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En lo más alto de la Ciudad de los Gigantes, donde las casas eran tan grandes como montañas y las calles tan anchas como ríos, vivía Juanita, una niña curiosa y risueña que adoraba explorar cada rincón de su gigantesco hogar. Desde la ventana de su habitación, podía ver el bullicio de los gigantes, quienes se movían con pasos tan enormes que hacían temblar el suelo bajo sus pies. Pero para Juanita, cada día en esta imponente ciudad era una oportunidad para descubrir algo nuevo.

Un día soleado, mientras paseaba por el mercado, Juanita se encontró con su mejor amiga, Luna, una pequeña gatita blanca con manchas grises y ojos tan grandes como lunas llenas. Luna siempre acompañaba a Juanita en sus aventuras, saltando de un tejado gigante a otro con agilidad felina. Juntas, exploraban los jardines donde las flores eran como árboles y los árboles como bosques enteros para ellas.

—¡Mira, Luna! —exclamó Juanita, señalando una mariposa del tamaño de su mano que revoloteaba entre las flores gigantes—. Es tan pequeñita y hermosa.

Luna, con sus orejas puntiagudas erguidas, observaba con curiosidad la diminuta criatura mientras Juanita extendía su mano con cuidado para que la mariposa descansara en ella por un momento. La suavidad de sus alas y la delicadeza de sus colores hicieron que Juanita sonriera maravillada.

—¿No es increíble, Luna? —susurró Juanita, admirando cada detalle de la mariposa—. A veces las cosas más pequeñas son las más especiales.

Luna, con un ronroneo suave, asintió con la cabeza como si entendiera perfectamente lo que Juanita quería decir. Ese día, mientras regresaban a casa, Juanita pensó en todas las pequeñas maravillas que llenaban su vida en la Ciudad de los Gigantes: las gotas de lluvia que parecían cascadas, las estrellas que brillaban como faroles en el cielo nocturno y las risas de los niños jugando en los parques que resonaban como campanas de alegría.

Desde entonces, Juanita aprendió a apreciar cada pequeña cosa que encontraba en su camino. Ya no solo veía gigantes y grandes construcciones, sino también los pequeños detalles que hacían que cada día fuera único y especial en su enorme ciudad.

Juanita y Luna continuaron explorando juntas, descubriendo nuevos tesoros escondidos entre las enormes estructuras de la ciudad. Cada pequeño hallazgo, como una flor que brillaba bajo el sol o una estrella fugaz que cruzaba el cielo en las noches despejadas, les recordaba lo importante que era detenerse y disfrutar de las pequeñas cosas de la vida. En su aventura, encontraron amigos entre los gigantes, quienes les enseñaron historias de antaño y les mostraron la belleza de la amistad que trasciende cualquier diferencia de tamaño.

Así comenzó la historia de Juanita y Luna en la Ciudad de los Gigantes, donde descubrirían que la verdadera magia de la vida reside en disfrutar y apreciar las pequeñas cosas, que muchas veces son las más grandes de todas.

Juanita y Luna continuaron explorando juntas, descubriendo nuevos tesoros escondidos entre las enormes estructuras de la ciudad. Cada pequeño hallazgo, como una flor que brillaba bajo el sol o una estrella fugaz que cruzaba el cielo en las noches despejadas, les recordaba lo importante que era detenerse y disfrutar de las pequeñas cosas de la vida. En su aventura, encontraron amigos entre los gigantes, quienes les enseñaron historias de antaño y les mostraron la belleza de la amistad que trasciende cualquier diferencia de tamaño.

Una tarde, mientras Juanita y Luna caminaban por el Parque de los Susurros, un lugar donde las hojas de los árboles eran como velas gigantes que bailaban al viento, se encontraron con un pequeño caracol que avanzaba con lentitud sobre el sendero de piedras. Juanita se agachó con curiosidad para observarlo de cerca.

—¡Mira, Luna! —exclamó Juanita—. Este caracol es tan pequeño y tranquilo. Me pregunto qué mundo explorará con su caparazón.

Luna, siempre atenta, observó al caracol con ojos brillantes. En ese momento, un gigante se acercó al parque con pasos pesados que resonaban como truenos lejanos. Juanita y Luna se apartaron del camino para dejar paso al gigante, quien apenas notó la presencia de las pequeñas exploradoras a sus pies.

