Lucía caminaba a paso tranquilo por las calles del barrio, mientras el suave sol de la tarde iluminaba su trayecto de regreso a casa desde la escuela. Sus pensamientos vagaban por el día que había tenido: la clase de matemáticas, la hora de arte, y las risas con sus amigas en el recreo. Era un día común, pero Lucía siempre encontraba pequeños detalles que la hacían sonreír, como la forma en que los pájaros cantaban en las ramas o el crujido de las hojas secas bajo sus pies.
La escuela quedaba a unas pocas cuadras de su casa, y ella siempre prefería caminar sola. Disfrutaba de esos minutos de silencio, donde podía pensar en sus cosas y planear lo que haría al llegar a casa. Mientras pasaba frente a la panadería del señor Rafael, donde el aroma a pan recién horneado llenaba el aire, algo llamó su atención.
En un pequeño rincón junto a unos arbustos, escuchó un sonido suave, casi imperceptible. Lucía se detuvo, frunciendo el ceño mientras aguzaba el oído. Era un quejido, un lamento bajo y triste. Con el corazón acelerado, se acercó lentamente al lugar de donde provenía el sonido.
—¿Qué será? —se preguntó en voz baja, mientras apartaba con cuidado las ramas de los arbustos.
Allí, entre las sombras, encontró una pequeña criatura. Era un cachorrito, tan pequeño y frágil que su corazón dio un vuelco al verlo. Estaba sucio, con el pelaje enredado y cubierto de tierra. Una de sus patitas estaba estirada en una posición extraña, y su mirada parecía pedir ayuda.
—¡Oh no! —exclamó Lucía, arrodillándose junto al animalito—. ¿Qué te ha pasado?
El cachorrito gimió de nuevo, moviendo apenas la cabeza para mirarla. Lucía sintió un nudo en la garganta al verlo tan indefenso. Sus ojos grandes y oscuros brillaban de dolor y miedo. Sin pensarlo dos veces, sacó su botella de agua de la mochila y vertió un poco en su mano para dársela. El cachorro lamió el agua con debilidad, pero con evidente sed.
Lucía sabía que no podía dejarlo allí. Miró alrededor, esperando encontrar algún cartel que indicara que el cachorro pertenecía a alguien o que lo estaban buscando, pero no había nada. Nadie más estaba en la calle en ese momento, y la tarde comenzaba a avanzar. Sabía que si lo dejaba allí, el cachorrito no sobreviviría mucho más tiempo.
—Tranquilo, te ayudaré —dijo Lucía con firmeza, acariciando suavemente la cabeza del animal.
Sin dudarlo más, se quitó su chaqueta y, con cuidado, envolvió al cachorrito en ella. Lo levantó con delicadeza, preocupada por no lastimarlo más. Aunque era ligero, podía sentir la fragilidad de su pequeño cuerpo en sus brazos. Con la chaqueta protegiéndolo del viento, Lucía empezó a caminar rápidamente hacia su casa.
Durante el trayecto, su mente iba a mil por hora. ¿Qué haría al llegar a casa? Sus padres, aunque amables, no siempre estaban de acuerdo con que trajera animales a casa. Además, el cachorrito necesitaba atención médica urgente, y ella no sabía si ellos estarían dispuestos a gastar en llevarlo al veterinario. Pero había algo en esos ojos oscuros que le decía que tenía que intentarlo.
Llegó a su casa más rápido de lo habitual. Su madre estaba en la cocina preparando la cena, y su padre aún no había llegado del trabajo. Lucía entró sigilosamente, sin saber cómo explicar lo que traía entre sus brazos.
—¿Lucía? —llamó su madre desde la cocina—. ¿Eres tú? ¿Por qué tardaste tanto?
—Sí, mamá, soy yo. Estoy bien, solo… hubo algo en el camino —respondió, intentando sonar casual.
Con el corazón latiéndole rápidamente, Lucía fue directamente a su habitación. Colocó al cachorro en su cama, con cuidado de no lastimarlo más, y lo observó por un momento. Aunque estaba herido y sucio, había algo en él que lo hacía ver tan tierno y vulnerable que Lucía sintió una profunda conexión con él.
—Te pondrás bien —susurró, acariciando suavemente su pelaje.
Pero sabía que no podía ocultarlo por mucho tiempo. El cachorrito necesitaba ayuda, y rápido. Así que, después de tomar una bocanada de aire, salió de su habitación y fue directamente hacia la cocina.
—Mamá, necesito que veas algo —dijo, con la voz temblorosa.
Su madre, sorprendida por el tono de su hija, dejó lo que estaba haciendo y la siguió hasta la habitación. Cuando vio al cachorrito en la cama, cubierto con la chaqueta de Lucía, frunció el ceño.
