Era un día gris en la ciudad, y el bullicio del tráfico se mezclaba con las gotas de lluvia que caían incesantemente sobre las calles. Sin embargo, dentro del pequeño apartamento de Mateo y su familia, el ambiente era completamente distinto. A pesar del tiempo, el lugar estaba lleno de risas y música. Su madre, la señora Clara, preparaba el desayuno mientras tarareaba una melodía, y su padre, el señor Diego, leía el periódico, pero de vez en cuando lanzaba una broma a Mateo y su hermana menor, Camila.
A Mateo le gustaba el ambiente en casa, pero había algo que últimamente lo inquietaba. En la escuela, varios de sus amigos hablaban de los nuevos juguetes y aparatos electrónicos que sus padres les habían comprado. Consolas de videojuegos, teléfonos inteligentes, y todo tipo de objetos que sonaban emocionantes. Aunque a Mateo no le faltaba nada en casa, no podía evitar sentir una ligera envidia. Él no tenía los últimos juegos ni el teléfono más moderno, y se preguntaba si eso significaba que no era tan afortunado como sus amigos.
Ese mismo día, en la escuela, durante el recreo, Mateo y sus amigos discutían sobre las vacaciones de verano que se acercaban. Todos hablaban emocionados de los planes que tenían.
—Mis padres me prometieron que me comprarán la nueva consola para mi cumpleaños —dijo Tomás, uno de sus amigos, con los ojos brillando de emoción—. ¡Va a ser genial! Podré jugar todo el día.
—Y a mí me van a comprar el último modelo de celular —dijo Ana con una sonrisa—. Va a tener una cámara increíble y un montón de funciones nuevas. No puedo esperar para tenerlo.
Mateo los escuchaba en silencio, sintiéndose cada vez más fuera de lugar. Él no tenía nada similar que compartir, y por primera vez en mucho tiempo, se sintió incómodo con lo que tenía en casa. ¿Por qué sus amigos parecían tan felices con todas esas cosas, mientras él solo tenía sus juguetes viejos y una bicicleta que su padre le había reparado varias veces?
—¿Y tú, Mateo? —preguntó Tomás—. ¿Qué te van a comprar a ti?
Mateo dudó un momento antes de responder. No quería decir que no estaba seguro de si recibiría algo nuevo ese verano. —No lo sé… creo que no necesito nada nuevo —dijo, intentando sonar despreocupado.
—Oh, vamos, seguro te comprarán algo —insistió Ana—. Nadie pasa el verano sin un nuevo juguete o algo así.
Las palabras de sus amigos siguieron resonando en la mente de Mateo durante el resto del día. Cuando regresó a casa, no pudo evitar pensar en lo que había escuchado. ¿Era realmente posible ser feliz sin tener todas esas cosas nuevas que sus amigos mencionaban?
Esa noche, mientras cenaban en familia, Mateo seguía inmerso en sus pensamientos. Clara, su madre, notó la expresión distraída de su hijo.
—Mateo, ¿todo bien? Has estado muy callado hoy —dijo con preocupación.
Mateo miró a su madre y luego a su padre. Sabía que debía compartir lo que sentía, pero no estaba seguro de cómo hacerlo sin parecer ingrato.
—Estaba pensando en lo que mis amigos dijeron en la escuela hoy —comenzó—. Todos están emocionados porque van a recibir cosas nuevas, como consolas de videojuegos o teléfonos. Yo… no sé si quiero algo así, pero parece que ellos creen que esas cosas los harán felices.
Su madre lo miró con una sonrisa comprensiva y su padre dejó el periódico a un lado, escuchando atentamente. Clara fue la primera en hablar.
—Es normal que sientas curiosidad por lo que los demás tienen, Mateo. Pero la felicidad no viene de lo que puedes comprar o de lo que posees.
Mateo frunció el ceño. —¿Entonces de dónde viene? —preguntó.
