cada miembro del equipo era clara: esto no podía terminar aquí.

Dorje, con una firmeza que Karl no había visto antes, los guió hacia un estrecho pasillo que serpenteaba hacia arriba. El aire se volvió más denso a medida que ascendían, como si la montaña misma estuviera poniendo a prueba su resolución. La luz de las linternas temblaba en las paredes, revelando marcas que parecían contarse en susurros antiguos. Karl sentía el peso de cada paso, no solo por el esfuerzo físico, sino por la carga emocional de las memorias que traía consigo.

Al final del pasillo, se encontraron frente a una enorme pared, su superficie cubierta de símbolos y grabados que desafían la comprensión inmediata. Figuras geométricas, constelaciones y formas que parecían moverse en la penumbra, como si los símbolos estuvieran vivos, narrando historias olvidadas. Karl, asombrado, pasó la mano por las inscripciones, tratando de encontrar un patrón o alguna lógica que pudiera desentrañar.

“No hay más camino”, dijo Dorje, con un tono de incertidumbre que rara vez mostraba.

Karl retrocedió un paso, examinando la pared. Este lugar no podía ser solo un final abrupto; había algo más, una respuesta oculta en esos símbolos. Sara, notando la misma inquietud, comenzó a tomar fotografías, mientras AMIR intentaba hacer coincidir los símbolos con las notas que habían recopilado hasta el momento.

La pared, con su imponente presencia, se convirtió en un desafío. No solo era una barrera física, sino un obstáculo que ponía a prueba sus conocimientos y su determinación. Karl, recordando las enseñanzas de Lupe y las veces que ella había resuelto lo imposible con una simple ecuación, sintió una renovada energía. No podían detenerse ahora; el camino, aunque oculto, debía estar allí, esperando ser revelado.

Karl y Sara, ambos sumidos en sus pensamientos mientras examinaban la pared, comenzaron a ver un patrón en los símbolos. Sara, con un instinto casi intuitivo, tocó uno de los grabados, siguiendo una secuencia que parecía resonar con algo que había estudiado anteriormente. Karl, en paralelo, repasaba mentalmente los registros antiguos y las conexiones matemáticas que Lupe siempre solía encontrar en lo aparentemente caótico.

“Es como un código, una combinación de símbolos”, murmuró Sara, sus ojos brillando con la chispa del descubrimiento.

Karl asintió, comprendiendo al mismo tiempo. “Es un mapa, un camino oculto entre las marcas. Si seguimos la secuencia correcta…” No terminó la frase, pero su mano ya estaba en movimiento, trazando la ruta sobre la piedra fría.

Con una sincronización casi perfecta, ambos siguieron la secuencia, alineando los símbolos en el orden correcto. El eco de un mecanismo oculto resonó en la caverna, un sonido metálico y profundo que vibró en el aire como un suspiro de la montaña. Lentamente, la enorme pared se deslizó hacia un lado, moviéndose unos cincuenta o sesenta centímetros, apenas lo suficiente para dejar un paso estrecho.

Karl y Sara se miraron, sus expresiones reflejando una mezcla de asombro y alivio. Era evidente que habían superado un obstáculo crucial, uno que los investigadores rusos no lograron descifrar. La emoción de haber encontrado la respuesta era palpable, pero también lo era el peso de saber que aquellos que llegaron antes de ellos no tuvieron la misma suerte.

“Esto es lo que les faltó a los rusos”, dijo Karl, su voz grave con una mezcla de triunfo y respeto. “No encontraron la combinación.”

Dorje, quien había estado observando desde atrás, asintió lentamente. “Esta montaña guarda sus secretos para aquellos que están dispuestos a mirar más allá de lo evidente.”

El equipo, revitalizado por este avance, se preparó para continuar. El nuevo pasaje ante ellos se extendía hacia la oscuridad, invitándolos a adentrarse más profundamente en los misterios del Monte Kailash. Con cada paso, sentían que no solo estaban siguiendo un camino físico, sino también uno espiritual, guiados por el legado de aquellos que lo intentaron antes y el recuerdo de Lupe, cuya pasión por el descubrimiento aún los acompañaba.

