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Capítulo 6.

La Orden del Dragón Negro.

 

El Despertar en la Prisión.

Karl abrió los ojos lentamente, sintiendo un dolor sordo en la cabeza y una incomodidad en sus muñecas y tobillos. La oscuridad que lo rodeaba era densa, apenas perforada por un tenue resplandor que provenía de algún lugar distante. Parpadeó varias veces, intentando aclarar su visión y ordenar sus pensamientos. Lo último que recordaba era el sonido del estruendo, las sombras envolviéndolos, y luego… nada.

“¿Karl?” La voz de Sara resonó débilmente en la oscuridad, llena de confusión y preocupación.

“Sara, estoy aquí,” respondió Karl, girando la cabeza hacia el sonido. “¿Estás bien?”

“Creo que sí,” contestó ella, aún sonando insegura. “¿Tomás? ¿Amir? ¿Dónde están?”

“Estoy aquí,” dijo Tomás, su voz algo más firme, pero teñida de la misma confusión. “¿Qué demonios pasó? Lo último que recuerdo fue… algo nos atacó.”

Amir, aún recobrando la conciencia, se incorporó con dificultad. “Nos emboscaron,” murmuró, frotándose las sienes. “Había sombras por todas partes. No pude ver nada claro.”

El grupo se esforzó por identificar su entorno, la semi oscuridad solo les permitía distinguir formas vagas y la presencia inquietante de las paredes de piedra alrededor. Estaban encadenados con grilletes en los pies, restringidos en sus movimientos, y todas sus pertenencias yacían esparcidas en el suelo, como un testimonio silencioso de su captura.

“Esto no es solo una cueva,” dijo Karl, notando la robustez de las rejas que bloqueaban la salida y la disposición ordenada de los elementos en la habitación. “Parece más una celda… un lugar para mantener prisioneros.”

Sara asintió, sus ojos adaptándose lentamente a la penumbra. “Tenemos que mantener la calma y pensar en cómo salir de aquí. ¿Alguien vio algo? ¿Quién nos capturó?”

“No, todo pasó demasiado rápido,” respondió Amir, su voz aún cargada de frustración. “Solo sentí el golpe y luego el olor extraño. ¿Tú viste algo, Karl?”

Karl negó con la cabeza, su mente tratando de recuperar fragmentos de lo que había sucedido. “Solo sombras… y luego la nada. Pero quienquiera que sean, están bien organizados. No somos los primeros en estar aquí, eso es seguro.”

La inquietud se apoderó del grupo mientras intentaban asimilar la realidad de su situación. La reja, iluminada tenuemente por una luz que venía del pasillo, les recordaba que estaban atrapados. Los grilletes pesados en sus pies y la fría piedra bajo ellos hacían palpable la gravedad de su captura.

Sabían que no estaban solos en este lugar, y la pregunta que quedaba era quién los había capturado y con qué propósito. La respuesta a esa incógnita vendría pronto, y con ella, nuevas revelaciones que los acercarían más al verdadero misterio del Monte Kailash.

Amir, sintiendo la ira y la frustración burbujear en su interior, se levantó con dificultad y se acercó a la reja que los separaba de la libertad. Sus manos se aferraron a los barrotes fríos y pesados, y con toda la fuerza que pudo reunir, dio un golpe que resonó con un eco profundo a través de los pasillos oscuros y vacíos.

“¡¿Dónde estamos?! ¡¿Quiénes son ustedes?!” gritó, su voz cargada de rabia y desamparo. El sonido de sus palabras se desvaneció en la distancia, tragado por las paredes de piedra que parecían absorber cualquier intento de resistencia.

Tomás, siguiendo el ejemplo de Amir, se acercó a la reja y golpeó con los puños cerrados. “¡Muéstrense! ¡Díganos qué quieren de nosotros!” Su tono era desafiante, pero también revelaba la misma mezcla de miedo y furia que todos sentían.

El ruido de los golpes y los gritos reverberó en los confines de la prisión, como un lamento en la oscuridad. Karl y Sara los observaron, sabiendo que esas acciones podrían atraer la atención de sus captores, pero también comprendiendo la necesidad de sus compañeros de romper el silencio sofocante que los rodeaba.

Por unos instantes, solo hubo silencio, un vacío inquietante que pareció extenderse interminablemente. La luz tenue en el pasillo parpadeó una vez, como si respondiera de alguna manera a los gritos de Amir y Tomás. Sin embargo, nadie apareció, y la única respuesta que obtuvieron fue el eco de sus propias voces devolviéndose a ellos, apagadas y distorsionadas por la distancia.

“Parece que no están interesados en hablar,” murmuró Karl, analizando la situación. “O no están cerca… pero eso significa que tienen un propósito para nosotros. No nos habrían dejado vivos si no fuera así.”

El equipo permaneció alerta, esperando cualquier señal, cualquier sonido que pudiera indicar la presencia de sus captores. La tensión en el aire era palpable, cada uno tratando de mantener la calma y pensar en posibles soluciones mientras la incertidumbre de su destino pendía sobre ellos como una sombra constante.

El eco de los gritos de Amir y Tomás se fue apagando lentamente, dejando un silencio aún más opresivo. Los cuatro permanecieron atentos, sus respiraciones contenidas mientras aguardaban una respuesta. Por un momento, solo la oscuridad y la incertidumbre los envolvieron, pero luego, en la distancia, se oyó un sonido metálico y grave: el rechinar de una puerta que se abría lentamente.

Una luz parpadeante se acercó, titilando en la penumbra, proyectando sombras que danzaban en las paredes de la caverna. A medida que la luz se hacía más intensa, aparecieron cuatro figuras envueltas en túnicas oscuras, con capuchas gruesas que ocultaban sus rostros. Se movían con la gracia y la sigilosidad de felinos, sus pasos silenciosos resonando en el suelo de piedra.

Los monjes se detuvieron frente a la reja, observando a Karl y su equipo desde las sombras que cubrían sus rostros. Uno de ellos alzó una antorcha, revelando brevemente los ojos oscuros y penetrantes que brillaban bajo la capucha. “Silencio,” ordenó con una voz profunda y resonante. “Guarden la calma. Serán sometidos a juicio por la profanación de los lugares sagrados.”

Karl, aún encadenado y tratando de medir a sus captores, notó la determinación en sus movimientos y el desprecio en sus palabras. Estos hombres no eran simplemente guardianes; eran fanáticos comprometidos con una misión mayor, una que no permitía cuestionamientos ni interrupciones.

Las antorchas crepitaban en las manos de los monjes, iluminando sus túnicas con un resplandor anaranjado. Uno de ellos, aparentemente el líder, dio un paso al frente y comenzó a hablar con una voz cargada de solemnidad y autoridad. “Ustedes, intrusos, han profanado lo que nunca debió ser tocado,” declaró, su tono gélido atravesando el aire. “Han caminado por caminos sagrados sin el permiso de los guardianes y han mancillado sitios de gran poder. Para ustedes, estas montañas y sus secretos no son más que mercancía. Son comerciantes de la historia, saqueadores de lo sagrado.”

El monje continuó, su arenga aumentando en intensidad mientras señalaba a Karl y su equipo con un dedo acusador. “Han buscado abrir puertas que no deberían ser abiertas, ignorando las advertencias y los signos. Ustedes no comprenden los peligros ni las responsabilidades que conlleva desentrañar los misterios de este lugar. Solo ven oportunidades para sus propios fines, sin respeto por las fuerzas que aquí se ocultan.”

Sara, Tomás y Amir escuchaban en silencio, conscientes de la gravedad de las acusaciones. Karl, observando con atención, comprendió que estos monjes no solo eran protectores; eran los defensores de un legado oculto, uno que consideraban vital mantener en las sombras. Sus palabras, aunque duras, estaban cargadas de una creencia inquebrantable en su causa.

El monje líder se acercó un poco más, sus ojos fijos en Karl. “Pronto enfrentarán el juicio de la Orden del Dragón Negro,” concluyó, su voz resonando con una mezcla de desprecio y determinación. “Y su destino será decidido por aquellos que han jurado proteger los secretos del monte a cualquier costo.”

