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Era una noche estrellada en el campamento “Bosque Escondido,” y los niños del grupo de exploradores estaban emocionados. Ese día, los monitores habían anunciado una actividad muy especial: una excursión nocturna al bosque para observar a los animales que solo salían de noche. Todos estaban llenos de curiosidad, pero también de una mezcla de nervios y anticipación. El bosque era un lugar misterioso, y aunque muchos niños decían que estaban ansiosos por ver búhos, murciélagos y otros animales nocturnos, algunos no podían evitar sentir un poco de miedo al pensar en la oscuridad que se cerniría sobre ellos.

Mateo, de 10 años, era uno de esos niños. A pesar de que amaba la naturaleza y disfrutaba mucho de las excursiones durante el día, la idea de caminar por el bosque en plena oscuridad lo inquietaba. Mientras el grupo se preparaba para la actividad, Mateo se sentía cada vez más nervioso, aunque trataba de no mostrarlo.

—¿Estás listo para ver búhos y murciélagos? —le preguntó su amiga Sofía, una niña llena de energía y entusiasmo, mientras se ajustaba la linterna en su mochila.

Mateo sonrió débilmente y asintió, aunque por dentro sentía que su estómago se revolvía.

—Sí, claro —respondió, intentando sonar seguro.

Sin embargo, la verdad era que Mateo no estaba nada seguro. El simple pensamiento de caminar por un sendero oscuro, sin la seguridad del sol, lo asustaba más de lo que quería admitir. A lo largo del día, había escuchado a otros niños del grupo hablar de historias sobre el bosque, como aquella que decía que, si te adentrabas demasiado, podías perderte para siempre. Aunque sabía que eran solo cuentos para asustar, Mateo no podía evitar que esas historias le afectaran.

Cuando llegó la hora de la excursión, los monitores del campamento, el señor Tomás y la señorita Clara, dieron las últimas indicaciones.

—Recuerden que esta excursión es para observar animales nocturnos —dijo el señor Tomás—. Tienen que ser silenciosos y usar solo sus linternas si es absolutamente necesario. Los animales del bosque son muy sensibles a los ruidos fuertes y a la luz, así que debemos respetar su hábitat.

—Además, no tienen que preocuparse por perderse —añadió la señorita Clara, con una sonrisa tranquilizadora—. Vamos a ir todos juntos por un sendero seguro, y siempre estaremos a su lado. Si alguien tiene miedo o necesita ayuda, no duden en decirnos.

Esas palabras calmaron un poco a Mateo, pero no del todo. A medida que el grupo se adentraba en el bosque, las sombras de los árboles parecían más largas y amenazadoras bajo la tenue luz de las linternas. El sonido de las ramas crujientes y el canto de los grillos llenaban el aire, y aunque algunos niños susurraban emocionados, Mateo sentía cómo su corazón latía más rápido a cada paso.

—Mira, Mateo —susurró Sofía, señalando hacia un árbol—. ¡Creo que vi un búho!

Mateo levantó la vista y vio, efectivamente, la silueta de un búho en lo alto de una rama. El ave giró la cabeza lentamente, observando al grupo con sus enormes ojos amarillos. Aunque la imagen era fascinante, Mateo no podía dejar de pensar en lo lejos que estaban del campamento y en lo oscuro que se veía todo a su alrededor.

—Es increíble —dijo Sofía con una sonrisa—. ¿No te parece asombroso?

—Sí… —respondió Mateo, intentando compartir su entusiasmo, pero el nudo en su estómago seguía presente.

A medida que avanzaban por el sendero, los monitores señalaban distintos sonidos y huellas en el suelo, explicando qué animales podían haberlas dejado. El señor Tomás se detuvo en un claro del bosque y, con voz baja, les pidió a todos que apagaran sus linternas por un momento para experimentar la verdadera oscuridad de la noche.

Mateo sintió un escalofrío recorrer su espalda. La idea de apagar la linterna lo aterraba, pero no quería quedarse atrás o parecer asustado frente a los demás. Lentamente, apagó su luz, al igual que los demás niños. De repente, todo se sumergió en una oscuridad profunda y envolvente. Solo el sonido del viento moviendo las hojas y los pequeños murmullos de los animales nocturnos rompía el silencio.

—Escuchen atentamente —dijo el señor Tomás en voz baja—. La noche está llena de vida, pero tenemos que ser valientes para darnos cuenta de eso.

