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El primer día de clases siempre traía consigo una mezcla de emociones. Para algunos niños, el nuevo año escolar era emocionante, lleno de oportunidades para aprender y hacer nuevos amigos. Para otros, era un día de nervios, especialmente si era su primera vez en una nueva escuela. Esto último era exactamente lo que sentía Martín, un niño de once años que acababa de mudarse a la ciudad con su familia.

Martín, que solía vivir en un pequeño pueblo rodeado de montañas, ahora se encontraba en una ciudad grande, con edificios altos y calles ruidosas. Todo era diferente, y aunque le gustaba la idea de conocer cosas nuevas, el cambio lo hacía sentir solo. Extrañaba a sus amigos del pueblo, con quienes había pasado tantas tardes jugando al fútbol y explorando el bosque. Ahora, en su nueva escuela, todo le parecía extraño y ajeno.

—Tranquilo, Martín —le dijo su madre mientras caminaban hacia la entrada de la Escuela San Isidro—. Sé que es difícil comenzar de nuevo, pero estoy segura de que harás muchos amigos aquí. Solo sé tú mismo.

Martín asintió, aunque por dentro sentía una mezcla de nervios y dudas. Mientras entraba por las puertas de la escuela, observaba a los demás niños que ya estaban hablando y riendo en grupos, como si todos se conocieran desde hacía años. Él, en cambio, no conocía a nadie.

Una vez en su salón de clases, Martín se sentó en un pupitre cerca de la ventana, intentando pasar desapercibido. Los demás estudiantes seguían charlando entre ellos, y Martín no se atrevía a interrumpir. Justo cuando empezaba a pensar que ese día sería más largo de lo que había imaginado, un niño de su edad se acercó a él con una sonrisa.

—¡Hola! —dijo el niño, extendiendo la mano—. Me llamo Leo, ¿y tú?

Martín, sorprendido por la amabilidad de Leo, estrechó su mano tímidamente.

—Soy Martín —respondió, algo nervioso.

—¿Eres nuevo? —preguntó Leo, con una sonrisa amable—. No te había visto antes.

—Sí, acabo de mudarme aquí —dijo Martín, bajando la mirada.

—¡Genial! No te preocupes, te acostumbrarás rápido. Esta escuela es bastante divertida. Además, siempre es bueno conocer gente nueva. ¿Quieres que te muestre el patio durante el recreo? —ofreció Leo, con entusiasmo.

Martín no podía creer la amabilidad de Leo. A pesar de ser el primer día y de no conocer a nadie, ese niño ya lo estaba haciendo sentir bienvenido.

—Claro, me gustaría —respondió Martín, sonriendo un poco más.

Durante el recreo, Leo cumplió su promesa y le mostró a Martín los diferentes lugares de la escuela: la cancha de fútbol, el gimnasio, y hasta el pequeño huerto que los estudiantes cuidaban como parte de un proyecto escolar. Mientras caminaban, Martín se fue sintiendo más relajado. Leo no solo era amable, sino que también lo hacía sentir como si ya fuera parte de la escuela.

—¿Te gusta el fútbol? —preguntó Leo mientras pasaban cerca de la cancha.

—Sí, mucho. Solía jugar con mis amigos en el pueblo donde vivía —dijo Martín, recordando con nostalgia las tardes de juego.

—¡Perfecto! Después de clases, siempre jugamos aquí un rato. Puedes unirte si quieres —ofreció Leo—. Seguro que te gustará el equipo.

Martín se sorprendió por la facilidad con la que Leo lo invitaba a ser parte de su grupo. No esperaba hacer amigos tan rápido, y mucho menos alguien que compartiera su interés por el fútbol.

—Gracias —dijo Martín, con una sonrisa sincera—. Me encantaría.

A lo largo del día, Leo continuó ayudando a Martín a sentirse más cómodo. Le presentó a otros compañeros de clase, lo incluyó en las conversaciones y hasta lo ayudó a entender cómo funcionaban algunas cosas en la escuela, como el horario de clases y los maestros. Martín, que había comenzado el día con miedo y nervios, ahora sentía que tal vez la escuela no sería tan mala después de todo.

Al final del día, cuando se despidieron en la puerta de la escuela, Leo le dio una palmada en la espalda.

—Nos vemos mañana, Martín. Y recuerda, después de clases jugamos fútbol —dijo Leo con una sonrisa.

