El nuevo ciclo escolar en la Escuela Primaria Arcoíris estaba por comenzar, y todos los estudiantes estaban emocionados por ver a sus amigos, conocer a sus nuevos maestros y descubrir lo que el año les traería. Como cada año, algunos alumnos llegaban por primera vez a la escuela, y eso siempre traía un aire de misterio y emoción.
Sara, una niña curiosa y alegre de nueve años, no podía esperar para conocer a sus nuevos compañeros de clase. Le encantaba el inicio del año escolar, no solo por las clases, sino porque siempre había la oportunidad de hacer nuevos amigos. Aquel año, sin embargo, había algo que la intrigaba aún más. Desde hacía unos días, había escuchado rumores de que un nuevo compañero iba a llegar a su clase, alguien que venía de otro país y que hablaba un idioma diferente.
—¿Te imaginas cómo será? —le dijo a su amiga Sofía mientras caminaban juntas hacia la escuela—. ¡Debe ser emocionante venir de otro país!
—Sí, pero también puede ser difícil —respondió Sofía—. ¿Y si no entiende bien el idioma? ¿Crees que podremos hablar con él?
Sara pensó en eso por un momento. A ella le gustaba conocer personas nuevas, pero nunca había conocido a alguien que hablara un idioma diferente.
—Tendremos que ser pacientes y ayudarle —dijo Sara con una sonrisa—. Seguro que haremos que se sienta bienvenido.
Al llegar al salón, las dos amigas se sentaron juntas, esperando con curiosidad que el maestro presentara al nuevo estudiante. Después de unos minutos, el profesor Ramírez entró en el aula acompañado por un niño que parecía un poco nervioso. Era alto, con el cabello oscuro y ojos grandes y curiosos. El profesor hizo una pausa para presentarlo.
—Buenos días, clase. Hoy tenemos un nuevo compañero. Él se llama Amir y viene de un país llamado Siria. Como saben, el español no es su primer idioma, así que tendremos que ayudarlo a sentirse cómodo mientras aprende.
Amir saludó tímidamente a la clase con un pequeño gesto de la mano. Algunos niños lo miraban con curiosidad, mientras que otros cuchicheaban entre ellos. Sara notó que Amir se veía nervioso y decidió que quería hacerle sentir bienvenido.
—Hola, Amir —dijo Sara con una sonrisa cuando el profesor lo sentó cerca de ella y Sofía—. Yo soy Sara, y esta es mi amiga Sofía. Si necesitas ayuda, puedes preguntarnos lo que quieras.
Amir sonrió ligeramente, pero no dijo nada. Sara entendió que quizás le costaba trabajo expresarse, así que no insistió. Sabía que, a veces, lo mejor era ser paciente y esperar a que la otra persona se sintiera más cómoda.
Durante el recreo, mientras los niños jugaban al fútbol y otros se reunían en pequeños grupos para conversar, Sara notó que Amir estaba solo, sentado en una banca, observando en silencio a los demás. A pesar de estar rodeado de niños, parecía estar en un mundo aparte. Sara se acercó con cuidado.
—¿Te gusta el fútbol? —le preguntó con una sonrisa.
Amir la miró y luego asintió, señalando la pelota con la mirada, pero no dijo nada. Sara supuso que tal vez no sabía cómo unirse al juego.
—Ven, te presentaré a los demás —dijo Sara, tomándolo suavemente del brazo y llevándolo hacia el grupo de niños que jugaban.
Cuando llegaron, algunos de los niños lo miraron de manera extraña.
—Él es Amir —dijo Sara—. Viene de Siria y le gusta el fútbol. ¿Podemos incluirlo en el equipo?
Un par de niños fruncieron el ceño, como si no estuvieran seguros de qué hacer.
—Pero… ¿y si no sabe jugar bien? —preguntó uno de ellos.
Sara se sintió un poco frustrada por la actitud de algunos de sus compañeros, pero se mantuvo firme.
—No importa. Todos podemos aprender. ¡El fútbol es para divertirnos! —dijo, animada—. Además, ¿quién sabe? Tal vez sea mejor que todos nosotros.
Amir miró a Sara, y por primera vez desde que había llegado, sonrió con más confianza. Se unió al juego, y aunque al principio parecía un poco inseguro, poco a poco empezó a participar. Aunque no hablaba mucho, su habilidad con el balón hablaba por él. Con cada jugada, Amir demostraba que podía ser un gran jugador, y los niños comenzaron a respetarlo por su talento.
Al final del recreo, los otros niños ya no lo miraban con recelo, sino con admiración. No solo había jugado bien, sino que también había mostrado que, aunque fuera diferente, podía ser uno más en el equipo.