—¿Qué es esto, Lucía? ¿De dónde lo sacaste?
—Lo encontré en el camino a casa, mamá. Estaba solo, herido… no podía dejarlo allí —explicó, con un tono casi suplicante—. Necesita ayuda.
Su madre se acercó al cachorro y lo observó con cuidado. Después de un momento de silencio, suspiró.
—Lucía, no podemos quedarnos con él. Ya sabes lo que tu padre dirá —comenzó, pero al ver la desesperación en los ojos de su hija, suavizó su tono—. Pero no podemos dejarlo así tampoco. ¿Has visto cómo está su patita?
Lucía asintió, con lágrimas empezando a brotar en sus ojos.
—Lo sé, mamá. Pero no puedo abandonarlo. Por favor, ayúdame a llevarlo al veterinario. Yo me encargaré de él, prometo hacerlo bien.
Su madre la miró durante unos segundos, y en sus ojos, Lucía vio la lucha interna. Sabía que su madre tenía razón: no podían quedarse con todos los animales que encontraran. Pero también sabía que su madre tenía un corazón bondadoso, y que no le daría la espalda a una criatura indefensa.
Finalmente, su madre asintió con resignación.
—Está bien. Vamos a llevarlo al veterinario, pero después hablaremos con tu padre sobre lo que haremos.
Lucía abrazó a su madre con fuerza, agradecida de que, al menos por el momento, el cachorrito estaba a salvo.
El veterinario quedaba a unas pocas calles de la casa de Lucía, por lo que ella y su madre decidieron llevar al cachorrito inmediatamente. Mientras caminaban juntas, Lucía no dejaba de mirar a la pequeña bola de pelo que descansaba en sus brazos, en silencio. El cachorrito apenas se movía, pero sus ojos seguían buscando los de Lucía, como si supiera que ella era su única esperanza.
Al llegar a la clínica veterinaria, fueron recibidas por una amable recepcionista que, al ver al cachorro herido, no tardó en hacer que el veterinario lo atendiera de inmediato. Mientras esperaban en la sala de consultas, Lucía sentía cómo sus nervios iban en aumento. No sabía qué tan grave podría estar el pequeño, ni cuánto podría costar su tratamiento. Solo esperaba que estuviera fuera de peligro.
Después de unos minutos que parecieron horas, el veterinario salió con una expresión tranquilizadora. Llevaba al cachorrito en sus brazos, ya vendado y con una pequeña inyección de vitaminas aplicada en su cuello.
—Este pequeño ha tenido suerte de que lo encontraran —dijo el veterinario mientras se acercaba a ellas—. Su patita estaba torcida, pero no rota, lo que es una buena noticia. También estaba algo deshidratado y tiene signos de malnutrición, pero con cuidados y alimentación adecuada se recuperará pronto.
Lucía soltó un suspiro de alivio. Su madre, quien había permanecido en silencio, también parecía más relajada al escuchar las palabras del veterinario.
—Gracias, doctor —respondió su madre—. ¿Cuánto costará todo el tratamiento?
El veterinario, al ver la preocupación en el rostro de la madre de Lucía, le ofreció una sonrisa comprensiva.
—Por hoy, solo le hemos dado un vendaje y algo para aliviar el dolor. El cachorrito necesitará algunos cuidados en casa y una revisión en una semana, pero puedo ofrecerles un descuento por la consulta, dada la situación.
Lucía miró a su madre con esperanza. Sabía que no tenían mucho dinero para imprevistos, pero también sabía que su madre tenía un corazón generoso. Después de unos segundos de reflexión, su madre asintió.
—De acuerdo. Haremos lo que sea necesario para que se recupere.
Lucía apenas pudo contener su alegría mientras el veterinario les entregaba al cachorrito, ahora un poco más animado. Volvieron a casa, y Lucía dedicó todo el fin de semana a cuidar de él. Lo alimentaba con pequeñas porciones de comida blanda, asegurándose de que bebiera suficiente agua y lo mantenía cómodo en una pequeña caja que había preparado con mantas suaves. Aunque el cachorro aún no podía caminar bien, parecía más despierto y alerta.
A medida que pasaban los días, Lucía se dio cuenta de que su pequeño compañero, al que había decidido llamar “Toby”, la seguía con la mirada allá donde fuera. Aunque no podía hablar, Lucía sentía que Toby entendía perfectamente lo que estaba sucediendo a su alrededor. Cada vez que ella le hablaba, el cachorrito ladeaba la cabeza, como si estuviera prestando atención a cada palabra.
El lunes llegó, y Lucía tuvo que regresar a la escuela. Antes de irse, pidió a su madre que cuidara de Toby durante el día.