Con esas palabras, los monjes retrocedieron lentamente, dejando a Karl y su equipo en la oscuridad una vez más, con solo las palabras de advertencia y la promesa de un juicio inminente resonando en sus mentes.

Una vez que los monjes se desvanecieron en la oscuridad del pasillo, el grupo quedó nuevamente en la penumbra, sumido en un silencio inquietante. Las palabras de la Orden del Dragón Negro resonaban en sus mentes, cargadas de acusaciones y advertencias sobre su supuesto ultraje a los sitios sagrados. El peso de la situación se hizo palpable, y la incertidumbre sobre lo que vendría a continuación era un manto opresivo que los envolvía a todos.

Amir, aún recostado contra la pared, soltó un suspiro profundo y miró a sus compañeros. “Esto… no es la primera vez que escucho algo así,” comenzó, su voz grave y cargada de una mezcla de recuerdos amargos. “En Egipto, hace unos años, me topé con un grupo muy similar. No sé si son los mismos, pero las coincidencias son inquietantes.”

Sara, interesada y con una expresión de preocupación, lo miró atentamente. “¿Qué pasó en Egipto?”

Amir se acomodó, tratando de aliviar la incomodidad de los grilletes. “Era un grupo de arqueólogos y científicos egipcios que habían encontrado una serie de tres momias en Giza. Era un descubrimiento impresionante, algo que podría haber redefinido parte de lo que sabíamos sobre el Antiguo Egipto. Decidieron llevar las momias a Londres para estudiarlas con mejores recursos y equipos.”

Karl frunció el ceño, recordando vagamente haber oído sobre aquel incidente. “¿Y qué pasó?”

Amir respiró hondo, sus ojos perdidos en el recuerdo. “Mientras estaban en Londres, un grupo que se hacía llamar ‘Los Guardianes de los Antiguos’ secuestró a varios de los científicos. Los acusaron de ‘vender la historia,’ exactamente las mismas palabras que escuchamos aquí. Se decían protectores de los secretos antiguos, y según sus creencias, cualquier persona que sacara esos secretos de su lugar de origen estaba profanando su legado.”

Tomás, aún ajustando sus pensamientos sobre lo que estaba escuchando, preguntó con un tono cauteloso. “¿Qué les hicieron a los científicos?”

Amir cerró los ojos un momento, la tristeza pesando en su voz. “Los ejecutaron. Encontraron sus cuerpos días después, y aunque hubo una investigación, nunca se descubrió quiénes eran esos ‘Guardianes de los Antiguos.’ Pero las similitudes… las palabras que usaron… Me hace pensar que, de alguna manera, podrían estar conectados con esta Orden del Dragón Negro.”

El grupo cayó en un silencio reflexivo, asimilando la historia de Amir. La idea de que estaban enfrentando a un grupo tan radical y peligroso, con antecedentes de violencia y una devoción fanática por la preservación de los secretos antiguos, solo aumentaba la gravedad de su situación.

“Si son los mismos o no, no cambia el hecho de que estamos en peligro,” dijo Karl, finalmente rompiendo el silencio. “Tenemos que estar listos para cualquier cosa. No podemos dejarnos vencer por el miedo. Hay más en juego aquí de lo que imaginamos.”

La revelación de Amir añadió una nueva capa de complejidad a su predicamento, pero también les dio una razón más para mantenerse unidos y enfocados. La amenaza que enfrentaban era real y letal, y el camino hacia la verdad del Monte Kailash estaba lleno de obstáculos que desafiaban tanto su resistencia como su determinación.

El Secreto del Portal.

Después de comer, mientras sus compañeros aún trataban de procesar la situación, Karl se acercó a las pertenencias esparcidas en el suelo. Con cuidado, revisó cada objeto, asegurándose de que no les faltara nada crucial. A pesar de la rabia y el desconcierto que sentían, debía mantener la mente clara y evaluar cada detalle.

Cuando encontró la pequeña bolsa de cuero que contenía la artesanía en forma de rombo, una oleada de alivio lo recorrió. Los monjes, aunque cuidadosos, no parecían haber inspeccionado a fondo sus pertenencias. Karl tomó el objeto y lo examinó brevemente, confirmando que seguía intacto. Era la clave que había abierto el portal, y los monjes no tenían idea de que lo habían hecho.

Karl se inclinó hacia Sara, Tomás y Amir, asegurándose de que sus voces fueran apenas un susurro en la penumbra. “Escuchen, encontré la pieza que abre el portal. No se han dado cuenta de que logramos abrirlo,” dijo, mostrando la pequeña figura a sus compañeros. “Eso es una ventaja para nosotros. Si los monjes no saben que llegamos a cruzar, podemos usar eso a nuestro favor.”

Sara lo miró con sorpresa, entendiendo rápidamente la implicación. “¿Crees que podamos usarlo para negociar o incluso para escapar?” susurró, manteniendo su tono bajo.

Karl asintió ligeramente. “Es posible, pero lo importante ahora es que guardemos silencio sobre el portal. Si piensan que no hemos llegado tan lejos, no considerarán el riesgo de dejarnos vivir. Mantengamos este secreto; podría ser lo que nos salve.”

Tomás y Amir asintieron en acuerdo, sus miradas reflejando tanto comprensión como una renovada determinación. El conocimiento del portal era una carta poderosa que, si jugaban correctamente, podría cambiar las tornas a su favor.

“Ni una palabra sobre el portal,” reiteró Karl en voz baja, mirando a cada uno de ellos. “Si los monjes no saben lo que hicimos, tenemos una oportunidad. Mantengamos la calma y usemos esto cuando sea el momento adecuado.”

Con este nuevo acuerdo silencioso, el equipo se preparó mentalmente para el juicio que los esperaba al amanecer. Sabían que el desafío no había terminado y que cada decisión, cada palabra, podría marcar la diferencia entre su libertad y un destino incierto. Mientras se recostaban en sus lugares, intentando encontrar algo de descanso, mantenían presente el hecho de que ahora tenían un pequeño rayo de esperanza: un secreto que los monjes no conocían y que podría ser la clave para cambiar su suerte.

La noche pasó con una mezcla de sueños inquietos y despertares ansiosos. El grupo durmió apretado, buscando en la cercanía un consuelo silencioso contra la incertidumbre que se cernía sobre ellos. Con la llegada del amanecer, los primeros rayos de luz apenas penetraron la penumbra de su prisión, y un aire gélido se coló entre las piedras, presagiando lo que estaba por venir.

De repente, el sonido de pasos rápidos y decididos rompió el silencio de la mañana. Varios monjes irrumpieron en la celda, sus movimientos decididos y sin lugar para la negociación. Sin previo aviso, se abalanzaron sobre Karl, agarrándolo con fuerza y arrastrándolo hacia la salida. La sorpresa y la agresividad de la maniobra dejaron al grupo sin tiempo para reaccionar.

“¡Karl!” gritó Amir, lanzándose hacia los monjes en un intento desesperado por liberar a su amigo. Tomás lo siguió, pero ambos fueron rápidamente dominados. Los monjes los derribaron al suelo con golpes precisos, dejándolos aturdidos y jadeantes sobre el frío piso de piedra.

Sara, al ver a Amir y Tomás caídos, intentó correr hacia ellos, pero los grilletes en sus pies la hicieron tropezar. Cayó bruscamente, raspándose las manos y las rodillas contra la superficie áspera. Sin rendirse, se arrastró hasta sus compañeros, su preocupación superando el dolor.

Desde el pasillo, los gritos de Karl resonaron, llenos de una mezcla de alarma y autoridad. “¡Tranquilos! ¡No hagan nada imprudente! ¡Paciencia, por favor!” Su voz se fue apagando mientras los monjes lo arrastraban más y más lejos, hasta que finalmente desapareció en la oscuridad.

Sara, con lágrimas de impotencia y miedo, abrazó a Amir y Tomás, tratando de calmarlos mientras sus cuerpos aún temblaban por los golpes recibidos. Los tres se quedaron en silencio, sus corazones pesados por la pérdida momentánea de Karl y la incertidumbre de lo que le podría estar ocurriendo.

