Rodrigo y Ximena estaban emocionados. Desde hacía semanas, su clase de ciencias había estado hablando sobre la visita a la granja que harían con la escuela, y finalmente el día había llegado. Los dos amigos, junto con sus compañeros, subieron al autobús que los llevaría al campo. Para muchos de ellos, esta sería la primera vez que saldrían de la ciudad y podrían ver cómo funcionaba una granja de verdad.
—¡No puedo esperar a ver los animales! —dijo Rodrigo mientras se acomodaba en su asiento junto a la ventana—. He oído que tienen caballos, vacas y hasta gallinas.
Ximena sonrió, aunque lo que más le emocionaba era poder respirar aire fresco y estar rodeada de naturaleza. La ciudad donde vivían era bulliciosa, siempre llena de autos, edificios altos y personas apuradas que corrían de un lugar a otro. A veces, a Ximena le costaba encontrar un momento para relajarse y disfrutar de las cosas simples.
El autobús atravesaba el tráfico de la ciudad y, poco a poco, los rascacielos y avenidas empezaron a desaparecer, dando paso a paisajes más verdes. Los edificios fueron reemplazados por árboles altos, campos abiertos y colinas que se extendían hacia el horizonte.
—Mira eso —dijo Ximena, señalando por la ventana—. ¡Es tan diferente aquí afuera!
Rodrigo asintió con entusiasmo. Nunca había visto tanto espacio abierto en su vida. Los prados verdes parecían interminables, y el cielo era de un azul más brillante que el que estaban acostumbrados a ver entre los edificios de la ciudad. No había ruido de autos ni de bocinas, solo el suave susurro del viento y, de vez en cuando, el canto de algún pájaro.
Después de casi una hora de viaje, el autobús finalmente llegó a la granja. Los estudiantes comenzaron a bajar uno a uno, y Rodrigo fue uno de los primeros en correr hacia la entrada, impaciente por ver todo lo que les habían prometido. Los recibió don Esteban, el granjero encargado de mostrarles el lugar. Era un hombre mayor, con la piel curtida por el sol y una sonrisa amable.
—Bienvenidos a la granja “El Refugio” —les dijo, mientras los estudiantes se reunían alrededor de él—. Aquí, en el campo, aprendemos a apreciar cada pequeño detalle. No solo trabajamos con animales y plantas, sino que también aprendemos a vivir en armonía con la naturaleza. Espero que hoy puedan ver lo importante que es cuidar de todo lo que nos rodea.
Rodrigo y Ximena escuchaban atentamente mientras don Esteban comenzaba la primera parte del recorrido. Lo primero que visitaron fue el establo, donde un grupo de vacas pastaba tranquilamente. Don Esteban les explicó que esas vacas eran fundamentales para la producción de leche y que cada día era un proceso arduo el ordeñarlas y asegurarse de que estuvieran bien alimentadas.
—¿Eso es todo? —preguntó Rodrigo, un poco decepcionado—. Pensé que sería más emocionante.
Ximena lo miró con una sonrisa. Ella, en cambio, estaba fascinada por cómo todo en la granja parecía tener su lugar. Cada animal, cada planta, cada herramienta tenía una función específica.
—A veces lo más importante no es lo más emocionante, Rodrigo —le dijo Ximena—. Fíjate bien. Esta granja funciona porque todos aquí hacen su parte. Eso es lo que me parece asombroso.
Rodrigo se encogió de hombros, aunque sabía que su amiga tenía razón. A veces, se apresuraba tanto en buscar lo espectacular, que olvidaba apreciar las pequeñas cosas. Sin embargo, no podía evitar pensar que lo mejor estaba por venir.
La siguiente parada fue el gallinero. Los estudiantes rodearon el lugar mientras don Esteban les explicaba cómo las gallinas ponían huevos diariamente y la importancia de darles un espacio adecuado para vivir. Algunas de las niñas más valientes entraron al gallinero para recoger algunos huevos frescos, mientras los demás observaban desde fuera.
—¿Quieres intentarlo? —le preguntó Ximena a Rodrigo.
—Ni loco —respondió él, con una risa nerviosa—. No quiero que una gallina me pique.
Ximena rodó los ojos, pero decidió que no valía la pena insistir. Mientras tanto, algunos de sus compañeros estaban más que dispuestos a interactuar con los animales. Algunos incluso acariciaban a las cabras que se paseaban cerca del corral.
La visita continuó, y llegaron a un pequeño huerto donde crecían zanahorias, tomates y otras hortalizas. Don Esteban les habló sobre la importancia de cuidar la tierra y cómo los productos de la granja no solo se utilizaban para alimentar a las familias locales, sino que también ayudaban a reducir la necesidad de importar alimentos desde lugares lejanos.
