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En la Pradera de los Susurros, donde el viento cantaba suaves melodías y las flores danzaban al ritmo de la brisa, vivía una pequeña ardilla llamada Saray. Saray era conocida por su alegre y traviesa naturaleza, siempre saltando de un árbol a otro, explorando cada rincón de la pradera. Su mejor amiga, una conejita blanca y esponjosa llamada Sammy, la acompañaba en todas sus aventuras. Juntas, eran inseparables, siempre encontrando algo nuevo y emocionante que hacer.

Un día, mientras Saray y Sammy jugaban al escondite cerca del gran roble viejo, se encontraron con una pequeña tortuga llamada Lola. Lola era nueva en la pradera y se movía lentamente, observando todo con sus grandes ojos curiosos. Saray y Sammy la saludaron con entusiasmo, felices de hacer una nueva amiga.

—¡Hola, Lola! —exclamó Saray, dando un salto frente a ella—. ¿Quieres jugar con nosotras?

Lola sonrió tímidamente y asintió con la cabeza. A pesar de su lentitud, estaba emocionada de tener amigas nuevas.

—¡Claro! ¿Qué están jugando? —preguntó Lola con una voz suave.

—Estamos jugando al escondite —respondió Sammy—. Pero podemos jugar a otra cosa si prefieres.

Lola pensó por un momento y luego dijo:

—Me gusta el escondite, pero soy un poco lenta. No quiero arruinar su juego.

Saray y Sammy intercambiaron miradas cómplices y aseguraron a Lola que no importaba. Lo que importaba era divertirse juntas. Así que, las tres comenzaron a jugar, riendo y disfrutando de la compañía mutua.

Mientras jugaban, un grupo de aves coloridas se posó cerca, observando con interés. Entre ellas, una pequeña pajarita llamada Pía se unió al juego, su plumaje brillando bajo el sol. Pía era conocida por su habilidad para encontrar los mejores escondites en los árboles y arbustos.

—¡Qué divertido es tener más amigos! —exclamó Saray, feliz de ver a su grupo crecer.

Las horas pasaron rápidamente y pronto llegó la tarde. Las amigas decidieron sentarse bajo el gran roble para descansar y compartir historias. Mientras charlaban, notaron una nube oscura que se acercaba. Parecía una tormenta.

—Será mejor que nos refugiemos en algún lugar —sugirió Pía, mirando el cielo preocupado.

Las amigas asintieron y comenzaron a buscar un lugar seguro para protegerse de la lluvia que se avecinaba. Encontraron una cueva pequeña y acogedora cerca del arroyo y se acurrucaron dentro, sintiéndose seguras y cálidas.

Mientras esperaban a que pasara la tormenta, comenzaron a contar historias para pasar el tiempo. Saray, con su espíritu travieso, decidió contar una historia graciosa sobre una vez que había caído en el barro mientras intentaba trepar un árbol. Todas rieron y se sintieron más cerca unas de otras.

Entonces, Lola, la tortuga, decidió compartir una historia. Con una voz suave y pausada, comenzó:

—Hace un tiempo, cuando aún vivía en el bosque, tuve un amigo llamado Tomás, un erizo muy sabio. Un día, Tomás me dijo algo que nunca olvidaré: “La sinceridad es una valiosa cualidad, Lola. Siempre sé sincera contigo misma y con los demás, y verás cómo las cosas buenas llegan a tu vida.”

Las amigas escuchaban atentamente, impresionadas por las palabras de Tomás.

—Continuó Lola—, al principio no entendí bien lo que quería decir, pero con el tiempo, me di cuenta de cuán importante es ser sincera. No solo con los demás, sino también con uno mismo. Es difícil, pero vale la pena.

Sammy asintió, pensativa.

—Tienes razón, Lola. A veces es difícil ser sincero, pero siempre es lo mejor. Recuerdo una vez cuando rompí el jarrón favorito de mi mamá y traté de esconderlo. Al final, me sentí tan mal que le dije la verdad. Ella estaba enojada al principio, pero luego me abrazó y me dijo que estaba orgullosa de que hubiera sido honesta.

Saray, que siempre había sido traviesa, también tenía algo que compartir.

—Una vez tomé las nueces de mi hermana sin pedirle permiso. Cuando me preguntó si las había visto, le mentí y dije que no. Me sentí tan culpable que no podía disfrutar de las nueces. Finalmente, le dije la verdad y me disculpé. Ella estaba molesta, pero al final me perdonó. Desde entonces, trato de ser siempre sincera, aunque a veces sea difícil.

