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El cazador de almas perdidas – Creepy pasta 120.

Fabián y la Fe Desgarrada.

El taller del herrero en Ciudad de México era un lugar sombrío, casi oculto a la vista del mundo exterior. Las paredes estaban ennegrecidas por el humo y el hollín de años de trabajo con metales, y el aire estaba impregnado del denso olor a hierro y fuego. Fabián y María permanecían de pie, tensos, frente al hombre que podría ayudarles a forjar el amuleto que necesitaban. Pero mientras el herrero los observaba con su mirada astuta y calculadora, ambos sabían que habían entrado en terreno peligroso.

Habían prometido algo sin saber realmente qué podían ofrecer. En el momento, la urgencia de su misión los llevó a decir lo que el herrero quería oír, pero ahora, al estar frente a él, las palabras vacías comenzaban a pesar. El herrero esperaba algo concreto, algo que valiera el riesgo de aliarse con ellos, y Fabián sentía cómo esa promesa no cumplida comenzaba a apretar su conciencia.

—Me dijeron que me ofrecerían poder —dijo el herrero, su voz ronca mientras levantaba la mirada del metal incandescente sobre el yunque—. Estoy esperando, Fabián. Dime, ¿qué es lo que van a darme a cambio de mi ayuda?

María intercambió una mirada rápida con Fabián. Sabía que no tenían una respuesta clara, pero también sabía que no podían retroceder. Lo que les quedaba ahora era improvisar, aunque el peso de esa decisión estaba a punto de caer sobre ellos.

Fabián sintió un nudo en el estómago. Había pasado años evitando su pasado, alejándose de las sombras que había dejado en México, pero ahora esas mismas sombras volvían a envolverlo. ¿Qué podían ofrecer? ¿Qué podría un herrero codiciar tanto como para romper su lealtad a los separatistas y trabajar para ellos?

La respuesta se presentó en la mente de Fabián como una bofetada: la Iglesia. Todo este tiempo, había tratado de dejar atrás su pasado en el Vaticano, pero en este momento, se daba cuenta de que esa era su única carta.

—Queremos ofrecerte un acuerdo… con la Iglesia —dijo Fabián, su voz firme, pero por dentro sintió que algo en su alma se resquebrajaba al pronunciar esas palabras.

María lo miró de reojo, sorprendida. No lo había visto venir, pero lo entendía. Si había algo que el herrero, un hombre movido por el poder, podría desear, era una conexión con una de las instituciones más influyentes del mundo: el Vaticano.

El herrero levantó la cabeza, interesado. Dejó a un lado las herramientas y cruzó los brazos, observando a Fabián con una expresión más cautelosa.

—¿La Iglesia? —repitió, como si estuviera evaluando el peso de esa oferta—. Fabián, tú y yo sabemos que la Iglesia no es algo que se dé así como así. Dime, ¿cómo planeas lograrlo? Y más importante aún, ¿qué voy a obtener a cambio?

El corazón de Fabián latía con fuerza, pero por fuera mantenía la calma. No tenía idea de cómo iba a cumplir con esa promesa, pero sabía que el herrero no necesitaba conocer sus dudas internas. Debía proyectar una seguridad que, en ese momento, estaba lejos de sentir.

—La Iglesia tiene muchos recursos —dijo Fabián, su mente trabajando rápidamente—. Puedo conseguirte acceso a conocimientos que no son fáciles de obtener. Información antigua, reliquias olvidadas… O, si prefieres, puedo negociar un contrato entre tú y los círculos más poderosos de la fe.

El herrero lo miró, entrecerrando los ojos mientras procesaba lo que Fabián decía.

—¿Un contrato con la Iglesia? —se rió, aunque no con desprecio, sino con una mezcla de interés y escepticismo—. ¿Y tú, Fabián, crees que puedes hacer que un simple herrero como yo entre en esos círculos?

El herrero se acercó un paso más a Fabián, quien sintió la tensión en el aire crecer. Sabía que estaba jugando una carta extremadamente peligrosa, una que podría no tener vuelta atrás.

—No soy cualquier herrero, eso lo sabes —continuó el hombre—, pero lo que estás diciendo es arriesgado. Muy arriesgado. La Iglesia no se mezcla con gente como yo, y si tú estás dispuesto a hacer ese trato, te costará mucho más de lo que imaginas.

Fabián tragó saliva. Sabía que el herrero tenía razón. Había tratado de mantenerse alejado de la política del Vaticano desde que había dejado su tiempo como aprendiz de Julián, pero ahora no podía evitarlo. La única manera de cumplir su misión era adentrarse de nuevo en ese mundo del cual había intentado escapar.

María observaba la situación con cautela. No podía intervenir en ese momento, pero sentía la creciente angustia de Fabián. Sabía que el herrero lo estaba presionando para obtener más de lo que podían ofrecer, y eso la preocupaba.

—Necesito tiempo —dijo Fabián finalmente, su voz tensa pero controlada—. Pero puedo conseguir lo que necesitas. Te aseguro que lograré que la Iglesia te ofrezca algo que valga la pena.

