Era un hermoso sábado por la mañana, y el sol brillaba radiante en el cielo. Alejandra, una niña de diez años llena de energía y curiosidad, estaba emocionada porque ese día su madre la llevaría a conocer a sus abuelos. Hacía tiempo que se habían mudado a una casa en el barrio cercano, dejando atrás su hogar en otro estado. Alejandra había escuchado muchas historias sobre ellos, pero nunca había tenido la oportunidad de pasar tiempo juntos. Así que, hoy era un día especial.
—¡Alejandra! —llamó su madre, Marisol, desde la cocina—. ¿Estás lista? Vamos a visitar a tus abuelos.
—¡Sí, mamá! —respondió Alejandra mientras corría a ponerse sus zapatillas. Saltó de alegría, sintiendo una mezcla de nervios y emoción. Su mente estaba llena de preguntas: ¿Cómo serían sus abuelos? ¿Tendrían historias divertidas para contar? ¿Les gustaría jugar a algún juego?
Una vez listas, madre e hija salieron de casa. La brisa fresca y el canto de los pájaros acompañaron su camino. Al llegar a la nueva casa de los abuelos, Alejandra observó cómo el lugar había sido decorado con flores coloridas y un pequeño jardín en la entrada.
Marisol tocó el timbre, y casi de inmediato, la puerta se abrió. Allí estaban los abuelos, sonrientes y con los brazos abiertos. El abuelo Carlos era un hombre de cabello canoso y una risa contagiosa, mientras que la abuela Lucía tenía ojos brillantes y una calidez que hacía sentir a todos como en casa.
—¡Alejandra! —exclamó la abuela Lucía—. ¡Qué alegría verte, cariño!
—Hola, abuela. ¡Estoy tan emocionada de estar aquí! —dijo Alejandra, abrazándola con fuerza.
—Y yo estoy emocionado de tenerte aquí, pequeña. —el abuelo Carlos se agachó para darle un abrazo, haciendo una mueca divertida que la hizo reír.
Una vez dentro de la casa, Alejandra observó que estaba decorada con fotos familiares y recuerdos de momentos felices. La abuela Lucía la llevó a la cocina, donde había una gran mesa llena de deliciosos dulces y galletas recién horneadas.
—He preparado tus galletas favoritas, Alejandra. —dijo la abuela, con una sonrisa—. ¿Te gustaría ayudarme a decorarlas?
Alejandra asintió con entusiasmo. Pasaron un buen rato en la cocina, mezclando glaseado de colores y espolvoreando chispas. Mientras decoraban las galletas, la abuela Lucía comenzó a contarle historias sobre su infancia y las aventuras que había tenido con sus propios padres.
—¿Sabías que cuando era niña, solía construir casas en los árboles con mis amigos? —dijo Lucía, con un brillo en sus ojos—. Cada verano, pasábamos horas jugando y explorando.
Alejandra escuchaba con atención, fascinada por las historias de su abuela. En ese momento, no solo disfrutaba de la galletas, sino también del tiempo que pasaba con ella.
Luego de terminar en la cocina, Alejandra se dirigió al jardín, donde encontró a su abuelo Carlos trabajando en un pequeño huerto. Las plantas lucían verdes y vibrantes, y Alejandra se acercó curiosa.
—¿Qué plantas tienes aquí, abuelo? —preguntó.
—Aquí tengo tomates, lechugas y algunas hierbas. —respondió Carlos, con una sonrisa orgullosa—. ¿Te gustaría ayudarme a regarlas?
Sin dudarlo, Alejandra se unió a él, aprendiendo sobre las plantas y cómo cuidarlas. Mientras regaban, Carlos le contaba sobre la importancia de la paciencia y el cuidado en el crecimiento de las plantas. Alejandra estaba emocionada por cada nueva lección, pero lo que realmente disfrutaba era el tiempo que pasaba con su abuelo.
Mientras el día avanzaba, Alejandra se dio cuenta de que la diversión no era solo el tiempo que pasaba jugando, sino también el tiempo que dedicaba a aprender de sus abuelos. Cada historia, cada risa y cada momento compartido eran regalos que atesoraría para siempre.