La tormenta afuera amainaba lentamente, pero dentro de la cueva, las amigas se sentían más cercanas que nunca. Habían compartido sus historias y aprendido valiosas lecciones sobre la sinceridad.

De repente, un ruido suave se escuchó desde la entrada de la cueva. Era un pequeño ratoncito gris, mojado y tembloroso. Saray se levantó y lo invitó a entrar.

—Hola, soy Tito —dijo el ratoncito con voz temblorosa—. Estaba buscando refugio de la tormenta. ¿Puedo quedarme con ustedes?

—¡Por supuesto! —exclamó Sammy—. Aquí estarás a salvo y seco.

Tito se acurrucó junto a las demás y comenzó a sentirse más tranquilo. Las amigas le ofrecieron un poco de comida y pronto se unió a la conversación.

—Gracias por dejarme quedarme aquí. Estaba tan asustado afuera. Ustedes son muy amables —dijo Tito con gratitud.

Lola sonrió y le explicó a Tito sobre la importancia de la sinceridad, compartiendo la historia de su amigo Tomás, el erizo sabio. Tito escuchó atentamente, absorbiendo cada palabra.

—Siempre he tratado de ser sincero —dijo Tito—, pero a veces es difícil. A veces tengo miedo de decir la verdad porque no quiero que los demás se enojen conmigo.

—Todos sentimos eso a veces, Tito —respondió Pía—. Pero ser sincero es siempre lo mejor. La verdad puede ser difícil, pero es lo correcto.

La tormenta finalmente pasó y las amigas decidieron salir de la cueva. El sol comenzaba a brillar nuevamente y la pradera estaba fresca y brillante después de la lluvia. Las flores se abrían y los pájaros cantaban alegremente.

—Vamos a hacer una promesa —sugirió Saray—. Prometamos ser siempre sinceros unos con otros, sin importar cuán difícil sea.

Las amigas se miraron y asintieron, levantando sus pequeñas patas y alas en señal de acuerdo.

—Prometemos ser sinceros —dijeron al unísono, sintiendo el poder de sus palabras.

Desde ese día, la pradera de los Susurros se convirtió en un lugar aún más especial. Las amigas se apoyaban mutuamente y siempre decían la verdad, sabiendo que la sinceridad fortalecía su amistad y hacía de la pradera un lugar más feliz y armonioso. Cada nueva aventura que vivían estaba llena de honestidad y confianza, y aprendieron que la sinceridad, aunque a veces difícil, era una de las cualidades más valiosas que podían tener.

Así, la pradera de los Susurros siguió siendo un lugar mágico donde la amistad y la sinceridad florecían, recordando a todos sus habitantes que la verdad siempre es el mejor camino.

La pradera de los Susurros seguía llena de risas y aventuras mientras Saray, Sammy, Lola, Pía y Tito disfrutaban de su promesa de sinceridad. Pero la verdadera prueba de su compromiso con la honestidad estaba por llegar.

Un día, mientras exploraban una parte de la pradera que no conocían bien, encontraron un arbusto lleno de deliciosas bayas rojas. Las bayas eran grandes y brillantes, y su aroma dulce llenaba el aire.

—¡Miren esas bayas! —exclamó Saray—. ¡Se ven deliciosas!

Sammy, siempre cautelosa, se acercó al arbusto y miró las bayas de cerca.

—Son hermosas —dijo—, pero no estoy segura de si son seguras para comer. Deberíamos averiguarlo antes de probarlas.

Lola, que había aprendido mucho de su amigo Tomás, el erizo sabio, sugirió:

—Podemos llevar algunas bayas a la señora Búho. Ella es muy sabia y seguramente sabrá si son seguras para comer.

Las amigas estuvieron de acuerdo y recogieron cuidadosamente algunas bayas en una hoja grande. Luego, emprendieron el camino hacia el gran roble donde vivía la señora Búho. Ella era conocida por su sabiduría y siempre estaba dispuesta a ayudar a los jóvenes animales de la pradera.

Al llegar al gran roble, Saray llamó suavemente.

—Señora Búho, ¿está usted aquí?

La señora Búho asomó su cabeza grisácea y los observó con sus grandes ojos amarillos.

—¿Qué los trae por aquí, pequeños? —preguntó con su voz profunda y tranquila.

—Encontramos estas bayas en la pradera y queríamos saber si son seguras para comer —dijo Sammy, mostrando las bayas.

La señora Búho estudió las bayas detenidamente, olfateándolas y observándolas desde diferentes ángulos.

—Estas bayas son un poco especiales —dijo finalmente—. Son seguras para comer, pero tienen un efecto curioso. Quien las coma no podrá decir una sola mentira hasta el próximo amanecer.

