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En un rincón escondido del mundo, donde la magia florecía en cada hoja y los rayos del sol bailaban entre las ramas de los árboles, se encontraba el Bosque de los Duendes. Este lugar era hogar de criaturas fantásticas y de encantadores duendes que vivían en armonía con la naturaleza. Entre los habitantes del bosque, se destacaban dos aves: el majestuoso Águila y el astuto Cuervo.

El Águila, con sus poderosas alas y su aguda visión, era el rey indiscutible de los cielos. Podía volar alto y ver más allá de lo que cualquier otra criatura pudiera imaginar. Su plumaje dorado brillaba como el sol, y sus ojos eran dos esmeraldas que reflejaban la sabiduría del tiempo. Por otro lado, el Cuervo, aunque no tan imponente en apariencia, era conocido por su inteligencia y su habilidad para resolver problemas. Sus plumas negras como la noche le daban un aire misterioso y su graznido era un eco que resonaba en todo el bosque.

A pesar de sus diferencias, el Águila y el Cuervo solían llevarse bien, aunque en el fondo el Cuervo sentía una creciente envidia hacia el Águila. Cada vez que el Cuervo veía al Águila elevarse majestuosamente hacia el cielo, no podía evitar sentir una punzada de celos. “¿Por qué no puedo ser tan fuerte y majestuoso como él?” pensaba el Cuervo. Y así, poco a poco, la envidia comenzó a nublar sus pensamientos y a consumir su paz interior.

Un día, mientras el Cuervo estaba posado en una rama alta, observando cómo el Águila volaba libremente, decidió que ya no soportaría más esa sensación. “Debo encontrar la manera de ser mejor que el Águila,” se dijo a sí mismo. En su búsqueda por superar al Águila, el Cuervo comenzó a pasar más tiempo planeando estrategias que disfrutando de su propia vida.

El Águila, por su parte, no sospechaba nada. Estaba demasiado ocupado disfrutando de los placeres simples de la vida en el bosque, de la compañía de los duendes y de las aventuras que cada día le ofrecía. Sin embargo, el Águila no podía evitar notar que algo estaba cambiando en el Cuervo. Su amigo ya no era el mismo. El Cuervo solía ser alegre y lleno de ingenio, pero ahora parecía siempre inquieto y distante.

Un día, mientras el Águila descansaba en su nido en lo alto de una colina, se acercó a él uno de los duendes del bosque, una pequeña criatura llamada Darío. Darío era conocido por su sabiduría y su bondad, y los animales del bosque a menudo acudían a él en busca de consejo. “Águila,” dijo Darío suavemente, “he notado que el Cuervo está diferente últimamente. ¿Sabes qué le sucede?”

El Águila suspiró y miró a lo lejos, donde el Cuervo estaba tratando de atrapar a un ratón, sin mucho éxito. “Creo que está celoso de mí,” respondió el Águila. “Lo he visto esforzarse más de lo normal, como si quisiera probar algo, pero no entiendo por qué. Siempre he considerado al Cuervo un amigo y un igual.”

Darío asintió pensativo. “La envidia es una sombra que puede cegar incluso al más sabio de los seres,” dijo el duende. “Pero la amistad verdadera puede iluminar los rincones más oscuros del alma. Quizás sea momento de que hables con él y le recuerdes las virtudes que posee.”

Esa tarde, mientras el sol comenzaba a ponerse y bañaba el bosque con tonos dorados y naranjas, el Águila decidió acercarse al Cuervo. Lo encontró solo, en una rama alta, mirando hacia el horizonte con una expresión sombría en su rostro. “Cuervo, amigo mío,” comenzó el Águila, “he notado que últimamente estás distante. ¿Hay algo que quieras compartir conmigo?”

El Cuervo, sorprendido por la franqueza del Águila, dudó un momento antes de responder. “Es que… no puedo evitar sentirme inferior a ti,” confesó el Cuervo. “Tú puedes volar más alto, ver más lejos y eres admirado por todos en el bosque. Yo solo soy un cuervo, con plumas negras y un graznido que asusta a los demás.”

El Águila escuchó atentamente y luego respondió con una voz llena de comprensión. “Querido Cuervo, cada criatura en este bosque tiene un propósito y un conjunto único de habilidades. Tú eres astuto y tu inteligencia ha salvado a muchos de nosotros en más de una ocasión. Tu plumaje negro es tan hermoso como el mío dorado, y tu graznido es una melodía que anuncia el cambio de estación. No necesitas ser como yo para ser valioso. La envidia solo te aleja de ver tus propias virtudes.”