La celda volvió a quedar en penumbras, pero ahora sin Karl, el pilar que los había mantenido unidos y enfocados. Aunque las palabras de Karl instaban a la paciencia, la angustia y la preocupación por su destino llenaban el espacio como una nube densa y sofocante. Sabían que el juicio se aproximaba y que cada momento era crucial. En su interior, solo podían esperar que Karl pudiera resistir lo suficiente para encontrar una manera de salir de este nuevo y oscuro capítulo de su viaje.

Karl fue empujado con firmeza por los monjes, que lo llevaron a través de pasillos estrechos y oscuros hasta llegar a un salón amplio. La habitación estaba iluminada por una luz suave que caía desde pequeños tragaluces en el techo, proyectando sombras alargadas sobre las paredes de piedra. A pesar de la iluminación, el lugar mantenía una atmósfera austera y fría, sin adornos innecesarios, salvo por la disposición sobria del mobiliario.

En el centro del salón, una silla de madera sin pulir dominaba la escena, colocada frente a una pequeña mesa baja rodeada de cojines. Los monjes, sin perder el tiempo, lo empujaron hacia la silla, obligándolo a sentarse. Karl notó la rigidez de la madera contra su espalda y la frialdad del ambiente que lo rodeaba.

“Espere y no haga tonterías,” dijo uno de los monjes con una voz cortante, dejando claro que cualquier intento de resistirse sería inútil. Sin más, los monjes se retiraron, dejando a Karl solo en la habitación, pero Karl sabía que no estaba realmente solo.

Sentado en la silla, Karl respiró hondo, tratando de calmar sus pensamientos y mantenerse enfocado. Todo en el salón sugería una prueba: la disposición precisa de la silla y los cojines, la iluminación calculada y la sensación de estar bajo constante vigilancia. No había dudas de que lo estaban observando, esperando ver cómo reaccionaría ante la presión del momento.

Karl decidió mantener la calma, consciente de que cualquier muestra de impaciencia o desafío podría ser usada en su contra. Se sentó erguido, con las manos descansando sobre sus rodillas y la mirada fija en la mesa frente a él. Su mente repasaba los acontecimientos recientes, buscando alguna señal o indicio de lo que podría venir.

Sabía que, de alguna manera, esta era una prueba de su paciencia y resistencia, un intento de medir su carácter y su disposición a someterse a la autoridad de la orden. Pero Karl también entendía que, en juegos como estos, la clave estaba en mostrar control y serenidad, dejando claro que no era alguien fácil de doblegar.

Los minutos se alargaron en un silencio pesado, solo interrumpido por el leve crujido de la madera y el murmullo lejano de voces que apenas se filtraban desde otros pasillos. Karl permaneció inmóvil, respirando con calma y manteniendo su mente clara. Sabía que pronto alguien vendría, y estaría listo para enfrentarlo con la misma determinación que lo había llevado hasta allí.

El silencio del salón fue interrumpido por el sonido suave pero constante de pasos, acompañados por un leve arrastre. Karl alzó la vista y vio entrar a un anciano, escoltado por dos monjes que lo asistían mientras se desplazaba lentamente hacia los cojines dispuestos frente a Karl. El anciano se movía con la cautela de alguien que llevaba el peso de los años y de una vida llena de responsabilidades. Sus ojos, sin embargo, estaban llenos de una vitalidad intensa, un brillo que contrastaba con su apariencia frágil.

Los monjes lo ayudaron a acomodarse en los cojines, y él se sentó con una serenidad que solo otorgan los años y la experiencia. Dejó descansar sus delgados brazos sobre las piernas y, después de una breve pausa para recuperar el aliento, fijó su mirada directamente en Karl. Era una mirada profunda, que parecía atravesar las capas de la piel y llegar directamente al alma, evaluando, juzgando, sin decir una palabra.

“El famoso profesor Karl Máser,” dijo el anciano con una voz suave pero cargada de autoridad. Sus palabras resonaron en la sala con una claridad inusitada. “El salvador de la tierra, o el comerciante de la historia. ¿Quién es usted? Dígame, lo escucho.”

Karl se mantuvo en silencio por un momento, midiendo las palabras del anciano y la intención detrás de ellas. Sabía que cada respuesta, cada gesto, estaba siendo evaluado no solo por el anciano, sino también por los monjes que probablemente observaban desde las sombras. Era más que una simple pregunta; era un desafío, una invitación a justificar su presencia y sus acciones.

Con un leve movimiento de sus manos, Karl se acomodó en la silla de madera, manteniendo la compostura. “Soy un buscador de la verdad,” respondió finalmente, con una voz tranquila pero firme. “Mi trabajo no es comerciar con la historia, sino entenderla. Cada paso que doy, cada descubrimiento, es con el propósito de aprender y preservar lo que otros han dejado antes que nosotros. No estoy aquí para profanar ni para explotar, sino para entender.”

El anciano continuó mirándolo, sin cambiar su expresión. Era imposible discernir si aprobaba o desaprobaba las palabras de Karl, pero estaba claro que escuchaba con atención. Karl sintió que debía continuar, que las palabras correctas en ese momento podrían ser la clave para ganarse, si no la confianza, al menos una oportunidad de demostrar su verdadera intención.

“El Monte Kailash es un lugar de gran poder y misterio,” prosiguió Karl. “Entiendo la necesidad de protegerlo, de evitar que caiga en manos equivocadas. Pero también creo que el conocimiento, cuando se maneja con respeto, es la clave para preservar, no destruir. No he venido aquí para tomar, sino para aprender, y para compartir ese conocimiento con quienes también buscan protegerlo.”

El anciano dejó que sus palabras flotaran en el aire, manteniendo su mirada fija en Karl. Tras unos momentos, el anciano respiró hondo y dejó escapar un suspiro que parecía llevar consigo el peso de siglos de decisiones y secretos.

La Prueba del Té.

El anciano, sin pronunciar palabra, realizó un pequeño gesto con su mano y, como si hubieran estado esperando su señal, los monjes reaparecieron casi al instante, trayendo consigo un delicado servicio de té. Las piezas de porcelana estaban finamente decoradas con motivos antiguos, reflejando la luz suave de la habitación. El anciano miró a Karl y, con un gesto tranquilo, lo invitó a sentarse en los cojines frente a él.

Karl entendió rápidamente que no era solo una invitación; era otra prueba, una manera de evaluar su respeto por las tradiciones y su capacidad para adaptarse a los rituales de aquellos a quienes enfrentaba. Recordó las innumerables tardes con su madre, quien siempre había tratado el servicio de té como un acto casi sagrado, una mezcla de disciplina, arte y respeto. Agradeció internamente esas lecciones, sabiendo que ahora eran más valiosas que nunca.

Sin mostrar vacilación, Karl se sentó en los cojines, enfrentando al anciano con una serenidad que reflejaba su determinación. Tomó la tetera con cuidado, asegurándose de sujetarla correctamente, tal como su madre le había enseñado. El calor del recipiente era reconfortante en sus manos, y cada movimiento lo realizó con precisión y cuidado, consciente de que cada detalle contaba.

Con un movimiento fluido, Karl vertió el té en las pequeñas tazas, asegurándose de que el flujo fuera constante y suave, sin salpicar ni apresurarse. Mantuvo su atención en el proceso, evitando cualquier distracción, y colocando cada taza frente al anciano con la debida reverencia. Era más que un simple servicio; era un intercambio de respeto y entendimiento mutuo, una manera de demostrar que conocía y valoraba la herencia de los otros.

El anciano observó cada gesto de Karl con una mirada intensa, analizando no solo la técnica, sino también la actitud y la intención detrás de cada movimiento. Al final, cuando Karl colocó la última taza frente a él, el anciano asintió ligeramente, como si hubiera encontrado en Karl algo digno de respeto.

Karl, alzando una taza hacia el anciano, hizo una ligera inclinación con la cabeza antes de beber, cerrando el pequeño ritual con la misma solemnidad con la que había comenzado. Mientras el té cálido recorría su garganta, sintió un renovado sentido de calma y propósito. Había pasado una prueba más, una que requería no solo conocimiento, sino también una profunda comprensión y respeto por lo que era sagrado para los demás.