—Todo aquí es parte de un ciclo —explicó el granjero—. Lo que cultivamos nos alimenta, y lo que desechamos regresa a la tierra para hacerla más fértil. Si aprendemos a cuidar la tierra, la tierra nos cuidará a nosotros.
Rodrigo, que hasta ese momento había estado algo distraído, comenzó a interesarse. Ver cómo el esfuerzo diario de las personas en la granja tenía un impacto tangible en sus vidas lo hizo reflexionar. Don Esteban hablaba con tanta pasión sobre la naturaleza que Rodrigo no pudo evitar sentirse inspirado.
—Es increíble cómo todo tiene un propósito aquí —dijo Ximena, observando los tomates maduros colgando de las plantas—. No hay nada que se desperdicie.
—Supongo que tienes razón —admitió Rodrigo—. Nunca había pensado en cómo todo lo que damos por sentado en la ciudad empieza en un lugar como este.
La última parada del recorrido fue un pequeño lago artificial donde se almacenaba el agua para regar los cultivos. Don Esteban les explicó la importancia de conservar el agua y cómo, en el campo, cada gota contaba. Mientras los estudiantes observaban el lago, un suave viento hizo que las hojas de los árboles cercanos susurraran.
—La naturaleza es más sabia de lo que creemos —dijo don Esteban, con una sonrisa—. A veces, en lugar de correr y esperar siempre lo grande, debemos detenernos a observar y apreciar lo pequeño. Esas son las cosas que realmente hacen la vida valiosa.
Rodrigo se quedó en silencio, mirando el agua y pensando en las palabras de don Esteban. Tal vez, lo que realmente importaba no eran las cosas espectaculares que él esperaba ver, sino esas pequeñas maravillas que, en su prisa diaria, a menudo pasaban desapercibidas.
El día en la granja continuaba, y mientras más tiempo pasaban allí, más empezaban a cambiar las percepciones de Rodrigo y Ximena. Habían llegado esperando aventuras emocionantes y momentos llenos de adrenalina, pero lo que estaban descubriendo era algo mucho más sutil, algo que resonaba profundamente en cada uno de ellos.
Después de la visita al lago, don Esteban les propuso una actividad que los animó a colaborar. Dividió al grupo en pequeños equipos y les asignó tareas típicas de la granja. Algunos tendrían que recoger heno para los animales, otros ayudarían a cosechar algunas hortalizas, y algunos más, como Rodrigo y Ximena, debían ocuparse de limpiar los corrales y asegurarse de que las cabras estuvieran alimentadas.
Rodrigo frunció el ceño. Limpiar corrales no era precisamente la gran aventura que tenía en mente. Mientras se ponían guantes y tomaban las herramientas necesarias, suspiró profundamente.
—Esto va a ser un desastre —murmuró Rodrigo mientras Ximena reía a su lado.
—¿Qué pasa? —preguntó ella—. Pensé que querías un poco de emoción. ¿No te parece interesante ver cómo se cuidan los animales?
Rodrigo la miró, todavía algo escéptico. Por alguna razón, le costaba ver la belleza en recoger estiércol o alimentar a las cabras que lo miraban curiosamente desde el corral.
—No es que no me interese —dijo Rodrigo, encogiéndose de hombros—. Es solo que… esperaba algo más… no sé, más grande. ¿Limpiar corrales? Parece tan aburrido.
Ximena se detuvo un momento y lo observó.
—A veces, las cosas que parecen pequeñas son las que más importan —respondió, recordando lo que don Esteban les había dicho antes—. Si nadie hiciera estas tareas, ¿qué pasaría con los animales? ¿Y si nadie cuidara de la granja? A veces olvidamos que lo pequeño es fundamental.
Rodrigo no pudo evitar sentirse un poco avergonzado. Sabía que Ximena tenía razón, pero aun así, le resultaba difícil cambiar su mentalidad. Sin embargo, con cada paso que daba hacia el corral, algo dentro de él comenzaba a cambiar.
Mientras trabajaban en la limpieza, don Esteban se acercó para ver cómo les iba.
—Veo que están haciendo un gran trabajo —comentó, sonriendo—. ¿Sabían que mantener estos corrales limpios es esencial para la salud de los animales? Si no se hace con cuidado, las cabras podrían enfermarse.
Rodrigo levantó la vista, sorprendido. No había pensado en el impacto que su tarea podría tener. Para él, había sido solo una molestia más en el día, pero al escuchar a don Esteban, comenzó a darse cuenta de que lo que estaba haciendo, aunque no fuera emocionante, era muy importante.
—Nunca lo pensé así —admitió Rodrigo—. Supongo que las pequeñas cosas sí son importantes.