—No te preocupes, cariño. Yo me encargaré de él —respondió su madre con una sonrisa—. Aunque, ya sabes que pronto tendremos que hablar con tu padre sobre qué haremos con él a largo plazo.
Lucía asintió, consciente de que la conversación con su padre sería inevitable. Él siempre había sido más estricto cuando se trataba de tener mascotas en la casa, especialmente porque ya tenían un gato, y él consideraba que uno era suficiente. Lucía había pasado todo el fin de semana pensando en cómo convencerlo de que Toby se quedara, pero aún no había encontrado una solución clara.
En la escuela, Lucía se encontraba distraída, pensando en el pequeño cachorrito que la esperaba en casa. Durante el recreo, se lo comentó a sus amigas, quienes la escuchaban con asombro.
—¡Es increíble que lo hayas encontrado y cuidado! —exclamó Marta, una de sus mejores amigas.
—Sí, pero no sé si mis padres me dejarán quedármelo —respondió Lucía, suspirando—. Mi papá no está muy convencido de tener otro animal en la casa.
—Tal vez puedas explicarle lo importante que ha sido para ti cuidarlo —sugirió Sofía, otra de sus amigas—. O podrías mostrarle cuánto ha mejorado gracias a ti. A veces los padres solo necesitan ver lo positivo.
Lucía se quedó pensando en las palabras de Sofía. Tal vez tenía razón. Quizás, si su papá viera lo mucho que Toby había cambiado y cuánto significaba para ella, podría entender lo especial que era esa conexión. Decidió que, cuando llegara a casa, hablaría con él de una manera calmada y honesta.
Esa tarde, cuando su padre llegó del trabajo, Lucía sabía que el momento había llegado. Toby estaba acostado en su caja, descansando después de haber comido. Lucía fue a la sala y esperó a que su padre terminara de saludar a su madre antes de acercarse a él.
—Papá, ¿puedo hablar contigo un momento? —preguntó con un tono suave pero decidido.
Su padre la miró, un poco sorprendido, y asintió.
—Claro, Lucía. ¿De qué quieres hablar?
Lucía tomó aire profundamente. Su corazón latía rápidamente, pero se armó de valor.
—Se trata de Toby… el cachorrito que encontré el viernes.
Su padre la miró con una mezcla de curiosidad y preocupación.
—Sabes que no podemos quedarnos con otro animal, Lucía. Ya tenemos a Bruno, nuestro gato, y eso es suficiente.
—Lo sé, papá. Pero Toby… él estaba tan indefenso cuando lo encontré. Está mejorando, y sé que con un poco más de tiempo se pondrá bien. He estado cuidando de él todo el fin de semana, y me encantaría que vieras cuánto ha cambiado. No te estoy pidiendo que nos quedemos con él para siempre, pero… al menos hasta que esté completamente recuperado. No podría soportar abandonarlo ahora.
El padre de Lucía la escuchó atentamente, y aunque no dijo nada en ese momento, ella vio que estaba considerando sus palabras. Sabía que no sería fácil convencerlo, pero también sabía que, si mostraba suficiente empatía y responsabilidad, tal vez su papá le daría una oportunidad.
El silencio llenó la sala después de que Lucía terminó de hablar. Su padre la miraba con una expresión pensativa, como si estuviera evaluando cada una de sus palabras. Lucía intentó mantener la calma, aunque su corazón latía con fuerza. Finalmente, su padre suspiró y se inclinó hacia adelante, apoyando los codos sobre las rodillas.
—Sé que este cachorrito te ha tocado el corazón, Lucía —comenzó su padre, con voz suave—. Y entiendo que lo encontraste en una situación muy difícil. No estoy negando que lo has cuidado muy bien estos días, y aprecio que te hayas hecho responsable de él. Pero también tienes que entender que tener una mascota es un compromiso a largo plazo. No es algo temporal.
Lucía asintió, esperando escuchar el resto. Sabía que este era un argumento que su padre siempre usaba cuando se trataba de adoptar animales. Pero, antes de que pudiera decir algo más, su padre continuó.
—Vamos a hacer una cosa —dijo, alzando una mano para evitar que Lucía hablara—. Hoy después de cenar, quiero que me enseñes cómo ha mejorado Toby. Lo observaremos juntos y hablaremos con tu madre. Si, y solo si, todos estamos de acuerdo en que podemos hacernos cargo de él a largo plazo, entonces veremos cómo seguir adelante. Pero quiero que seas consciente de la responsabilidad que eso implica. ¿De acuerdo?
Lucía no pudo contener una sonrisa de alivio. No era un sí definitivo, pero era una oportunidad.
—¡Gracias, papá! ¡Prometo que no te arrepentirás! —exclamó con entusiasmo.
