El cazador de almas perdidas – Creepy pasta 125.
Lazos vinculados.
María despertó con el primer rayo de sol colándose a través de las cortinas, cálido y suave sobre su piel desnuda. El latido pausado de Fabián bajo su oído le indicaba que seguía durmiendo profundamente. Se encontraba recostada sobre su pecho, el brazo de él aún envolviéndola como si temiera que pudiera desaparecer en cualquier momento. Aún adormecida, dejó que su mente vagara, repasando los últimos acontecimientos con una sensación de calma, algo que no había experimentado en mucho tiempo.
La noche anterior había sido un torbellino de emociones y sensaciones nuevas para ambos. Fabián, tímido y algo nervioso, había sido incapaz de ocultar su inexperiencia, pero también había demostrado una dulzura y vulnerabilidad que María no había visto en ningún otro hombre. Sin embargo, más allá de las inseguridades que él había mostrado, María sentía que aquello había sido perfecto. No le importaba la torpeza de los primeros momentos ni los silencios incómodos que se habían intercalado entre besos y caricias; lo único que le importaba era que él estaba allí con ella, compartiendo un momento que había sellado algo más profundo que el simple acto físico.
Mientras lo observaba en silencio, respirando aún profundamente, María no podía evitar preguntarse si lo que Fabián sentía por ella era amor verdadero. ¿Había nacido en aquellas olvidadas sesiones espiritistas en Nazca, donde ambos habían compartido tanto en un nivel espiritual que las palabras sobraban? O tal vez solo era una atracción pasajera, un deseo de llenar los vacíos que la vida les había dejado a ambos. Sin embargo, a medida que estas dudas pasaban por su mente, algo más fuerte prevalecía: no le importaba. Ella lo amaba, con toda la intensidad que podía ofrecer su corazón. Y mientras él la amara, aunque fuera solo por este momento, eso era todo lo que necesitaba.
María sabía que su clarividencia podía darle respuestas si así lo quisiera. En ese momento, podría fácilmente sumergirse en una visión, ver lo que deparaba el futuro para ellos, o incluso ahondar en los sentimientos más profundos de Fabián. Pero no lo hizo. En cambio, decidió disfrutar del presente. Además, sabía que Fabián necesitaba descansar un poco más, y su clarividencia le permitía prever que aún tenían unos minutos preciosos antes de que el deber los llamara de nuevo. Así que, con un suspiro suave, se acomodó mejor sobre su pecho, dispuesta a regalarle esos 15 o 20 minutos adicionales de paz.
El sonido de un teléfono vibrando suavemente rompió la calma. María se enderezó con cuidado, intentando no despertar a Fabián. Él murmuró algo inaudible antes de estirarse y abrir lentamente los ojos. El brillo tenue del amanecer iluminaba su rostro mientras luchaba por apartar el sueño de su mente. Al ver a María sonriéndole suavemente, una sonrisa adormilada se extendió por su rostro.
—Buenos días —dijo él, su voz ronca por el sueño.
—Buenos días —respondió María en un susurro, inclinándose para darle un beso en la frente—. Tu teléfono.
Fabián se tensó ligeramente al oír el recordatorio. La realidad se imponía nuevamente. Se incorporó, con el rostro ligeramente preocupado, y alcanzó su teléfono en la mesita de noche. Al mirar la pantalla, sus facciones cambiaron de inmediato: era una llamada de Julián.
La conversación fue breve, pero suficiente para confirmar lo que Fabián y María esperaban. El plan había sido aprobado. La misión que tenían entre manos estaba lista para ejecutarse, y eso significaba que debían ponerse en marcha lo antes posible. María lo observaba mientras hablaba, notando cómo la preocupación volvía a instalarse en sus ojos, opacando el brillo relajado que había tenido hace apenas unos minutos.
Cuando Fabián terminó la llamada, dejó escapar un suspiro profundo y se volvió hacia María, su rostro mostrando una mezcla de cansancio y determinación.
—Tenemos que irnos —dijo él, tratando de sonar firme, aunque la tristeza de dejar ese momento de paz era evidente.
—Lo sé —respondió María, acercándose a él para rodearlo con sus brazos y apoyar su cabeza en su hombro—. Pero antes… —añadió, susurrándole al oído—, deberías besarme una vez más.
Fabián no necesitó más invitación. Se inclinó hacia ella y sellaron sus labios en un beso largo, lento, lleno de promesas no dichas. Fue un beso que hablaba de lo que sentían el uno por el otro, de la conexión que habían formado y de la fuerza que se brindaban mutuamente. Cuando finalmente se separaron, María sonrió, y con un gesto juguetón, le dio una pequeña palmada en el pecho.
—Vamos, tenemos un amuleto que forjar.