Su padre, Diego, intervino, colocando su mano en el hombro de Mateo. —La felicidad no se compra, hijo. Se construye. Es como un taller, donde cada día añades algo nuevo a lo que te hace sentir bien. A veces es compartir tiempo con las personas que quieres, otras veces es disfrutar de una tarde tranquila haciendo lo que te gusta. Las cosas materiales pueden darte momentos de diversión, pero no son lo que define si eres feliz o no.
Mateo escuchaba, pero aún no estaba completamente convencido. —Pero, ¿cómo puedo sentirme igual que ellos si no tengo lo que ellos tienen?
Clara sonrió y señaló la mesa de la cocina. —Recuerda cuando construimos juntos ese pequeño estante para tus libros. No fue caro ni lujoso, pero ¿te acuerdas de lo orgulloso que te sentiste cuando lo terminamos?
Mateo recordó ese día. Había sido un proyecto familiar en el que todos habían participado. Su padre había cortado la madera, y él y Camila habían ayudado a lijar y pintar las piezas. Cuando finalmente lo ensamblaron, Mateo había sentido una inmensa satisfacción al ver algo que él mismo había hecho con sus propias manos.
—Sí, me acuerdo —dijo Mateo, asintiendo lentamente—. Fue divertido.
—Exacto —continuó su madre—. La felicidad es así. No siempre es algo que puedes comprar en una tienda. Es algo que construyes día a día, con pequeños momentos y con las personas que te rodean.
Diego sonrió y añadió: —Mañana vamos a hacer algo especial. Quiero que veas cómo se puede construir la felicidad de una manera que no tiene nada que ver con las cosas materiales.
Mateo sintió curiosidad, pero también algo de escepticismo. Aún así, decidió confiar en su padre y en su madre. No sabía qué le esperaría al día siguiente, pero una pequeña chispa de emoción comenzó a crecer dentro de él.
A la mañana siguiente, el sol había salido de nuevo, y el día parecía mucho más brillante que el anterior. Después del desayuno, Diego y Clara llevaron a Mateo y a Camila a un lugar en el que nunca antes habían estado: un pequeño centro comunitario donde se organizaban talleres y actividades para niños y familias que no tenían muchos recursos.
Cuando entraron, fueron recibidos por una mujer llamada Marta, la coordinadora del centro. Marta era una persona cálida y amable, y les explicó que en ese lugar los niños no solo jugaban y aprendían, sino que también participaban en la creación de juguetes y herramientas a partir de materiales reciclados.
—Aquí enseñamos a los niños que la creatividad y la colaboración son las verdaderas fuentes de felicidad —dijo Marta con una sonrisa—. Todo lo que hacemos, lo hacemos juntos. No se trata de lo que tienes, sino de lo que puedes construir con lo que ya tienes.
Mateo miró a su alrededor, intrigado. Había mesas llenas de materiales reciclados: botellas de plástico, cartón, trozos de madera y tela. Los niños, con sonrisas radiantes, estaban ocupados construyendo pequeños proyectos, desde juguetes hasta instrumentos musicales caseros.
—Hoy van a aprender a hacer sus propios juguetes —dijo Diego, mirando a Mateo—. Y cuando terminen, podrán ver lo mucho que pueden lograr con sus propias manos.
Mateo observaba con atención cómo los niños del centro comunitario trabajaban en sus proyectos. Al principio, le costaba entender por qué estaban tan emocionados con cosas que parecían simples desechos, pero pronto se dio cuenta de que esos objetos cobraban vida en manos de sus nuevos amigos. Una botella de plástico se convertía en un coche, una caja de cartón en una casita para muñecas, y una lata vieja en un tambor que resonaba con fuerza cuando los niños lo golpeaban con palillos de madera.
—¿Tú también vas a hacer algo? —le preguntó un niño de su edad, que estaba sentado a su lado con una sonrisa amistosa.
Mateo lo miró, algo inseguro. —No sé, nunca he hecho un juguete con… bueno, con cosas así.
El niño se rió. —Yo tampoco, hasta que llegué aquí. Me llamo Julián. Ven, te ayudo a empezar.