—¿Te imaginas lo que sería ser tan pequeño en este mundo de gigantes? —preguntó Juanita mientras observaba cómo el caracol continuaba su lento avance.

Luna ronroneó suavemente y, con una mirada cómplice, pareció responderle que en cualquier mundo, grande o pequeño, siempre hay belleza y maravillas por descubrir. Decidieron seguir su camino por el parque, cada uno con sus propios pensamientos sobre lo que significa vivir en un lugar tan grande y lleno de cosas asombrosas.

Con el pasar de los días, Juanita y Luna compartieron sus pequeños descubrimientos con los habitantes de la Ciudad de los Gigantes. Aprendieron a ver más allá de la inmensidad de las construcciones y a valorar la singularidad de cada detalle que encontraban. Desde las gotas de rocío que brillaban como perlas en las hojas hasta las melodías que surgían de los músicos callejeros, todo tenía su encanto especial.

Una noche, mientras contemplaban las estrellas desde el tejado de la casa de Juanita, Luna se recostó a su lado y susurró con voz suave:

—Juanita, ¿crees que algún día viajaremos más allá de la Ciudad de los Gigantes?

Juanita acarició el pelaje de Luna y sonrió pensativa.

—Quizás, Luna. Pero por ahora, aquí tenemos todo un mundo por explorar y disfrutar.

En ese momento, una estrella fugaz cruzó el cielo, dejando un rastro brillante a su paso. Juanita cerró los ojos y pidió un deseo en silencio, agradeciendo por todas las pequeñas maravillas que había descubierto junto a su fiel amiga.

Así, entre risas y susurros, Juanita y Luna comprendieron que la verdadera aventura no siempre está en lo grandioso y monumental, sino en la capacidad de disfrutar y apreciar las pequeñas cosas que hacen de cada día una nueva historia por contar.

Juanita y Luna continuaron explorando juntas, descubriendo nuevos tesoros escondidos entre las enormes estructuras de la ciudad. Cada pequeño hallazgo, como una flor que brillaba bajo el sol o una estrella fugaz que cruzaba el cielo en las noches despejadas, les recordaba lo importante que era detenerse y disfrutar de las pequeñas cosas de la vida. En su aventura, encontraron amigos entre los gigantes, quienes les enseñaron historias de antaño y les mostraron la belleza de la amistad que trasciende cualquier diferencia de tamaño.

Una tarde, mientras Juanita y Luna caminaban por el Parque de los Susurros, un lugar donde las hojas de los árboles eran como velas gigantes que bailaban al viento, se encontraron con un pequeño caracol que avanzaba con lentitud sobre el sendero de piedras. Juanita se agachó con curiosidad para observarlo de cerca.

—¡Mira, Luna! —exclamó Juanita—. Este caracol es tan pequeño y tranquilo. Me pregunto qué mundo explorará con su caparazón.

Luna, siempre atenta, observó al caracol con ojos brillantes. En ese momento, un gigante se acercó al parque con pasos pesados que resonaban como truenos lejanos. Juanita y Luna se apartaron del camino para dejar paso al gigante, quien apenas notó la presencia de las pequeñas exploradoras a sus pies.

—¿Te imaginas lo que sería ser tan pequeño en este mundo de gigantes? —preguntó Juanita mientras observaba cómo el caracol continuaba su lento avance.

Luna ronroneó suavemente y, con una mirada cómplice, pareció responderle que en cualquier mundo, grande o pequeño, siempre hay belleza y maravillas por descubrir. Decidieron seguir su camino por el parque, cada uno con sus propios pensamientos sobre lo que significa vivir en un lugar tan grande y lleno de cosas asombrosas.

Con el pasar de los días, Juanita y Luna compartieron sus pequeños descubrimientos con los habitantes de la Ciudad de los Gigantes. Aprendieron a ver más allá de la inmensidad de las construcciones y a valorar la singularidad de cada detalle que encontraban. Desde las gotas de rocío que brillaban como perlas en las hojas hasta las melodías que surgían de los músicos callejeros, todo tenía su encanto especial.

Una noche, mientras contemplaban las estrellas desde el tejado de la casa de Juanita, Luna se recostó a su lado y susurró con voz suave:

—Juanita, ¿crees que algún día viajaremos más allá de la Ciudad de los Gigantes?

