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El cazador de almas perdidas – Creepypasta 304.

El Rostro de la Redención.

Andrés observó en silencio mientras Laura conversaba con la pareja de vampiros. Desde

donde estaba, no podía escuchar todo con claridad, pero las palabras que captaba eran

suficientes para hacerle un nudo en el estómago. La pareja hablaba con súplica y

desesperación, rogando a Laura por una oportunidad de redención.

—…convertidos durante un ataque en Asunción, por un vampiro separatista… —decía la

vampira, con la voz rota por la tristeza.

Andrés sintió cómo una oleada de culpa se apoderaba de él al escuchar eso. Se quedó

quieto, a unos metros de Laura, quien le había indicado que esperara con un gesto. Aun

así, no podía evitar oír fragmentos de la conversación, fragmentos que lo atormentaban más

de lo que habría imaginado.

El vampiro que acompañaba a la mujer habló, con un tono cargado de un dolor desgarrador.

—Perdimos a nuestro hijo… un cazador del Vaticano lo mató —dijo, su voz temblando—.

Era solo un niño. Ni siquiera había hecho nada… solo era un vampiro recién nacido.

Queremos una misa en su nombre, para rogarle a Dios que lo perdone, que no lo condene

por haber nacido vampiro…

Andrés cerró los ojos, tratando de contener la náusea que le provocaban esas palabras.

Mientras escuchaba el relato de los vampiros, no podía evitar que los recuerdos de su vida

como cazador invadieran su mente. Recordó su propio odio, su implacable sevicia al dar

caza a vampiros, muchos de ellos convertidos que ni siquiera habían cometido crímenes, y

mucho menos el pecado de la maldad. Sus gritos, el brillo del fuego en las noches de

cacería, el olor de la sangre mezclado con las llamas.

Su mente lo llevó de vuelta a su mayor “logro”: la Cacería de Chiquiza. Colombia, una

vereda entera de vampiros convertidos, todos masacrados bajo su mando. 100 vidas

apagadas, 100 gritos que resonaron en sus oídos como la más placentera de las sinfonías.

En aquel momento, había sentido orgullo, placer incluso. Ahora, aquellos recuerdos eran su

propia pesadilla. El peso de todo lo que había hecho lo aplastaba, y la ironía de la situación

no se le escapaba. Él, Andrés, el mismo hombre que había disfrutado de la cacería de

vampiros, estaba ahora a las órdenes de una ministra vampira convertida.

Cuando la pareja de vampiros finalmente se despidió de Laura y abandonó el Ministerio de

Vampiros Convertidos, Andrés apenas podía sostener la mirada de Laura. Sabía que ella

debía ser consciente de todo lo que él había hecho. De alguna manera, estaba seguro de

que Laura sabía que él había sido uno de los peores cazadores, uno de los más

implacables. Y, sin embargo, había algo en sus ojos que Andrés no lograba identificar. No

era odio, ni desprecio… era algo diferente, casi una compasión inexplicable.

Laura dio un paso hacia él, su rostro sereno pero serio.

—Antes de que nos vayamos, hay algo que quiero mostrarte —dijo, su tono suave pero

firme.

Andrés asintió en silencio, sintiendo una mezcla de nerviosismo y resignación. Sabía que

fuera lo que fuera que Laura quisiera mostrarle, no sería algo fácil de ver. Laura lo guió por

los pasillos del Ministerio, hasta detenerse frente a una enorme tablilla de mármol negro

que colgaba en la pared. Los nombres grabados en la superficie brillaban bajo la tenue luz

de la sala. Andrés sintió cómo su corazón se detenía por un instante al ver el primer

nombre en la lista.

El suyo.

Laura lo observó por un momento, como si esperara a que él procesara lo que estaba

viendo.

—Esta es la Tablilla de la Infamia —dijo, con una voz casi apagada—. En ella están los

nombres de los cazadores que más daño han causado a vampiros convertidos. Aquí

registramos cada caso, cada familia que fue destruida por sus manos. Es nuestra forma de

no olvidar… y de entender la magnitud de lo que enfrentamos.