El equipo atravesó el estrecho pasaje, sus movimientos cautelosos mientras la luz de sus linternas danzaba en las paredes de roca. El aire se volvió más frío y denso, como si la montaña estuviera respirando alrededor de ellos. Frente a ellos, una escalera tallada burdamente en la piedra se reveló, sus escalones irregulares y erosionados por el tiempo. Cada uno de ellos era un testimonio del esfuerzo rudimentario de quienes habían esculpido su camino hacia lo desconocido.

“Parece antiguo… pero no es natural”, observó AMIR, tocando las marcas con dedos temblorosos. “Esto fue hecho a mano.”

Descendieron con cuidado, el eco de sus pasos resonando en el silencio sepulcral de la caverna. A medida que bajaban, la escalera se abría hacia un vasto salón, mucho más grande de lo que cualquiera de ellos había anticipado. Karl sintió cómo la adrenalina aceleraba su pulso; finalmente estaban allí, en la cámara oculta que habían estado buscando.

El gran salón se extendía frente a ellos, iluminado solo por las linternas, revelando paredes cubiertas de símbolos y relieves que parecían contar historias de eras olvidadas. En el centro, un altar de piedra se alzaba majestuoso, rodeado de artefactos que emitían una energía antigua, casi tangible. La magnitud del lugar los dejó sin aliento; era como si hubieran entrado en el corazón mismo de la montaña, un santuario secreto que los Anun Ka, o quizás alguna civilización aún más antigua, habían dejado atrás.

Karl se acercó al altar, sus ojos escaneando los grabados complejos y detallados. Cada símbolo, cada línea, parecía tener un propósito específico, una pieza más en el rompecabezas que habían estado resolviendo. Sara, maravillada, tomaba fotografías frenéticamente, tratando de capturar cada detalle de la cámara antes de que el tiempo pudiera robarles la claridad del momento.

“Esto es más de lo que imaginamos”, dijo Karl, su voz baja pero cargada de emoción. “Es la prueba… no solo de los Anun Ka, sino de algo más profundo, más antiguo.”

Dorje se arrodilló, murmurando una oración mientras AMIR y Sara continuaban explorando. Cada rincón del gran salón parecía tener un secreto que susurrar, una pieza del pasado que esperaba ser descubierta. Estaban en el umbral de un hallazgo monumental, y cada uno de ellos sentía la gravedad del momento.

Mientras exploraban la vasta cámara, el equipo comenzó a descubrir varios objetos dispuestos cuidadosamente alrededor del altar central. Cada uno de ellos parecía contar una historia oculta bajo capas de polvo y el paso implacable del tiempo. Sara se acercó a una mesa baja de piedra, donde reposaban una serie de artefactos que inmediatamente captaron su atención. Eran objetos de formas irregulares, esculpidos en materiales que no podían identificar a simple vista: algunos brillaban con un resplandor tenue, mientras que otros parecían absorber la luz, creando sombras profundas y cambiantes.

Karl levantó uno de los artículos, un cilindro alargado y hueco, cubierto de símbolos que reconoció al instante. “Son Anun Ka”, dijo, casi sin aliento. Los grabados recorrían la superficie en patrones complejos, entrelazándose en espirales y líneas rectas que parecían pulsar con una energía propia. “Este parece… una especie de instrumento o tal vez una herramienta ceremonial.”

Amir, explorando otro rincón del salón, encontró una serie de esferas pequeñas, tan ligeras que flotaban ligeramente al levantarlas. Cada esfera estaba adornada con más símbolos y pequeñas marcas que recordaban constelaciones. Al moverlas, emitían un sonido suave, similar a un zumbido o un murmullo distante, como si resonaran con alguna frecuencia desconocida.

Dorje, con su habitual calma, se arrodilló junto a una caja labrada, la más grande del conjunto, que parecía un cofre de rituales. La abrió con cuidado, revelando en su interior un libro antiguo, sus páginas de un material parecido al pergamino, aunque mucho más resistente. Estaba cubierto de inscripciones en el mismo lenguaje de los Anun Ka, un lenguaje que tanto Karl como Sara habían estudiado intensamente. Las palabras parecían moverse y cambiar sutilmente con cada mirada, desafiando la percepción y la lógica.