El Cuervo sintió que una pesada carga se levantaba de sus hombros. Las palabras del Águila eran como un bálsamo que sanaba su corazón herido. “Gracias, Águila,” dijo con sinceridad. “He estado tan cegado por la envidia que olvidé quién soy realmente y lo que puedo ofrecer.”

A partir de ese día, el Cuervo decidió aceptar sus propias cualidades y dejar de compararse con el Águila. Empezó a enfocarse en sus propias fortalezas y a disfrutar de la vida en el Bosque de los Duendes. La amistad entre el Águila y el Cuervo se fortaleció, y ambos se convirtieron en un ejemplo de cómo la verdadera amistad puede superar cualquier obstáculo.

El Bosque de los Duendes siguió siendo un lugar de paz y armonía, donde cada criatura, grande o pequeña, encontraba su propio valor y vivía en plenitud, recordando siempre que la envidia puede cegarnos ante nuestras propias virtudes, pero el reconocimiento y la aceptación de uno mismo nos permite ver el verdadero brillo que llevamos dentro.

El Cuervo, aunque reconfortado por las palabras del Águila, aún no había logrado desterrar por completo la sombra de la envidia que se había instalado en su corazón. Había días en los que se sentía seguro de sus habilidades y disfrutaba de su vida en el bosque, pero había otros en los que la duda y la insatisfacción volvían a acecharle.

Una mañana, el Cuervo se encontraba posado en una rama alta, observando el movimiento de las criaturas del bosque. Vio al Águila surcar los cielos con gracia y destreza, y aunque trató de centrarse en sus propios logros, no pudo evitar sentir una punzada de celos. “¿Por qué no puedo ser tan admirable como él?” se preguntaba una y otra vez.

Ese día, el Águila había recibido una misión especial de los duendes del bosque. Se trataba de un encargo importante: debía volar hasta la cima de la Montaña de Cristal para recoger un valioso cristal mágico que se decía tenía el poder de sanar cualquier herida. Los duendes necesitaban este cristal para curar a uno de sus compañeros que había caído gravemente enfermo.

El Cuervo, al enterarse de esta misión, sintió una mezcla de emociones. Admiraba al Águila por su valentía, pero al mismo tiempo, la envidia volvió a brotar en su corazón. “Si pudiera hacer algo tan grandioso, todos me admirarían a mí también,” pensó el Cuervo.

Decidido a demostrar su valía, el Cuervo ideó un plan. Volaría también hacia la Montaña de Cristal y trataría de encontrar el cristal antes que el Águila. Aunque sabía que no tenía la misma fuerza ni la capacidad de vuelo del Águila, confiaba en su astucia y en su capacidad para encontrar atajos.

El Cuervo comenzó su vuelo temprano en la mañana siguiente, antes de que el Águila siquiera despertara. Voló lo más rápido que pudo, esquivando ramas y evitando ser visto por los demás habitantes del bosque. Su objetivo era llegar primero a la Montaña de Cristal y encontrar el preciado cristal mágico.

Mientras tanto, el Águila despertó y se preparó para su misión. Alzando el vuelo, comenzó su viaje con determinación y calma, confiando en su habilidad para completar la tarea encomendada. No sabía que el Cuervo ya estaba en camino, impulsado por la envidia y el deseo de demostrar su valía.

El viaje hacia la Montaña de Cristal no fue fácil para el Cuervo. Sus alas no eran tan fuertes como las del Águila y se cansaba rápidamente. A medida que ascendía, el aire se volvía más frío y el vuelo más desafiante. Sin embargo, su determinación lo mantenía en marcha. “Debo encontrar ese cristal antes que el Águila,” se repetía una y otra vez.

En su camino, el Cuervo se encontró con diversos obstáculos. Atravesó un denso bosque de pinos, donde las ramas parecían intentar detener su avance. Luego, voló sobre un río caudaloso, cuyas aguas rugían con fuerza. Cada obstáculo lo hacía dudar por un momento, pero el deseo de demostrar su valía lo impulsaba a seguir adelante.

Finalmente, después de un arduo viaje, el Cuervo llegó a la base de la Montaña de Cristal. Exhausto pero determinado, comenzó a ascender por la ladera rocosa. El terreno era empinado y resbaladizo, y a cada paso que daba, sentía que sus fuerzas lo abandonaban. Pero su envidia y su deseo de ser admirado lo empujaban a continuar.

Mientras tanto, el Águila volaba alto en el cielo, sin saber que el Cuervo estaba tan cerca de su destino. Con su aguda visión, divisó la Montaña de Cristal a lo lejos y aceleró su vuelo, decidido a completar la misión y regresar al bosque con el cristal mágico.

