El gimnasio de la escuela Santiago de los Ríos estaba lleno de energía. Las finales regionales de baloncesto se acercaban, y el equipo de la escuela había logrado llegar a la última fase del torneo. Para todos en la escuela, esto era un gran logro, pero para Pablo, el capitán del equipo, significaba mucho más. Ganar el torneo no solo representaba la oportunidad de llevar a su escuela a la gloria, sino también el sueño de demostrar que tenía lo necesario para convertirse en un jugador profesional. Sabía que los cazatalentos de diferentes equipos juveniles estarían observando, y él estaba decidido a no decepcionar.
—Pablo, ¡esa canasta estuvo increíble! —le dijo Luis, su mejor amigo y el base del equipo, mientras recogían sus mochilas después del entrenamiento. Pablo sonrió, pero su mente estaba en otro lugar.
—Gracias, pero aún tenemos que practicar más. El equipo de San Marcos es fuerte —respondió, recordando las estadísticas de su rival, quienes tenían un jugador estrella que todos llamaban “El Invencible”.
Luis rió, golpeando a Pablo en el hombro con confianza.
—Relájate, amigo. Hemos entrenado duro todo el año. Podemos ganarles.
Pablo asintió, pero no estaba tan convencido. El Invencible, cuyo nombre real era Matías, había sido un tema recurrente entre los rumores de los estudiantes. Decían que Matías era imparable en la cancha, y algunos incluso aseguraban que había jugado con equipos internacionales a pesar de ser tan joven. Además, su actitud en los partidos anteriores no había pasado desapercibida: arrogante, despectivo y siempre burlándose de los jugadores rivales. Pablo no podía soportar a alguien así.
—Matías no es tan invencible como se cree —murmuró Pablo, más para sí mismo que para Luis—. Nadie es.
La rivalidad entre las escuelas era palpable, y con cada día que pasaba, el enfrentamiento contra San Marcos se acercaba. Todos en la escuela Santiago de los Ríos hablaban sobre el gran partido, pero también compartían historias sobre Matías. La mayoría eran negativas, alimentando la creencia de que él no solo era talentoso, sino también prepotente y desagradable. Pablo estaba convencido de que, además de derrotarlo en la cancha, debía darle una lección de humildad.
Unos días antes de la final, Pablo y Luis estaban practicando tiros en el gimnasio vacío cuando, de repente, vieron a un chico nuevo entrando con una pelota bajo el brazo. Era más alto que la mayoría de los estudiantes y tenía una presencia que no pasaba desapercibida. Pablo lo reconoció de inmediato. Era Matías.
—¿Qué hace aquí? —preguntó Luis, claramente sorprendido.
Pablo frunció el ceño y dejó de tirar. No entendía por qué Matías estaba en su escuela, y mucho menos en su gimnasio. Sin embargo, no tuvo que esperar mucho para obtener una respuesta.
—Hola —saludó Matías, sin rastro de la arrogancia de la que tanto se hablaba—. Perdón por interrumpir. Estoy buscando al entrenador de su equipo. Mi escuela me envió para ver cómo entrenan, como parte de un intercambio antes de la final.
Pablo cruzó los brazos, no muy convencido. ¿Intercambio? Parecía una excusa para espiar a su equipo y descubrir sus estrategias.
—¿Y qué se supone que quieres de nosotros? —preguntó Pablo con un tono defensivo.
Matías se encogió de hombros.
—Solo ver cómo juegan. Tal vez podamos aprender algo el uno del otro. No es nada personal.
Pablo no pudo evitar sentir una punzada de desconfianza. Luis, más abierto, le lanzó una sonrisa amistosa.
—Bueno, si quieres jugar un rato, adelante. Siempre es bueno practicar con alguien diferente.