Andrés apenas pudo moverse. Su nombre, en lo más alto de la lista, era un recordatorio

doloroso de todo lo que había hecho. Los horrores que había cometido en nombre de una

causa que ahora le parecía vacía y cruel. Recordó las familias que había destruido, los

niños vampiros que había matado sin piedad. Y ahora, aquí estaba, frente a una tablilla que

lo condenaba sin necesidad de juicio alguno.

Pero, sorprendentemente, no había reproche en la voz de Laura. Ella no lo miraba con odio,

sino con algo que Andrés no podía comprender del todo. Tal vez era compasión. Tal vez

era algo más profundo.

—Quería que lo vieras, Andrés —dijo Laura, con voz suave—. No porque quiera castigarte

o recordarte lo que has hecho. Sino porque creo que, si vamos a hablar… si vamos a

enfrentarnos a lo que ambos hemos sido, tenemos que hacerlo desde la verdad.

Andrés asintió lentamente, sintiendo el peso de la verdad sobre sus hombros. Sabía que no

podía seguir evitando lo que había hecho. Sabía que, si quería seguir adelante, si quería

algún día encontrar la redención, tendría que enfrentarse a todo lo que había sido en el

pasado. Mirar esa tablilla era como mirarse en un espejo distorsionado, pero finalmente

entendía que era necesario.

Laura dio un pequeño paso hacia él, y por un momento, sus miradas se cruzaron. El

silencio que siguió fue denso, pero no incómodo. Ambos sabían que ese momento era solo

el comienzo de una conversación que llevaban evitando por demasiado tiempo.

—Vamos a almorzar —dijo Laura finalmente, rompiendo el silencio—. Quizá podamos

hablar mejor fuera de aquí, lejos de estas paredes.

Andrés asintió nuevamente, esta vez con un peso un poco más liviano en su pecho. Sabía

que la conversación que seguía no sería fácil, pero por primera vez en mucho tiempo, sintió

que tal vez había un camino hacia la redención. Un camino largo y doloroso, pero un

camino, al fin y al cabo.

Los dos salieron del Ministerio, dejando atrás la Tablilla de la Infamia, pero llevándose

consigo el peso de lo que significaba.

Andrés observó mientras Laura llenaba dos vasos con sangre de una unidad que había

sacado de la pequeña nevera en la oficina del Ministerio de Vampiros Convertidos. El

color carmesí del líquido, el brillo oscuro bajo la luz del mediodía, todo eso lo hacía sentir

extraño, fuera de lugar. No porque fuera sangre—ya estaba acostumbrado a verla, incluso a

derramarla—sino porque ella bebía de aquello para sobrevivir. Un recordatorio constante de

lo que era. Y de lo que él había cazado por tanto tiempo.

Laura bebió los dos vasos con calma, sin prisa, mientras Andrés la esperaba en silencio.

Cada sorbo que ella daba parecía una confrontación silenciosa con su naturaleza, una que

ella había aceptado hacía tiempo, pero que Andrés aún luchaba por comprender del todo.

Cuando terminó, Laura se limpió los labios con delicadeza, antes de mirar a Andrés.

—Necesitaré una sombrilla —dijo ella suavemente, casi con resignación, al tiempo que

señalaba una sombrilla oscura que estaba junto a la puerta—. No quiero que el sol me haga

demasiado daño.

Andrés asintió y cogió la sombrilla. Era grande, oscura, suficiente para cubrirla por

completo. La desplegó y Laura se aferró a su brazo, un gesto que lo dejó completamente

desconcertado. Todavía no habían hablado realmente, y sin embargo, aquí estaba ella,

aferrándose a él mientras salían del Vaticano, como si fuera algo natural. El contacto de

Laura se sentía suave y extraño, y Andrés no podía evitar preguntarse cómo habían

llegado a esto. Cómo él, que había destruido tantas vidas vampíricas, ahora acompañaba a

Laura, quien debía odiarlo.