Durante el resto de la tarde, Lucía se aseguró de que Toby estuviera limpio y cómodo. Le preparó una cama improvisada con mantas suaves en una caja grande que había encontrado en el garaje, y le dio algo de comida. Toby, aunque aún se movía con dificultad, ya podía caminar un poco por sí mismo. Cada vez que Lucía lo llamaba, él la seguía con pasos tambaleantes, moviendo la pequeña cola con emoción.
Cuando llegó la hora de la cena, Lucía estaba tan nerviosa que apenas pudo probar bocado. Su madre notó su inquietud y le dio una sonrisa de apoyo.
—Tranquila, Lucía. Todo saldrá bien. Tu padre solo necesita ver lo que tú ya has visto en ese cachorrito.
Finalmente, después de la comida, su padre se levantó y dijo:
—Muy bien, vamos a ver a Toby.
Lucía los condujo a la sala, donde Toby descansaba en su cama. Cuando su padre se acercó, el cachorrito levantó la cabeza y lo miró con curiosidad. Lentamente, se levantó y, aunque con dificultad, caminó hacia él, tambaleándose pero decidido.
El padre de Lucía se agachó, y Toby, con su pequeña cola moviéndose, intentó lamerle la mano. A pesar de su habitual resistencia hacia las mascotas, su padre sonrió un poco.
—Parece que tiene un buen espíritu, a pesar de todo —comentó mientras acariciaba la cabeza de Toby—. Está más animado de lo que esperaba.
Lucía asintió rápidamente.
—Sí, ha mejorado mucho en solo unos días. Y sé que si seguimos cuidándolo, se pondrá aún mejor.
La madre de Lucía, que había estado observando en silencio, se acercó y también acarició a Toby.
—Lucía ha hecho un buen trabajo con él —dijo—. No lo vi tan mal el día que lo trajimos, pero ahora se le nota más fuerte. Y parece que se ha encariñado mucho con ella.
El padre de Lucía se puso de pie y miró a su esposa. Hubo un breve momento de silencio, y luego él asintió.
—Está bien —dijo finalmente—. Si tú también estás de acuerdo, creo que podemos intentar quedárnoslo. Pero, Lucía, esto significa que tienes que seguir siendo responsable de él. Tendrás que encargarte de alimentarlo, llevarlo al veterinario y todo lo que necesite. ¿Entendido?
Lucía, con el corazón lleno de alegría, asintió con entusiasmo.
—¡Entendido, papá! ¡Lo prometo!
Desde ese día, la vida de Lucía cambió. Toby se convirtió en parte de la familia. Cada día, después de la escuela, Lucía se encargaba de alimentarlo y sacarlo a pasear. Poco a poco, el cachorrito comenzó a recuperar fuerzas y confianza. Incluso Bruno, el gato de la familia, que al principio se mostraba indiferente, empezó a acercarse a Toby. Aunque nunca fueron los mejores amigos, ambos animales aprendieron a convivir en armonía.
Unos meses más tarde, Lucía organizó una pequeña celebración para Toby. Había sido su sueño desde el principio hacer algo especial por él, y ahora que se había recuperado por completo, sentía que era el momento adecuado. Invitó a sus amigas Marta y Sofía, quienes habían seguido la evolución de Toby con entusiasmo. Decoraron el jardín con globos y prepararon una pequeña “fiesta de adopción”. Toby, ahora fuerte y juguetón, corrió de un lado a otro, persiguiendo una pelota que le habían regalado.
Durante la fiesta, Lucía miró a Toby y no pudo evitar sentirse orgullosa de todo lo que había hecho por él. Recordó el día en que lo encontró, lastimado y solo, y cómo, con paciencia y bondad, había logrado no solo salvarlo, sino también darle una nueva vida.
Esa noche, mientras se acostaba, Lucía reflexionó sobre lo que había aprendido durante esos meses. Se dio cuenta de que la bondad, como el amor, no tenía límites ni fronteras. Ayudar a Toby no solo había cambiado la vida del cachorrito, sino también la suya. La bondad había creado un vínculo único entre ellos, un vínculo que no se basaba en palabras, sino en actos.
Mirando a Toby, que dormía tranquilamente a los pies de su cama, Lucía sonrió. Sabía que había hecho lo correcto al escuchar a su corazón aquel día en que lo encontró. Y comprendió, más que nunca, que la bondad era un lenguaje universal, uno que no necesitaba palabras para ser entendido, pero que siempre era recibido con gratitud y amor.
moraleja La bondad es un lenguaje universal.
Y colorín colorín, este cuento llegó a su fin. bueno mis amables oyentes. ¡NOS VEMOS MAÑANA! CON UN NUEVO CUENTO CON MORALEJA.
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