Cuando el Cuervo finalmente llegó a la cima de la montaña, estaba al borde de sus fuerzas. Su plumaje estaba desordenado y su respiración era pesada. Comenzó a buscar desesperadamente el cristal mágico entre las rocas y la nieve. Sin embargo, la cima de la montaña era un lugar vasto y confuso, y el cristal no era fácil de encontrar.

En ese momento, el Águila llegó a la cima de la Montaña de Cristal. Sorprendido al ver al Cuervo, aterrizó suavemente a su lado. “Cuervo, ¿qué haces aquí?” preguntó el Águila con preocupación. “Esta misión es peligrosa y no deberías estar aquí solo.”

El Cuervo, jadeando por el esfuerzo, levantó la mirada hacia el Águila. “Quería demostrar que también puedo ser valiente y útil,” confesó. “Quería encontrar el cristal mágico antes que tú.”

El Águila, viendo el estado en que se encontraba su amigo, comprendió la magnitud de su envidia. “Cuervo, no necesitas demostrar nada a nadie. Tu valía no se mide por las misiones que cumplas, sino por quién eres y las virtudes que ya posees.”

Justo en ese momento, el Águila divisó un destello entre las rocas. Con su aguda visión, identificó el cristal mágico que buscaban. Voló hacia él y lo recogió con sus garras. “Mira, Cuervo, lo hemos encontrado juntos. Ahora, volvamos al bosque y usemos este cristal para curar al duende enfermo.”

El Cuervo, aunque agotado, sintió una profunda lección en las palabras del Águila. Comprendió que su deseo de competir y su envidia lo habían cegado ante sus propias virtudes y habilidades. “Tienes razón, Águila. No necesito compararme contigo ni con nadie. Debo aprender a valorar lo que soy y lo que puedo hacer.”

Juntos, el Águila y el Cuervo emprendieron el vuelo de regreso al Bosque de los Duendes, llevando con ellos el valioso cristal mágico. Mientras volaban, el Cuervo sintió que un gran peso se levantaba de su corazón. Había aprendido una valiosa lección sobre la envidia y la importancia de reconocer y valorar las propias virtudes.

De regreso en el bosque, los duendes recibieron con alegría el cristal mágico y usaron su poder para curar a su compañero enfermo. El Águila y el Cuervo fueron recibidos como héroes, no por haber competido entre ellos, sino por haber trabajado juntos para lograr un bien mayor.

El Cuervo, con el tiempo, se convirtió en un ejemplo de sabiduría y humildad para todos los habitantes del bosque. Aprendió a valorar sus propias habilidades y a dejar de compararse con los demás. Su amistad con el Águila se fortaleció aún más, demostrando que la verdadera amistad y la auto aceptación son más valiosas que cualquier logro individual.

Y así, en el Bosque de los Duendes, las criaturas vivieron en armonía, recordando siempre que la envidia puede cegarnos ante nuestras propias virtudes, pero el reconocimiento y la aceptación de uno mismo nos permite ver el verdadero brillo que llevamos dentro.

El Bosque de los Duendes estaba lleno de alegría y gratitud. Los duendes habían usado el cristal mágico para curar a su compañero enfermo, y todo el bosque celebraba su recuperación. El Águila y el Cuervo eran aclamados por su valentía y esfuerzo conjunto, y su historia de colaboración se convirtió en una inspiración para todos los habitantes del bosque.

Con el tiempo, el Cuervo encontró una nueva paz en su vida. Ya no se sentía inferior al Águila ni a ninguna otra criatura. Había aprendido a valorar sus propias habilidades y a reconocer la importancia de la auto aceptación. Su relación con el Águila se volvió más fuerte que nunca, basada en el respeto mutuo y la comprensión.

Una mañana, mientras el sol se levantaba sobre el Bosque de los Duendes, el Cuervo se encontraba posado en una rama alta, disfrutando de la vista. A su lado, el Águila descansaba tranquilamente. Ambos amigos disfrutaban de la serenidad del momento, sabiendo que habían superado un gran obstáculo en su amistad.

“Cuervo,” dijo el Águila, rompiendo el silencio, “he estado pensando en cómo tu inteligencia y astucia nos ayudaron a encontrar el cristal. Tu determinación es admirable, y todos en el bosque te respetan por ello.”

El Cuervo sonrió, agradecido por las palabras del Águila. “Gracias, Águila. Tus palabras significan mucho para mí. Estoy feliz de haber aprendido a valorar lo que soy y a no dejarme llevar por la envidia.”

Los duendes, al ver la transformación del Cuervo, decidieron organizar una gran celebración en honor a la amistad y la colaboración. Prepararon una fiesta en el claro central del bosque, decorando el lugar con flores brillantes y luces mágicas. Invitaron a todas las criaturas del bosque, desde los pequeños insectos hasta los grandes mamíferos, para compartir la alegría y el agradecimiento por la lección aprendida.