Con el paso de los días, Amir empezó a integrarse más a las actividades de la clase, aunque todavía hablaba poco y, en ocasiones, se le veía solo. A Sara le preocupaba que, aunque Amir había demostrado ser muy bueno jugando al fútbol, aún no se sintiera completamente parte del grupo.
Un día, durante una actividad en clase, el profesor Ramírez pidió a los estudiantes que trabajaran en parejas para realizar un proyecto sobre diferentes culturas del mundo. Sara no lo pensó dos veces y rápidamente levantó la mano.
—¡Yo quiero trabajar con Amir! —dijo emocionada.
El profesor asintió, complacido con la disposición de Sara, y le pidió a Amir que se sentara junto a ella. Mientras organizaban el proyecto, Sara trató de hablar con él.
—Vamos a hacer un trabajo sobre nuestras culturas —explicó Sara, mostrando su cuaderno—. ¿Me contarías algo sobre tu país, Siria?
Amir la miró con un poco de timidez, pero después de unos segundos, asintió lentamente. Sacó su cuaderno y comenzó a escribir algunas palabras en árabe, su idioma natal. Sara observó con fascinación los caracteres que Amir trazaba en el papel. No los entendía, pero le parecían hermosos y llenos de historia.
—Eso es árabe, ¿verdad? —preguntó Sara—. ¡Es increíble! Yo no sé escribir en otro idioma.
Amir sonrió, pero se quedó en silencio. Sara, siempre curiosa, decidió mostrarle algo de su propia cultura. Sacó una foto que tenía guardada en su mochila, una foto familiar donde aparecían ella y sus padres en la celebración de la Navidad del año anterior.
—Esta es mi familia. En mi casa celebramos la Navidad y siempre preparamos comida especial, como tamales. Es mi festividad favorita del año.
Amir observó la foto y, tras un instante, sacó algo de su mochila. Era una pequeña fotografía de su familia en lo que parecía ser una celebración importante. La foto mostraba a sus padres y a dos hermanos pequeños, todos vestidos con trajes tradicionales.
—Eid —dijo Amir en voz baja.
Sara frunció el ceño, sin entender del todo.
—¿Eid? —preguntó con curiosidad.
Amir asintió y, tras un momento, explicó con palabras sencillas.
—Eid es… fiesta. Es una gran celebración en mi país, después de Ramadán.
Sara nunca había oído hablar de Eid ni de Ramadán, pero estaba fascinada.
—¡Qué interesante! No sabía nada sobre eso. ¿Y qué hacen en Eid?
Con el apoyo de algunos gestos y las pocas palabras que podía usar, Amir trató de explicarle a Sara cómo su familia celebraba Eid, con reuniones familiares, comida especial y momentos de oración. A medida que Amir hablaba, Sara se dio cuenta de lo poco que sabía sobre otras culturas, pero también se dio cuenta de cuánto podía aprender si estaba dispuesta a escuchar y aceptar las diferencias.
A lo largo de la semana, mientras continuaban trabajando en su proyecto, Sara y Amir fueron encontrando formas de comunicarse, a veces con palabras, a veces con gestos, y a veces simplemente compartiendo cosas que eran importantes para ellos. Sara mostró a Amir algunas palabras en español que él no conocía, y Amir, a su vez, le enseñó a escribir algunas frases básicas en árabe. Era un intercambio cultural que enriquecía a ambos.
Sin embargo, no todos los niños de la clase mostraban la misma disposición para entender a Amir. Algunos compañeros de clase, que no conocían mucho sobre su cultura, empezaron a hacer comentarios entre ellos.
—¿Por qué siempre está tan callado? —preguntó uno de los niños un día durante el recreo.
—Es que no entiende nada de lo que decimos —respondió otro, entre risas—. Y además, viene de un lugar raro.
Sara, que había oído esos comentarios, sintió cómo algo en su interior se revolvía. No entendía por qué algunos niños podían ser tan poco considerados. Decidida, se acercó a ellos con firmeza.
—No es un lugar raro —dijo Sara, con voz clara—. Siria es solo diferente, igual que nosotros somos diferentes para él. Y Amir está aprendiendo. Todos aprendemos cosas nuevas todo el tiempo.
Los otros niños se quedaron en silencio por un momento, sorprendidos por la respuesta de Sara. Ella, sin embargo, no se detuvo ahí.
—Además, Amir es muy bueno jugando al fútbol y sabe muchas cosas sobre su país. Si se tomaran un minuto para conocerlo, lo verían.
Los niños no sabían qué decir. Sara había dejado claro que las diferencias no eran algo malo, sino algo que hacía a cada persona única. Y, al ver lo segura que estaba de lo que decía, algunos de ellos comenzaron a mirarlo de manera diferente.
