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El cazador de almas perdidas – Creepy pasta 178. Historias de Terror

 La nueva Aprendiz de Asha.

El rugido sutil de los motores del jet privado del Archiconde Vambertoken resonaba mientras cruzaban los cielos hacia Bolivia. A medida que el paisaje bajo ellos se desvanecía, el ambiente dentro del jet estaba impregnado de tensión. La información recuperada de la sede principal de Ragnarok en México había revelado que algo oscuro y peligroso estaba sucediendo en Incachaca, y el Archiconde Vambertoken se dirigía a Bolivia para enfrentarlo.

Asha, siempre buscando placer en cada oportunidad, había ordenado que se instalara un jacuzzi de sangre en la lujosa cabina del jet. El aroma metálico impregnaba el aire mientras ella se sumergía con languidez en las aguas carmesíes, su cuerpo perfecto reluciendo en el líquido espeso. Estaba absolutamente en su elemento, rodeada de lujo y poder.

Sin embargo, mientras Asha disfrutaba de su baño sangriento, María no tenía tanta tranquilidad. Había estado evitando a su hermana desde el momento en que Asha la proclamó su aprendiz. Pero ese momento de evasión había terminado. Tatiana merecía saber lo que había estado pasando y, sobre todo, lo que había llevado a María a acercarse tanto a Asha.

María miraba por la ventana del jet, su mente inundada de confusión. Las palabras se acumulaban en su pecho, pero no encontraba la forma de expresarlas. Cada vez que veía a Tatiana, algo dentro de ella se revolvía. Había sido testigo de las habilidades que su hermana estaba adquiriendo, del control sobre la magia pre diluviana y las energías arcanas. Tatiana se había vuelto fuerte, mientras que ella, María, se sentía cada vez más pequeña, más insignificante.

Asha lo había notado. Desde el primer momento, había aprovechado esas inseguridades, alimentando sus dudas y promesas de poder. María no podía ignorarlo: la influencia de Asha sobre ella era profunda, y aunque sabía que estaba cayendo en una trampa, una parte de ella ansiaba más poder.

Finalmente, María no pudo evitarlo más. Se acercó a Tatiana, quien estaba sentada revisando algunos documentos antiguos que trataban sobre el tótem y las energías que aún afectaban a Drex. Tatiana levantó la mirada, sus ojos cargados de curiosidad y preocupación. Sabía que su hermana quería hablarle, que había algo en su comportamiento que indicaba un conflicto interno.

—Tatiana… —comenzó María, tragando saliva antes de continuar—, tengo que contarte algo.

Tatiana dejó a un lado los documentos, concentrándose completamente en su hermana.

—Dime, María. —Su voz era suave, pero firme—. Sé que hay algo que has estado guardando.

María suspiró, sus manos temblando ligeramente.

—No sé cómo decirlo, pero… —Se interrumpió por un momento, buscando las palabras adecuadas—. Me he sentido… celosa. Te he visto aprender todas estas cosas, controlar energías que ni siquiera entiendo. Y yo… me he sentido inútil. Como si no pudiera hacer nada. Como si siempre fuera la débil.

Tatiana la observaba en silencio, permitiendo que María liberara todo lo que estaba guardando.

—Asha me ha ofrecido algo —continuó María, su voz temblando ligeramente—. Me ha ofrecido la oportunidad de convertirme en algo más. En algo… grande. Y no puedo evitarlo. Quiero ser fuerte, como tú. Quiero ser alguien que no dependa de los demás.

Tatiana frunció el ceño, sintiendo el peso de las palabras de su hermana. Sabía lo peligrosa que era Asha, sabía lo manipuladora que podía ser, y el hecho de que estuviera jugando con las inseguridades de María le preocupaba profundamente.

—María —dijo Tatiana, con calma—, sé que lo que sientes es real. Pero tienes que entender algo: Asha no hace nada sin una razón. Lo que te está ofreciendo tiene un precio. Y ese precio puede ser más alto de lo que imaginas.