Una vez fuera, Laura le indicó la dirección de un restaurante que siempre había querido

probar. Andrés la seguía en silencio, su mente atrapada en un torbellino de pensamientos

oscuros. A medida que avanzaban, no podía contener más la pregunta que lo carcomía

desde hacía rato.

—¿Por qué no me odias? —soltó finalmente, incapaz de contenerlo más.

Laura giró la cabeza hacia él, sus ojos brillando bajo la sombra de la sombrilla. Lo miró por

un momento, como si estuviera eligiendo cuidadosamente sus palabras.

—Tres años atrás, cuando me convertí… mi padre siempre me advertía de ti —comenzó

Laura—. Me decía que eras peligroso, que eras un cazador loco, fuera de control, que no

seguías órdenes. Que, si alguna vez te cruzabas en mi camino, corría el riesgo de que me

destruyeras sin dudarlo. Viví con miedo de ti, Andrés, durante años. Pensé que algún día

aparecerías para acabar conmigo.

Andrés no dijo nada. Sabía que las palabras de Julián no eran una exageración. Había

sido exactamente lo que Laura describía: un cazador sin piedad, incapaz de frenar su odio

hacia los vampiros.

Laura continuó, su voz teñida de algo más que simple relato.

—Te conocí en el evento que Fabián presidió, cuando 100 vampiros fueron convertidos al

cristianismo. Tú estabas allí, como escudero de Fabián, y fue la primera vez que te vi. No

podía creer que fueras el mismo hombre del que tanto había escuchado. Estabas allí,

callado, obediente. No eras el monstruo que yo imaginaba.

Andrés recordó aquel evento. Recordaba la mirada que Laura le había dado entonces, una

mezcla de sorpresa y curiosidad. Y ahora entendía por qué. Ella lo había temido durante

años, y verlo en esa situación, como un simple escudero, había sido un golpe de realidad

para ella.

—Cuanto más tiempo pasaba, más comenzaba a escuchar historias tuyas en el ministerio.

Los casos de vampiros que recibíamos, muchos eran por ti, por lo que habías hecho. Cada

vez que llegaba una nueva familia, una nueva víctima de tus cacerías, yo me preguntaba

cómo era posible que esa persona… tú… fueras el mismo hombre con el que había hablado

por teléfono. No lo entendía. No entendía cómo podías ser esa persona.

Laura se detuvo, el silencio entre ellos tan pesado como el sol que evitaban.

—Sé quién fuiste, Andrés. Sé del monstruo que fuiste… y sé que debería temerte o incluso

odiarte. Pero hay algo en ti que me atrae, algo que no entiendo, que no puedo ignorar —dijo

Laura, mirando hacia el horizonte—. Sin embargo, debes saber algo: yo soy vampira. Estoy

viviendo mi vida como tal, y estoy en una relación con otras tres mujeres. Esa es mi vida

ahora. Pero no puedo negar que… hay algo en ti.

Andrés se detuvo. Laura acababa de soltarle algo que él no sabía cómo procesar. No solo

le había contado que estaba en una relación con otras tres vampiras, sino que, a pesar de

todo, se sentía atraída por él. Pero más allá de la confusión, Andrés sentía un peso más

grande. El peso de su pasado, de lo que Laura sabía de él.

Entraron en el restaurante, y tomaron asiento. Andrés apenas podía concentrarse en la

carta, su mente aún atrapada en lo que Laura le había dicho. Finalmente, intentó desviar la

conversación.

—¿Puedes saborear la comida como lo haría un humano? —preguntó, sin saber cómo más

seguir.

Laura sonrió con algo de tristeza.

—No del todo. Hay sabores que percibo, pero nunca es lo mismo. Para mí, el sabor está en

la sangre. Eso no ha cambiado, y no cambiará.

Hubo una breve pausa antes de que Laura mirara directamente a los ojos de Andrés. Su

tono cambió, volviéndose más serio, más intenso.