Matías agradeció la oferta y comenzó a calentar. Durante el juego, Pablo no dejaba de observar cada movimiento de Matías, buscando una señal de arrogancia o superioridad. Pero lo que vio fue lo contrario: Matías jugaba con un estilo fluido, haciendo pases rápidos, compartiendo la pelota y trabajando en equipo. No había señales de la actitud egocéntrica de la que tanto hablaban. Sin embargo, Pablo seguía sin bajar la guardia.
Después de unas horas de práctica, Matías se sentó en la banca, exhausto pero con una sonrisa.
—Ustedes tienen un buen equipo. Será un partido difícil el viernes.
Pablo lo miró, sin saber qué decir. El Matías que estaba frente a él no era el mismo del que había escuchado tantas historias. Aun así, la rivalidad y las suposiciones que había construido durante semanas seguían presentes en su mente.
—Eso lo veremos —respondió Pablo, sin comprometerse.
Durante los días siguientes, Matías continuó asistiendo a los entrenamientos de Santiago de los Ríos, observando y a veces participando. Poco a poco, los jugadores del equipo se acostumbraron a su presencia, incluso Luis parecía llevarse bien con él, conversando y riendo después de los entrenamientos. Pero Pablo seguía manteniendo una distancia prudente, decidido a no confiar en alguien que podría estar jugando con ellos.
Un día antes de la final, Matías se quedó después del entrenamiento para practicar unos tiros. Mientras recogía su mochila para irse, Pablo decidió acercarse.
—¿Por qué sigues viniendo? —preguntó, tratando de sonar neutral.
Matías, sin dejar de tirar, respondió con naturalidad.
—Me gusta el ambiente aquí. Ustedes juegan diferente a mi equipo. Además, es más fácil enfocarse en el juego cuando estás lejos de la presión de todos.
Pablo frunció el ceño. No esperaba esa respuesta.
—¿A qué te refieres?
Matías finalmente se detuvo y se volvió hacia él.
—Sé lo que dicen de mí. Que soy arrogante, que me creo superior. Y tal vez es lo que aparento en los partidos. Pero la verdad es que no tengo muchas opciones. En mi equipo, si no actúas como el mejor, te aplastan. Es un ambiente duro. Así que juego de la manera en que me piden, aunque eso me haga parecer alguien que no soy.
Pablo lo miró, sorprendido por su sinceridad. Esa no era la historia que había imaginado. De repente, la imagen que tenía de Matías comenzó a tambalearse. Tal vez no lo conocía tanto como creía.
El día de la gran final llegó más rápido de lo que Pablo había anticipado. Las gradas del gimnasio estaban repletas de estudiantes, profesores y padres, todos listos para presenciar el enfrentamiento entre las dos escuelas. Las banderas de Santiago de los Ríos y San Marcos ondeaban a ambos lados del gimnasio, simbolizando la tensión que reinaba en el ambiente. El murmullo de la multitud solo aumentaba la presión que Pablo sentía en su interior. Era el momento decisivo, y aunque había entrenado todo el año para esto, algo lo inquietaba.
Durante los días previos al partido, Matías había seguido asistiendo a los entrenamientos de Santiago de los Ríos, pero siempre manteniendo cierta distancia, como si entendiera que, a pesar de la camaradería que había desarrollado con algunos de los jugadores, en el fondo seguía siendo su rival. Pablo, por su parte, no dejaba de pensar en la conversación que habían tenido. Las palabras de Matías seguían resonando en su mente: “Juego de la manera en que me piden, aunque eso me haga parecer alguien que no soy.” Esa frase había desarmado todas las ideas preconcebidas que Pablo tenía sobre él, pero aún no estaba seguro de si podía confiar del todo.
Cuando el árbitro hizo sonar el silbato para comenzar el partido, Pablo sacudió esos pensamientos de su cabeza. Era el momento de concentrarse. El entrenador había dejado claro el plan: detener a Matías a toda costa. Sabían que era la clave del equipo rival y, si lograban anularlo, tendrían más posibilidades de ganar.