María bajó la mirada, sabiendo que su hermana tenía razón, pero al mismo tiempo, sintiendo que no podía resistirse a la tentación que Asha le había puesto delante.

—Lo sé, Tatiana —murmuró—. Pero no puedo seguir siendo débil. Quiero ser algo más. No quiero seguir siendo la que no puede hacer nada.

En ese momento, Asha, saliendo del jacuzzi de sangre, escuchó las últimas palabras de María. Su cuerpo desnudo goteaba sangre mientras se acercaba con una sonrisa enigmática.

—Querida María —dijo con esa voz suave y seductora que siempre usaba—, no te estás volviendo débil. Estás floreciendo. Lo que te ofrezco es la llave para dejar atrás todo lo que alguna vez te hizo sentir pequeña. —Asha lanzó una mirada a Tatiana, una mezcla de burla y poder—. Tu hermana no puede entenderlo del todo, pero tú, María, puedes ser mucho más. Solo necesitas confiar en mí.

Tatiana sintió una punzada de ira y miedo al ver cómo Asha se apoderaba lentamente de su hermana.

—Asha, no puedes simplemente… —comenzó Tatiana, pero Asha la interrumpió.

—Querida Tatiana, no hay nada que temer. María será grande, más de lo que cualquiera de nosotras pueda imaginar. Y yo estaré aquí para guiarla.

El silencio se hizo pesado, mientras las hermanas procesaban las palabras de Asha. Sabían que la influencia de la vampiresa era poderosa, pero ahora, más que nunca, parecía que María ya estaba atrapada en sus redes.

Tatiana cerró los ojos por un momento, tratando de mantener la calma. Sabía que había perdido a su hermana, al menos por ahora.

Julián caminaba con pasos pesados por los pasillos silenciosos del Vaticano, su mente cargada de pensamientos que había pospuesto durante todo el día. A cada paso que daba, el peso de las mentiras, las traiciones y los sacrificios lo aplastaban más. Había hecho todo por Laura, por salvarla, por protegerla de un destino cruel que la iglesia había intentado imponerle. A cambio, se había vendido al vampiro Vambertoken, convirtiéndose en su peón, un traidor a los ojos de Dios y de su fe.

Con un pequeño gesto, llamó a Fabián, quien lo había estado acompañando todo el día. Los ojos de Fabián reflejaban una mezcla de agotamiento y culpa, pero también había un aire de determinación. Ambos hombres compartían un oscuro secreto: sus almas estaban manchadas por la manipulación de Vambertoken, y aunque luchaban por mantener su fe, sabían que la oscuridad les había consumido.

Fabián siguió a Julián mientras éste tomaba el camino más largo hacia el pequeño despacho donde se encontraba su hija. Julián quería tomarse unos momentos para reflexionar, para intentar encontrar la paz en medio del caos que había traído su decisión. Todo lo que había hecho había sido por Laura, pero ¿a qué costo? Había vendido su alma, y ahora su hija vivía como una vampira, aunque paradójicamente era la única razón por la que él seguía adelante.

Finalmente, llegaron al despacho. Al abrir la puerta, Julián la vio: Laura, su hija, la razón de su traición. Aunque la había convertido en vampira para salvarla, algo en ella había cambiado. No era el monstruo que él temía que fuera. De alguna manera, Laura había encontrado una nueva razón de ser, incluso como una criatura de la noche.

Ella estaba sonriente, radiante incluso. Hoy era un día especial para ella, y se notaba en cada uno de sus gestos. Laura se acercó a su padre, sus ojos brillaban con una mezcla de emoción y alivio.

—Papá, ha ocurrido. Hoy recibimos al primer vampiro convertido que ha decidido acogerse a la fe cristiana. —Su voz temblaba ligeramente de emoción—. No ha sido fácil, pero finalmente siento que todo esto tiene un propósito. No estoy condenada… puedo hacer algo, puedo servir a Dios, incluso así.