El herrero lo miró fijamente durante lo que parecieron largos segundos antes de asentir.

—Muy bien —dijo, finalmente dando un paso atrás—. Tienes tiempo, pero no mucho. Si no cumples con tu promesa, Fabián, este trato termina aquí.

Con esa advertencia, el herrero se giró y volvió a su trabajo, dejando a Fabián y María en un silencio incómodo mientras salían del taller.

La Crisis Interna de Fabián.

El camino de regreso al pequeño apartamento donde se alojaban estuvo cargado de silencio. Fabián caminaba al lado de María, con el peso de su promesa vacía colgando sobre él como una nube oscura. Sabía que había cruzado una línea al mencionar a la Iglesia. Había jurado no volver a involucrarse con ellos, pero ahora, se encontraba atrapado en una red de su propio tejido.

María lo miraba de reojo, notando el cambio en su expresión. Sabía que algo profundo lo estaba carcomiendo por dentro, pero no estaba segura de cómo acercarse sin presionarlo.

—¿Qué piensas hacer ahora? —preguntó María suavemente, rompiendo finalmente el silencio.

Fabián no respondió de inmediato. Se detuvo un momento, respirando hondo antes de girarse hacia ella.

—No lo sé, María —dijo, su voz apenas un susurro—. No sé cómo voy a cumplir con lo que acabo de prometer. He estado lejos de la Iglesia por una razón. No puedo volver a ellos ahora.

María vio algo en los ojos de Fabián que no había visto antes: una vulnerabilidad, una grieta en la fachada de fuerza que siempre había mostrado. Sabía que este era un momento crucial, no solo para la misión, sino también para Fabián como persona.

—Fabián, si esto es demasiado… —comenzó María, pero él la interrumpió.

—No es solo la misión —dijo Fabián, pasándose una mano por el cabello, claramente frustrado—. Es todo lo que significa volver a la Iglesia. Estuve tan cerca de… de caer en algo que no quería ser. Y ahora me encuentro arrastrado de nuevo a ese mundo, haciendo promesas que no sé si puedo cumplir.

María se quedó en silencio por un momento antes de acercarse a él.

—Sé que es difícil —dijo finalmente, su tono suave—, pero no tienes que cargar con todo esto solo. Estoy aquí para ayudarte, Fabián. No tienes que enfrentar esto completamente solo.

Fabián bajó la mirada, sintiendo el peso de sus propias palabras regresar para golpearlo con más fuerza.

—No sé si puedo hacerlo, María —admitió, su voz quebrándose por primera vez—. No sé si soy lo suficientemente fuerte para volver a ese mundo y mantenerme intacto.

El Peso de la Decisión.

Fabián y María caminaron en silencio por las calles de Ciudad de México mientras las luces de los faroles iluminaban débilmente las aceras gastadas. La promesa vacía que Fabián le había hecho al herrero resonaba en su mente, pero lo que lo estaba destrozando no era solo eso. Sabía que su regreso a los círculos de poder del Vaticano significaba enfrentarse a una parte de sí mismo que había tratado de enterrar. Y lo peor de todo era que lo único que realmente lo mantenía conectado al mundo real era también lo que consideraba su mayor transgresión: María.

Mientras caminaban hacia el apartamento, el silencio entre ellos se volvió insoportable para Fabián. Sentía que cada paso lo acercaba a una verdad que había estado evitando. Se detuvo en seco, incapaz de seguir ignorando la realidad que lo rodeaba.

—María… —dijo en un susurro, su voz temblando—, no puedo más con esto.

María se volvió hacia él, confusa y preocupada por el repentino cambio en su tono.

—¿Qué ocurre, Fabián? —preguntó, acercándose lentamente, con una mezcla de cautela y comprensión.

Fabián respiró hondo, luchando por mantener el control, pero sentía que todo a su alrededor comenzaba a derrumbarse.

—Todo esto… la misión, el Vaticano, las promesas —dijo, pasando una mano temblorosa por su cabello—. Estoy rompiendo cada parte de mí. No sé quién soy más.

El rostro de María mostró una profunda preocupación, pero también sabía que esto era algo que Fabián había estado guardando dentro de sí durante demasiado tiempo.

—Has sido fuerte todo este tiempo —dijo María, suavemente—. Pero no tienes que llevarlo todo tú solo.

Fabián cerró los ojos, sintiendo el nudo en su garganta crecer. Sabía que María lo decía con la mejor de las intenciones, pero también sabía que ella era parte de lo que lo estaba desgarrando por dentro. No por culpa suya, sino por el conflicto interno que lo consumía.

—Es irónico, ¿no? —continuó Fabián, con una amarga sonrisa—. Tú eres lo único que me ha mantenido cuerdo… y, sin embargo, también eres la razón por la que me siento tan perdido.

María no respondió de inmediato. Sabía que Fabián estaba luchando con una guerra interna que no podía entender completamente, pero también sabía que su relación secreta era el centro de ese conflicto.