El primer cuarto fue intenso. Ambos equipos se movían rápidamente por la cancha, intercambiando canastas y luchando por el control del balón. Matías jugaba con la habilidad que todos esperaban, pero lo que sorprendió a Pablo fue su estilo. En lugar de ser el jugador egoísta que monopolizaba el balón, Matías buscaba constantemente a sus compañeros, haciendo pases estratégicos y construyendo jugadas en equipo. No era el tipo de jugador que Pablo había imaginado.
El equipo de San Marcos tomó la delantera al final del primer cuarto, gracias a una serie de tiros de tres puntos, varios de ellos ejecutados por Matías. Pablo intentaba mantener a su equipo enfocado, pero la frustración comenzaba a aparecer. Cada vez que intentaban detener a Matías, él encontraba una forma de eludir su defensa o pasar el balón a un compañero desmarcado.
Durante un tiempo muerto, Pablo se acercó al entrenador, quien dibujaba una nueva estrategia en la pizarra.
—¿Qué pasa? ¿Por qué no podemos controlarlo? —preguntó Pablo, frustrado.
El entrenador lo miró con calma.
—Matías es un jugador inteligente. No juega solo para anotar, sino para hacer que su equipo funcione mejor. Eso es lo que lo hace peligroso.
Pablo asintió, pero no podía evitar sentir que había algo más detrás del juego de Matías. Observándolo desde el banquillo, notó cómo interactuaba con sus compañeros, dándoles indicaciones y apoyándolos cada vez que fallaban un tiro. No era el líder arrogante que había imaginado. Entonces, de repente, recordó algo que Matías había dicho: “En mi equipo, si no actúas como el mejor, te aplastan”. Tal vez, pensó Pablo, Matías jugaba con un estilo diferente cuando estaba en un entorno menos hostil. Tal vez no era el jugador engreído que todos pensaban.
El segundo cuarto comenzó, y Pablo decidió hacer algo que iba en contra de la estrategia del entrenador. En lugar de concentrarse únicamente en detener a Matías, comenzó a observar su comportamiento en la cancha, tratando de entender cómo pensaba. Poco a poco, comenzó a ver patrones en su juego, pequeñas señales que indicaban cuándo iba a pasar el balón o cuándo intentaría un tiro. Con esta nueva información, Pablo comenzó a adaptarse, organizando la defensa de su equipo de manera más efectiva.
Para sorpresa de todos, Santiago de los Ríos comenzó a recortar la diferencia en el marcador. Pablo había logrado contener a Matías en un par de jugadas clave, y el equipo empezó a ganar confianza. Luis, con su rapidez, aprovechaba cada oportunidad para robar el balón, y Valeria, la mejor tiradora del equipo, encestó dos triples seguidos, levantando al público de las gradas. El ambiente en el gimnasio era eléctrico.
Al final del tercer cuarto, ambos equipos estaban empatados, y el partido se había convertido en una batalla de estrategia. Pablo se sentía más conectado con su equipo que nunca, pero algo seguía preocupándolo: Matías. A pesar de que había logrado contenerlo en algunas jugadas, Pablo no podía quitarse de la cabeza que había algo más detrás de su forma de jugar. Cada vez que Matías miraba a su entrenador en el banquillo, parecía más tenso, como si algo lo incomodara.
En el último tiempo muerto antes del final del partido, Pablo tomó una decisión impulsiva. Mientras el resto de su equipo se preparaba para la estrategia final, Pablo se acercó a Matías, que estaba tomando agua en el banquillo de su equipo.
—Oye, Matías —lo llamó en voz baja.
Matías lo miró, sorprendido.
—¿Qué pasa? —preguntó, sin entender la situación.
Pablo respiró hondo, dudando por un momento si debía decir lo que tenía en mente.