El anciano, tras un breve silencio, llevó la taza a sus labios y sorbió el té lentamente. Los segundos parecieron eternos mientras Karl esperaba alguna reacción, pero en lugar de palabras, el anciano simplemente lo observó con una nueva luz en sus ojos, una mezcla de curiosidad y reconocimiento. El silencio que siguió no fue de juicio, sino de una comprensión tácita: Karl había demostrado que, más allá de ser un extranjero, estaba dispuesto a respetar y aprender de lo que no conocía.

El Verdadero Desafío.

Karl colocó la taza de vuelta en la mesa, y fue entonces cuando algo lo golpeó con la fuerza de una revelación inesperada. Un escalofrío recorrió su espalda al darse cuenta de lo que realmente estaba sucediendo. Había estado tan concentrado en ejecutar el servicio de té con la precisión y el respeto que su madre le había inculcado, que no se había fijado en los detalles más sutiles y cruciales de los objetos frente a él.

Las tazas, la tetera, cada pequeño utensilio del servicio de té estaban adornados con símbolos que Karl conocía demasiado bien. Eran los símbolos de los Anun Ka, las mismas marcas antiguas que había estudiado y visto en ruinas y artefactos repartidos por todo el mundo. Eran los signos de una civilización que, según sus investigaciones, conectaba misteriosamente sitios sagrados y monumentos antiguos desde Egipto hasta América Latina.

El anciano, con una mirada expectante y aguda, observaba a Karl, esperando su reacción. Karl comprendió de inmediato que esa era la verdadera prueba: reconocer los símbolos, entender su significado, y lo que implicaba para los secretos del Monte Kailash. Por un instante, dudó si debería haber dicho algo antes, pero se dio cuenta de que, ahora, más que nunca, sus palabras debían ser precisas y significativas.

Sin perder la compostura, y buscando que sus palabras fluyeran con naturalidad, Karl habló con una voz serena pero cargada de significado. “Aquí estamos los que venimos de lejos,” dijo suavemente, pronunciando la frase ancestral de los Anun Ka, la misma que había encontrado inscrita en los muros de Teotihuacán. Levantó la vista y miró directamente a los ojos del anciano, buscando una reacción.

El anciano, al escuchar la frase, dejó caer sus brazos con lentitud y cerró los ojos por un momento, como si absorbiera las palabras de Karl y las dejara resonar en el fondo de su conciencia. Era un reconocimiento tácito, una conexión que trascendía las barreras de idioma y tiempo, un puente entre lo que Karl representaba y lo que la Orden del Dragón Negro había jurado proteger.

Por un instante, el salón se llenó de una tensión casi palpable. Karl sabía que acababa de cruzar un umbral importante en su interacción con el anciano y la orden. Había reconocido los símbolos, había pronunciado las palabras correctas, y ahora el siguiente movimiento dependía de cómo el anciano y su orden interpretaban su comprensión y respeto por lo que era sagrado para ellos.

El anciano abrió lentamente los ojos y devolvió la mirada a Karl, su expresión había cambiado, suavizada por un destello de algo que podría haber sido respeto o, al menos, un reconocimiento del coraje y conocimiento de Karl. Sin pronunciar palabra, el anciano asintió levemente, como si aceptara, aunque fuera momentáneamente, la presencia de Karl en un espacio reservado para los guardianes de los secretos más profundos del Monte Kailash.

El anciano, con su serenidad inalterable, llevó la taza a sus labios una vez más y tomó un sorbo pausado de té, como si cada gesto fuera una parte esencial de un ritual profundo y personal. Observó a Karl con sus ojos penetrantes, que parecían ver más allá de la superficie, evaluando no solo las palabras sino las intenciones y emociones detrás de ellas.

Karl mantuvo su mirada fija, esperando las próximas palabras del anciano, consciente de que cada momento contaba y que cualquier comentario, por pequeño que fuera, podía inclinar la balanza de su destino y el de sus compañeros.

Finalmente, el anciano colocó la taza de vuelta en la mesa con la misma precisión con la que la había tomado, y su voz, aunque suave, resonó con una autoridad que exigía una respuesta sincera. “Hábleme de sus amigos,” dijo, con un tono que sugería más que una simple curiosidad. Había una intención detrás de la pregunta, una necesidad de comprender el vínculo que unía a Karl con su equipo y lo que los había traído hasta los secretos del Monte Kailash.

Karl respiró profundamente, entendiendo que esta era otra prueba, una oportunidad para mostrar no solo quién era él, sino quiénes eran las personas que lo acompañaban en su misión. “Mis amigos,” comenzó, eligiendo sus palabras con cuidado, “son más que compañeros de viaje. Son personas de gran valor, cada uno con un propósito y una historia que los hace esenciales en esta búsqueda.”

“Amir,” continuó, “es un arqueólogo brillante, con un corazón firme y una mente que nunca deja de cuestionar lo que ve. Su compromiso con descubrir la verdad y preservar la historia es lo que nos ha llevado a través de desafíos que otros habrían considerado imposibles.”

“Sara es una mujer de ciencia y lógica, pero también de profunda intuición. Su habilidad para ver patrones y conexiones donde otros solo ven caos ha sido crucial para nuestro avance. Además, su sentido de la justicia y su compasión la hacen una líder nata, alguien que lucha no solo por el conocimiento, sino por lo que es correcto.”

Karl hizo una pausa antes de continuar, recordando a Tomás y lo que significaba para él y para el equipo. “Tomás es el pilar que nos mantiene firmes. Su habilidad técnica y su enfoque pragmático equilibran nuestras ambiciones y nos anclan en la realidad. Pero más allá de sus habilidades, es su lealtad inquebrantable y su espíritu protector lo que nos ha mantenido unidos en los momentos más oscuros.”

Karl miró al anciano directamente a los ojos. “No somos saqueadores de la historia. Somos buscadores de la verdad, cada uno de nosotros comprometido con un propósito más grande que nuestras propias vidas. Entiendo su preocupación por proteger lo sagrado, pero le aseguro que nuestras intenciones son honorables. Mis amigos y yo solo buscamos aprender y respetar lo que hemos encontrado.”

El anciano escuchó atentamente, su rostro inmutable, pero sus ojos parecían captar cada matiz de las palabras de Karl. Asintió lentamente, dejando que el silencio se asentara entre ellos, como si estuviera pesando la sinceridad de Karl y la verdad de su misión.

El anciano se quedó en silencio durante unos momentos, dejando que las palabras de Karl resonaran en la quietud del salón. La mirada del anciano no dejaba de escrutar a Karl, como si intentara desentrañar cada capa de sinceridad y propósito en sus respuestas. Finalmente, con una leve inclinación de cabeza, el anciano rompió el silencio.

“Pensaré en sus palabras y hablaremos nuevamente,” dijo con una voz que, aunque tranquila, llevaba un tono de resolución y autoridad. Antes de que Karl pudiera responder, dos monjes aparecieron casi de inmediato, moviéndose con la misma eficiencia y discreción que antes. Ayudaron al anciano a levantarse con suavidad, cuidando cada uno de sus movimientos como si transportaran un frágil tesoro.

Karl observó cómo el anciano se dejaba guiar por los monjes hacia la salida del salón. Justo cuando estaban a punto de desaparecer por el umbral, el anciano se detuvo y giró levemente la cabeza hacia Karl. Sus ojos brillaron con una intensidad que parecía cargar con siglos de sabiduría y secretos.

“La verdad es solo eso, la verdad,” dijo el anciano, sus palabras flotando en el aire como una advertencia o un recordatorio, antes de girarse y desaparecer en las sombras del pasillo.

Karl se quedó solo en la sala, reflexionando sobre esas últimas palabras y el peso que llevaban. Entendió que la conversación no había terminado, que lo que había dicho aún estaba siendo evaluado en un nivel mucho más profundo. Había plantado la semilla de su verdad, pero sabía que aún quedaba mucho por demostrar y descubrir en los intrincados caminos de la Orden del Dragón Negro y los secretos del Monte Kailash.

Los monjes escoltaron a Karl de vuelta por los mismos pasillos oscuros y fríos por los que lo habían llevado antes. Sin pronunciar palabra, lo guiaron hasta la celda donde había dejado a sus compañeros. Al acercarse, Karl sintió una mezcla de alivio y curiosidad al ver que la situación dentro había cambiado.

