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Era una mañana calurosa en la ciudad cuando Lucía y su clase subieron al autobús escolar. Estaban emocionados, aunque no del todo seguros de lo que les esperaba. Esa semana habían aprendido sobre la importancia de la solidaridad y la empatía, y como parte de una actividad especial, la escuela había organizado una visita a una escuela de un barrio muy pobre de la ciudad. Lucía, siempre curiosa y observadora, no podía dejar de preguntarse cómo sería aquella escuela.

—¿Cómo crees que será? —preguntó Lucía a su mejor amiga, Andrea, mientras el autobús avanzaba por las calles.

—No lo sé —respondió Andrea, encogiéndose de hombros—. El profesor dijo que sería una oportunidad para hacer algo bueno, pero no estoy segura de qué haremos exactamente.

Lucía asintió, mirando por la ventana. Las calles de su barrio estaban llenas de árboles y edificios bien cuidados, pero a medida que el autobús se adentraba en zonas más alejadas del centro de la ciudad, el paisaje comenzó a cambiar. Las casas eran más pequeñas, muchas de ellas con paredes descoloridas y techos de lámina. Las tiendas estaban en mal estado, y la gente parecía caminar con prisa, preocupada por algo que Lucía no podía entender del todo.

Finalmente, llegaron a la escuela. Era un edificio modesto, con paredes desgastadas y ventanas pequeñas. El patio de recreo no tenía césped ni juegos, solo un espacio de tierra donde algunos niños jugaban con una pelota vieja. La escuela se veía muy diferente a la de Lucía, pero a pesar de su apariencia humilde, había algo en el lugar que le llamaba la atención. Los niños, aunque sus uniformes estaban desgastados, jugaban con energía y entusiasmo, como si nada más importara.

—Bienvenidos a la escuela “La Esperanza” —dijo la directora del colegio mientras los recibía en la entrada con una sonrisa—. Estamos muy contentos de que hayan venido a visitarnos. Los niños de aquí están emocionados de conocerlos.

Lucía y sus compañeros siguieron a la directora al interior de la escuela, donde se encontraron con un grupo de niños del colegio. Tenían edades similares, pero sus vidas eran claramente diferentes. Lucía no pudo evitar notar las mochilas rotas y los zapatos gastados de algunos de los niños. Sin embargo, en sus rostros había una gran sonrisa de bienvenida.

—Hoy vamos a hacer una actividad juntos —anunció el profesor de Lucía—. Vamos a pasar el día ayudando a los estudiantes de esta escuela en varias tareas. Pueden elegir entre pintar algunas paredes, organizar los libros de la biblioteca o preparar el jardín. Queremos que sea una experiencia en la que todos colaboremos y aprendamos unos de otros.

Lucía se quedó un momento pensando en lo que podría hacer. Andrea rápidamente decidió unirse al grupo que iba a pintar las paredes, mientras que otros compañeros se dirigieron a la biblioteca. Lucía, sin embargo, estaba intrigada por el jardín. Había visto que, aunque era pequeño y estaba lleno de maleza, tenía potencial. Sin decir nada, decidió ir sola al área del jardín, donde ya había algunos niños del colegio “La Esperanza” esperándola.

—¿Vas a ayudarnos? —preguntó una niña de cabello rizado y grandes ojos oscuros. Lucía se dio cuenta de que era un poco más joven que ella, tal vez unos nueve años.

—Sí —respondió Lucía con una sonrisa—. ¿Cómo te llamas?

—Me llamo Camila —respondió la niña—. Siempre quise que este jardín se viera bonito, pero no tenemos muchas herramientas. Solo tenemos una pala vieja y unas tijeras de podar que no cortan muy bien.

Lucía miró a su alrededor. El jardín realmente necesitaba mucho trabajo, pero algo en la voz de Camila le hizo sentir que había esperanza. A veces, el entusiasmo de alguien podía hacer una gran diferencia, y Camila parecía tener ese entusiasmo a raudales.

—Vamos a intentarlo de todas formas —dijo Lucía, arremangándose la camiseta—. Quizá no tengamos las mejores herramientas, pero si trabajamos juntas, podemos hacer que este jardín sea hermoso.

Camila sonrió ampliamente y, sin perder tiempo, comenzaron a trabajar. Sacaban las malas hierbas, cavaban pequeños agujeros para plantar flores, y organizaban las piedras para hacer un camino. No era un trabajo fácil. El calor del día hacía que ambas sudaran, y las herramientas no ayudaban mucho. A pesar de todo, Lucía se sentía motivada al ver el esfuerzo de Camila. A menudo, miraba a su alrededor, viendo cómo los otros niños de su clase también trabajaban duro, pero Lucía no podía evitar notar que muchos se quedaban conversando o tomando pausas largas, mientras que Camila nunca se detenía.