—Mira, sé que eres un gran jugador. Pero también sé que estás jugando bajo mucha presión. No sé qué pasa en tu equipo, pero solo quiero decirte que aquí, en la cancha, no tienes que demostrarle nada a nadie. Solo juega porque amas el juego.
Matías lo observó en silencio, con una expresión que mezclaba sorpresa y gratitud. Era la primera vez que alguien le decía algo así. Tras un momento de silencio, Matías asintió lentamente.
—Gracias, Pablo. Eso significa mucho.
El silbato del árbitro anunció el final del tiempo muerto, y ambos jugadores volvieron a la cancha para los minutos finales. Sin embargo, algo había cambiado. Aunque seguían siendo rivales, Pablo ya no veía a Matías como el enemigo. Ahora lo veía como otro jugador, uno que también estaba luchando por algo más que una victoria.
El marcador seguía ajustado, y cada jugada contaba. Matías continuaba jugando a un nivel impresionante, pero su actitud era diferente: más relajada, menos tensa. Pablo, por su parte, lideraba a su equipo con confianza, sabiendo que, al final, lo importante no era derrotar a un rival, sino dar lo mejor de sí mismo.
Los últimos minutos del partido fueron una verdadera prueba de resistencia. Ambos equipos estaban agotados, pero ni Santiago de los Ríos ni San Marcos parecían dispuestos a ceder un centímetro. La multitud estaba enloquecida, y cada canasta era recibida con gritos de emoción o desespero, dependiendo de qué equipo anotara.
Pablo lideraba a su equipo con una concentración inquebrantable. Matías, por su parte, seguía mostrando su increíble destreza en la cancha, pero algo en su juego había cambiado. Ya no había esa urgencia desesperada que Pablo había percibido antes. Ahora jugaba con más fluidez, como si el peso que llevaba sobre los hombros se hubiera aligerado.
A falta de un minuto para que terminara el partido, el marcador estaba empatado 72-72. Era un momento decisivo. El entrenador de Santiago de los Ríos llamó a un último tiempo muerto para organizar una jugada, pero el ambiente en el equipo era diferente. Ya no jugaban solo para ganar, sino para demostrar de lo que eran capaces como equipo.
—Escuchen, chicos —dijo el entrenador, con una sonrisa—, hemos llegado hasta aquí juntos. Solo queda dar el último empujón. Pase lo que pase, estamos orgullosos de ustedes.
Todos asintieron, sus cuerpos agotados pero sus espíritus en alto. Pablo intercambió una mirada con Luis y Valeria. Sabían que esta era su oportunidad de hacer historia.
Cuando el juego se reanudó, Santiago de los Ríos tenía la posesión del balón. Luis avanzó con rapidez por la cancha, mientras Matías lo seguía de cerca. Con una habilidad impresionante, Luis dribló entre los jugadores de San Marcos, pero al llegar a la línea de tres puntos, se dio cuenta de que no tenía un buen ángulo para lanzar. De inmediato, pasó el balón a Valeria, quien estaba desmarcada en la esquina de la cancha.
Valeria lanzó el tiro, y el gimnasio entero contuvo la respiración. El balón giró en el aire, golpeó el aro… y salió rebotando. La multitud soltó un gemido, pero Pablo estaba listo. Se lanzó hacia el balón y lo capturó antes de que tocara el suelo. Con apenas segundos en el reloj, no había tiempo para pensar. Pablo saltó y lanzó un tiro desde media distancia.
El balón describió una perfecta curva y, con un suave “swish”, entró en la canasta.
Santiago de los Ríos se adelantó 74-72.
Las gradas explotaron en vítores, pero el partido aún no había terminado. Con solo diez segundos restantes, San Marcos tenía una última oportunidad. Matías recibió el balón en su cancha, avanzando rápidamente mientras sus compañeros corrían para colocarse en posición. Pablo se preparó, decidido a defender hasta el final.