Juanita acarició el pelaje de Luna y sonrió pensativa.

—Quizás, Luna. Pero por ahora, aquí tenemos todo un mundo por explorar y disfrutar.

En ese momento, una estrella fugaz cruzó el cielo, dejando un rastro brillante a su paso. Juanita cerró los ojos y pidió un deseo en silencio, agradeciendo por todas las pequeñas maravillas que había descubierto junto a su fiel amiga.

Así, entre risas y susurros, Juanita y Luna comprendieron que la verdadera aventura no siempre está en lo grandioso y monumental, sino en la capacidad de disfrutar y apreciar las pequeñas cosas que hacen de cada día una nueva historia por contar.

Con el paso del tiempo, Juanita y Luna se convirtieron en conocidas exploradoras de la Ciudad de los Gigantes. Recorrieron sus calles y parques, siempre atentas a las maravillas ocultas entre los rincones más inesperados. Un día, mientras exploraban una antigua biblioteca gigante, Juanita descubrió un libro de cuentos olvidado en un rincón polvoriento. Era un libro pequeño, casi perdido entre las enormes estanterías llenas de volúmenes gigantes. Intrigada, Juanita sopló el polvo de la cubierta y lo abrió con cuidado.

—¡Luna, mira lo que encontré! —exclamó Juanita, mostrándole el libro.

Luna se acercó y observó las ilustraciones detalladas que adornaban cada página. Eran cuentos de mundos lejanos, llenos de aventuras y pequeñas criaturas que vivían en armonía con su entorno. Juanita y Luna se sentaron juntas en un rincón tranquilo de la biblioteca y comenzaron a leer.

Cada cuento era una nueva ventana hacia la imaginación, donde las pequeñas cosas cobraban vida y se convertían en héroes de sus propias historias. Desde entonces, Juanita y Luna no solo exploraban la Ciudad de los Gigantes, sino que también creaban sus propias aventuras inspiradas en los cuentos que encontraron. Con cada página que pasaban, aprendían lecciones valiosas sobre amistad, valentía y el poder de disfrutar cada momento como si fuera un tesoro único.

Así, entre los cuentos y las risas compartidas, Juanita y Luna descubrieron que la magia de la vida reside en la capacidad de apreciar las pequeñas cosas. Cada día se convertía en una nueva aventura, donde la amistad y el asombro por el mundo que los rodeaba los guiaban hacia nuevos horizontes de descubrimiento y aprendizaje.

Con el paso del tiempo, Juanita y Luna se convirtieron en conocidas exploradoras de la Ciudad de los Gigantes. Recorrieron sus calles y parques, siempre atentas a las maravillas ocultas entre los rincones más inesperados. Un día, mientras exploraban una antigua biblioteca gigante, Juanita descubrió un libro de cuentos olvidado en un rincón polvoriento. Era un libro pequeño, casi perdido entre las enormes estanterías llenas de volúmenes gigantes. Intrigada, Juanita sopló el polvo de la cubierta y lo abrió con cuidado.

—¡Luna, mira lo que encontré! —exclamó Juanita, mostrándole el libro.

Luna se acercó y observó las ilustraciones detalladas que adornaban cada página. Eran cuentos de mundos lejanos, llenos de aventuras y pequeñas criaturas que vivían en armonía con su entorno. Juanita y Luna se sentaron juntas en un rincón tranquilo de la biblioteca y comenzaron a leer.

Cada cuento era una nueva ventana hacia la imaginación, donde las pequeñas cosas cobraban vida y se convertían en héroes de sus propias historias. Desde entonces, Juanita y Luna no solo exploraban la Ciudad de los Gigantes, sino que también creaban sus propias aventuras inspiradas en los cuentos que encontraron. Con cada página que pasaban, aprendían lecciones valiosas sobre amistad, valentía y el poder de disfrutar cada momento como si fuera un tesoro único.

Así, entre los cuentos y las risas compartidas, Juanita y Luna descubrieron que la magia de la vida reside en la capacidad de apreciar las pequeñas cosas. Cada día se convertía en una nueva aventura, donde la amistad y el asombro por el mundo que los rodeaba los guiaban hacia nuevos horizontes de descubrimiento y aprendizaje.