Las amigas se miraron con asombro.

—Eso suena… interesante —dijo Pía, pensando en lo que significaría no poder mentir por tanto tiempo.

—Podríamos probarlas y ver qué pasa —sugirió Tito con una sonrisa traviesa—. Después de todo, prometimos ser sinceros unos con otros.

Las amigas estuvieron de acuerdo. Cada una tomó una baya y la probó, saboreando su dulce y jugoso sabor. Al principio, no sintieron ningún cambio, pero sabían que la verdadera prueba vendría con el tiempo.

Más tarde ese día, mientras jugaban cerca del arroyo, Saray accidentalmente tropezó con una raíz y cayó al agua. Se levantó riendo, empapada pero ilesa.

—¡Eso fue divertido! —exclamó, sacudiendo el agua de su pelaje.

Sammy, que siempre se preocupaba por los demás, le preguntó:

—¿Estás bien, Saray? ¿Te lastimaste?

Saray se dio cuenta de que no podía mentir, incluso si hubiera querido. Se sintió obligada a decir la verdad.

—Estoy bien, pero en realidad me dolió un poco la pata cuando caí —admitió, sorprendida por su propia honestidad.

Las amigas la ayudaron a salir del agua y se aseguraron de que estuviera bien. Se dieron cuenta de que las bayas realmente funcionaban y que no podían mentir, incluso sobre cosas pequeñas.

Más tarde, mientras descansaban bajo el gran roble, comenzaron a hablar sobre sus sentimientos y pensamientos más profundos. La sinceridad de las bayas los animó a abrirse de una manera que nunca antes lo habían hecho.

—A veces me siento insegura —confesó Sammy—. Siempre intento ser fuerte y valiente, pero a veces tengo miedo de no ser suficiente para mis amigos.

Saray la miró con cariño y le dijo:

—Sammy, eres una de las criaturas más valientes que conozco. Siempre estás ahí para ayudar a los demás y eso es lo que realmente importa.

Lola, que siempre había sido tímida, también se sintió impulsada a compartir.

—Siempre he tenido miedo de no encajar aquí en la pradera —dijo en voz baja—. Todos ustedes son tan rápidos y yo soy tan lenta. Temía que no me aceptaran.

Pía voló hacia ella y posó suavemente un ala en su caparazón.

—Lola, eres una parte valiosa de nuestro grupo. No importa la velocidad, lo que importa es el corazón y tú tienes un corazón enorme.

Tito, que siempre había sido el más travieso del grupo, también sintió la necesidad de ser honesto.

—A veces hago bromas porque quiero que todos me quieran —admitió—. Pero me doy cuenta de que a veces mis bromas pueden herir a otros, y no quiero hacer eso.

Las amigas lo rodearon con abrazos y palabras de apoyo, asegurándole que lo querían tal como era.

La noche cayó sobre la pradera y las estrellas comenzaron a brillar en el cielo. Las amigas se acostaron en la suave hierba, mirando las constelaciones y reflexionando sobre lo que habían aprendido ese día.

—La sinceridad no es fácil —dijo Saray, rompiendo el silencio—. Pero es importante. Nos ayuda a entendernos mejor y a apoyarnos mutuamente.

Las demás asintieron, sintiendo el peso de sus palabras. La promesa de ser sinceros se había fortalecido ese día, no solo por las bayas mágicas, sino por la comprensión de lo valiosa que era la sinceridad en sus vidas.

A la mañana siguiente, las amigas se despertaron con el sol brillando sobre ellas. Las bayas ya no tenían efecto, pero la lección había quedado grabada en sus corazones. Prometieron seguir siendo sinceras, sin importar las dificultades que pudieran enfrentar.

Decidieron pasar el día ayudando a otros animales de la pradera, compartiendo lo que habían aprendido sobre la sinceridad. Ayudaron a una familia de patos a encontrar su camino de regreso al estanque, enseñaron a unos pequeños ratones a recolectar semillas y jugaron con una familia de conejos, enseñándoles nuevos juegos y canciones.

Mientras hacían todas estas cosas, se dieron cuenta de que la sinceridad no solo fortalecía su amistad, sino que también mejoraba la vida de todos a su alrededor. Ser honestos los hacía más confiables y queridos por los demás.

Más tarde, mientras descansaban bajo el gran roble después de un día agotador pero gratificante, se sintieron más unidas que nunca. Sabían que enfrentarían más desafíos y aventuras, pero también sabían que, con la sinceridad como su guía, podrían superar cualquier cosa.