La reja se abrió con un chirrido metálico, y Karl fue conducido al interior de la celda. Al entrar, notó de inmediato que sus amigos ya no llevaban los grilletes en los pies. En lugar de la fría austeridad que los había recibido la primera vez, ahora había algunos elementos nuevos: unos sacos de dormir descansaban en un rincón, y en el centro había una pequeña mesa plástica rodeada de sillas del mismo material. Sobre la mesa, varias jarras llenas de agua fresca.

Sara, Tomás y Amir lo miraron aliviados al verlo regresar, pero también había en sus rostros una expresión de cautela, como si estuvieran evaluando qué tanto había cambiado la situación en su ausencia.

“Karl, estás de vuelta,” dijo Sara, levantándose para acercarse a él. “Las cosas han mejorado un poco desde que te llevaron.”

Tomás, observando a Karl con atención, añadió: “Nos quitaron los grilletes poco después de que te fuiste, y nos trajeron todo esto. Es como si… estuvieran reconsiderando su posición o algo así.”

Amir, quien estaba bebiendo un poco de agua, asintió. “No sé si es una señal de que confían más en nosotros o si simplemente están preparándonos para algo. Pero al menos no estamos encadenados.”

Karl se tomó un momento para asimilar los cambios. Aunque la celda seguía siendo un lugar de cautiverio, las mejoras eran innegables. Pensó en su encuentro con el anciano, en las palabras intercambiadas y en la posible impresión que había dejado. Era evidente que algo había influido en el trato que estaban recibiendo ahora, y aunque no estaba completamente seguro de qué había causado el cambio, estaba dispuesto a aprovechar cualquier ventaja.

“Creo que están empezando a vernos de manera diferente,” dijo Karl, tomando asiento en una de las sillas plásticas. “No sé cuánto de esto es temporal o si están probando algo más, pero necesitamos estar preparados para cualquier cosa.”

El grupo se acomodó alrededor de la mesa, el ambiente un poco más relajado, pero aún lleno de incógnitas. Aunque la mejora en sus condiciones era un pequeño respiro, todos sabían que aún había mucho por descubrir y entender sobre la Orden del Dragón Negro y su conexión con los secretos del Monte Kailash. La verdad, como había dicho el anciano, seguía siendo solo eso: la verdad, y su búsqueda aún estaba lejos de terminar.

Después de acomodarse alrededor de la mesa, Karl miró a sus amigos, sus rostros aún marcados por la tensión y la incertidumbre de su situación. A pesar de las mejoras en su entorno inmediato, la realidad de estar prisioneros y a merced de la Orden del Dragón Negro seguía pesando sobre ellos. Karl sabía que necesitaban entender más de lo que enfrentaban y mantener la calma mientras buscaban respuestas.

“Me encontré con el anciano,” comenzó Karl, sus palabras llenas de la gravedad de la experiencia. “Es un hombre sabio, muy observador. No solo está aquí para juzgar, sino también para entender quiénes somos y qué buscamos. Fue más una conversación que un juicio, al menos por ahora.”

Los demás lo escuchaban con atención, asimilando cada detalle que Karl compartía. Les relató cómo el anciano había cuestionado sus intenciones y la conexión que había hecho con los símbolos de los Anun Ka en el servicio de té. Sara, Tomás y Amir intercambiaron miradas, comprendiendo que había más en juego que simples creencias y tradiciones.

“Creo que esta fue solo una primera prueba,” continuó Karl. “El anciano dijo que pensaría en lo que hablamos y que volveríamos a conversar. Mi impresión es que esto no ha terminado. Estoy seguro de que volverán a hablar con nosotros, y cómo nos comportemos ahora podría ser crucial.”

Sara asintió lentamente, comprendiendo la importancia de mantener la calma y la cabeza fría. “Entonces, necesitamos estar preparados para cuando vuelvan. No sabemos exactamente qué buscan, pero si quieren respuestas o ver cómo reaccionamos, tenemos que ser cuidadosos.”

“Exacto,” confirmó Karl. “Por ahora, no podemos hacer mucho más que esperar y mantenernos tranquilos. La paciencia será nuestra mejor aliada. Han mejorado nuestras condiciones, lo que significa que quizás están abiertos a dialogar, o al menos no nos ven solo como una amenaza inmediata.”

Tomás, con los brazos cruzados, reflexionó en voz baja. “¿Y si todo esto es solo una manera de hacernos bajar la guardia? No podemos olvidar que nos tienen aquí contra nuestra voluntad.”

Karl asintió, sabiendo que la cautela de Tomás era justificada. “Es una posibilidad, por supuesto. Pero también es una oportunidad para mostrar que no somos lo que temen. No podemos hacer mucho más en este momento que jugar según sus reglas, al menos hasta entender mejor su posición.”

El grupo quedó en un silencio pensativo, asimilando las palabras de Karl. Había una cierta paz en saber que estaban juntos y que, a pesar de las circunstancias, tenían la fuerza para seguir adelante. Con renovada determinación, se dispusieron a esperar lo que viniera, sabiendo que cada pequeño gesto y cada palabra podría acercarlos un paso más a la verdad y, quizás, a su libertad.

El resto del día transcurrió en una calma tensa, con el grupo manteniéndose cerca, ocupados en conversaciones suaves y reflexiones personales. Aunque la sensación de estar prisioneros no había desaparecido, las mejoras en sus condiciones les brindaban una pequeña tregua, un respiro que ayudaba a calmar sus mentes mientras intentaban procesar todo lo que estaba sucediendo.

Más tarde, los monjes regresaron, pero esta vez, en lugar de la simple comida que les habían proporcionado antes, trajeron un banquete de mejor calidad: panes frescos, una variedad de frutas y verduras, y un guiso caliente que llenó la celda con un aroma reconfortante. El grupo intercambió miradas sorprendidas y algo aliviadas; las atenciones seguían mejorando, aunque la incertidumbre sobre el motivo detrás de estos gestos persistía.

“Esto es mucho mejor,” comentó Amir mientras tomaba un bocado de pan caliente. “Quizás realmente están reconsiderando su postura.”

Karl asintió, aunque permanecía cauteloso. “Es posible. O podría ser parte de un plan más grande. Debemos estar agradecidos, pero también vigilantes.”

Mientras comían, uno de los monjes se acercó a Sara y le hizo un gesto para que lo siguiera. Sara, sorprendida pero también aliviada por la oportunidad de moverse un poco, fue guiada a un pequeño lavado a pocos pasos de la celda. El lugar era simple, pero funcional, con agua limpia y todo lo necesario para refrescarse después de los días en cautiverio. Sara aprovechó el momento para lavarse y recomponerse, disfrutando de un breve momento de privacidad y calma.

Al regresar, el monje le indicó que volviera a su celda y, con un tono seco pero respetuoso, le comunicó al grupo: “Más tarde, el anciano desea verlos a todos. Prepárense para ser llevados ante él.”

La noticia de que serían llevados todos a ver al anciano encendió una mezcla de anticipación y nerviosismo en el grupo. Era una señal de que el juicio o la evaluación continuaba, y aunque no sabían qué esperar, estaban listos para enfrentar lo que viniera juntos. Karl recordó sus palabras sobre la paciencia y la preparación, y se aseguró de que todos comprendieran la importancia de mantener la calma y estar unidos.

Con el día desvaneciéndose lentamente y la expectativa de una nueva conversación con el anciano en el aire, el grupo se mantuvo sereno, sabiendo que el momento crucial se acercaba. Ahora, más que nunca, cada acción y cada palabra contaría en su camino hacia la verdad y la posible liberación.

La rutina de espera fue interrumpida de manera abrupta cuando, una vez más, los monjes aparecieron en la celda. Sin embargo, esta vez no hubo empujones ni gestos bruscos; sus captores se movieron con una calma controlada, como si el cambio en el trato hubiera sido premeditado y calculado. Karl, Sara, Tomás y Amir intercambiaron miradas rápidas, captando que la dinámica estaba cambiando nuevamente.