Karl y Sara se acercaron al libro, sus ojos recorriendo las primeras líneas con asombro. “Es… es como un manual o un conjunto de instrucciones,” dijo Sara, pasando sus dedos sobre las páginas. “Habla de conexiones energéticas, puntos de acceso… algo relacionado con la montaña y, posiblemente, con el tiempo y el espacio.”

Karl asintió, sus pensamientos corriendo a mil por hora. “Esto podría ser clave. No solo para entender a los Anun Ka, sino para acceder a lo que ellos protegían aquí.” La relevancia del descubrimiento no podía ser subestimada; era como si estuvieran sosteniendo el corazón de los secretos del Monte Kailash, un manual escrito por aquellos que habían comprendido las profundidades del universo de una manera que la humanidad solo podía soñar.

La atmósfera en la cámara se volvió aún más cargada de misterio. Cada artículo que encontraban no era solo una reliquia, sino una pieza de un rompecabezas que Karl, Sara, Dorje y Amir estaban decididos a resolver. El hallazgo del libro y los objetos extraños no solo validaba su búsqueda, sino que les daba una nueva dirección, una que los llevaría aún más cerca de desentrañar los secretos que habían atraído a tantos antes que ellos.

El Portal del Tiempo.

Amir, intrigado por las esferas flotantes, decidió acercarlas hacia el centro de la cámara, justo frente al altar. A medida que las esferas se aproximaban, comenzaron a vibrar ligeramente, sus zumbidos se intensificaron, resonando en perfecta armonía. De repente, un destello de luz emergió del centro de la configuración, proyectando una imagen holográfica que llenó el aire con un resplandor etéreo.

El equipo retrocedió instintivamente, pero sus ojos permanecieron fijos en la imagen. Ante ellos, se desplegaba un mapa tridimensional de la montaña, con contornos y senderos que ninguno de ellos había visto antes. Era una representación detallada, con caminos que se entrelazaban y bifurcaban, algunos desapareciendo en túneles ocultos y otros ascendiendo en espirales imposibles.

“Es un mapa,” dijo Karl, con la voz llena de asombro. “Pero no uno cualquiera. Esto… esto muestra un camino secreto.”

Sara se acercó más, sus ojos escaneando cada detalle de la proyección. Uno de los caminos, en particular, parecía destacarse, brillando con un tono más intenso y conduciendo hacia lo que parecía un punto focal en lo profundo de la montaña. “Mira esto,” señaló, “ese camino lleva a un lugar marcado como… ‘el portal del tiempo’.”

La frase resonó en la cámara como un eco de una antigua leyenda. Karl, repasando mentalmente todo lo que sabía sobre los Anun Ka, entendió la magnitud del descubrimiento. El portal del tiempo no era solo una metáfora o un mito; era un acceso real, un punto de convergencia que podría tener implicaciones más allá de lo que su comprensión científica podría explicar.

“Esto es lo que los Anun Ka protegían,” dijo Karl, sus ojos brillando con una mezcla de incredulidad y entusiasmo. “Un portal, un camino hacia… otro tiempo, otra realidad, tal vez. Si es real, podría cambiarlo todo.”

Dorje, siempre más conectado con lo espiritual, observaba la imagen con reverencia. “Los antiguos creían que la montaña era un nexo, un lugar donde el tiempo y el espacio se entrelazan. Quizá no estaban tan equivocados.”

Con cada segundo que pasaba, la proyección se hacía más clara, mostrando detalles intrincados que solo aquellos con el conocimiento adecuado podían descifrar. Para Karl y su equipo, el siguiente paso estaba claro: debían seguir el camino del mapa, hacia el portal del tiempo, para descubrir lo que realmente se escondía en las profundidades del Monte Kailash.

La Ciudad Sagrada.