—Hemos aprendido mucho —dijo Sammy, mirando a sus amigas—. Y estoy agradecida de tenerlas a todas en mi vida.

Las demás asintieron, sintiendo lo mismo.

—Siempre estaremos aquí la una para la otra —dijo Lola con una sonrisa—. Y siempre seremos sinceras, no importa qué.

Las amigas se abrazaron, sellando su promesa con un lazo de amor y sinceridad que nada podría romper.

La pradera de los Susurros siguió siendo un lugar de magia y maravillas, donde la sinceridad florecía y las amistades se fortalecían con cada día que pasaba. Y así, la lección de que la sinceridad es una valiosa cualidad se convirtió en una parte fundamental de la vida de todos en la pradera, recordando a cada habitante que la verdad siempre es el mejor camino, y que ser sinceros no solo enriquece nuestras vidas, sino también las de quienes nos rodean.

La promesa de sinceridad seguía guiando las vidas de Saray, Sammy, Lola, Pía y Tito, y la pradera de los Susurros prosperaba con la honestidad que todos compartían. Sin embargo, la verdadera prueba de su compromiso con la sinceridad aún estaba por llegar.

Un día, mientras exploraban un área más alejada de la pradera, las amigas encontraron una cueva oculta entre las rocas. Era una cueva que nunca antes habían visto y decidieron investigar. La cueva estaba oscura y misteriosa, pero la curiosidad pudo más que el miedo.

—Parece interesante —dijo Saray, mirando hacia adentro—. ¿Nos atrevemos a entrar?

Sammy, siempre cautelosa, asintió.

—Deberíamos ser cuidadosas, pero sí, vamos a ver qué encontramos.

Lola, Pía y Tito estuvieron de acuerdo, y juntas, las amigas entraron en la cueva. A medida que avanzaban, la luz del exterior se desvanecía, pero encontraron unas pequeñas piedras brillantes que iluminaban su camino. Estas piedras eran como pequeñas luciérnagas incrustadas en las paredes de la cueva.

Al llegar a una cámara más amplia, se encontraron con algo sorprendente. En el centro de la cámara había un pedestal de piedra, y sobre él descansaba un antiguo libro cubierto de polvo. Era un libro grande, con una tapa de cuero envejecido y páginas amarillentas.

—¿Qué crees que es? —preguntó Pía, volando sobre el libro para verlo más de cerca.

—Parece un libro muy antiguo —respondió Lola, observándolo con sus grandes ojos curiosos—. Tal vez contiene historias o secretos sobre la pradera.

Saray, siempre dispuesta a explorar, se acercó al libro y lo abrió con cuidado. Las páginas crujieron al moverse, revelando texto escrito en una caligrafía elegante y dibujos detallados de la pradera y sus habitantes.

—Miren esto —dijo Saray, señalando una página—. Aquí hay una historia sobre un antiguo guardián de la pradera.

Las amigas se reunieron alrededor de Saray para leer la historia. Descubrieron que el libro narraba la historia de un guardián de la pradera llamado Lumis, un viejo búho sabio que había protegido la pradera con su conocimiento y su magia. Lumis había enseñado a los habitantes de la pradera sobre la importancia de la sinceridad, la amistad y la cooperación.

—Esto es increíble —dijo Sammy—. Este libro tiene muchos secretos sobre la pradera y cómo vivir en armonía.

Mientras leían más sobre las enseñanzas de Lumis, encontraron una página que hablaba sobre un antiguo tesoro escondido en la pradera. Este tesoro, según el libro, era un símbolo de la verdad y la honestidad, y solo aquellos que fueran verdaderamente sinceros podrían encontrarlo.

—¡Debemos encontrar ese tesoro! —exclamó Tito con entusiasmo—. Sería increíble tener algo que simbolice nuestra promesa de sinceridad.

Las amigas estuvieron de acuerdo y decidieron buscar el tesoro. El libro contenía pistas sobre la ubicación del tesoro, y juntas comenzaron su búsqueda, emocionadas por la aventura que les esperaba.

La primera pista las llevó a un antiguo árbol en el borde de la pradera. Era un árbol gigantesco con ramas retorcidas y una corteza gruesa y rugosa. En la base del árbol, encontraron una inscripción que decía:

“Para encontrar el tesoro, sigue el camino de la luz, donde el sol y la luna se encuentran en la noche.”

Las amigas reflexionaron sobre el significado de la inscripción. Sammy, siendo la más perspicaz, sugirió:

—Creo que habla sobre un lugar donde el sol y la luna parecen encontrarse. Tal vez un lugar elevado donde podemos ver ambos al mismo tiempo.