Martín asintió, contento por haber hecho un amigo tan rápido. Mientras caminaba de regreso a casa, pensaba en lo afortunado que era de haber conocido a alguien como Leo en su primer día.

Cuando llegó a casa, su madre lo recibió con una sonrisa y una pregunta:

—¿Cómo te fue en tu primer día? ¿Hiciste algún amigo?

Martín sonrió, sintiéndose agradecido.

—Sí, mamá. Hice un amigo —respondió—. Su nombre es Leo. Me mostró la escuela y me invitó a jugar fútbol con su grupo. Creo que será un buen año.

La madre de Martín lo abrazó, feliz de que su hijo hubiera encontrado compañía tan rápidamente.

—Sabía que te iría bien, hijo. A veces, todo lo que necesitamos es un buen amigo para que las cosas sean más fáciles —dijo, mientras preparaban la cena.

Esa noche, mientras Martín se preparaba para dormir, no podía evitar sentirse agradecido por la amabilidad de Leo. Había comenzado el día sintiéndose solo y fuera de lugar, pero gracias a un pequeño gesto de amistad, todo había cambiado. Comprendió que la amistad verdadera era, en muchos sentidos, un regalo invaluable, algo que podía transformar incluso el día más difícil en algo mejor.

Antes de cerrar los ojos, Martín pensó en todo lo que vendría en su nuevo año escolar. Sabía que habría desafíos y momentos de nostalgia por su antiguo hogar, pero también sabía que con amigos como Leo, esos momentos serían más fáciles de superar. Con esa certeza, se durmió con una sonrisa, emocionado por lo que el nuevo año escolar le traería.

Los días siguientes al primer día de clases fueron mucho más fáciles para Martín, gracias a su nueva amistad con Leo. Aunque al principio se sentía nervioso por la idea de empezar en una escuela desconocida, la calidez y la disposición de Leo para incluirlo en su grupo le habían ayudado a adaptarse rápidamente. Ya no se sentía como un extraño en la Escuela San Isidro; ahora era parte del grupo.

Leo y sus amigos jugaban al fútbol todos los días después de clases, y Martín se había convertido en un miembro esencial de su equipo. Le gustaba la sensación de correr por la cancha, sentir el viento en su rostro mientras pasaba el balón a sus compañeros. Pero, más que el fútbol, lo que realmente lo hacía feliz era el sentido de camaradería que había encontrado en su nuevo grupo de amigos.

Un día, después de una emocionante partida, mientras se sentaban en la banca a descansar, Leo habló sobre un próximo evento escolar que emocionaba a todos los estudiantes: el Torneo Anual de Fútbol.

—El torneo de este año va a ser épico —dijo Leo, con una sonrisa entusiasta—. Es el evento más esperado. Cada clase forma su equipo, y al final, los ganadores reciben un trofeo que queda expuesto en la escuela todo el año. ¡Tenemos que ganar!

Martín, que estaba acostumbrado a jugar solo por diversión, se emocionó al escuchar sobre el torneo. No solo porque le encantaba el fútbol, sino porque esta era una oportunidad de compartir una experiencia especial con sus nuevos amigos. Sin embargo, había una pequeña duda en su mente. Aunque había jugado bien en los partidos informales con el grupo, no estaba seguro de ser lo suficientemente bueno para un torneo oficial.

—¿Estás listo para jugar en el torneo, Martín? —preguntó Leo, mientras los demás chicos también lo miraban expectantes.

Martín se sintió nervioso por un momento, pero no quería decepcionar a su amigo.

—Sí, claro. ¡Estoy listo! —respondió, aunque por dentro sentía un poco de inseguridad.

A medida que el torneo se acercaba, el grupo comenzó a entrenar más seriamente. Practicaban jugadas, ensayaban estrategias y fortalecían el trabajo en equipo. Aunque los entrenamientos eran duros, todos estaban comprometidos y emocionados por la posibilidad de ganar.

Sin embargo, a medida que avanzaban los entrenamientos, Martín empezó a sentir que no estaba a la altura del resto del equipo. Sus compañeros parecían más ágiles, más rápidos y más coordinados. Aunque trataba de dar lo mejor de sí mismo, había momentos en los que cometía errores, como perder el balón o no estar en la posición correcta.