Ante la revelación del mapa holográfico, Karl y su equipo rápidamente comprendieron la importancia de conservar cada detalle. Sin perder tiempo, sacaron sus celulares y comenzaron a grabar la proyección desde distintos ángulos, asegurándose de capturar todos los caminos y símbolos que el mapa ofrecía. Era una medida prudente; en una montaña donde lo inesperado era la norma, tener una referencia visual podría marcar la diferencia entre el éxito y el fracaso.

“Que cada uno tenga una copia,” sugirió Sara mientras ajustaba el brillo de su pantalla para capturar mejor los detalles. “No sabemos si lo necesitaremos más adelante.”

Con las grabaciones aseguradas, el equipo volvió su atención al enigmático libro que habían encontrado en la caja de piedra. Sus páginas eran un laberinto de símbolos y frases en el antiguo lenguaje de los Anun Ka. Karl y Sara, los únicos con el conocimiento suficiente para entender las inscripciones, se sentaron juntos, repasando línea por línea mientras Dorje y Amir exploraban los alrededores de la cámara, vigilando cualquier posible cambio en su entorno.

“El texto parece hablar de un lugar… una ‘ciudad de paso’,” dijo Karl, señalando un conjunto de símbolos repetitivos que se destacaban en varias páginas. “Pero no es solo un paso físico. Hay referencias a lo sagrado, a la intersección de mundos.”

Sara frunció el ceño mientras comparaba las inscripciones con sus propias notas y recuerdos de estudios previos. “Creo que se refiere a una ciudad sagrada, un punto de transición. Tal vez algo más que solo un camino o un refugio. Podría ser un lugar de poder, un nexo entre lo mundano y lo divino.”

Los símbolos parecían cobrar vida bajo la luz tenue de las linternas, sus significados profundizándose con cada interpretación que Karl y Sara hacían. Las descripciones hablaban de rituales antiguos, de guardianes y de un conocimiento prohibido que solo los elegidos podían alcanzar. Era como si el libro no solo documentara un lugar, sino un propósito, una misión que los Anun Ka habían dejado incompleta.

Amir, observando desde su posición, preguntó con interés: “¿Creen que esta ciudad sagrada podría estar en la montaña, cerca del portal del tiempo?”

“Es muy probable,” respondió Karl, su mente trabajando rápidamente para conectar las piezas. “Si el portal del tiempo existe, esta ciudad sagrada podría ser la clave para activarlo o, al menos, para entender cómo funciona.”

La idea de una ciudad sagrada en las entrañas del Monte Kailash, oculta a los ojos del mundo y protegida por secretos ancestrales, llenó al equipo de una renovada determinación. Estaban a las puertas de un descubrimiento que podría redefinir todo lo que sabían sobre la historia y los misterios de la humanidad. El libro, con sus instrucciones y advertencias, sería su guía en la próxima etapa de su peligrosa aventura.

Decisión en la Cámara Secreta.

Reunidos en el centro de la cámara, Karl, Sara, Dorje y Amir se sentaron alrededor del altar, sus rostros iluminados por la tenue luz de las linternas y la expectativa de lo que acababan de descubrir. La decisión ante ellos no era fácil; adentrarse más en la montaña siguiendo el mapa significaba adentrarse en lo desconocido, con todos los riesgos que eso conllevaba. Sin embargo, también era una oportunidad única para desvelar los secretos que habían permanecido ocultos durante milenios.

Karl fue el primero en hablar, su voz reflejando la tensión del momento. “Tenemos una decisión importante que tomar. Sabemos lo que el mapa muestra, y lo que el libro sugiere. Pero necesitamos decidir si seguimos adelante o regresamos ahora.”

Sara, con el libro aún en sus manos, miró a cada uno de sus compañeros. “Este es un hallazgo monumental. No será fácil, pero creo que no hemos llegado hasta aquí para retroceder. Tenemos que ver esto hasta el final.”

Dorje asintió solemnemente, sus ojos reflejando la sabiduría de alguien que entiende la importancia de los caminos espirituales. “La montaña nos ha traído hasta aquí por una razón. Debemos seguir el llamado.”