Mateo respiró hondo, tratando de calmar sus nervios. Sabía que la oscuridad no era peligrosa, pero su imaginación le jugaba malas pasadas. Cada sonido parecía amplificarse, y cada sombra parecía moverse. Sin embargo, en ese momento, recordó algo que su padre solía decirle: “La valentía no significa no tener miedo. Significa enfrentarlo.”

Mientras esa frase resonaba en su mente, Mateo decidió que, aunque tuviera miedo, no dejaría que lo controlara. Estaba rodeado de amigos y monitores que lo protegerían, y sabía que su miedo solo existía en su mente. Cerró los ojos por un momento, escuchando los sonidos del bosque y sintiendo la calma que los rodeaba.

Cuando los monitores encendieron sus linternas de nuevo, Mateo abrió los ojos y se dio cuenta de algo: sí, la oscuridad daba miedo, pero también había algo mágico en ella. El bosque, en la noche, se transformaba en un mundo completamente distinto al que conocían de día, y ahora, a pesar del miedo, Mateo comenzaba a sentir una extraña sensación de asombro.

—Estás bien, ¿verdad? —le preguntó Sofía, notando su silencio.

Mateo sonrió, esta vez con más sinceridad.

—Sí, estoy bien —respondió—. Creo que… solo necesitaba acostumbrarme.

Sofía le devolvió la sonrisa y, juntos, siguieron caminando por el sendero. A medida que avanzaban, Mateo comenzó a darse cuenta de que, aunque el miedo seguía ahí, cada paso que daba le hacía sentir más valiente. La oscuridad ya no le parecía tan amenazante, y los sonidos del bosque, en lugar de asustarlo, empezaban a resultarle fascinantes.

Al final de la excursión, cuando regresaron al campamento, Mateo sintió una sensación de logro. No había dejado que su miedo lo detuviera, y había descubierto que la verdadera valentía no consistía en no tener miedo, sino en enfrentarlo.

El regreso al campamento fue tranquilo, pero a medida que Mateo caminaba por el sendero, sintió que su mente seguía ocupada en los pensamientos de lo que acababa de experimentar. La oscuridad del bosque no había desaparecido, pero algo dentro de él había cambiado. Se dio cuenta de que la oscuridad no era tan aterradora como su imaginación le había hecho creer. Sin embargo, cuando llegaron de vuelta al campamento, algo inesperado sucedió.

—¡Atención, exploradores! —exclamó el señor Tomás cuando todos llegaron a la zona de la fogata—. Me temo que tenemos un pequeño problema. Al revisar el equipo, me di cuenta de que hemos perdido una de las cámaras de visión nocturna que usamos para observar a los animales. Debe haberse caído en algún lugar del sendero. Necesito que un par de valientes vengan conmigo para buscarla.

El grupo se quedó en silencio. Algunos niños intercambiaron miradas nerviosas, mientras otros intentaban no hacer contacto visual con los monitores, esperando no ser elegidos. Incluso Sofía, que normalmente era muy entusiasta, parecía dudar. Nadie quería volver a adentrarse en el bosque oscuro, y menos aún después de haber sentido la verdadera intensidad de la noche.

Mateo sintió su corazón acelerarse de nuevo. La idea de volver al bosque lo hacía estremecerse por dentro, pero al mismo tiempo, algo en su interior le decía que esta era su oportunidad para enfrentar su miedo por completo. Sabía que seguiría sintiendo miedo, pero también recordó lo que había aprendido durante la excursión: ser valiente no significaba no tener miedo, sino enfrentarlo.

Antes de que el miedo pudiera paralizarlo, Mateo levantó la mano, tomando a todos por sorpresa, incluido él mismo.

—Yo iré —dijo, con la voz un poco temblorosa pero firme.

El señor Tomás lo miró con una sonrisa de aprobación.

—Muy bien, Mateo. ¿Alguien más quiere acompañarnos?

Hubo unos momentos de silencio antes de que Sofía, siempre solidaria, levantara la mano.

—Yo también iré —dijo, aunque su voz no tenía la misma energía de siempre. Aún así, Mateo sabía que podía contar con ella.

—Perfecto —respondió el señor Tomás—. Mateo, Sofía, vayan a buscar sus linternas y nos encontraremos aquí en cinco minutos.

Mientras se dirigían a sus tiendas para recoger sus linternas, Sofía miró a Mateo con curiosidad.

—No creí que fueras a ofrecerte —dijo—. Parecías bastante nervioso durante la excursión.