Una tarde, después de un entrenamiento especialmente difícil, Martín se quedó solo en la cancha, pateando el balón con frustración. Sentía que estaba fallando a sus amigos, y lo último que quería era ser la razón por la que el equipo perdiera en el torneo.

Justo cuando estaba a punto de rendirse y dejar el balón, Leo apareció detrás de él.

—Martín, ¿todo bien? —preguntó Leo, notando la expresión preocupada de su amigo.

Martín suspiró, soltando el balón y mirando a Leo con una mezcla de frustración y tristeza.

—No lo sé, Leo. Siento que no soy lo suficientemente bueno para el torneo. Todos ustedes son increíbles, y yo sigo cometiendo errores. No quiero que el equipo pierda por mi culpa.

Leo lo escuchó con atención y luego colocó una mano en su hombro.

—Mira, Martín, el fútbol es un deporte de equipo. No se trata de que cada uno sea perfecto. Todos cometemos errores, incluso yo. Lo importante es que trabajemos juntos y nos apoyemos. Además, tú eres una parte importante del equipo. Tus pases son buenos, y cuando juegas, siempre buscas la mejor opción para el equipo. No te preocupes tanto por ser el mejor. Lo que importa es que estés aquí con nosotros y que te esfuerces.

Martín escuchó las palabras de Leo, sintiendo un alivio que no había esperado. A veces, todo lo que se necesitaba era escuchar a un buen amigo para recordar que la perfección no era lo más importante, sino el esfuerzo y el apoyo mutuo.

—Gracias, Leo. A veces me olvido de eso —dijo Martín, con una sonrisa más relajada.

—No te preocupes —respondió Leo—. Eso es lo que hacen los amigos, ¿no? Nos recordamos lo que realmente importa. Y te prometo que, con tu ayuda, vamos a dar lo mejor de nosotros en el torneo.

Con renovada confianza, Martín se unió a sus amigos en el resto de los entrenamientos. Ya no se centraba tanto en los errores, sino en disfrutar del tiempo con sus compañeros y mejorar poco a poco. Cada día se sentía más fuerte y más seguro, no solo en sus habilidades, sino en el valor de su amistad con Leo y los demás.

El día del torneo finalmente llegó. La cancha de la escuela estaba llena de estudiantes, profesores y familias que habían venido a ver los partidos. Los equipos se preparaban con entusiasmo, mientras el trofeo brillaba en la mesa principal, esperando ser reclamado por el equipo ganador.

Cuando Martín y su equipo salieron al campo, sintió una mezcla de nervios y emoción. Pero esta vez, en lugar de enfocarse en si cometería errores, se concentró en el apoyo de sus amigos y en la confianza que Leo le había dado. Sabía que, pase lo que pase, no estaba solo. Tenía un equipo detrás de él, y más importante aún, tenía una amistad verdadera que lo respaldaba en cada paso.

El silbato del árbitro sonó fuerte y claro, marcando el inicio del torneo. Martín, junto a Leo y el resto de su equipo, tomó posición en la cancha. A pesar de los nervios, se sentía listo. Ya no estaba concentrado en si cometería errores o si sería lo suficientemente bueno. Lo único que importaba ahora era disfrutar del partido y apoyar a sus amigos.

El primer partido fue duro. El equipo contrario jugaba bien, pero Martín y sus compañeros se mantuvieron enfocados. Con cada pase, cada jugada y cada esfuerzo, el trabajo en equipo que habían estado practicando se hizo evidente. Martín se movía con seguridad, siguiendo las instrucciones de Leo y de los demás. Aunque cometió algunos errores, como todos los demás, se dio cuenta de que eso no era lo importante. Lo que realmente importaba era que el equipo trabajaba como uno solo.

—¡Vamos, Martín, tú puedes! —gritó Leo desde el otro lado de la cancha, animándolo cada vez que se acercaba al balón.

Martín sonrió. El ánimo de su amigo lo hacía sentir más seguro, y pronto se encontró jugando con una confianza renovada. Durante el partido, consiguió hacer un pase clave que llevó a su equipo a marcar un gol, y la multitud aplaudió con entusiasmo. Aunque el gol no había sido suyo, el hecho de haber colaborado en la jugada lo hizo sentir parte del triunfo.