—¿Te refieres a nosotros? —preguntó María, su voz temblando ligeramente, consciente de la gravedad de la situación.

Fabián asintió, incapaz de mirarla a los ojos.

—Romper el voto de castidad… fue lo único que siempre me dijeron que no podía hacer —dijo, su voz quebrándose—. Y lo hice. Lo rompí contigo. Y aunque sé que debería sentirme culpable, todo lo que puedo pensar es en lo agradecido que estoy de haberte encontrado.

María sintió cómo su corazón se aceleraba. Sabía que Fabián estaba luchando no solo con su fe, sino también con su identidad, y que su relación clandestina lo estaba destrozando.

—Fabián… —comenzó, con suavidad—. Sé que esto no ha sido fácil para ti, pero nunca quise ser tu ruina.

Fabián negó con la cabeza rápidamente, como si intentara desechar esa idea.

—No eres mi ruina, María —dijo con fuerza, finalmente levantando la mirada para encontrar la suya—. Eres lo único real que he tenido en mucho tiempo. Todo lo demás… mi vida, mi fe, mi lealtad al Vaticano… todo eso es una ilusión. He estado viviendo una mentira durante tanto tiempo, pero tú… tú eres lo único que me ha dado amor sin condiciones.

María se quedó en silencio por un momento, sintiendo el peso de las palabras de Fabián. Sabía lo que él sentía por ella, pero nunca se había dado cuenta del alcance que eso tenía en su vida.

—No quiero ser lo que te destruya —dijo María, susurrando, acercándose un poco más a él.

Fabián sintió cómo sus emociones, largamente contenidas, comenzaban a desbordarse. Había pasado tanto tiempo tratando de ser fuerte, de mantener su fachada de lealtad y control, pero en ese momento todo lo que sentía era el deseo de dejarse caer en los brazos de la única persona que lo entendía.

—No eres tú la que me destruye —repitió Fabián, su voz rota—. Es todo lo demás. Es la culpa, el miedo, el peso de todo lo que he hecho y lo que me han dicho que no debía hacer. He pasado años viviendo según las reglas del Vaticano, siguiendo un código que ya no siento que me pertenezca.

María dio un paso más hacia él, y en ese momento, Fabián ya no pudo contenerse. Sus lágrimas comenzaron a caer silenciosamente mientras todo lo que había guardado dentro de sí se desmoronaba.

—He perdido mi fe —confesó, con la voz apenas audible—. No creo más en lo que solía creer. Y lo que más me destroza es que lo único que encuentro real, lo único que me da sentido, es algo que debería considerar un pecado.

María, sin decir una palabra, se acercó y envolvió a Fabián en un abrazo. Sabía que no había palabras que pudieran consolarlo en ese momento, pero su abrazo era lo único que podía ofrecer. Fabián la abrazó con fuerza, aferrándose a ella como si fuera su única ancla en un mar de caos.

Ambos permanecieron en silencio durante lo que pareció una eternidad, hasta que Fabián, finalmente, comenzó a hablar de nuevo, con la voz todavía quebrada pero más controlada.

—María… no sé qué hacer. No sé si puedo seguir adelante con esto.

María se separó ligeramente de él, lo suficiente como para mirarlo a los ojos.

—No tienes que decidirlo todo ahora —dijo, su tono suave pero firme—. Vamos paso a paso. Lo primero es la misión. Conseguimos lo que necesitamos del herrero. Luego… hablaremos de lo demás.

Fabián asintió débilmente, sabiendo que no había respuestas fáciles. Pero en ese momento, con María a su lado, se permitió aceptar que, aunque estaba roto, no estaba solo.

El Herrero y el Precio a Pagar.

A la mañana siguiente, Fabián y María regresaron al taller del herrero. La noche anterior había sido un torbellino emocional para Fabián, pero el amanecer le había traído una claridad fría. Sabía que lo que estaban a punto de hacer no sería fácil, pero también sabía que no tenían más opción.

El herrero los esperaba, con la misma mirada cautelosa de la última vez.

—¿Han decidido qué ofrecerme? —preguntó, con una sonrisa que no alcanzaba sus ojos.

Fabián dio un paso al frente, más seguro que la vez anterior.

—Te conseguiré lo que necesitas del Vaticano —dijo, su voz firme, aunque por dentro aún luchaba con las implicaciones de sus palabras—. Un contrato que te dará acceso a los recursos que deseas.

El herrero asintió lentamente, satisfecho con la respuesta.

—Bien. Pero recuerda, Fabián, si fallas en cumplir tu promesa, no habrá segundas oportunidades.

Fabián asintió, sabiendo que estaba entrando en un terreno aún más peligroso. Ahora tenía que cumplir con su promesa vacía, y la única manera de hacerlo era volver al lugar del que había huido durante tanto tiempo: el Vaticano.

Gracias por acompañarnos en este viaje al terror. ¡Nos vemos en el próximo episodio!”

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