La fiesta comenzó con música y danzas, y los duendes contaron la historia del Águila y el Cuervo, resaltando la importancia de reconocer y valorar las propias virtudes. Las criaturas del bosque aplaudieron y vitorearon, y el Cuervo se sintió profundamente conmovido por el cariño y el apoyo de sus amigos.

Durante la celebración, un duende anciano llamado Toribio, conocido por su sabiduría y experiencia, se acercó al Cuervo y al Águila. “Quiero compartir con ustedes una historia antigua,” dijo Toribio, “una historia que ha sido transmitida de generación en generación en nuestro bosque.”

Toribio comenzó a contar la historia de un antiguo bosque, muy similar al Bosque de los Duendes, donde dos animales también lucharon con la envidia y la auto aceptación. Era la historia de un majestuoso León y una astuta Zorra. El León, con su fuerza y poder, era el rey del bosque, mientras que la Zorra, con su inteligencia y sagacidad, era respetada por su ingenio. Sin embargo, la Zorra sentía envidia del León y deseaba ser tan fuerte y admirada como él.

La Zorra, en su deseo de ser como el León, se embarcó en una serie de aventuras peligrosas, tratando de demostrar su valía. Pero al final, comprendió que su verdadera fuerza no residía en ser como el León, sino en ser ella misma y valorar sus propias habilidades. Al aprender esta lección, la Zorra y el León se convirtieron en grandes amigos, y su historia se convirtió en una lección para todos los habitantes del bosque.

“Vuestra historia,” continuó Toribio, “es un reflejo de esa antigua lección. La envidia puede cegarnos, pero al reconocer y aceptar nuestras propias virtudes, encontramos nuestra verdadera fuerza y felicidad. Vuestro ejemplo es una inspiración para todos nosotros.”

El Cuervo y el Águila se sintieron honrados por las palabras de Toribio y agradecieron al anciano duende por compartir su sabiduría. La celebración continuó con más música, danzas y deliciosos banquetes preparados por los duendes. Había risas y alegría en el aire, y el Bosque de los Duendes resonaba con la armonía de sus habitantes.

En medio de la celebración, un joven duende llamado Esteban se acercó tímidamente al Cuervo. “Cuervo,” dijo Esteban, “quiero agradecerte por ser un ejemplo para todos nosotros. Yo también he sentido envidia de otros duendes, pero al ver cómo has superado tus propias luchas, me siento inspirado para aceptar y valorar mis propias habilidades.”

El Cuervo, conmovido por las palabras de Esteban, se inclinó hacia el joven duende. “Gracias, Esteban. Recuerda siempre que cada uno de nosotros tiene un brillo único. No necesitas compararte con nadie más. Tu verdadero valor reside en ser tú mismo y en reconocer tus propias virtudes.”

Las palabras del Cuervo resonaron en el corazón de Esteban y de todos los presentes en la celebración. El mensaje de la auto aceptación y la valoración de las propias habilidades se extendió por todo el bosque, y las criaturas se sintieron más unidas y fortalecidas.

La fiesta continuó hasta bien entrada la noche, con fuegos mágicos que iluminaban el cielo y cuentos maravillosos contados alrededor de las hogueras. El Águila y el Cuervo, rodeados de amigos y seres queridos, sintieron una profunda satisfacción y felicidad. Habían aprendido una valiosa lección y habían ayudado a difundir un mensaje importante en todo el Bosque de los Duendes.

Con el tiempo, la historia del Águila y el Cuervo se convirtió en una leyenda en el bosque. Los duendes y las criaturas la contaban a las nuevas generaciones, recordando siempre que la envidia puede cegarnos ante nuestras propias virtudes, pero el reconocimiento y la aceptación de uno mismo nos permite ver el verdadero brillo que llevamos dentro.

El Bosque de los Duendes continuó siendo un lugar de paz, armonía y aprendizaje. Cada criatura, grande o pequeña, encontraba su propio valor y vivía en plenitud, sabiendo que la verdadera fuerza y felicidad residían en la aceptación y la valoración de uno mismo.

Y así, el Águila y el Cuervo, unidos por una profunda amistad y una valiosa lección aprendida, vivieron felices en el Bosque de los Duendes, inspirando a todos con su ejemplo de sabiduría, humildad y auto aceptación.

La moraleja de esta historia es que la envidia puede cegarnos ante nuestras propias virtudes.

Y colorín colorín, este cuento llego a su fin. bueno mis amables oyentes. ¡hasta MAÑANA! CON UN NUEVO CUENTO CON MORALEJA.

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