Los monjes los guiaron a través de pasillos que parecían menos opresivos y más ordenados que los anteriores. Después de algunos giros y un breve trayecto, llegaron a un salón más pequeño y acogedor. La sala estaba amueblada con una mesa de conferencias de aspecto sencillo pero funcional, rodeada de sillas cómodas. A un lado, una pantalla de proyección colgaba de la pared, y discretas luces de techo iluminaban el espacio con un tono suave y cálido.

El grupo fue invitado a sentarse, sin palabras, solo con un gesto que no dejaba lugar a dudas sobre lo que debían hacer. Se acomodaron en las sillas de la mesa de conferencias, cada uno sintiendo una mezcla de curiosidad y tensión por lo que estaba por venir. La sala, con su simplicidad y funcionalidad, parecía preparada para una conversación más formal y seria, diferente a la austeridad de los encuentros anteriores.

“Esto es… diferente,” murmuró Tomás, observando la pantalla y la disposición de la mesa. “Parece una verdadera sala de conferencias.”

Sara asintió, ajustándose en su silla mientras observaba los detalles del lugar. “Quizás ahora quieren discutir algo más a fondo con nosotros. Parece que se están preparando para un tipo de presentación o… negociación.”

Karl, sentado al frente y con los ojos atentos a cada movimiento de los monjes, se mantuvo en silencio, evaluando la situación. Era evidente que algo había cambiado en su trato, y esta nueva disposición sugería que estaban listos para entrar en un nivel diferente de comunicación. Los pequeños cambios en su entorno, desde la calidad de la comida hasta la comodidad de la sala, apuntaban a una estrategia más sofisticada y deliberada.

Con todos sentados y en espera, los monjes permanecieron cerca, manteniendo la vigilancia, pero sin intervenir más allá de lo necesario. Karl sabía que pronto, el siguiente paso de este enigma se revelaría, y cada uno de ellos tendría que estar preparado para lo que la Orden del Dragón Negro había planeado. El ambiente estaba cargado de expectativa, y mientras la luz cálida bañaba la sala, el grupo se preparó mentalmente para lo que viniera.

El anciano entró en la sala con la misma calma y dignidad que lo caracterizaba, flanqueado por dos monjes y seguido por un técnico que llevaba un control remoto en la mano. Sin perder tiempo, el anciano se dirigió a la cabecera de la mesa y con un gesto autoritario indicó al técnico que comenzara. La pantalla al fondo de la sala cobró vida, mostrando una serie de imágenes y titulares de prensa que captaron de inmediato la atención de Karl y sus compañeros.

Los primeros recortes eran de los principales periódicos y revistas científicas: grandes titulares destacaban los logros de Karl en Teotihuacán, su revelación sobre los símbolos Anun Ka, y los sorprendentes hallazgos que habían sacudido a la comunidad académica. Luego, las imágenes cambiaron, mostrando a Karl junto a su equipo en Egipto, trabajando en la Esfinge, con Sara, Amir y Tomás claramente visibles en las fotografías. Cada imagen era una pieza de su historia, cada titular un recordatorio de los riesgos y triunfos que habían compartido.

Las portadas de los libros que Karl había escrito sobre sus descubrimientos aparecieron después, exhibiendo no solo su dedicación a la arqueología, sino también la controversia y el impacto que sus teorías habían tenido en el mundo académico. Los fragmentos de entrevistas y comentarios de otros expertos completaban el cuadro, algunos alabando sus contribuciones y otros cuestionando sus métodos.

El anciano observó en silencio, sus ojos nunca alejándose de la pantalla mientras el desfile de imágenes y palabras llenaba la sala. Karl y su equipo permanecieron quietos, sintiendo el peso de cada momento de su pasado siendo desglosado y examinado ante ellos. No había necesidad de palabras; el mensaje era claro: la Orden del Dragón Negro sabía quiénes eran y qué habían hecho, y estaban evaluando cada uno de esos pasos.

Cuando la presentación terminó, la pantalla se oscureció lentamente, dejando solo el reflejo de las luces en los rostros atentos del grupo. El anciano, con una expresión imperturbable, se tomó un momento para mirarlos detenidamente, como si cada mirada fuera una pregunta, una ponderación de su verdadero carácter y sus intenciones.

Finalmente, el anciano habló, su voz calmada pero cargada de una autoridad que resonaba en la sala. “Han recorrido un camino largo y peligroso,” dijo, dirigiéndose principalmente a Karl, pero con los ojos ocasionalmente pasando a cada uno de los demás. “Han desafiado lo que muchos no se atreverían a cuestionar, y han expuesto secretos que, para algunos, nunca debieron ser revelados. La pregunta que nos ocupa no es lo que han hecho, sino por qué.”

El silencio volvió a llenar la sala, dándoles tiempo para reflexionar sobre el significado de esas palabras. Karl sabía que la respuesta que dieran ahora no solo definiría su destino ante la Orden, sino que también podría abrir o cerrar las puertas hacia los secretos que habían venido a descubrir en el Monte Kailash.

Karl respiró profundamente, buscando la claridad y el control que necesitaba para hablar con la firmeza de sus convicciones. Miró al anciano, sus palabras cargadas de la verdad que había sostenido a lo largo de su carrera, una verdad que sabía que podía costarle todo, pero que no podía callar.

“El hombre moderno,” comenzó Karl con una voz suave pero segura, “parece haber olvidado su pasado. Vivimos en una era de crecimiento acelerado de la tecnología, pero, ¿a qué costo? Los abusos hacia los más pobres no han disminuido, la falta de educación sigue siendo una barrera insuperable para muchos, y constantemente, intereses oscuros callan la verdad, enterrándola bajo montañas de conveniencia y poder.”

El anciano lo observó con atención, sus ojos brillando con una mezcla de curiosidad y escrutinio, pero sin interrumpir.

“La gente tiene derecho a saber la verdad,” continuó Karl, su voz ganando fuerza a medida que hablaba. “No podemos seguir corriendo ciegamente en un camino que, tarde o temprano, nos llevará a la autodestrucción. En Teotihuacán, junto a mi esposa, descubrimos algo que cambió para siempre nuestra percepción: un pueblo que llegó de las estrellas, los Anun Ka, que enseñaron a los primeros humanos el camino de la prosperidad hace más de cincuenta mil años.”

Karl hizo una pausa, dejando que sus palabras resonaran en la sala antes de continuar. “Gracias a las enseñanzas de los Anun Ka, hoy se están desarrollando tecnologías que podrían sustituir las energías fósiles por un tipo de energía limpia y eficiente, algo que ellos compartieron con la humanidad. En la Esfinge, mis compañeros y yo tuvimos acceso a una máquina que, en silencio, salvó a la humanidad de una catástrofe inminente. Los Anun Ka han estado presentes en cada etapa crucial del desarrollo humano, no como dominadores, sino como guías, impulsándonos y protegiéndonos.”

Karl miró al anciano directamente a los ojos, con una intensidad que reflejaba su pasión y creencia en lo que decía. “Y ahora, aquí, en el Monte Kailash, veo las mismas señales. Los Anun Ka están nuevamente presentes, y creo que su propósito sigue siendo el mismo: ayudarnos a encontrar un camino mejor. No estoy aquí para profanar ni para explotar lo que este lugar guarda. Estoy aquí para entender, para aprender y para compartir esa verdad con el mundo, porque solo conociendo nuestra verdadera historia, podemos evitar los errores del pasado.”

El anciano permaneció en silencio por un momento, sus ojos aún fijos en Karl, evaluando cada palabra, cada gesto. La sala se llenó de una quietud tensa, como si el aire mismo estuviera suspendido en la expectativa de una respuesta. Karl había puesto todo sobre la mesa, confiando en que la verdad, tal como la había vivido y entendido, sería suficiente para demostrar sus intenciones.

El anciano mantuvo su mirada fija en Karl durante unos segundos más, luego la desvió lentamente hacia el resto del grupo. Sus ojos, llenos de la misma intensidad y escrutinio que antes, se posaron primero en Sara, luego en Tomás, y finalmente en Amir. Había una pregunta tácita en su expresión, una que pronto se hizo explícita con su voz calma y autoritaria.

“Y ustedes,” dijo el anciano, su tono firme pero curioso, “¿están con él? Confían en él, ¿por qué? ¿Qué los impulsa a seguirlo en esta misión peligrosa y llena de incertidumbres? Los escucho.”