Matías cruzó la línea de medio campo y, en lugar de avanzar hacia la canasta, comenzó a mover el balón, buscando a un compañero libre. Quedaban cinco segundos en el reloj. La defensa de Santiago de los Ríos estaba bien posicionada, y Matías no parecía encontrar un espacio. Entonces, con un rápido movimiento, amagó un pase y se deslizó hacia la izquierda, dejando a Pablo atrás. Se encontraba solo, a dos pasos de la canasta.
Podría haber lanzado sin problemas y empatar el partido, forzando la prórroga. Pero, en ese momento, Matías hizo algo inesperado. En lugar de lanzar, vio a uno de sus compañeros mejor posicionado cerca de la línea de tres puntos. Con solo un segundo en el reloj, le pasó el balón.
El tiro salió en el último instante.
El gimnasio se quedó en completo silencio mientras el balón volaba hacia la canasta. Pareció detenerse en el aire, y luego golpeó el aro. Rebotó una vez… y salió.
El pitido final sonó, y el partido terminó. Santiago de los Ríos había ganado 74-72.
Pablo se quedó parado por un momento, mirando el marcador, sin poder creer que lo habían logrado. Sus compañeros corrieron hacia él, abrazándolo y levantándolo en el aire, mientras los estudiantes de su escuela invadían la cancha para celebrar. Sin embargo, en medio de toda la euforia, Pablo se detuvo y buscó a Matías entre la multitud.
Matías caminaba hacia el vestuario con una expresión tranquila. No parecía enfadado ni frustrado, solo cansado. Pablo, apartándose de sus compañeros, se dirigió hacia él.
—Matías —lo llamó.
Matías se detuvo y se giró. Pablo se acercó y extendió la mano.
—Buen partido —dijo con sinceridad.
Matías miró la mano de Pablo por un momento y luego sonrió, estrechándola con fuerza.
—Igualmente, Pablo. Tu equipo lo hizo increíble.
Hubo un momento de silencio entre los dos, pero esta vez no era incómodo. Pablo ya no veía a Matías como el “invencible” que todos decían que era. Ahora lo veía como un compañero de juego, alguien que había luchado tanto como él. No importaba que hubieran sido rivales; al final, ambos compartían el amor por el deporte.
—Esa última jugada fue impresionante —comentó Pablo—. Pudiste haber lanzado, pero pasaste el balón.
Matías se encogió de hombros.
—No se trata solo de ganar. Todos en mi equipo merecen una oportunidad. Si hubiera tirado yo y fallado, me lo habrían reprochado. Pero si lo intentamos juntos, es más fácil aceptar la derrota.
Pablo lo miró con respeto. Había subestimado a Matías en más de un sentido. Este chico no solo era un jugador talentoso, también era un verdadero líder.
—Tal vez volvamos a enfrentarnos en el futuro —dijo Pablo, sonriendo.
—Espero que sí —respondió Matías, con una mirada amigable—. La próxima vez, puede que gane yo.
Ambos rieron y se despidieron. Pablo volvió con su equipo, sintiéndose no solo feliz por la victoria, sino también por haber aprendido una valiosa lección: nunca debes juzgar a alguien sin conocer su historia.
En el vestuario, mientras el equipo celebraba, Pablo reflexionó sobre todo lo que había sucedido. La verdad era que Matías no era el villano que había imaginado. Solo era otro jugador con sus propias luchas y sueños, igual que él. Y al final del día, lo que realmente importaba no era quién ganaba o perdía, sino las conexiones que hacían a lo largo del camino.
La verdad siempre encuentra su camino, y en este caso, la verdad era que todos tienen una historia que contar, y a veces esa historia es muy diferente a lo que imaginamos.
moraleja No juzgues a los demás sin conocer su historia.
Y colorín colorín, este cuento llegó a su fin. bueno mis amables oyentes. ¡NOS VEMOS MAÑANA! CON UN NUEVO CUENTO CON MORALEJA.
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