Cuando terminó el primer partido, el equipo de Martín había ganado. Todos se abrazaron, celebrando la victoria, pero sabían que aún quedaba un largo camino por recorrer. El torneo continuaría, y los siguientes equipos serían igual de desafiantes.

—¡Lo hiciste genial, Martín! —le dijo Leo, dándole una palmada en la espalda—. Sabía que podrías hacerlo.

Martín sonrió, sintiéndose agradecido por la confianza de su amigo.

—Gracias, Leo. No habría sido lo mismo sin ti.

El segundo partido fue aún más complicado. El equipo contrario era muy rápido y tenía una estrategia fuerte. A lo largo del juego, ambos equipos marcaron goles, manteniendo el marcador empatado. Los nervios empezaban a aumentar, y el cansancio comenzaba a notarse en los jugadores.

A pesar de las dificultades, el equipo de Martín no se dio por vencido. Cada uno de ellos dio lo mejor de sí, y aunque las fuerzas parecían flaquear, la determinación de jugar juntos como equipo les dio el impulso que necesitaban. Cerca del final del partido, con el marcador aún empatado, Leo logró interceptar un pase del equipo contrario y corrió hacia el área de gol. Martín, que lo seguía de cerca, se dio cuenta de que Leo estaba rodeado de defensas.

—¡Aquí, Leo! —gritó Martín, posicionándose en un buen lugar.

Sin dudarlo, Leo le pasó el balón a Martín, quien, con un solo toque, lo envió directo hacia la portería. El balón rodó con precisión y entró justo en el fondo de la red. ¡Gol! El equipo de Martín había tomado la delantera.

Los aplausos del público resonaron por toda la cancha, y Martín, con una sonrisa de incredulidad, levantó los brazos en señal de victoria. Sus compañeros lo rodearon, celebrando el gol que los había llevado a la victoria final del torneo.

—¡Lo lograste, Martín! —gritó Leo, abrazándolo con fuerza—. ¡Sabía que lo harías!

—Lo logramos —respondió Martín, sintiéndose más parte del equipo que nunca.

Cuando el árbitro finalmente pitó el final del partido, todo el equipo de Martín estalló en alegría. Habían ganado el torneo. Pero para Martín, el verdadero premio no estaba en el trofeo que ahora sostenían con orgullo, sino en la amistad que había encontrado en Leo y los demás.

Después del partido, en la ceremonia de premiación, el equipo de Martín fue llamado al escenario para recibir el trofeo del torneo. Todos los jugadores lo sostuvieron juntos, levantándolo al aire mientras los aplausos de sus compañeros y familiares llenaban la cancha. Sin embargo, para Martín, el momento más especial fue cuando Leo lo llamó para sostener el trofeo junto a él.

—Este trofeo es de todos nosotros —dijo Leo, sonriendo—, pero especialmente es tuyo, Martín. Has sido una gran parte de este equipo, y sin ti no habríamos llegado tan lejos.

Martín sintió una mezcla de orgullo y gratitud. Sabía que había superado muchas dudas e inseguridades, y que lo había hecho gracias al apoyo de sus amigos.

—Gracias, Leo. No podría haberlo hecho sin ti y sin el equipo —respondió Martín con una sonrisa sincera.

Esa noche, cuando Martín regresó a casa, todavía sentía la emoción del día. Aunque el trofeo era un símbolo del esfuerzo y la dedicación de su equipo, lo que más valoraba era la amistad que había formado. Leo había estado a su lado desde el primer día, recordándole que no importaba ser perfecto, sino estar ahí para los demás y ser parte de algo más grande.

Martín se dio cuenta de que la amistad verdadera, como la que tenía con Leo, era un regalo invaluable. Un regalo que lo había ayudado a adaptarse a su nueva escuela, a superar sus miedos y a convertirse en parte de un equipo.

Mientras se preparaba para dormir, Martín pensó en todo lo que había aprendido ese día. Sabía que, a lo largo del año escolar, habría más desafíos y momentos difíciles, pero con amigos como Leo, estaba seguro de que podría superarlos todos.

Con una sonrisa en el rostro, Martín cerró los ojos, sabiendo que la amistad que había encontrado era el verdadero trofeo de ese día.

moraleja La amistad verdadera es un regalo.

Y colorín colorín, este cuento llego a su fin. bueno mis amables oyentes. ¡NOS VEMOS MAÑANA! CON UN NUEVO CUENTO CON MORALEJA.

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