Sara fue la primera en romper el silencio. Se irguió en su silla, su mirada reflejando la determinación que había guiado sus acciones desde el principio. “Sí, estoy con Karl,” respondió con firmeza. “Confío en él porque sé que sus intenciones son genuinas. No busca riqueza ni gloria, sino la verdad. Desde el primer día, hemos trabajado juntos para desenterrar no solo artefactos, sino también conocimientos que puedan ayudar a la humanidad a entenderse mejor a sí misma. Lo que nos impulsa es la convicción de que la historia tiene lecciones que aún no hemos aprendido, y que debemos seguir buscando esas respuestas.”

El anciano asintió ligeramente y luego giró su mirada hacia Tomás, quien asintió antes de hablar. “Karl es más que un líder para nosotros; es un amigo y un mentor. He visto su dedicación y su respeto por cada lugar que hemos explorado. No estamos aquí para tomar o destruir, sino para aprender. Nos impulsa la esperanza de que al entender nuestro pasado, podamos influir en un futuro mejor. No es solo una aventura, es una responsabilidad que tomamos en serio.”

Amir tomó la palabra después de Tomás, su voz serena pero llena de convicción. “He estado en muchas expediciones y he visto lo que la codicia y el poder pueden hacerle a la historia. Karl es diferente. Él no se deja guiar por intereses egoístas, sino por un deseo profundo de entender y compartir. Conocer a los Anun Ka y sus enseñanzas ha cambiado nuestra perspectiva del mundo, y sabemos que esta es una oportunidad para conectar los puntos de nuestra historia que han sido ignorados o perdidos. Confío en Karl porque, como nosotros, su objetivo es proteger lo que hemos descubierto y asegurarnos de que se use para el bien de todos.”

El anciano los escuchó en silencio, sus ojos moviéndose lentamente entre cada uno de ellos, evaluando sus respuestas. La atmósfera en la sala estaba cargada de una mezcla de tensión y sinceridad, y aunque no había promesas de que sus palabras cambiarían lo que estaba por venir, cada uno de ellos habló con la certeza de que estaban en el camino correcto.

El anciano, tras escuchar las respuestas de cada uno, permaneció en silencio por un instante, reflexionando sobre lo que había oído. Luego, su mirada se volvió más penetrante, casi como si buscara medir no solo las palabras de Karl y su equipo, sino sus corazones y convicciones. Lentamente, dejó caer sus manos sobre sus piernas y, con una voz calmada pero llena de una autoridad incuestionable, formuló una nueva pregunta que hizo eco en la sala.

“Y si ese mágico portal del que hablan,” dijo el anciano, con un leve gesto hacia la pantalla ahora oscura, “logra ser descubierto, y Shambhala, esa fabulosa ciudad, resulta ser real… ¿creen que el mundo está preparado para conocer esa verdad?” Su voz resonó en la habitación, cada palabra impregnada de un desafío que ninguno de ellos podía ignorar. “¿Acaso entienden lo que Shambhala significa realmente?”

El anciano hizo una pausa, dejando que la pregunta flotara en el aire antes de continuar. Con un gesto, señaló una serie de símbolos que habían aparecido en la pantalla, símbolos que Karl y su equipo reconocieron de inmediato: eran los mismos que habían encontrado en sus exploraciones, los mismos signos de los Anun Ka, los que habían guiado sus descubrimientos y confirmaban las leyendas.

“Miren,” dijo el anciano, apuntando con un dedo delgado pero firme hacia los símbolos proyectados. “Así se escribe el nombre de Shambhala en la lengua de aquellos que vinieron de lejos. No es solo un nombre, es una idea, un concepto. Les desafío a que me digan qué significa realmente. ¿Saben lo que significa para ellos? ¿Saben lo que significa para ustedes?”

Karl observó los símbolos con una mezcla de fascinación y respeto. El antiguo lenguaje de los Anun Ka, que había estudiado y descifrado durante años, siempre tenía capas de significados y una profundidad que no siempre era evidente a primera vista. El desafío del anciano no era solo un test de su conocimiento, sino una prueba de su comprensión sobre el verdadero impacto de sus descubrimientos.

La sala se llenó de una tensión casi palpable, mientras Karl y su equipo observaban los símbolos, buscando en su mente la clave para entender lo que se les estaba pidiendo. No era solo una cuestión de traducción; era una cuestión de comprender el verdadero peso de lo que Shambhala representaba, no solo para los Anun Ka, sino para el destino de la humanidad.

Karl sintió cómo el peso de la situación se hacía aún más intenso. El anciano había formulado una pregunta que no solo buscaba conocimiento, sino discernimiento. No era solo sobre entender los símbolos de los Anun Ka, sino sobre entender su verdadero significado en el contexto del mundo actual. Karl sabía que este era el momento decisivo, el verdadero juicio, y que la respuesta que diera determinaría no solo su destino, sino también el de sus amigos.

Miró los símbolos proyectados en la pantalla, permitiendo que sus años de estudio y experiencia se alinearan con la intuición que siempre lo había guiado. Cada curva, cada línea, cada símbolo resonaba con un eco antiguo, como si las voces de los Anun Ka le susurraran desde un pasado lejano. Y entonces, lo entendió: el mensaje era claro.

“Shambhala,” comenzó Karl, con una voz que intentó mantener firme y clara, “significa ‘lugar de paso y descanso para los elegidos’. No es solo una ciudad o un refugio; es un concepto, un estado de ser reservado para aquellos que son dignos. Los Anun Ka lo diseñaron como un lugar donde aquellos que están en sintonía con los principios de sabiduría, paz y conocimiento pueden encontrar refugio y guía.”

Hizo una pausa, dejando que sus palabras calaran hondo, tanto en el anciano como en sus propios compañeros, que lo observaban con una mezcla de esperanza y ansiedad. Karl sabía que había algo más profundo en esa definición, algo que necesitaba ser comprendido más allá de las palabras.

“El verdadero desafío,” continuó Karl, mirando al anciano directamente, “es si los humanos de nuestra época son dignos de ser esos ‘elegidos’. Los tiempos han cambiado, y aunque hemos avanzado en muchos aspectos, también hemos perdido mucho de lo que los Anun Ka valoraban: respeto, armonía, y la búsqueda del conocimiento por el bien común y no por la ganancia personal.”

Karl dejó que sus palabras resonaran un momento, permitiéndose una respiración profunda mientras evaluaba la reacción del anciano. “No se trata solo de encontrar Shambhala. Se trata de ser dignos de lo que representa. Esa es la verdadera prueba. No solo si podemos descifrar sus secretos, sino si merecemos recibirlos.”

El anciano lo miró fijamente, sus ojos penetrantes como si intentaran desentrañar cada capa de las palabras de Karl. El silencio que siguió fue pesado y cargado de significado. Karl sabía que había respondido con toda la verdad y convicción que poseía, pero también entendía que la aceptación de esa verdad dependía de algo más allá de su control.

El anciano se quedó en silencio tras escuchar la respuesta de Karl, sus ojos cansados reflejando la carga de siglos de decisiones y sacrificios. Tras un breve momento de reflexión, levantó la mirada hacia Karl, y con una voz que llevaba el peso de innumerables dilemas morales, habló con una franqueza inusual.

“Profesor,” comenzó, su tono más suave pero no menos intenso, “¿ha tomado alguna vez en su vida decisiones que riñen contra la lógica, contra sus principios, contra sus creencias? Yo, lamentablemente, lo he tenido que hacer muchas veces.” Hizo una pausa, como si sopesara el peso de sus propias palabras, cada una cargada de experiencias que Karl solo podía imaginar. “Quizá es hora de que los dos tomemos nuevamente una decisión así.”

El anciano no añadió nada más. Su declaración quedó suspendida en el aire, cargada de un significado que no necesitaba más explicaciones. Con un leve gesto de su mano, indicó a los monjes que lo asistieran, y lentamente, lo ayudaron a levantarse y a salir de la sala. El silencio que siguió fue abrumador, como si el mismo tiempo se hubiera detenido, dejando a Karl y su equipo con el eco de las palabras del anciano resonando en sus mentes.