Mateo aceptó la ayuda, y pronto se encontró eligiendo algunos materiales junto a Julián. Se le ocurrió hacer un cohete espacial con un par de tubos de cartón, cinta adhesiva y algunos trozos de papel de colores que encontró en una de las cajas. No era la consola de videojuegos más moderna ni el celular más avanzado, pero mientras cortaba y pegaba las piezas, comenzó a sentir una satisfacción que no esperaba.
—¿Qué tal te va? —le preguntó su padre Diego, acercándose a ver su trabajo.
Mateo miró el cohete, que ya iba tomando forma. —Creo que está quedando bien. No sabía que sería tan divertido.
Diego sonrió. —Lo ves, hijo. No se trata de tener las cosas más caras o llamativas. A veces, cuando creas algo tú mismo, la satisfacción es mucho mayor que solo recibir algo comprado. Además, estás construyendo algo que es único.
Julián, que también trabajaba en un proyecto parecido, miró a Mateo con curiosidad. —Oye, ¿y tú tienes muchos juguetes en casa?
Mateo pensó en su respuesta. —Bueno, tengo algunos, pero… últimamente siento que no son tan importantes.
Julián asintió. —Eso me pasaba a mí al principio. Mi papá no podía comprarme muchos juguetes, pero cuando empecé a venir aquí, me di cuenta de que podía hacer los míos y ser igual de feliz. Incluso a veces es mejor, porque tú decides cómo será.
Mientras trabajaban, los otros niños del centro también se unieron a la conversación, compartiendo sus historias. Mateo escuchó con atención. Algunos hablaban de cómo habían aprendido a usar materiales reciclados para hacer regalos a sus hermanos o amigos, mientras que otros contaban cómo hacían juguetes que luego donaban a otros niños que tenían aún menos.
—Es como si todos aquí fueran pequeños inventores —dijo Mateo, sorprendido por la creatividad que lo rodeaba.
—Exacto —respondió Marta, la coordinadora del centro, que había estado escuchando—. Aquí no solo creamos juguetes o herramientas, sino también momentos de alegría. Y lo mejor de todo es que, al trabajar juntos, todos nos ayudamos mutuamente a encontrar nuevas ideas y a mejorar lo que hacemos.
Las palabras de Marta resonaron en Mateo. Mientras seguía pegando los trozos de papel a su cohete, recordó lo que su madre le había dicho la noche anterior: “La felicidad no se compra, se construye”. Y en ese momento, lo entendió de verdad. No se trataba solo de lo que podías obtener o de cuánto costaba algo, sino del esfuerzo, el amor y la creatividad que ponías en ello.
Después de una hora más de trabajo, el cohete de Mateo estaba terminado. No era perfecto, pero a él le parecía el juguete más genial que había hecho en su vida. Julián también había terminado su proyecto, y juntos decidieron hacer una especie de carrera con sus cohetes imaginarios.
—¡Mi cohete va a llegar a Marte primero! —bromeó Julián, mientras empujaba su creación hacia adelante en la mesa.
—¡Eso ya lo veremos! —respondió Mateo con una risa.
Los otros niños los animaban, y en ese momento, Mateo se dio cuenta de algo importante: no importaba lo que tuvieran o no tuvieran sus amigos en la escuela. Lo que importaba de verdad era cómo se sentía en ese instante, creando algo con sus propias manos y compartiendo ese momento con nuevos amigos. Se sintió genuinamente feliz, mucho más feliz de lo que había estado en días, y todo sin necesidad de tener el último aparato electrónico o el juguete más caro.
Cuando todos los niños terminaron sus proyectos, Marta reunió al grupo para un pequeño concurso de creatividad. No se trataba de ganar, sino de compartir lo que habían hecho y contar cómo habían construido sus juguetes. Los niños, incluyendo a Mateo, se turnaron para mostrar sus creaciones. Algunos hicieron barcos, otros robots, y otros, como Mateo y Julián, cohetes espaciales.
—Lo que más me gustó fue hacer algo desde cero —dijo Mateo cuando llegó su turno—. Nunca pensé que sería tan divertido, y ahora quiero hacer más cosas como esta en casa.