—Pero hay algo que quiero saber, Andrés. Necesito escucharlo de ti —dijo, inclinándose un

poco hacia adelante—. Eres ese monstruo del que hablaban… ¿verdad? Quiero escucharlo

de tu boca. Quiero saber cómo disfrutabas lo que hacías, cómo cazabas y matabas. Quiero

que me digas por qué… cómo. Necesito ver en tus ojos el disfrute de tu pasado, ese mismo

disfrute que he visto en los rostros de aquellos que te odiaban.

Andrés sintió como si el mundo se cerrara a su alrededor. La sangre en sus venas se sintió

pesada, su respiración se volvió lenta. Miró a Laura, sus ojos vampíricos esperando

respuestas que él mismo temía dar. ¿Qué podía decirle? ¿Cómo podía explicarle lo que

había sido?

—Sí —dijo finalmente, con voz áspera—. Fui ese monstruo. Y más de lo que imaginas.

Andrés cerró los ojos por un momento, permitiendo que los recuerdos fluyeran libremente.

—Cacé una niña. Tenía once años. Se llamaba Violeta. Era una bruja, o eso dijeron. El

Vaticano me pidió que la llevara de vuelta para ser juzgada. Pero antes… me aseguré de

que supiera quién era el cazador que la atrapaba. Me aseguré de que sintiera el miedo… el

dolor de ser cazada. Disfruté cada segundo de su desesperación. La entregué al Vaticano.

Después… le borraron la memoria. Ahora está en el equipo de Lía, conmigo, sin recordar

quién era ni lo que yo hice.

Laura lo miraba fijamente, sin parpadear, mientras Andrés continuaba.

—Quemé viva a toda una aldea en Colombia. 100 vampiros convertidos, todos ellos

atrapados en una vereda… y los quemé, uno por uno. Los gritos… —hizo una pausa,

tragando saliva—. No eran solo gritos para mí, eran… música. Música que me llenaba de un

placer oscuro, que me hacía sentir vivo.

Laura mantuvo su mirada fija en él. No había odio en sus ojos, pero sí una intensidad que

Andrés no había visto antes. Estaba buscando algo en él. Tal vez, redención. Tal vez,

verdad.

Pero lo que ambos sabían, en lo más profundo de sus corazones, era que este era solo el

comienzo de una conversación mucho más larga y dolorosa.

El restaurante estaba lleno de murmullos lejanos, ruido de cubiertos y platos, pero para

Andrés y Laura, el mundo parecía haberse reducido a su mesa. Andrés había revelado el

monstruo que había sido, el monstruo que probablemente seguía siendo en lo más profundo

de su ser, y Laura lo había escuchado sin apartar los ojos de él. Ahora, mientras un

incómodo silencio se asentaba entre ellos, Laura mantuvo su mirada fija en la de Andrés,

buscando algo más allá de sus palabras.

—Has cambiado —dijo finalmente Laura, su voz suave pero firme—. O eso creo. ¿Qué te

hizo dejar de ser ese hombre? ¿Qué te hizo detenerte, Andrés?

La pregunta golpeó a Andrés como una bofetada. ¿Qué lo había cambiado? Ash y el

contrato de sangre… la realidad de que su mente se desmoronaría si siquiera pensaba en

traicionar a Vambertoken. Pero eso no podía decírselo a Laura. No podía contarle que, en

gran parte, su transformación no era el resultado de una redención genuina, sino de una

obligación oscura, forjada bajo la voluntad de Asha.

—No sé si he cambiado —confesó Andrés, evitando los ojos de Laura por un instante—.

Tal vez solo dejé de cazar porque la oportunidad de hacerlo desapareció, no porque quisiera

dejar de hacerlo. O tal vez porque, en algún punto, me di cuenta de que no era diferente de

aquellos a quienes cazaba.

Laura se inclinó un poco hacia él, sus ojos curiosos, analizando cada gesto de Andrés.

Parecía estar buscando respuestas más profundas, más personales. Algo que explicara la

confusión que sentía.