—Lo estaba —admitió Mateo—. Todavía lo estoy. Pero creo que si no enfrento el miedo ahora, siempre me va a seguir. Además, no quiero que se pierda el equipo.

Sofía sonrió, esta vez con más confianza.

—Esa es la actitud —dijo—. Vamos a encontrar esa cámara y demostrar que podemos hacerlo.

Poco después, Mateo, Sofía y el señor Tomás se adentraron de nuevo en el bosque. Esta vez, el grupo era mucho más reducido, y eso hacía que el silencio y la oscuridad se sintieran más intensos. Las linternas iluminaban solo una pequeña fracción del camino, dejando grandes extensiones del bosque sumidas en sombras. El viento soplaba suavemente, moviendo las hojas y creando sonidos que a Mateo le parecían misteriosos.

A medida que caminaban, Mateo no podía evitar sentirse nervioso. Aunque la experiencia de la excursión anterior lo había ayudado a sentirse más tranquilo, la idea de estar en el bosque con tan poca compañía lo inquietaba. Miraba a su alrededor constantemente, tratando de encontrar la cámara y, al mismo tiempo, manteniéndose alerta por si aparecía algún animal nocturno.

—¿Ves algo? —susurró Sofía, caminando junto a él.

Mateo negó con la cabeza, pero trató de sonar tranquilo.

—No todavía, pero sigamos buscando.

De repente, un sonido fuerte rompió el silencio. Era un crujido seco, como si alguien o algo hubiera pisado una rama. Mateo se detuvo de golpe, con el corazón en la garganta, y levantó su linterna para iluminar el área. No vio nada, pero el sonido seguía resonando en su cabeza.

—¿Qué fue eso? —preguntó Sofía, su voz temblando ligeramente.

—Probablemente solo un animal pequeño —respondió el señor Tomás con calma—. Tal vez un zorro o un ciervo. Nada de qué preocuparse.

Mateo trató de calmarse, recordando que estaban en un bosque lleno de vida, y que los animales nocturnos no eran una amenaza si los dejaban tranquilos. Aun así, el miedo seguía presente, pero esta vez Mateo decidió no dejar que lo controlara. Siguió caminando, respirando profundamente para mantener la calma.

A medida que avanzaban por el sendero, Mateo comenzó a notar algo. Aunque el miedo seguía ahí, cada paso que daba lo hacía sentirse más fuerte. Había algo en enfrentarse directamente con lo que más temía que le daba una extraña sensación de control. Poco a poco, empezó a entender que no necesitaba eliminar el miedo, sino aprender a caminar con él.

—¡Miren! —exclamó Sofía de repente, señalando hacia un arbusto a un costado del sendero.

Mateo y el señor Tomás dirigieron sus linternas hacia donde Sofía apuntaba, y allí, entre las hojas, pudieron ver un destello metálico: ¡la cámara de visión nocturna!

—¡La encontramos! —dijo Mateo, sintiendo una oleada de alivio y emoción al mismo tiempo.

El señor Tomás se agachó para recoger la cámara y la revisó brevemente.

—Está en perfecto estado —dijo, sonriendo—. Muy bien hecho, chicos. Ahora, volvamos al campamento.

Mientras regresaban por el sendero, Mateo se dio cuenta de algo importante. Aunque el bosque seguía siendo un lugar oscuro y misterioso, ya no lo veía con los mismos ojos. Había enfrentado su miedo, lo había mirado directamente, y eso lo había hecho sentir más valiente que nunca. Sabía que la valentía no era la ausencia de miedo, sino la capacidad de seguir adelante a pesar de él.

Cuando llegaron de vuelta al campamento, Sofía le dio un ligero golpe en el hombro.

—Sabía que lo lograríamos —dijo con una sonrisa—. Eres más valiente de lo que crees, Mateo.

Mateo le devolvió la sonrisa, pero esta vez con más confianza.

—Gracias, Sofía. Creo que aprendí algo importante esta noche.

Y mientras se sentaban junto a la fogata con los demás, Mateo sintió que había cambiado algo dentro de él. La oscuridad, el miedo y las dudas seguían existiendo, pero ahora sabía que podía enfrentarlos, un paso a la vez.

De vuelta en el campamento, los monitores y los demás exploradores aplaudieron cuando Mateo, Sofía y el señor Tomás regresaron con la cámara de visión nocturna. El ambiente, iluminado por la cálida luz de la fogata, estaba lleno de risas y charlas mientras los niños se preparaban para compartir historias antes de irse a dormir. Mateo, aunque cansado, se sentía diferente: más fuerte, más valiente.