Mientras avanzaban con el trabajo, Camila le contó más a Lucía sobre la escuela y su vida en el barrio. Le habló de cómo, a pesar de las dificultades, siempre encontraba formas de disfrutar sus días. Le gustaba jugar con sus amigos y siempre soñaba con mejorar la escuela, aunque no siempre tuviera los recursos para hacerlo.

—A veces las cosas son difíciles aquí, pero no me importa —dijo Camila mientras cortaba unas ramas con las tijeras—. Mi abuela siempre dice que no importa cuánto tengamos, sino lo que hacemos con lo que tenemos. Y eso me hace sentir mejor.

Lucía se quedó pensando en esas palabras mientras quitaba las últimas malezas del jardín. Sabía que Camila tenía razón. Las palabras eran importantes, pero lo que realmente marcaba la diferencia eran las acciones. Y en ese momento, Lucía decidió que no solo iba a ayudar en el jardín ese día. Decidió que haría lo posible para seguir ayudando, más allá de esa visita.

Cuando el sol comenzaba a bajar, el jardín ya lucía mejor. No estaba perfecto, pero se veía un cambio notable. Las flores que habían plantado añadían color, y las piedras formaban un pequeño sendero. Camila miraba su trabajo con orgullo.

—Gracias, Lucía —dijo Camila con una sonrisa cansada—. No habría podido hacerlo sin ti.

Lucía se sintió llena de satisfacción. Había sido un trabajo duro, pero valía la pena. Sin embargo, sabía que ese no era el final. Sabía que había más por hacer, y estaba dispuesta a continuar.

A medida que avanzaba la tarde, Lucía y Camila continuaban trabajando en el jardín, mientras el resto de los compañeros de Lucía pintaban las paredes y organizaban la biblioteca. El ambiente en la escuela “La Esperanza” era vibrante, con risas y sonidos de actividad llenando el aire. Pero, mientras el trabajo físico seguía, algo más importante empezaba a ocurrir. Lucía comenzó a darse cuenta de que no era solo la transformación del jardín o las paredes lo que hacía especial ese día. Era la conexión que estaban formando con los estudiantes de la escuela, y cómo esas conexiones iban mucho más allá de simples palabras.

Cuando Lucía y Camila tomaron un descanso, sentándose bajo la sombra de un árbol, observaron a sus compañeros. Algunos seguían trabajando duro, pero otros, aparentemente cansados, habían comenzado a distraerse. Un grupo de niños de la escuela de Lucía, liderado por Manuel, un chico conocido por ser bromista y siempre querer ser el centro de atención, había dejado de pintar y estaba conversando, sin prestar atención a su tarea.

—Manuel siempre es así —murmuró Andrea, que se había unido al grupo—. Solo habla y nunca termina lo que empieza.

Lucía observó a Manuel, sintiendo una mezcla de frustración y decepción. Sabía que el trabajo que estaban haciendo en la escuela era importante, pero para algunos de sus compañeros, parecía que la visita era más una excusa para pasar el rato que una oportunidad para hacer una diferencia. Manuel había prometido desde el principio que iba a liderar el equipo de pintura, y había hablado de cómo haría que las paredes de la escuela “La Esperanza” se vieran “increíbles”, pero ahora parecía más interesado en contar chistes y hacer comentarios sobre lo difícil que era pintar.

Camila, que observaba la situación en silencio, finalmente habló:

—No importa lo que diga Manuel, lo que cuenta es lo que hace. Y ahora no está haciendo mucho, ¿verdad?

Lucía la miró, sorprendida por la sabiduría de sus palabras. Camila tenía razón. Manuel había hablado mucho al comienzo del día, pero cuando llegó el momento de actuar, sus palabras no se habían traducido en hechos. Lucía pensó en lo que su propia madre le decía a menudo: “Las acciones hablan más fuerte que las palabras”. Ese dicho siempre había estado presente en su mente, pero en ese momento, lo entendió con mayor claridad.

—¿Por qué crees que hace eso? —preguntó Lucía, curiosa por la perspectiva de Camila.

—No lo sé —respondió Camila encogiéndose de hombros—. Tal vez piensa que hablar es suficiente, o tal vez no quiere ensuciarse las manos. A veces, la gente piensa que si dicen algo bonito, ya han hecho su parte. Pero mi abuela siempre dice que lo que realmente cuenta es lo que haces, incluso si nadie te está mirando.

Lucía reflexionó sobre esas palabras. Camila tenía razón, y de alguna manera, Lucía se sintió culpable por haber dejado que Manuel y los demás la desanimaran. Ella misma había trabajado duro en el jardín, pero tal vez podría haber hecho más para motivar a sus compañeros o para asegurarse de que todos estuvieran realmente comprometidos.