Don Esteban asintió con una mirada comprensiva.
—La vida en el campo nos enseña muchas lecciones —dijo—. Una de las más importantes es que todo lo que hacemos, por pequeño que parezca, tiene un impacto en el mundo que nos rodea. Aprender a apreciar esas pequeñas acciones es fundamental para vivir en armonía con la naturaleza.
Mientras don Esteban se alejaba para revisar a otro grupo de estudiantes, Rodrigo sintió un cambio en su actitud. De repente, limpiar el corral ya no parecía tan malo. De hecho, se dio cuenta de que cada cubeta de agua que vaciaba, cada puñado de heno que recogía, era parte de algo más grande. Estaba contribuyendo al bienestar de los animales, y aunque no era la gran aventura que había imaginado, se sentía bien.
Ximena, quien había observado el cambio en su amigo, sonrió. Siempre había sido más observadora y reflexiva que Rodrigo, y ver cómo su amigo comenzaba a entender las cosas desde su perspectiva la hacía sentir orgullosa.
Una vez que terminaron con el corral, se unieron a los demás estudiantes que también habían terminado sus tareas. Algunos recogían cestas llenas de zanahorias y tomates, mientras que otros cargaban baldes de agua para llevar al huerto.
Don Esteban los reunió a todos bajo un gran árbol, donde había preparado un pequeño picnic con frutas frescas, jugos y pan casero. El aire olía a tierra húmeda y flores, y el suave viento les acariciaba el rostro mientras se sentaban en círculo.
—Hoy han trabajado muy bien —les dijo el granjero—. Todos ustedes han hecho algo importante, aunque no lo parezca. Han visto cómo las pequeñas tareas se combinan para formar una gran red de vida aquí en la granja. Espero que, al regresar a la ciudad, puedan llevarse esa lección con ustedes.
Los estudiantes comieron en silencio, pensando en las palabras de don Esteban. Rodrigo miró a su alrededor, viendo cómo sus compañeros reían y compartían historias mientras disfrutaban de la comida. Sentía que, de alguna manera, todos estaban más conectados después de un día en el campo. Habían aprendido a trabajar juntos y a valorar cosas que antes daban por sentadas.
—Oye, Ximena —dijo Rodrigo, rompiendo el silencio—. Tal vez tenías razón después de todo.
Ximena levantó una ceja, divertida.
—¿Sobre qué? —preguntó.
—Sobre las pequeñas cosas —respondió él—. Siempre busco lo grande y espectacular, pero tal vez, lo que realmente importa está en lo que solemos pasar por alto. Hoy me di cuenta de que incluso limpiar corrales puede ser algo valioso si lo piensas bien.
Ximena sonrió, satisfecha de que su amigo comenzara a ver las cosas de otra manera.
—Te lo dije —dijo con una sonrisa—. A veces, lo que parece insignificante es lo que más nos enseña.
Rodrigo asintió, dándose cuenta de que había aprendido una gran lección ese día. No todo en la vida tenía que ser emocionante o grandioso para ser significativo. A veces, las lecciones más valiosas venían de las cosas más simples.
El grupo de estudiantes terminó su comida, y poco a poco, comenzaron a levantarse para continuar con el recorrido por la granja. Rodrigo y Ximena, ahora más conectados con su entorno, caminaron juntos hacia el siguiente destino, sabiendo que ese día no solo habían visitado una granja, sino que también habían descubierto una nueva forma de ver el mundo.
El sol comenzaba a descender en el horizonte, pintando el cielo con tonos anaranjados y dorados mientras la visita a la granja llegaba a su fin. Rodrigo y Ximena, junto con sus compañeros, estaban ahora reunidos alrededor de don Esteban, quien les había prometido una última sorpresa antes de que partieran de regreso a la ciudad.
—Antes de que se vayan, quiero que experimenten una de las cosas más mágicas de vivir en el campo —dijo don Esteban, con una sonrisa misteriosa—. Algo que solo aquellos que saben apreciar los pequeños detalles pueden realmente entender.
Los estudiantes se miraron entre ellos, algo intrigados. ¿Qué podría ser tan especial como para cerrar el día?
—Vamos al claro, justo detrás de ese bosquecillo —dijo el granjero señalando un pequeño grupo de árboles—. Es allí donde podrán ver la magia.
Rodrigo y Ximena, llenos de curiosidad, siguieron a don Esteban y al resto del grupo hacia el claro. A medida que se adentraban entre los árboles, el bullicio del día comenzaba a desvanecerse, y el silencio del bosque les envolvía. Se podía oír el susurro del viento entre las hojas y el crujir de las ramas bajo sus pies.
Al llegar al claro, don Esteban se detuvo y les pidió que se sentaran en círculo.