Amir, sin dudar, añadió con determinación: “No viajé desde tan lejos para darme la vuelta ahora. He invertido demasiado en esta expedición, y creo que todos sentimos lo mismo. Debemos seguir el mapa y encontrar el portal del tiempo y esa ciudad sagrada.”

La decisión estaba tomada. No había lugar para las dudas; todos estaban de acuerdo en que retroceder no era una opción. Habían llegado demasiado lejos, y los misterios que habían comenzado a desvelar eran demasiado grandes como para ignorarlos.

“Entonces, es unánime,” concluyó Karl, sintiendo una mezcla de nerviosismo y emoción. “Saldremos de esta cámara y regresaremos al monasterio. Desde allí, seguiremos el mapa y emprenderemos la búsqueda del portal del tiempo y la ciudad sagrada.”

El equipo se levantó, recogiendo sus pertenencias y asegurándose de no dejar nada atrás. Con una última mirada a la cámara oculta, comenzaron a desandar sus pasos, el eco de sus movimientos resonando en la vastedad de la caverna. Cada uno llevaba consigo no solo la responsabilidad de su misión, sino también la esperanza de revelar algo que cambiaría la historia tal como la conocían.

Mientras ascendían de vuelta por la escalera burdamente tallada, Karl sentía la adrenalina bombeando en sus venas. Era más que una expedición académica; era una aventura en el sentido más puro, con todo el peligro y la maravilla que implicaba. Regresar al monasterio era solo el primer paso; lo que les esperaba más adelante era un camino lleno de incertidumbre, pero también de promesas incalculables.

Encerrados en la Cámara Secreta.

El equipo ascendió con cuidado por la resbalosa escalera de piedra, sus cuerpos agotados pero impulsados por la determinación de seguir adelante con su misión. El aire frío de la caverna se sentía más denso a medida que se acercaban a la salida, la misma abertura por la que habían ingresado a la cámara secreta momentos atrás. Sin embargo, al llegar al punto donde la pared de piedra se había movido para dejarlos pasar, se detuvieron en seco.

La pared estaba completamente cerrada.

Karl se apresuró hacia la superficie lisa y fría, pasando sus manos por los contornos que antes habían respondido a su toque y al de Sara. “Esto no puede estar pasando,” murmuró, su voz tensa con una mezcla de incredulidad y alarma.

Sara, revisando el área, se percató rápidamente de algo aún más inquietante: sus pertenencias, que habían dejado fuera antes de entrar, ahora estaban esparcidas en el suelo dentro de la cámara. Las mochilas, linternas adicionales y algunos equipos de escalada que habían quedado afuera ahora estaban justo a sus pies, como si alguien los hubiera colocado deliberadamente al otro lado de la pared.

“Alguien ha estado aquí,” susurró Amir, con una voz cargada de tensión. “Y no somos los primeros en quedar atrapados así.”

La comprensión golpeó a cada uno de ellos como un cubo de agua helada. Tal vez esto era lo que les había sucedido a los rusos: una trampa, un enigma que no habían logrado resolver a tiempo. Ahora ellos se encontraban en la misma situación, encerrados en una cámara secreta con una salida bloqueada y ninguna pista evidente sobre cómo escapar.

Dorje se arrodilló, observando los símbolos en la pared con una mirada desesperada pero concentrada. “Los Anun Ka no habrían dejado un lugar sin salida. Hay una forma, debe haberla.”

La tensión en la cámara aumentó, y el silencio se volvió insoportablemente pesado. Todos sabían que el tiempo era esencial, pero ahora cada segundo que pasaba sin una solución sentía como una soga que se apretaba más alrededor de su misión y sus esperanzas.

Karl, con el corazón palpitando, miró a sus compañeros. “No podemos rendirnos ahora. Esto es solo otro acertijo que debemos resolver.”

La determinación se reflejó en los rostros de Sara, Amir y Dorje. Estaban atrapados, sí, pero no derrotados. La cámara secreta guardaba un último secreto, y juntos tendrían que desentrañarlo si querían escapar y seguir adelante con su misión. Era un desafío que pondría a prueba no solo su ingenio, sino también su resistencia y su unidad como equipo.

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