Decidida a no dejar que el día se desperdiciara, Lucía se levantó y caminó hacia el grupo que había dejado de pintar. Se acercó a Manuel, quien estaba en medio de contar una historia exagerada sobre cómo casi había ganado un concurso de arte el año anterior, pero fue interrumpido por una “injusticia” del jurado.

—Manuel, ¿qué pasó con el equipo de pintura? —preguntó Lucía, tratando de sonar calmada pero firme.

—Oh, bueno… ya casi lo terminamos —respondió Manuel con una sonrisa, tratando de restarle importancia—. Solo estamos tomando un pequeño descanso.

Lucía miró las paredes a su alrededor. Estaban solo parcialmente pintadas, y las áreas que ya habían cubierto se veían desiguales.

—No parece que esté terminado —dijo Lucía—. Vinimos aquí para ayudar, y no creo que estemos haciendo nuestra parte si solo hablamos y no trabajamos. Las palabras no van a pintar las paredes.

Manuel se rió nerviosamente, pero algunos de los otros chicos comenzaron a levantarse, dándose cuenta de que Lucía tenía razón. Sin embargo, Manuel no parecía convencido. Siempre había sido el líder del grupo y no estaba acostumbrado a que lo desafiaran.

—Bueno, si eres tan buena para hablar, ¿por qué no pintas tú entonces? —dijo Manuel con una sonrisa altanera.

Lucía no se dejó intimidar. En lugar de responder con palabras, simplemente tomó uno de los pinceles y comenzó a pintar las partes de la pared que habían quedado incompletas. A su alrededor, algunos de los otros chicos, avergonzados, también tomaron pinceles y se unieron a ella. Manuel, sin embargo, se cruzó de brazos, observando desde un costado.

Camila, que había estado observando desde lejos, se acercó a Lucía y comenzó a ayudarla también. Poco a poco, otros niños de la escuela “La Esperanza” también se unieron. En cuestión de minutos, el ambiente cambió. Ya no había risas o conversaciones ociosas. Ahora, había un grupo de personas trabajando juntas, cada una enfocada en terminar lo que habían comenzado.

A medida que el tiempo pasaba, Lucía se dio cuenta de algo importante: no siempre eran necesarias las palabras para hacer una diferencia. Las acciones, incluso las más pequeñas, podían inspirar a otros a seguir el ejemplo. Manuel, al ver que todos los demás estaban trabajando mientras él permanecía de brazos cruzados, finalmente se sintió presionado a actuar. Sin decir nada, tomó un pincel y se unió al esfuerzo.

Lucía intercambió una mirada con Camila, quien sonrió con complicidad. Aunque Manuel no había admitido que se había equivocado, su cambio de actitud mostraba que las acciones de Lucía y los demás habían hablado más fuerte que cualquier discusión. No hacía falta decir más. Lo que realmente importaba era que el trabajo se estaba haciendo, y que, al final del día, la escuela “La Esperanza” tendría una pared nueva y un jardín renovado gracias a los esfuerzos de todos.

Lucía se sintió satisfecha. No solo habían trabajado juntos, sino que había aprendido una valiosa lección: a veces, la mejor manera de enseñar algo es a través del ejemplo, no de las palabras.

Cuando el sol comenzó a descender en el horizonte, la escuela “La Esperanza” se veía diferente. Las paredes, ahora cubiertas de una vibrante capa de pintura nueva, brillaban bajo la luz cálida de la tarde. El jardín, aunque no estaba completamente terminado, mostraba un cambio notable: las flores recién plantadas aportaban color, y el camino de piedras daba al lugar una sensación de cuidado. Todo era el resultado del trabajo en equipo y, más importante aún, del esfuerzo sincero que cada uno había puesto en la tarea.

Lucía se detuvo por un momento, mirando a su alrededor con satisfacción. A su lado, Camila también observaba el resultado de su arduo trabajo, y en su rostro había una mezcla de orgullo y alegría. Sabía que lo que habían logrado ese día era más que simplemente embellecer el colegio. Habían compartido una experiencia que cambiaría la forma en que veían el valor de sus acciones.

Los profesores, tanto de la escuela de Lucía como de “La Esperanza”, se acercaron a los grupos para felicitar a los estudiantes. El profesor Sánchez, que había estado observando desde el principio, se dirigió a Lucía con una sonrisa.

—Hiciste un gran trabajo, Lucía —dijo—. No solo ayudaste en el jardín, sino que inspiraste a los demás a seguir tu ejemplo. Eso es lo que significa liderar con acciones y no solo con palabras.