Al caer la tarde, la familia se reunió en el salón para jugar a juegos de mesa. La abuela Lucía trajo una caja de juegos y la emoción llenó la habitación. Jugaban y reían, mientras cada uno intentaba ser el ganador. Alejandra no solo disfrutaba de la competencia, sino de la calidez de estar rodeada de amor y risas.
Al final del día, mientras se despedían de sus abuelos, Alejandra se sintió feliz y agradecida. Había aprendido tanto en un solo día. Cuando Marisol y ella se dirigieron a casa, la pequeña no podía dejar de hablar sobre lo mucho que había disfrutado el día.
—Mamá, fue increíble. ¡Mis abuelos son geniales! —exclamó Alejandra.
—Me alegra que lo hayas pasado bien, hija. —respondió Marisol—. Es importante pasar tiempo con la familia. Ellos tienen mucho que compartir.
Alejandra asintió, pensando en todas las historias y las enseñanzas que había recibido. En ese momento, comprendió que el mejor regalo que podía dar a sus abuelos era su tiempo, y el tiempo que pasaron juntos se convertiría en un hermoso recuerdo para todos.
Mientras se acomodaba en su cama esa noche, con una sonrisa en el rostro, Alejandra hizo un plan en su mente. Quería seguir pasando tiempo con sus abuelos, no solo para jugar o escuchar historias, sino también para aprender más sobre ellos y compartir más momentos juntos. Con eso en mente, se durmió soñando con nuevas aventuras y un amor familiar que había crecido más fuerte con cada risa compartida.
Pasaron algunas semanas desde la visita de Alejandra a la casa de sus abuelos, y cada día se sentía más ansiosa por volver a verlos. Hablaba con su madre sobre los planes para visitarlos nuevamente, y Marisol decidió que era hora de organizar un pequeño picnic en el jardín de los abuelos. Sería una excelente oportunidad para pasar tiempo juntos y disfrutar del buen clima.
—¡Mamá! —exclamó Alejandra, moviendo sus manos con emoción—. ¿Podemos llevar algunas de mis galletas para compartir?
—Por supuesto, cariño. ¡A tus abuelos les encantarán! —respondió Marisol, sonriendo.
El sábado llegó, y mientras el sol brillaba en el cielo azul, Alejandra y su madre empacaron una canasta llena de deliciosas comidas y, por supuesto, unas galletas decoradas que había preparado con la abuela Lucía. Después de una corta caminata, llegaron a la casa de los abuelos, donde fueron recibidas con abrazos calurosos y sonrisas alegres.
—¡Qué alegría verlas! —dijo el abuelo Carlos mientras ayudaba a sacar la canasta del coche—. ¡Hoy será un gran día para un picnic!
Con el sol brillando y una brisa suave, la familia se instaló en una manta grande en el jardín. Alejandra, emocionada, comenzó a contarles sobre sus días en la escuela, sus amigos y las cosas divertidas que había aprendido. Los abuelos la escuchaban atentamente, llenos de orgullo.
De repente, la abuela Lucía sugirió jugar un juego que había sido tradicional en su familia. Se trataba de un juego de palabras donde cada uno debía decir una palabra relacionada con la anterior, creando una historia en el proceso.
—¡Eso suena divertido! —gritó Alejandra, aplaudiendo con entusiasmo.
El juego comenzó con el abuelo Carlos diciendo “perro”. La abuela siguió con “pelota”, y así continuaron, tejiendo una historia que iba desde un perro que jugaba en el parque hasta una aventura mágica en un bosque encantado.
Mientras jugaban, Alejandra se dio cuenta de lo importante que era compartir esos momentos. Riendo y bromeando, todos se sentían unidos. Fue en ese instante que Alejandra comprendió que el tiempo que pasaban juntos era un regalo invaluable.
A medida que el juego avanzaba, Alejandra decidió que quería hacer algo especial. Tenía una idea brillante.
—Abuelo, ¿puedo contarte sobre mis sueños? —preguntó, con los ojos brillando de emoción.
—Por supuesto, pequeña. Estoy ansioso por escuchar. —respondió el abuelo.
—Quiero ser artista. —dijo Alejandra, sintiendo una mezcla de nervios y entusiasmo—. Me encanta dibujar y pintar, pero a veces siento que no soy lo suficientemente buena.