Ambos se levantaron, vistiéndose en silencio, conscientes de que el día iba a ser largo. Una vez listos, salieron del apartamento y se dirigieron al herrero, quien los esperaba para comenzar a forjar el amuleto que Vambertoken había descrito meticulosamente en las instrucciones.
El amuleto era algo más que una simple joya; era una obra de arte que debía ser forjada en capas, como una muñeca rusa, cada una con un propósito específico. Contenía espacio para cinco esmeraldas de alma, piedras preciosas que debían ser imbuidas con poder espiritual, y solo un artesano habilidoso como el herrero podía completar tal tarea.
Al dejar al herrero trabajar, María y Fabián se encontraron con un inesperado espacio de tiempo libre. Fabián, a pesar de la tensión que sentía, sugirió algo que nunca hubiera imaginado ofrecer en otras circunstancias: una tarde recorriendo las calles de la Ciudad de México. Era su ciudad natal, después de todo, y aunque las sombras de su misión pesaban sobre ellos, decidió que al menos por unas horas podían ser simplemente dos personas disfrutando de la vida.
Fabián había vivido muchos años en esa ciudad y la conocía como la palma de su mano. A lo largo del día, actuó como guía turístico para María, llevándola a lugares emblemáticos, pero también a rincones escondidos, lejos de las rutas tradicionales. Mientras caminaban por las calles adoquinadas, bajo el sol que bañaba la ciudad en un cálido resplandor dorado, María sentía que el tiempo se detenía, permitiéndoles un respiro entre tanta incertidumbre.
Para Fabián, sin embargo, ese día estaba lleno de contradicciones internas. Mientras disfrutaba de la compañía de María, no podía dejar de sentir una creciente inseguridad en su interior.
La Tarde en la Ciudad de México.
La tarde en la Ciudad de México se desarrollaba con una tranquilidad que parecía un lujo para María y Fabián. Mientras recorrían las calles empedradas, perdidos entre el bullicio de los mercados y el ambiente vibrante de la ciudad, Fabián no podía evitar sentirse como si estuviera viviendo una especie de sueño. Durante años, la Ciudad de México había sido su hogar, pero nunca la había visto bajo la luz cálida y suave que sentía aquel día. Quizás era porque, por primera vez en mucho tiempo, había alguien a su lado con quien realmente quería compartir ese momento.
María, por su parte, lo miraba con admiración. Veía cómo sus ojos, que hasta hace unas horas estaban llenos de dudas y sombras, ahora brillaban con algo diferente: una chispa de paz, de felicidad momentánea. Mientras caminaban, Fabián le señalaba los lugares que habían sido parte de su vida cotidiana, rincones que María veía con nuevos ojos, guiada por su entusiasmo.
—Aquí es donde solía venir de niño, cuando me escapaba de las responsabilidades del seminario —dijo Fabián con una sonrisa traviesa, señalando un pequeño parque escondido entre los edificios.
María rió suavemente, imaginando al joven que Fabián había sido, encontrando pequeños momentos de libertad en un mundo tan estricto. Se acercó a él y entrelazó su brazo con el de Fabián, apoyando su cabeza sobre su hombro mientras caminaban lentamente por el parque.
—Es curioso —dijo María en voz baja—, cómo un lugar puede traerte tantos recuerdos, y al mismo tiempo, transformarse por completo cuando lo compartes con alguien más.
Fabián asintió, sin palabras por un momento, disfrutando de la conexión que sentía con María. Era algo que nunca había experimentado antes, al menos no con tanta intensidad. La rigidez de sus votos, su vida en el Vaticano, todo parecía desvanecerse en la cercanía de María, como si ella fuera capaz de borrar las barreras que lo habían mantenido prisionero en su propia mente.
Llegaron a un pequeño puesto de comida callejera, donde vendían algodones de azúcar de colores brillantes. Los ojos de María se iluminaron, como los de una niña, y Fabián no pudo evitar sonreír al verla tan emocionada.
—¿Te gustan los algodones de azúcar? —preguntó él, su voz llena de ternura.
—¡Me encantan! —respondió María con entusiasmo, y antes de que pudiera decir algo más, Fabián ya estaba pidiendo uno para ella.
La tarde siguió fluyendo como un río lento y sereno. Pasearon por plazas, se sentaron en bancos bajo la sombra de los árboles, y conversaron sobre todo y nada, disfrutando de la compañía del otro. Pero a medida que el sol comenzaba a descender en el horizonte, tiñendo el cielo de naranjas y rosas, algo cambió en la atmósfera.
Fabián, quien había estado tan relajado durante todo el día, comenzó a sentir una tensión creciente dentro de él. No era una sensación desagradable, sino más bien una mezcla de nerviosismo y deseo. La cercanía de María, el día casi perfecto que habían tenido, todo conspiraba para hacer que sus pensamientos se desviaran hacia terrenos que él, hasta hacía poco, habría considerado prohibidos.