Decidieron dirigirse a la colina más alta de la pradera, desde donde sabían que podían ver tanto el amanecer como el atardecer. Subieron la colina y esperaron hasta que el sol comenzara a ponerse y la luna a salir.

Mientras observaban el horizonte, notaron algo brillante en la distancia. Era una pequeña luz que parecía parpadear en el borde de la pradera, justo donde el sol se ocultaba y la luna se levantaba.

—¡Allí! —dijo Saray, señalando la luz—. Debemos ir hacia esa luz.

Corrieron hacia la luz, llenas de emoción y curiosidad. Al llegar, encontraron un pequeño claro con una piedra luminosa en el centro. La piedra irradiaba una suave luz dorada y parecía contener una energía especial.

—Esto debe ser parte del tesoro —dijo Lola, maravillada por la belleza de la piedra.

Al tocar la piedra, sintieron una cálida sensación de honestidad y verdad que llenaba sus corazones. Pero sabían que había más por descubrir. La piedra contenía otra inscripción que decía:

“La verdad siempre brilla, incluso en la oscuridad más profunda. Sigue el río de la vida y encontrarás el corazón de la pradera.”

Entendieron que debían seguir el río que serpenteaba por la pradera. El río de la Vida era conocido por su pureza y belleza, y sabían que su siguiente pista los llevaría más cerca del tesoro.

Caminaron a lo largo del río, disfrutando del sonido calmante del agua y la vista de los peces nadando en sus aguas cristalinas. Al llegar a una cascada, encontraron una cueva oculta detrás de la cortina de agua.

—Este debe ser el lugar —dijo Sammy, emocionada—. Vamos a entrar.

Entraron en la cueva, y dentro encontraron un cofre de madera antigua, cubierto de musgo y enredaderas. El cofre tenía un cierre intrincado con un símbolo de un sol y una luna entrelazados.

—Esto es —dijo Saray—. Debe ser el tesoro.

Al abrir el cofre, encontraron una serie de objetos antiguos y hermosos: un espejo que reflejaba la verdad, una corona de flores que nunca se marchitaban y una pequeña caja de música que tocaba una melodía encantadora. Pero en el centro del cofre había un cristal brillante que irradiaba una luz pura y cálida.

—Este cristal debe ser el símbolo de la sinceridad —dijo Lola, sosteniéndolo con cuidado—. Es hermoso.

El cristal parecía vibrar con una energía especial, llenando la cueva con una sensación de paz y honestidad. Las amigas sabían que habían encontrado algo verdaderamente especial.

—Este cristal simboliza nuestra promesa de sinceridad —dijo Pía—. Debemos llevarlo de regreso a la pradera y compartirlo con todos.

Las amigas regresaron a la pradera con el cristal, emocionadas por compartir su hallazgo con los demás habitantes. Al llegar, todos se reunieron para escuchar su historia y ver el maravilloso cristal.

La señora Búho, que había estado observando desde su gran roble, se acercó y miró el cristal con admiración.

—Han hecho un gran descubrimiento —dijo con su voz sabia—. Este cristal es un símbolo poderoso de la sinceridad y la verdad. Su luz guiará a todos en la pradera y recordará la importancia de ser honestos unos con otros.

Los habitantes de la pradera se maravillaron con el cristal y prometieron seguir el ejemplo de Saray, Sammy, Lola, Pía y Tito. Decidieron colocar el cristal en el centro de la pradera, donde su luz pudiera brillar para todos.

Desde ese día, la pradera de los Susurros se convirtió en un lugar aún más especial. La luz del cristal iluminaba cada rincón, recordando toda la importancia de la sinceridad y la verdad. Las amigas continuaron viviendo sus vidas con honestidad, sabiendo que habían hecho una diferencia significativa en su hogar.

La pradera prosperó con la honestidad y la confianza que se extendieron entre sus habitantes. Y cada vez que alguien se enfrentaba a una situación difícil o se encontraba tentado a mentir, miraban al cristal y recordaban la promesa que habían hecho.

Y así, con el cristal de la sinceridad brillando en el corazón de la pradera, Saray, Sammy, Lola, Pía y Tito vivieron felices, sabiendo que habían encontrado algo verdaderamente especial: el poder de la verdad y la honestidad, que les permitió construir una comunidad fuerte y amorosa, unida por los lazos de la sinceridad.

La moraleja de esta historia es que la sinceridad es una valiosa cualidad.

Y colorín colorín, este cuento llego a su fin. bueno mis amables oyentes. ¡hasta muy pronto! CON UN NUEVO CUENTO CON MORALEJA.

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