Esa tarde, mientras los niños jugaban al fútbol en el recreo, Sara se dio cuenta de algo importante: aceptar a los demás tal y como son no solo significaba ser amable, sino también estar dispuesto a aprender de las diferencias y defender lo que es correcto, incluso cuando otros no lo ven de la misma manera.
Al día siguiente, algo cambió en el ambiente de la clase. Los niños que antes miraban a Amir con curiosidad o desconcierto ahora se mostraban más abiertos y dispuestos a conocerlo mejor. Todo gracias a las palabras de Sara, quien les había recordado que lo diferente no es malo, sino algo que nos enriquece.
Durante la clase de ciencias, el profesor Ramírez pidió a los estudiantes que formaran grupos para realizar un pequeño experimento sobre plantas. Esta vez, no fue Sara quien se acercó a Amir primero. Uno de los niños que había hecho comentarios negativos el día anterior, Tomás, levantó la mano y le preguntó con una sonrisa:
—Amir, ¿quieres estar en nuestro grupo?
Amir lo miró, sorprendido. Al principio, parecía dudar, pero la sonrisa de Tomás lo tranquilizó. Lentamente, asintió con la cabeza y se acercó a la mesa del grupo. Sara observaba desde su asiento, feliz de que sus compañeros de clase finalmente estuvieran comenzando a abrirse.
Mientras realizaban el experimento, Amir, con gestos y palabras cortas, intentó ayudar en lo que podía. Aunque aún no hablaba mucho español, su esfuerzo por colaborar era evidente, y los demás niños empezaron a darse cuenta de que, aunque Amir no fuera como ellos, tenía muchas cosas valiosas que ofrecer.
—¿Sabías que en mi país las plantas que más cultivamos son las olivas? —dijo Amir en un español titubeante, mientras señalaba una imagen en el libro de ciencias.
Los demás niños lo miraron, impresionados.
—¡Qué interesante! —dijo Tomás—. Yo no sabía eso. ¡Deberíamos ponerlo en nuestro trabajo!
A lo largo de la clase, Amir se integró más y más, y los demás niños comenzaron a hacerle preguntas sobre Siria, sus costumbres y su idioma. Poco a poco, Amir fue encontrando su lugar en la clase, no solo como “el nuevo”, sino como alguien que aportaba nuevas ideas y conocimientos. Sara sonreía para sí misma al ver que su compañero ya no estaba solo.
Durante el recreo, el cambio fue aún más evidente. Esta vez, no fue necesario que Sara o Sofía invitaran a Amir a jugar al fútbol. Fueron varios de los otros niños quienes lo llamaron para que se uniera al juego, como si fuera uno más del grupo. Amir, que al principio había sido reservado y tímido, comenzó a jugar con más confianza, incluso riendo y celebrando los goles junto a sus compañeros.
Sara, mientras jugaba, se dio cuenta de algo importante. Todos los niños en la escuela eran diferentes entre sí, pero esas diferencias no los hacían menos valiosos. Al contrario, las diferencias los hacían más fuertes, y aceptarlas era lo que les permitía aprender unos de otros y crecer como grupo.
Al final del día, cuando sonó la campana para irse a casa, Amir se acercó a Sara y le dijo, en su español entrecortado pero lleno de gratitud:
—Gracias… por ayudarme… ser parte del grupo.
Sara sonrió y asintió, sintiéndose orgullosa de haber hecho lo correcto.
—De nada, Amir. Estoy feliz de que estés aquí con nosotros.
Camino a casa, Sara reflexionaba sobre lo que había aprendido en esos días. Había descubierto que aceptar a los demás tal y como son no solo les hacía un bien a los demás, sino también a uno mismo. Gracias a Amir, había conocido una nueva cultura, nuevas costumbres y hasta palabras en otro idioma. Y, lo más importante, había ganado un nuevo amigo.
Sabía que algunos niños aún tendrían que aprender a aceptar a los demás sin prejuicios, pero estaba segura de que, con el tiempo, todos entenderían lo que ella había aprendido: que la verdadera riqueza está en aceptar y celebrar las diferencias que cada uno trae consigo.
Al día siguiente, Sara entró a la escuela con una sonrisa en el rostro. Sabía que, sin importar de dónde viniera una persona o cuán diferente pudiera parecer, siempre había un lugar para la amistad, el respeto y la aceptación. Y con esas tres cosas, cualquier grupo, sin importar cuán diverso fuera, podría unirse y crear algo maravilloso.
moraleja Acepta a los demás tal y como son.
Y colorín colorín, este cuento llego a su fin. bueno mis amables oyentes. ¡NOS VEMOS MAÑANA! CON UN NUEVO CUENTO CON MORALEJA.
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