Se sentó junto a Sofía, observando cómo las chispas de la fogata subían hacia el cielo oscuro. A pesar de que hacía apenas unas horas temía adentrarse en el bosque, ahora sentía una paz inesperada. No porque el miedo hubiera desaparecido por completo, sino porque había aprendido a enfrentarlo.

—Lo hiciste muy bien allá afuera —dijo el señor Tomás, acercándose a Mateo y dándole una palmadita en la espalda—. No es fácil ofrecerse voluntario para regresar al bosque en la oscuridad, pero lo hiciste, y eso demuestra una gran valentía.

Mateo sonrió, un poco tímido, pero feliz por el reconocimiento.

—Al principio estaba muy asustado —admitió—. Pero luego me di cuenta de que no tenía que dejar que el miedo me controlara. Solo tenía que seguir adelante.

El señor Tomás asintió con aprobación.

—Eso es exactamente lo que es la valentía —dijo—. No significa no tener miedo, significa seguir adelante, incluso cuando sientes miedo. Y tú lo hiciste. Eso te convierte en un verdadero explorador.

Las palabras del monitor resonaron en el corazón de Mateo. Se sentía orgulloso, no solo por haber recuperado la cámara, sino por la lección que había aprendido sobre sí mismo.

Mientras la noche avanzaba, los monitores invitaron a los niños a contar historias alrededor de la fogata. Algunos compartieron leyendas sobre el bosque, otros hablaron de sus experiencias más emocionantes durante la excursión. Cuando llegó el turno de Mateo, los demás exploradores lo animaron para que contara su experiencia en el bosque oscuro.

—¿Cómo fue, Mateo? ¿Tuviste miedo? —preguntó uno de los niños, esperando detalles de la aventura.

Mateo respiró hondo y sonrió.

—Sí, tuve miedo —respondió sinceramente—. Al principio, pensé que la oscuridad era algo aterrador, pero luego me di cuenta de que es solo una parte más del bosque. Y aunque todavía siento un poco de miedo, aprendí que puedo enfrentarlo. No se trata de ser el más valiente o no tener miedo en absoluto, sino de seguir adelante a pesar de lo que sientes.

Los demás niños lo escucharon en silencio, admirando su honestidad. Muchos de ellos también habían sentido miedo durante la excursión, pero no todos se habían atrevido a decirlo en voz alta. Las palabras de Mateo los hicieron sentirse comprendidos, y algunos comenzaron a compartir sus propios temores.

—Yo también tenía miedo de perderme en el bosque —dijo Clara, una de las niñas más jóvenes—. Pero ahora sé que si estamos juntos, no hay nada de qué preocuparse.

—Exacto —dijo Sofía, interviniendo con una sonrisa—. No estamos solos, y siempre podemos enfrentarnos a las cosas que nos asustan. Eso es lo que hace que valga la pena explorar.

A medida que la conversación continuaba, Mateo sintió que la atmósfera del grupo se volvía más relajada y unida. Todos habían compartido una experiencia única esa noche, y la idea de enfrentar el miedo juntos los había fortalecido como equipo.

Finalmente, cuando la fogata comenzó a apagarse y los niños empezaron a prepararse para ir a dormir, Mateo se sintió más en paz que nunca. Se metió en su saco de dormir, escuchando los sonidos del bosque a lo lejos, pero esta vez, esos sonidos ya no lo asustaban. Al contrario, le resultaban reconfortantes, como un recordatorio de la aventura que había vivido y de la lección que nunca olvidaría.

Antes de quedarse dormido, miró hacia el cielo estrellado, con una sonrisa en los labios. Sabía que, en el futuro, enfrentar otros miedos sería más fácil, porque ya había dado el primer paso. La valentía, ahora lo entendía bien, no era la ausencia de miedo, sino la voluntad de enfrentarlo.

Y con esa certeza, Mateo cerró los ojos, sabiendo que había ganado algo mucho más valioso que una simple excursión: había ganado la confianza de que, sin importar los desafíos que vinieran, siempre podría encontrar dentro de sí mismo el valor para seguir adelante.

moraleja La valentía no es la ausencia de miedo, sino Enfrentar el miedo.

Y colorín colorín, este cuento llego a su fin. bueno mis amables oyentes. ¡NOS VEMOS MAÑANA! CON UN NUEVO CUENTO CON MORALEJA.

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