Lucía sintió un calor agradable en su pecho. No había hecho nada extraordinario, pensaba ella. Solo había tomado la iniciativa cuando los demás se habían distraído. Pero al mirar el rostro agradecido de Camila, y al ver a Manuel y sus amigos terminando de limpiar los pinceles y organizar el equipo, comprendió que a veces los pequeños actos pueden tener un impacto mucho mayor del que uno imagina.

—Gracias, profesor —respondió Lucía—. Pero no lo hice sola. Todos aquí pusimos de nuestra parte.

El profesor Sánchez asintió, pero Lucía notó una mirada especial en sus ojos, como si quisiera decirle algo más, pero dejaba que ella misma descubriera el verdadero valor de lo que había hecho.

Mientras los estudiantes comenzaban a guardar las herramientas y recoger sus pertenencias, Manuel se acercó a Lucía. Su habitual aire de superioridad había desaparecido, y en su lugar había una actitud más humilde.

—Oye, Lucía… —comenzó, rascándose la cabeza—. Quería decir que… lo siento por cómo me comporté antes. Tenías razón. No estaba ayudando mucho, solo hablaba y no hacía nada. Pero cuando vi que todos estaban trabajando, me di cuenta de que debía haber estado haciendo lo mismo desde el principio.

Lucía se sorprendió por la disculpa. Manuel no era alguien que soliera admitir sus errores, pero allí estaba, sinceramente arrepentido.

—Está bien, Manuel —respondió ella con una sonrisa—. Lo importante es que al final todos trabajamos juntos. Eso es lo que cuenta.

Manuel asintió, y por primera vez en mucho tiempo, Lucía sintió que su amistad con él había dado un paso importante hacia la madurez. No era solo cuestión de ser el más popular o decir las cosas correctas; lo que realmente importaba era lo que hacían, lo que estaban dispuestos a aportar, sin necesidad de buscar reconocimiento.

Mientras los últimos rayos del sol se deslizaban por el cielo, los niños de la escuela “La Esperanza” se reunieron para despedirse de los visitantes. Camila, con las mejillas sonrosadas de cansancio y emoción, corrió hacia Lucía.

—Gracias por todo, Lucía. Hiciste que este día fuera especial para todos nosotros. Nunca olvidaré lo que hiciste por el jardín. Mi abuela estará tan feliz cuando lo vea.

Lucía se agachó para estar a la altura de Camila y le dio un fuerte abrazo.

—Fue un placer trabajar contigo, Camila. Eres muy trabajadora y tienes grandes ideas. Estoy segura de que, con el tiempo, este jardín será aún más hermoso.

Camila sonrió con timidez, pero en sus ojos brillaba una chispa de determinación. Aunque el jardín aún tenía mucho por hacer, Lucía sabía que Camila lo cuidaría con cariño. Y de alguna manera, sentía que ella misma también había dejado una pequeña parte de su corazón en ese rincón de la escuela.

Al despedirse de todos y subir al autobús para regresar a su colegio, Lucía miró por la ventana mientras la escuela “La Esperanza” se alejaba en la distancia. En su mente, repasó los eventos del día. Habían llegado con la intención de ayudar, pero ella sentía que los verdaderos beneficiados habían sido ellos. Aprendió que las palabras, aunque importantes, no valen tanto si no van acompañadas de acciones. Y que, en los momentos en los que parecía que nadie más estaba haciendo su parte, siempre había una oportunidad de liderar con el ejemplo.

Mientras el autobús avanzaba por las calles y el cielo se teñía de tonos anaranjados, Andrea, que se había sentado junto a Lucía, rompió el silencio.

—Hoy fue un buen día, ¿no crees? —dijo Andrea, mirando por la ventana—. Al principio no sabía qué esperar, pero siento que hicimos algo importante.

Lucía asintió, sintiéndose en paz.

—Sí —respondió—. Y lo mejor de todo es que no se trataba solo de lo que decíamos. Se trataba de lo que hacíamos.

Andrea sonrió, entendiendo perfectamente lo que su amiga quería decir.

De regreso en su propia escuela, Lucía sabía que esta experiencia la había marcado. Las palabras eran necesarias para comunicarse, pero eran las acciones las que verdaderamente definían quiénes somos y qué podemos lograr. Había aprendido que no hacía falta ser el más ruidoso o el más popular para liderar. A veces, los líderes eran aquellos que, en silencio, tomaban la iniciativa y trabajaban sin esperar aplausos.

Y ese era el tipo de persona que Lucía quería ser.

moraleja Las acciones hablan más fuerte que las palabras.

Y colorín colorín, este cuento llegó a su fin. bueno mis amables oyentes. ¡NOS VEMOS MAÑANA! CON UN NUEVO CUENTO CON MORALEJA.

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