Todos aplaudieron, y Marta sonrió orgullosa. —Eso es justamente lo que buscamos aquí. Que todos descubran que la felicidad no tiene que ver con lo que puedes comprar, sino con lo que puedes crear y compartir.
Al terminar el taller, Mateo se sentía completamente diferente de como había llegado esa mañana. El cohete que había hecho no solo era un juguete, era un símbolo de algo más grande. Le había enseñado que la felicidad, esa sensación de plenitud y alegría, no estaba en lo que otros decían que debías tener, sino en las pequeñas cosas que podías hacer por ti mismo.
De vuelta en casa, después de despedirse de Julián y los demás niños, Mateo le mostró su cohete a su madre y a su hermana Camila, que lo observaban con asombro.
—¡Es increíble, Mateo! —exclamó Camila—. ¿Puedo hacer uno contigo la próxima vez?
—Por supuesto —respondió él con una sonrisa—. Ya tengo muchas ideas para hacer más cosas.
Su madre, Clara, lo observó con una sonrisa llena de orgullo. —Sabes, hijo, la verdadera felicidad está en momentos como estos. Cuando te das cuenta de lo que puedes crear con tu propio esfuerzo y lo compartes con los demás.
Mateo asintió. Ahora lo entendía de verdad. No necesitaba una consola o un teléfono nuevo para ser feliz. La verdadera felicidad estaba en las cosas que hacía con amor, en los momentos compartidos con su familia y amigos, y en la satisfacción de saber que había creado algo especial.
Después de la emocionante mañana en el centro comunitario, Mateo regresó a casa con una nueva perspectiva. Su cohete de cartón se convirtió en el centro de atención en la mesa del comedor, y cada vez que lo miraba, se sentía más y más orgulloso. Pero lo que más lo llenaba de alegría era el entusiasmo de su hermana Camila, quien no paraba de hablar sobre el cohete y cómo quería hacer uno igual.
—¡Mamá, ¿cuándo podemos ir al centro para que yo también haga uno?! —preguntaba Camila, casi brincando de la emoción.
Clara, su madre, sonrió mientras preparaba la comida. —Tranquila, Camila. Seguro que pronto organizan otro taller y podrán ir juntos. Pero mientras tanto, Mateo puede enseñarte a hacer uno aquí en casa, ¿verdad, hijo?
Mateo asintió, sorprendido por lo fácil que le parecía la idea de enseñar a su hermana. Antes del taller, nunca habría pensado en compartir algo así, pero ahora sentía que eso también formaba parte de la experiencia: compartir lo que había aprendido.
Esa misma tarde, Mateo y Camila se sentaron en el piso del salón con un montón de materiales reciclados que habían encontrado por la casa. Cartones, botellas, tapas de plástico… cualquier cosa que pudiera convertirse en una nave espacial para la aventura que ambos estaban por comenzar. Mateo lideraba el proyecto con confianza, explicándole a Camila cómo recortar, pegar y ensamblar las piezas.
—¿Y si hacemos que este cohete tenga tres motores? —sugirió Camila, mientras sostenía tres tapas de botellas.
Mateo la miró con una sonrisa. —¡Buena idea! Podemos hacer que vuele mucho más lejos que el mío.
El tiempo pasó volando mientras los hermanos trabajaban juntos. Entre risas, recortes y pegamento, el nuevo cohete tomó forma. No era exactamente igual al primero, pero tenía un toque especial: era un proyecto en equipo, una creación conjunta que los unía aún más.
Cuando finalmente terminaron, Camila saltó de alegría, mostrando su cohete a Clara como si fuera un tesoro.
—¡Mira, mamá! ¡Hicimos un cohete juntos! —exclamó con orgullo, sosteniéndolo en alto.
Clara se agachó para observarlo de cerca. —Es increíble, Camila. Estoy segura de que este cohete te llevará a los confines del universo.
Esa noche, mientras cenaban, la familia se sentía más unida que nunca. La conversación giraba en torno a los planes que tenían para hacer más proyectos en casa. Clara, inspirada por el entusiasmo de sus hijos, propuso que hicieran un taller de manualidades cada fin de semana.