—¿Alguna vez quisiste causarme ese mismo dolor a mí? —preguntó de repente, su tono

directo, sin rodeos.

El estómago de Andrés se contrajo. La idea de haber querido hacerle daño a Laura… En el

pasado, tal vez lo hubiera hecho sin dudar, especialmente si hubiera sabido lo que era. Pero

ahora, ahora que la conocía, la pregunta lo atravesaba como una daga envenenada.

—No —respondió rápidamente, su voz baja y tensa—. Al menos, no ahora. No sé qué

hubiera hecho antes. Pero ahora… —se interrumpió, tomando aire—. Ahora no puedo

imaginarlo. Ya no.

Laura lo miró por un momento más, sus ojos estudiando cada línea de su rostro, como si

tratara de descubrir si había algo oculto detrás de sus palabras. Andrés sintió cómo su

pecho se apretaba bajo la intensidad de esa mirada.

—Estás en una relación con tres vampiras —continuó Andrés, casi sin pensarlo, cambiando

el tema a algo que también lo había perturbado profundamente—. No entiendo… ¿Cómo lo

llevas? ¿Cómo puedes estar con ellas, sabiendo lo que eres?

Laura arqueó una ceja, sorprendida por la repentina pregunta, pero no desvió la mirada.

Bajó un poco la voz, como si lo que estaba a punto de decir fuera demasiado íntimo para

que otros lo escucharan.

—No es fácil —admitió Laura, suspirando—. Pero tampoco soy la misma persona que era

cuando era humana. Ser vampiro cambia cosas, no solo físicamente, sino también

emocionalmente. Mi relación con ellas… es algo que he elegido, es parte de quién soy

ahora. Y es parte de aceptar lo que soy. Pero eso no significa que ignore lo que siento por ti.

Andrés tragó saliva. El aire se sentía denso a su alrededor. Laura lo había dicho tan

claramente. A pesar de estar en una relación con tres vampiras, había algo en él que la

atraía. Pero, ¿cómo era posible? ¿Cómo podía alguien como Laura, que sabía tanto de su

oscuridad, sentir algo que no fuera repulsión por él?

—No lo entiendo —dijo finalmente Andrés, su voz quebrándose un poco—. ¿Por qué eres

tan amable conmigo? ¿Cómo puedes sentir algo por mí, sabiendo lo que he hecho? ¿Solo

porque hay algo en mí que te atrae? ¿Eso es suficiente para no odiarme?

El silencio volvió a colarse entre ellos. Laura lo miraba con una mezcla de tristeza y

comprensión.

—No lo sé, Andrés. No sé por qué no te odio. No sé por qué siento lo que siento —admitió

Laura—. Tal vez es porque veo en ti lo que veo en mí. Somos dos seres que han tenido que

aceptar lo que son, con todo el dolor y la culpa que eso conlleva. Y a pesar de todo… hay

algo en ti que no puedo ignorar.

Andrés se quedó callado. Su mente trataba de procesar las palabras de Laura, pero algo

dentro de él seguía luchando. Tenía sus votos de castidad, y eso lo obligaba a una disciplina

que se había impuesto con fervor durante tanto tiempo. Y, sin embargo, el tumulto de

emociones lo golpeaba, sacudiendo sus creencias más profundas.

—¿Qué sientes por mi? —preguntó Laura, finalmente soltando la pregunta más pesada de

todas, una que había estado colgando entre ellos desde el momento en que se vieron.

Andrés sintió cómo la sangre se le helaba. No esperaba que la pregunta llegara tan pronto,

y mucho menos de esa manera tan directa. Bajó la mirada, intentando encontrar las

palabras adecuadas, pero nada salía. Era una lucha interna, entre lo que era, lo que había

sido, y lo que podía llegar a sentir.

—No lo sé, Laura —murmuró al fin, casi en un susurro—. No sé qué siento por ti. No lo

había pensado de esa manera hasta ahora. Todo es tan confuso. Solo sé que… no quiero

hacerte daño. Pero no sé si puedo ser alguien que no lo haga.