Una tarde, durante uno de sus paseos por el mercado, Juanita y Luna se encontraron con un anciano gigante que vendía tesoros olvidados. Entre los objetos curiosos y reliquias antiguas, Juanita descubrió un pequeño reloj de bolsillo decorado con filigranas doradas.

—¿Qué es esto, señor? —preguntó Juanita, sosteniendo el reloj con cuidado en sus manos.

El anciano gigante sonrió con amabilidad y explicó:

—Este reloj perteneció a uno de los primeros habitantes de la Ciudad de los Gigantes. Era un explorador como ustedes, siempre buscando las maravillas que se esconden en los rincones más inesperados.

Juanita observó el reloj con asombro, maravillada por la idea de que alguien tan grande también había buscado tesoros en lugares pequeños y escondidos.

—¿Puedo quedármelo, señor? —preguntó Juanita con timidez, temiendo que el anciano gigante quisiera conservar el reloj para sí mismo.

El anciano gigante asintió con una sonrisa comprensiva.

—Claro, pequeña exploradora. Este reloj pertenece ahora a alguien que sabe apreciar las pequeñas maravillas de la vida.

Juanita aceptó el reloj con gratitud y lo guardó en el bolsillo de su chaqueta. Desde ese día, el reloj se convirtió en un recordatorio constante de la lección que Juanita había aprendido en la Ciudad de los Gigantes: que la verdadera aventura reside en la capacidad de apreciar cada pequeña cosa que la vida ofrece.

Los días pasaron, y Juanita y Luna siguieron explorando y descubriendo nuevos rincones de su ciudad gigante. Con cada paso, aprendieron más sobre sí mismas y sobre el mundo que las rodeaba. A veces, Juanita encontraba pequeños trozos de cristal pulido que brillaban como gemas en la luz del sol, y Luna atrapaba luciérnagas entre las flores del jardín, creando luces mágicas en la noche.

Una tarde de otoño, mientras Juanita y Luna jugaban en el Parque de los Susurros, un lugar que se había convertido en su refugio secreto, se encontraron con un grupo de niños gigantes que jugaban a esconderse entre los árboles. Los niños, al principio sorprendidos por la presencia de las pequeñas exploradoras, pronto las aceptaron como parte de su juego. Juntos, construyeron castillos de hojas y contaron historias de dragones y princesas que vivían en los reinos lejanos de la imaginación.

—¡Juanita, Luna! —llamó uno de los niños gigantes—. ¡Vengan con nosotros! Tenemos un lugar especial que queremos mostrarles.

Juanita y Luna intercambiaron miradas emocionadas y siguieron a los niños gigantes a través de un sendero oculto que los llevó a una cascada escondida en el corazón del parque. El agua caía suavemente sobre las rocas, creando un arco iris de colores brillantes bajo el sol de la tarde. Juanita se acercó al borde y extendió la mano para sentir la frescura del agua en sus dedos.

—Es hermoso —susurró Juanita, maravillada por la belleza natural que había estado oculta a solo unos pasos de su camino habitual.

Luna se acercó y se sentó a su lado, observando el espectáculo con calma.

—Sí, Juanita. A veces las cosas más maravillosas están justo frente a nosotros, esperando a ser descubiertas.

Juanita sonrió, sintiendo una profunda gratitud por todas las aventuras que había vivido en la Ciudad de los Gigantes y por la amistad inquebrantable de Luna. Ahora entendía que la verdadera riqueza de la vida no reside en lo material ni en lo grandioso, sino en la capacidad de disfrutar y valorar cada pequeño momento, cada pequeña maravilla que la vida ofrece.

Y así, entre risas y juegos, cuentos y descubrimientos, Juanita y Luna continuaron explorando la Ciudad de los Gigantes, donde la magia de la vida se desplegaba ante ellas como un vasto tapiz de experiencias y aprendizajes. Juntas, aprenderían que el verdadero tesoro reside en la capacidad de apreciar las pequeñas cosas, porque son esas pequeñas cosas las que enriquecen el alma y hacen que cada día sea una nueva aventura por vivir.

La moraleja de esta historia es que, si aprendemos a disfrutar y apreciar las pequeñas cosas de la vida, seremos más felices.

Y colorín colorín, este cuento llego a su fin. bueno mis amables oyentes. ¡hasta mañana! CON UN NUEVO CUENTO CON MORALEJA.

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