—Podemos reciclar cosas y convertirlas en juguetes, decoraciones, ¡lo que queramos! —dijo Clara, emocionada—. Además, así también cuidamos el planeta.
Mateo sonrió al escuchar a su madre. Algo dentro de él se había transformado. Ya no veía la felicidad como algo que se compraba en las tiendas o que dependía de tener el juguete más nuevo o la ropa más de moda. Ahora entendía que la felicidad se construía poco a poco, con esfuerzo, creatividad y, sobre todo, compartiendo esos momentos con las personas que más amaba.
Pero el verdadero cambio en Mateo ocurrió días después, cuando regresó al colegio. Al llegar, notó que varios de sus compañeros seguían hablando sobre los regalos y gadgets que habían recibido recientemente. Pero esta vez, en lugar de sentir envidia o ganas de tener lo mismo, Mateo se sentía tranquilo. Sabía que su cohete, hecho con sus propias manos, significaba mucho más para él que cualquier cosa comprada en una tienda.
Durante el recreo, uno de sus amigos, Leo, se le acercó y le preguntó:
—Oye, Mateo, ¿es verdad que tú mismo hiciste un cohete de cartón?
Mateo asintió con una sonrisa. —Sí, lo hice en un taller en el centro comunitario. Y luego hice otro en casa con mi hermana.
Leo lo miró con admiración. —¡Qué genial! A mí me gustaría hacer algo así, pero no sé por dónde empezar.
—Es más fácil de lo que parece —respondió Mateo—. Si quieres, podemos hacerlo juntos. Tengo algunos materiales en casa, y mi mamá dice que podemos hacer más proyectos.
Leo se emocionó con la idea. —¡Sí, eso estaría increíble! Nunca he hecho algo así.
Mateo se sintió satisfecho al ver la reacción de su amigo. Había descubierto que compartir su nueva habilidad no solo lo hacía sentir bien, sino que también le permitía conectar de una manera diferente con los demás. Ya no se trataba de quién tenía el juguete más caro o el videojuego más avanzado; se trataba de crear algo especial con tus propias manos y compartir ese momento con los demás.
Poco a poco, otros niños se unieron al plan. Los fines de semana, Mateo y su familia comenzaron a organizar pequeñas reuniones en su casa, donde sus amigos venían a aprender a hacer juguetes con materiales reciclados. Todos se divertían inventando nuevas creaciones, desde coches y aviones hasta robots y animales.
Incluso Camila, la hermana menor de Mateo, se convirtió en una pequeña maestra para algunos de los niños más pequeños del grupo. Su entusiasmo y creatividad contagiaban a todos, y pronto, el grupo se convirtió en una especie de pequeño taller comunitario. Lo que comenzó como un simple cohete hecho de cartón, se transformó en una actividad que unía a niños de diferentes edades y orígenes, todos compartiendo ideas, materiales y risas.
Una tarde, mientras Mateo observaba a sus amigos y a su hermana trabajar juntos, sintió una profunda satisfacción. Todo ese proyecto le había enseñado que la felicidad no era algo que se pudiera medir en cosas materiales. Más bien, se trataba de los momentos compartidos, de la creatividad, de los desafíos que superaban juntos y de las sonrisas que se multiplicaban con cada nuevo juguete terminado.
Al final del día, cuando el grupo se despedía, Leo se acercó a Mateo y le dijo:
—Gracias por enseñarme esto, Mateo. Ahora sé que no necesito el último juguete para divertirme. Puedo hacerlo yo mismo.
Mateo sonrió. —Eso es lo mejor, Leo. No necesitas mucho para ser feliz, solo un poco de imaginación y ganas de compartir.
Y así, con cada día que pasaba, Mateo seguía construyendo algo más importante que juguetes: construía felicidad. Una felicidad que no venía de lo que compraba, sino de lo que creaba y compartía con los demás.
moraleja La felicidad no se compra, se construye.
Y colorín colorín, este cuento llegó a su fin. bueno mis amables oyentes. ¡NOS VEMOS MAÑANA! CON UN NUEVO CUENTO CON MORALEJA.
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