Julián la miraba, su corazón dividido. Ver a su hija feliz, sentir esa esperanza que irradiaba a pesar de su naturaleza vampírica, era un alivio y, a la vez, una daga en su alma. Él había traicionado todo por ella, pero verla encontrar un lugar en el mundo, a pesar de todo, lo llenaba de una especie de paz momentánea.

—Laura… —murmuró Julián, su voz quebrada—. No sabes lo feliz que me hace oír eso. Todo lo que hice fue por ti. Y ahora, verte aquí, ver que has encontrado tu propósito…

Laura lo interrumpió, abrazándolo con fuerza, su cuerpo frío contra el suyo. Pero ese abrazo, aunque reflejaba su condición de vampira, también estaba lleno de calidez humana.

—No podría haberlo logrado sin ti, papá. No eres un traidor, no eres un pecador. Eres mi salvador. —Laura cerró los ojos, aferrándose a su padre—. Todo esto, este ministerio, esta oportunidad… es nuestra redención.

Julián sintió las lágrimas subir a sus ojos, pero las contuvo. No podía permitirse llorar. Sabía que, aunque para Laura esto era una victoria, para él era un recordatorio constante de lo que había perdido. Había perdido su alma, su fe, y ahora estaba atrapado en un pacto oscuro con Vambertoken, un pacto que jamás podría romper.

Fabián, que había estado observando la escena en silencio, no pudo evitar sentirse afectado. Él también había traicionado su fe. Su corazón estaba dividido entre su amor por María y el dolor de saber que había perdido su camino. Había sido un hombre de Dios, un hombre de fe… pero ahora, veía en Laura esa luz que alguna vez él mismo había tenido. Ella, a pesar de su condición, seguía aferrándose a la idea de que Dios la había llamado, que aún había esperanza para ella.

Pero él… ¿qué esperanza le quedaba? Había cruzado la línea hace tiempo, había sucumbido a sus deseos, había sido atrapado por la oscuridad que representaba Asha y Vambertoken.

—Laura —dijo Fabián suavemente, su voz apenas un susurro—, me alegra ver que encuentras consuelo en tu fe. Yo… —Hizo una pausa, sintiendo el peso de las palabras que no podía decir—. Yo ya no tengo esa fe.

Laura lo miró con compasión, sus ojos llenos de comprensión.

—No es demasiado tarde, Fabián. —Su voz era suave, pero firme—. Siempre hay tiempo para redimirse.

Julián, en silencio, sabía que las palabras de su hija no eran ciertas. Él y Fabián habían ido demasiado lejos, estaban demasiado profundamente enredados en la oscuridad de Vambertoken. Pero, por el bien de su hija, fingió creer que la redención aún era posible.

Mientras se despedían de Laura y se alejaban, Julián se volvió hacia Fabián, su rostro reflejaba el conflicto interno que lo consumía.

—¿Cómo seguimos adelante, Fabián? ¿Cómo seguimos pretendiendo que somos hombres de Dios cuando sabemos lo que hemos hecho? —preguntó, su voz cargada de desesperación.

Fabián lo miró, su expresión sombría.

—No lo sé, Julián. —Respondió en voz baja—. Pero si hay algo que me mantiene en pie, es María. Y sé que, para ti, es Laura. Puede que hayamos perdido el favor de Dios, pero no podemos perderlas a ellas.

Fabián se encontraba solo en su habitación del Vaticano, rodeado por la pesada quietud que solo esos antiguos muros podían ofrecer. La luz tenue de una vela iluminaba las páginas de su Biblia, pero su mente estaba lejos de las palabras escritas. Todo el día había sido una farsa: la reunión, las mentiras, el informe manipulado que había entregado. Y ahora, a solas, sentía el peso abrumador de su traición.

Cerró los ojos y, por un momento, dejó que las lágrimas fluyeran. Era un hombre quebrado, atrapado en la oscuridad, pero esa noche necesitaba respuestas. Necesitaba aferrarse a algo más fuerte que la desesperación que lo devoraba por dentro. Se arrodilló junto a su cama, como había hecho tantas veces antes, pero esta vez las palabras no fluían fácilmente.