—Ahora, solo esperen —les dijo, mientras él mismo tomaba asiento en el centro del círculo.
El grupo se quedó en silencio, y por unos minutos, no ocurrió nada. Rodrigo, impaciente, se inclinó hacia Ximena y susurró:
—¿Qué es lo que estamos esperando exactamente?
Ximena, que había aprendido a confiar en las sorpresas del campo, simplemente sonrió y le hizo un gesto para que esperara.
De repente, algo increíble comenzó a suceder. Una pequeña luz apareció entre los árboles, luego otra, y otra más. Pronto, todo el claro se llenó de pequeñas luces titilantes que se movían en el aire como si estuvieran danzando. Eran luciérnagas, cientos de ellas, iluminando la noche con su brillo suave y mágico.
Los estudiantes se quedaron maravillados. Rodrigo, que siempre había vivido en la ciudad, nunca había visto algo así. Las luces titilantes parecían llenar el espacio de una calma y belleza indescriptible.
—Esto es lo que quería que vieran —dijo don Esteban con voz tranquila—. Las luciérnagas solo aparecen en lugares donde la naturaleza es cuidada, donde las pequeñas cosas, como mantener el suelo limpio y cuidar a los animales, son valoradas. Este es el regalo que nos da la naturaleza cuando la respetamos.
Rodrigo observó a las luciérnagas, sintiendo una conexión profunda con todo lo que había vivido ese día. Finalmente, entendió lo que don Esteban, y también Ximena, habían tratado de decirle todo el tiempo. Las pequeñas cosas realmente importaban, no solo en la granja, sino en la vida misma.
Al regresar al autobús, que los llevaría de vuelta a la ciudad, Rodrigo no podía dejar de pensar en la lección que había aprendido. Se sentó junto a Ximena y miró por la ventana mientras el paisaje del campo se alejaba lentamente.
—¿Sabes? —dijo Rodrigo, rompiendo el silencio—. Creo que este ha sido uno de los días más importantes de mi vida.
Ximena lo miró con una mezcla de sorpresa y satisfacción.
—¿De verdad? ¿Por qué lo dices?
Rodrigo suspiró, como si estuviera acomodando sus pensamientos.
—Siempre pensé que lo que importaba eran las cosas grandes, las aventuras emocionantes y los momentos espectaculares. Pero hoy me di cuenta de que esas pequeñas cosas que parecen insignificantes son las que realmente dan sentido a todo. Cuidar de los animales, recoger heno, limpiar los corrales… hasta ver las luciérnagas. Todo tiene su lugar, su valor.
Ximena asintió, comprendiendo perfectamente lo que su amigo intentaba expresar.
—Me alegra que lo veas así —dijo ella con una sonrisa—. A veces, lo que parece más pequeño es lo que más nos cambia.
Rodrigo se recostó en su asiento, sintiendo una paz interior que no había experimentado antes. El día había sido una aventura, pero no de la forma en que él lo había imaginado. En lugar de emoción desenfrenada, había encontrado una lección valiosa en los detalles sencillos y en la belleza del trabajo en equipo y el respeto por la naturaleza.
Cuando finalmente llegaron a la ciudad, la rutina urbana comenzó a rodearlos de nuevo: las calles llenas de autos, los edificios altos, el ruido constante. Pero, por alguna razón, Rodrigo veía todo eso de manera diferente. Apreciaba el orden y el caos, las luces brillantes y los sonidos de la ciudad, porque entendía que incluso allí, entre todo lo grande y bullicioso, había pequeños momentos que valían la pena observar.
Al bajarse del autobús, don Esteban les despidió con una sonrisa y un último consejo:
—Recuerden, chicos, no se trata solo de lo que hacen en la granja. Esta lección es para su vida entera. Valoren las pequeñas cosas, porque ellas son las que realmente cuentan.
Rodrigo se quedó pensando en esas palabras mientras caminaba hacia su casa, con una nueva visión del mundo que lo rodeaba. Ahora sabía que, sin importar dónde estuviera o qué estuviera haciendo, siempre había algo pequeño que merecía ser apreciado.
Al día siguiente, cuando se encontró de nuevo con Ximena en la escuela, le sonrió y dijo:
—¿Sabes? Creo que necesito salir más al campo.
Ximena rió.
—Tal vez solo necesites empezar a ver las luciérnagas en tu vida diaria.
Rodrigo asintió, sabiendo que ella tenía razón.
moraleja Disfruta y aprecia las pequeñas cosas de la vida.
Y colorín colorín, este cuento llegó a su fin. bueno mis amables oyentes. ¡NOS VEMOS MAÑANA! CON UN NUEVO CUENTO CON MORALEJA.
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