Laura lo observó por un momento, procesando sus palabras, antes de asentir lentamente.

Había algo en Andrés que le provocaba compasión, algo que la hacía querer entenderlo

más, aunque no podía negar que lo que había escuchado de su pasado aún era aterrador.

Después de terminar el almuerzo, Andrés miraba en silencio cómo Laura se llevaba la

comida a la boca, masticaba y tragaba, aunque él sabía que no era lo que realmente la

mantenía con vida. Lo que de verdad la alimentaba eran los dos vasos de sangre que había

bebido antes de salir del Ministerio de Vampiros Convertidos. La realidad de lo que era

ahora Laura, y cómo convivía con su nueva naturaleza, lo seguía impresionando. Pero,

como siempre, el mundo seguía girando, y él debía adaptarse.

Con la sombrilla negra y grande, Laura protegía su pálida piel del sol. Se aferró al brazo de

Andrés con una naturalidad extraña. No se habían dicho todo lo que necesitaban, pero ahí

estaban, caminando juntos por las calles de Roma, como si esa cercanía tuviera un sentido

en medio del caos. Andrés, todavía atrapado en su propia oscuridad, seguía sin entender

por qué Laura no lo odiaba, por qué se aferraba a él en vez de apartarse.

—Siempre quise un vestido real, uno que me hiciera sentir hermosa —dijo Laura,

rompiendo el silencio.

Andrés la miró con una mezcla de curiosidad y pena. No entendía a qué se refería.

—Mi fiesta de quince años… —dijo, su voz perdiéndose en los recuerdos—. Fue escondida

en un sótano. Nunca tuve un vestido. Nunca hubo fiesta, solo miedo. Estaba escondida,

rogando porque los cazadores del Vaticano no me encontraran.

Andrés sintió un escalofrío. Él conocía bien esa historia, o al menos una parte. Sabía que

los cazadores habían sido enviados para encontrar a la hija de Julián. Tenían toda la

evidencia de que había estado con una mujer, una prostituta que había confesado, pero

nunca pudieron encontrar a la niña. Los cazadores buscaban una prueba, algo que

condenara a Julián, pero Laura siempre estuvo oculta.

—Sabían que yo existía, pero no tenían pruebas. Así que Julián me escondió. Lo único que

podía hacer era protegerme como pudiera. Los cazadores me buscaban, día y noche. Pero

nunca me encontraron, y al final, me quedé oculta, lejos de todos. Mi fiesta de quince fue

eso, una sombra en un sótano, mientras afuera seguían buscándome.

Andrés se quedó en silencio. No había estado en esa misión, pero conocía bien la obsesión

del Vaticano por encontrar a la hija de Julián. Era parte de lo que impulsaba a muchos

cazadores, y él mismo, en su época de más furia, había perseguido vampiros convertidos

con la misma brutalidad con la que otros perseguían a Laura.

Laura soltó un suspiro, y sin decir más, lo tomó de la mano, guiándolo hacia una tienda de

vestidos que había querido visitar desde hacía mucho tiempo. A través del escaparate,

Andrés podía ver los maniquíes vestidos de gala, reluciendo en la luz del mediodía. Cada

vestido era una oportunidad, una manera de intentar recuperar lo que le habían arrebatado

cuando la convirtieron.

—Hoy quiero algo diferente —dijo Laura, mientras lo guiaba al interior de la tienda—.

Quiero sentirme hermosa, como nunca pude hacerlo antes.

Andrés sintió un nudo en la garganta mientras entraban a la tienda. La idea de que Laura

nunca hubiera tenido una vida normal le pesaba en el alma, y aunque no sabía qué decir,

estaba decidido a acompañarla en ese pequeño momento de luz, a pesar de que ambos

cargaban con tanta oscuridad.

Gracias por acompañarnos en este viaje al terror. ¡Nos vemos en el próximo episodio!”

 

 

 

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