“¿Por qué, Dios? ¿Por qué me has abandonado?” La pregunta salió en un susurro desgarrado. No esperaba una respuesta. No esperaba sentir alivio.

Pero entonces, como un eco en su mente, resonaron las palabras que había leído tantas veces, como si vinieran de lo más profundo de su alma. “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree no se pierda, sino que tenga vida eterna” (Juan 3:16). Fabián repitió esas palabras, sintiéndolas en su corazón como nunca antes. ¿Dios lo había abandonado? No. Dios le había dado todo. Aún había amor, aún había un camino de regreso.

Se permitió continuar: “No he venido a llamar a justos, sino a pecadores al arrepentimiento” (Lucas 5:32). Las palabras eran una promesa. A pesar de lo que había hecho, a pesar de haber traicionado sus votos, su fe y a sí mismo, aún era un pecador en busca de redención. Dios no lo había abandonado, porque Dios amaba a los pecadores. Había venido por ellos. Había venido por él.

Fabián se aferró a esa idea, a esa verdad. “El que esté libre de pecado, que tire la primera piedra” (Juan 8:7). No podía seguir cargando el peso de su pecado como si fuera el único hombre en el mundo que había caído. Todos caían. Todos tropezaban. Pero la grandeza del amor de Dios era que siempre estaba dispuesto a recibir de nuevo a los caídos.

Su mente volvió a la enseñanza de Jesús, “Dad a Dios lo que es de Dios, y al César lo que es del César” (Mateo 22:21). Esas palabras se asentaron profundamente en él. Los votos que había hecho, las obligaciones que la iglesia le había impuesto, eran responsabilidades humanas, políticas. Pero su alma, su amor, su deseo de redención, eso pertenecía a Dios. Y Dios no había establecido reglas para castigarlo. Dios era amor, no prohibición. No lo había creado para vivir en un yugo de culpa eterna.

Fabián se dio cuenta de algo en ese momento. Dios no lo había abandonado. “El Señor es mi pastor; nada me faltará” (Salmo 23:1). Las sombras en las que había caminado eran las que él mismo había creado, las trampas que su propio miedo había tejido a su alrededor. Pero Dios nunca lo había dejado. Dios había estado a su lado, esperando que volviera, que se diera cuenta de que el amor divino no era algo que se pudiera perder.

Se sentía más fuerte ahora. Las palabras de las Escrituras no solo le estaban dando consuelo, sino que estaban sanando las heridas de su alma. No importaba lo que el Vaticano o Vambertoken pensaran. No importaba que su vida estuviera enredada en oscuridad. Sabía que aún había luz, aún había esperanza.

Con el corazón aliviado, Fabián pronunció en voz baja las palabras que sabía lo guiarían: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lucas 23:34). No podía cambiar el pasado, no podía deshacer lo que había hecho. Pero podía seguir adelante, buscando el perdón de Dios. Porque si Jesús había perdonado a aquellos que lo crucificaron, también podía perdonarlo a él.

Finalmente, se recostó en la cama, susurrando una última oración: “Dios mío, no me has abandonado. Yo fui quien te abandonó. Pero hoy, aquí, vuelvo a ti. Sé que mi camino no es fácil, que la oscuridad aún me rodea, pero si tu amor es más grande que todo pecado, entonces sé que puedo encontrar la paz en ti.”

El peso de la culpa empezó a aligerarse. Las palabras de las Escrituras habían hecho su trabajo. “Dios es amor” (1 Juan 4:8), y ese amor, pensó Fabián, era su salvación.

Con los ojos cerrados y la mente en paz, se dejó llevar por el sueño, sabiendo que, aunque su vida estuviera llena de sombras, aún había un propósito divino esperándolo.

Gracias por acompañarnos en este viaje al terror. ¡Nos vemos en el próximo episodio!”

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