Karl observó al anciano hasta que desapareció por la puerta, tratando de procesar el mensaje oculto en sus palabras. Era claro que una decisión difícil estaba por delante, y que tanto él como el anciano entendían lo que eso significaba: un compromiso con algo más grande que ellos mismos, algo que iba más allá de la lógica y de las certezas.

Sin más ceremonias, los monjes condujeron a Karl y su equipo de regreso a la celda. Los pasillos, que antes habían sentido como laberintos de incertidumbre, ahora parecían reflejar una calma inquietante. Al llegar a su celda, fueron recibidos nuevamente por el frío familiar de las paredes de piedra y el silencio, que parecía ahora más pesado, como una promesa de que lo próximo que enfrentaran sería definitivo.

Karl se dejó caer en uno de los sacos de dormir, su mente aún atrapada en la conversación que acababa de tener. Sabía que las palabras del anciano no eran solo para él; eran una advertencia, una preparación para lo que venía. Mientras sus compañeros se acomodaban a su alrededor, cada uno inmerso en sus propios pensamientos, Karl entendió que, efectivamente, la hora de la verdad había llegado.

La noche se deslizó sobre el monasterio como un manto pesado y silencioso, apagando los últimos destellos de luz que se filtraban por las diminutas aberturas de la celda. Karl, Sara, Tomás y Amir intentaron descansar, pero la tensión del día y la incertidumbre del futuro mantenían sus mentes inquietas. El aire era denso y cargado, y cada sonido parecía amplificarse en la quietud de la prisión.

De repente, algo cambió en el ambiente. Una sensación extraña y perturbadora se apoderó de ellos. Las sombras en los rincones comenzaron a moverse, no con la naturalidad del juego de luces, sino con una rapidez inusual, como si tuvieran vida propia. Era un movimiento casi imperceptible, pero suficiente para provocar un escalofrío que recorrió sus espaldas.

“¿Lo viste?” susurró Sara, sus ojos recorriendo la penumbra en busca de una explicación lógica. Tomás asintió lentamente, sin apartar la vista de las esquinas oscuras de la celda.

“No es solo la oscuridad,” murmuró Amir, frunciendo el ceño. “Hay algo… algo más.”

Antes de que pudieran reaccionar o comprender del todo lo que estaba sucediendo, un olor familiar, amargo y penetrante, llenó el aire. Era el mismo olor que los había envuelto la primera vez que fueron apresados, un aroma a hierbas desconocidas y químicos, que se metía en sus pulmones y nublaba sus sentidos. Uno a uno, sus pensamientos se volvieron confusos, sus cuerpos pesados, y la resistencia fue un esfuerzo inútil contra la embriagante sensación que los arrastraba a la inconsciencia.

Karl intentó mantenerse despierto, luchando contra la creciente oscuridad que se apoderaba de su mente. Pero el efecto fue implacable, y pronto, las sombras que bailaban a su alrededor se convirtieron en una densa negrura que cerró sus párpados y apagó su conciencia. La celda, una vez más, quedó sumida en el silencio y la penumbra, con sus habitantes atrapados en un sueño forzado y sin respuestas.

La sensación de desorientación era abrumadora. Karl, Tomás y Amir se levantaron lentamente del suelo, sus cuerpos aún pesados y sus mentes envueltas en una neblina densa por el narcótico. La claridad regresaba solo a pedazos, fragmentos confusos de imágenes y sensaciones que no lograban conectarse del todo. El eco de un grito los sacudió de su letargo, y todos voltearon hacia donde Sara estaba de pie.

Sara se encontraba frente al portal de piedra, el mismo portal que habían descubierto y activado en su búsqueda desesperada. Su expresión era una mezcla de incredulidad y miedo, sus manos temblando levemente mientras señalaba la enorme estructura. Se giró hacia ellos, sus ojos reflejando la misma confusión que sentían todos.

“Nos trajeron de nuevo aquí, donde empezó todo,” dijo Sara, su voz temblorosa y cargada de angustia. “O… ¿fue todo una pesadilla, una alucinación? ¿Nunca salimos de aquí?”

Karl, aún tratando de sacudirse la niebla de su mente, miró a su alrededor. Cada detalle de la caverna le resultaba familiar: las paredes talladas, los símbolos antiguos, la humedad en el aire, todo tal y como lo recordaba. La posibilidad de que nunca hubieran salido de ese lugar se clavó en su mente como un dardo envenenado. Si todo había sido una ilusión, entonces su percepción de la realidad estaba en juego, y con ella, todas sus decisiones y movimientos hasta ese momento.

“No puede ser,” murmuró Tomás, pasándose una mano por la cara en un intento de despertar del todo. “Recuerdo… Recuerdo que nos llevaron a la celda, el juicio, todo eso. No pudo haber sido solo una alucinación.”

Amir se acercó al portal, examinándolo con una mezcla de desconfianza y resignación. “Pero aquí estamos de nuevo,” dijo con un tono sombrío. “Si esto es real o no, no importa ahora. Estamos en el mismo punto, enfrentando el mismo enigma.”

Karl, aunque sacudido por la incertidumbre, sabía que no podían permitirse el lujo de quedarse paralizados por la duda. Había que tomar decisiones, y rápido. La pregunta de Sara resonaba en su mente: si habían sido devueltos a este punto, o si nunca habían salido realmente, entonces todas sus acciones tendrían que ser reevaluadas. Pero una cosa era cierta: el portal seguía allí, una puerta abierta hacia lo desconocido y, quizás, hacia las respuestas que tanto buscaban.

La voz de Tomás rompió el silencio con una firmeza que resonó en las paredes de la caverna. “Todo fue muy real,” dijo, y alzó la pierna de su pantalón para mostrar su tobillo, donde la marca del grillete era evidente, un círculo rojo y dolorido que contaba una historia de cautiverio reciente. Karl, siguiendo el gesto, miró su propio tobillo y vio la misma marca, una señal innegable de que lo que habían vivido no era una mera alucinación.

“Nos trajeron de nuevo,” murmuró Tomás, sus palabras llenas de una mezcla de resignación y determinación. La prueba estaba ahí, en su piel, en la sensación persistente de haber sido atrapados y liberados solo para enfrentarse de nuevo al mismo dilema.

Karl se quedó inmóvil, sus pensamientos girando en espiral mientras intentaba procesar la magnitud de lo que el anciano le había insinuado. Era como si de repente se le hubiera concedido una claridad brutal sobre la verdadera naturaleza de la prueba que enfrentaban. Shambhala no era solo un mito, una leyenda escondida en los pliegues de la historia; era una realidad tangible, una estación de tránsito hacia otros mundos, otros tiempos. Y ahora, él se encontraba en el centro de una decisión que podría cambiar el curso de la humanidad.

El anciano había hablado de decisiones que riñen contra la lógica, los principios y las creencias, y Karl entendía ahora que la pregunta real no era si podían descubrir Shambhala, sino si debían. La humanidad, en su afán por avanzar y conquistar, podría no estar preparada para manejar el conocimiento y el poder que este descubrimiento conllevaba. ¿Estaba el hombre moderno listo para asumir la responsabilidad de abrir una puerta al infinito, a realidades desconocidas que podrían desafiar todo lo que conocían?

Karl sintió como si un enorme peso cayera sobre sus hombros. Era un peso que no solo amenazaba con aplastarlo, sino que también representaba las esperanzas, los miedos y las expectativas de todos los que confiaban en él, desde sus compañeros hasta aquellos que, como el anciano, protegían secretos más antiguos que cualquier civilización conocida.

Respiró profundamente, sabiendo que no había respuestas fáciles ni caminos claros. La decisión que el anciano le había pedido tomar no era solo sobre revelar una ciudad perdida, sino sobre abrir la puerta a un nuevo capítulo en la historia de la humanidad, uno que podría redefinir lo que significaba ser humano en el vasto tejido del universo.

Karl miró a sus amigos, quienes lo observaban con ojos llenos de confianza y una lealtad inquebrantable. En ese momento, supo que la decisión no era solo suya, sino de todos ellos, y que el futuro de Shambhala y su lugar en el mundo moderno dependería de cada paso que eligieran dar juntos.

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