Mientras se detenían en un mirador que ofrecía una vista panorámica de la ciudad, el silencio entre ellos se hizo más denso. Fabián miró a María, observando cómo el viento jugueteaba con su cabello y cómo el reflejo del sol en sus ojos hacía que se viera aún más hermosa de lo que ya era.
—María… —dijo él en un susurro, como si estuviera a punto de confesar algo demasiado íntimo.
Ella se giró para mirarlo, con una sonrisa tranquila en sus labios, esperando a que él continuara.
—No puedo dejar de pensar en lo que pasó anoche —admitió, sus palabras cargadas de una mezcla de culpa y deseo—. No sé cómo explicarlo, pero siento que… quiero volver a estar contigo, de esa manera.
El rubor en el rostro de Fabián era evidente. Sabía que lo que estaba diciendo no solo rompía su voto de castidad, sino que también lo empujaba más allá de los límites que había creído inquebrantables durante tanto tiempo. Pero el deseo era más fuerte que su voluntad en ese momento.
María lo miró, y en lugar de responder con palabras, simplemente alzó una mano y la apoyó suavemente en su mejilla. Su toque era cálido y lleno de comprensión.
—Fabián, lo que sentimos el uno por el otro no está mal —dijo ella en voz baja—. Lo que vivimos juntos no es un pecado. Es amor. Y si eso es lo que deseas, entonces no hay nada de qué avergonzarse.
Fabián cerró los ojos por un momento, dejando que las palabras de María lo envolvieran, aliviando la culpa que había estado sintiendo. Abrió los ojos nuevamente, encontrándose con la mirada de ella, y en ese instante supo que lo que quería no era solo algo físico, sino una conexión más profunda, algo que solo María podía ofrecerle.
Sin decir más, se inclinó hacia ella y la besó. Fue un beso suave al principio, lleno de ternura, pero a medida que sus labios se entrelazaban, la pasión que había estado conteniéndose durante todo el día comenzó a florecer.
María correspondió el beso, sintiendo cómo el deseo de Fabián crecía. Se aferró a él, permitiendo que la intensidad del momento los envolviera. Ambos sabían que había algo más profundo entre ellos que lo que las palabras podían expresar, y este momento de intimidad lo confirmaba.
El Regreso al Apartamento.
Cuando finalmente se separaron, el sol ya se había ocultado por completo, y la noche comenzaba a cubrir la ciudad. Las luces de los edificios y las calles brillaban bajo ellos, pero ni Fabián ni María parecían notarlo. Todo lo que existía en ese momento eran ellos dos.
—Deberíamos volver —dijo Fabián con un leve suspiro, sabiendo que lo que deseaba estaba al alcance de su mano, pero queriendo prolongar el momento solo un poco más.
María asintió, pero antes de que pudieran moverse, tomó la mano de Fabián y la entrelazó con la suya.
—Sí, volvamos, pero esta vez, sin prisa —respondió ella con una sonrisa pícara, y Fabián no pudo evitar reír suavemente.
Caminaron de regreso al apartamento bajo la luz suave de las farolas, las calles más tranquilas que durante el día. Mientras subían las escaleras hacia su puerta, el aire entre ellos se volvía más denso con cada paso. La tensión emocional y física que había estado creciendo a lo largo del día parecía estar alcanzando su punto máximo.
Cuando finalmente llegaron a la puerta del apartamento, Fabián se detuvo por un momento, como si estuviera a punto de decir algo, pero María no le dio la oportunidad. Se acercó a él y lo besó de nuevo, esta vez con más urgencia. Sus labios se encontraron en una danza apasionada, sus cuerpos presionados el uno contra el otro mientras la puerta seguía cerrada detrás de ellos.
Con manos temblorosas, Fabián finalmente logró abrir la puerta, y antes de que pudiera decir algo más, María lo empujó suavemente dentro, cerrando la puerta detrás de ellos con un suave clic.
La tensión del día, el amor, el deseo, todo se entrelazaba en ese momento. Cada beso, cada caricia, cada susurro contenía promesas y emociones que ambos compartían en la intimidad de su conexión.
Sin prisa, pero sin pausa, se movieron por el apartamento, entrelazados en una danza de besos y caricias, olvidándose del mundo exterior, dejándose llevar por lo que sentían el uno por el otro.
Finalmente, desaparecieron en la oscuridad de la habitación, donde solo ellos dos existían, y donde, por unas horas más, podían olvidarse de todo lo que los rodeaba y entregarse a la pasión que los unía.
Gracias por acompañarnos en este viaje al terror. ¡Nos vemos en el próximo episodio!”
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