Los ojos del abuelo se iluminaron.
—Alejandra, todos tenemos talentos únicos. La clave es practicar y disfrutar del proceso. Además, el arte es una forma de expresar quién eres. Nunca te desanimes. —dijo Carlos, animándola.
La abuela Lucía asintió, añadiendo:
—Cuando era joven, también dudaba de mí misma. Pero con el tiempo, aprendí que lo más importante es disfrutar lo que haces. Si pones tu corazón en ello, siempre habrá alguien que aprecie tu trabajo.
Aprovechando la oportunidad, Alejandra propuso que organizaran un día de arte en la casa de los abuelos.
—¿Qué tal si hacemos un día de pintura juntos? Puedo traer mis materiales, y ustedes pueden compartir sus historias mientras pintamos. —sugirió.
Los abuelos sonrieron, complacidos con la idea.
—¡Eso sería maravilloso! —dijo el abuelo Carlos—. Estoy seguro de que ambos aprenderemos unos de otros.
El picnic continuó con risas, juegos y, por supuesto, con el sabor dulce de las galletas que Alejandra había preparado. Sin embargo, había algo más en el aire: un sentido de conexión y amor que unía a todos. Era un recordatorio de que la verdadera riqueza no se medía en cosas materiales, sino en los momentos compartidos.
Más tarde, mientras disfrutaban de la comida, la abuela Lucía miró a Alejandra con ternura.
—Querida, ¿sabes cuál es el mejor regalo que puedes dar? —preguntó.
—¿Un regalo? —respondió Alejandra, un poco confundida.
—Tu tiempo, cariño. El tiempo que dedicas a las personas que amas es lo que realmente cuenta. A veces, estamos tan ocupados con nuestras vidas que olvidamos lo valioso que es estar juntos. Hoy, has hecho eso. Has compartido tu tiempo con nosotros, y eso es un tesoro.
Las palabras de su abuela resonaron en el corazón de Alejandra. En ese momento, se dio cuenta de que los recuerdos que estaban creando eran los que durarían para siempre. La sonrisa de sus abuelos, sus risas y las historias compartidas eran momentos que llevaría consigo siempre.
Mientras el sol comenzaba a ocultarse en el horizonte, la familia terminó su picnic y se acomodó en la manta, disfrutando de la calma y la belleza del atardecer. Alejandra observó cómo la luz dorada iluminaba el jardín, llenando su corazón de gratitud.
En medio de la tranquilidad, Alejandra se sintió afortunada. No solo había pasado tiempo con sus abuelos, sino que había aprendido una lección invaluable sobre el valor de compartir su tiempo. No importaba cuánto durara un día; lo que realmente contaba era la conexión y el amor que compartían.
Con una sonrisa en su rostro y el corazón lleno de felicidad, Alejandra supo que regresaría a la casa de sus abuelos con más frecuencia. Tenía mucho más que compartir y aprender. Y así, ese día especial se convirtió en uno de los muchos recuerdos que crearía con ellos, todos atesorados en su corazón como los mejores regalos que podría recibir.
Al caer la noche, después de un día lleno de risas, juegos y momentos compartidos, Alejandra se despidió de sus abuelos con abrazos cálidos. Mientras caminaban hacia la casa, el cielo se cubría de estrellas, y Alejandra no podía dejar de sonreír.
—Mamá, fue un día increíble. —dijo, mirando hacia arriba—. Quiero hacer más días como este.
Marisol sonrió, sintiendo la felicidad de su hija.
—Esa es una gran idea, Alejandra. Pasar tiempo con la familia es muy importante. Y estoy segura de que tus abuelos también disfrutaron mucho.
Al llegar a casa, Alejandra se preparó para dormir, pero no pudo dejar de pensar en todas las cosas que había aprendido. Mientras se acurrucaba en su cama, un pensamiento la asaltó: el tiempo es el regalo más valioso que uno puede ofrecer. No solo a sus abuelos, sino a todos los que amaba.
Al día siguiente, Alejandra decidió llevar su plan a la práctica. Comenzó a organizar un pequeño proyecto en la escuela para que todos los niños pasaran tiempo con sus familias. La idea era simple: un día de “tiempo en familia”, donde cada niño pudiera invitar a un miembro de su familia a la escuela para compartir experiencias, historias y actividades juntos.
Con la ayuda de su maestra, la señora Gómez, Alejandra preparó una presentación sobre la importancia de pasar tiempo con la familia. Durante la clase, Alejandra se puso de pie y, con mucha emoción, explicó su proyecto.
—Hoy en día, a menudo estamos tan ocupados que olvidamos lo valioso que es estar juntos. —dijo—. Quiero que todos podamos compartir momentos especiales con nuestras familias, como yo hice con mis abuelos.
Los compañeros de Alejandra escucharon atentamente. Algunos se mostraron entusiasmados y comenzaron a hacer preguntas sobre cómo podrían participar.
—¡Eso suena genial, Alejandra! —dijo su amigo Martín—. ¡Mis abuelos también son muy divertidos!
Esa semana, la noticia del día de “tiempo en familia” se propagó rápidamente por la escuela. Todos estaban emocionados por la oportunidad de compartir momentos especiales con sus seres queridos. La señora Gómez ayudó a organizar actividades, como juegos al aire libre y una galería de arte donde los niños podrían mostrar sus dibujos y pinturas.
Cuando llegó el gran día, el patio de la escuela estaba lleno de risas y felicidad. Los padres, abuelos, hermanos y otros miembros de la familia se unieron para disfrutar de una jornada llena de amor y diversión. Alejandra se sintió orgullosa al ver cómo su idea había cobrado vida.
El evento fue un éxito. Todos se divirtieron, jugaron y compartieron historias. La abuela Lucía incluso llevó algunas de sus famosas galletas para compartir con los demás, y la abuela de Martín trajo su guitarra para cantar canciones con los niños. La conexión que todos sentían era palpable, y Alejandra se dio cuenta de que había logrado unir a su comunidad a través de su iniciativa.
Al final del día, mientras los niños estaban sentados en el césped, escuchando a la abuela de Martín tocar, Alejandra sintió una profunda satisfacción en su corazón. Se dio cuenta de que había aprendido algo mucho más grande: el tiempo que compartimos con nuestros seres queridos no solo nos ayuda a construir recuerdos, sino que también fortalece los lazos familiares y comunitarios.
Cuando la señora Gómez le pidió a Alejandra que hablara sobre su experiencia, la niña se levantó y, con una gran sonrisa, dijo:
—A veces olvidamos lo valioso que es el tiempo. Pero hoy he aprendido que el mejor regalo que podemos dar a quienes amamos es nuestro tiempo. Nunca es demasiado tarde para hacer recuerdos.
La comunidad se llenó de aplausos y vítores, y Alejandra se sintió más orgullosa que nunca.
Esa noche, al regresar a casa, Alejandra se sentó con su madre a cenar. Marisol la miró con cariño y le preguntó sobre el día.
—Fue increíble, mamá. —dijo Alejandra—. Todos se divirtieron mucho, y creo que aprendieron lo mismo que yo: que el tiempo en familia es un regalo que no tiene precio.
Marisol asintió, sintiéndose muy feliz de ver a su hija tan comprometida con su familia y su comunidad.
Los días se convirtieron en semanas, y Alejandra continuó organizando días de “tiempo en familia”. Su proyecto se convirtió en una tradición en la escuela, y la alegría de compartir momentos especiales se extendió a todos los rincones del vecindario.
Con cada encuentro, Alejandra recordaba las palabras de su abuela: “El mejor regalo que puedes dar es tu tiempo”. Y mientras observaba a todos reír y compartir, sabía que estaba haciendo algo valioso.
Así, el legado del tiempo compartido continuó, llenando los corazones de todos los que participaron con amor y felicidad. Y en cada abrazo, cada risa y cada historia, Alejandra encontró la esencia de lo que realmente significaba ser parte de una familia, una comunidad y, sobre todo, ser humano.
moraleja El mejor regalo que puedes dar es tu tiempo.
Y colorín colorín, este cuento llegó a su fin. bueno mis amables oyentes. ¡NOS VEMOS MAÑANA! CON UN NUEVO CUENTO CON MORALEJA.
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