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En la escuela “Manuel Belgrano”, la emoción era palpable porque se acercaba el Día de la Gratitud, una festividad especial en la que todos los estudiantes, profesores y personal compartían un gesto de agradecimiento hacia quienes los habían ayudado durante el año. No se trataba solo de dar tarjetas o pequeños regalos, sino de expresar con palabras sinceras lo mucho que valoraban el apoyo, la amistad o la ayuda recibida.

Camila, una niña de 10 años, observaba a sus compañeros con cierta inquietud. No entendía por qué el Día de la Gratitud era tan importante. Para ella, decir “gracias” era solo una palabra que se decía por cortesía, casi como una rutina. Lo hacía cuando su mamá le daba el desayuno, cuando su abuela le entregaba algún dulce o cuando su maestra le corregía un trabajo, pero no lo sentía como algo significativo. Así que mientras todos planeaban sus formas creativas de agradecer, Camila se preguntaba si realmente valía la pena tanto esfuerzo.

Unos días antes de la celebración, la profesora Isabel les propuso una actividad especial. Cada alumno debía escribir una carta de agradecimiento a alguien que los hubiera marcado de alguna forma en el último año. Podía ser cualquier persona: un amigo, un familiar, un profesor, incluso alguien que los hubiera ayudado, aunque no lo conocieran mucho.

—No es solo una tarea —les explicó la profesora con su voz calmada—. Quiero que piensen profundamente en lo que esa persona ha hecho por ustedes y cómo los ha ayudado. A veces olvidamos lo importante que es reconocer los gestos que mejoran nuestra vida. Este ejercicio es para que aprendan a valorar y a expresar su gratitud de manera sincera.

Camila frunció el ceño, intentando encontrar un destinatario para su carta. En su mente, nadie había hecho nada demasiado especial por ella. Además, las clases eran exigentes y sus padres trabajaban mucho, así que no veía por qué debía agradecerles más allá de lo habitual.

—¿Quién será el afortunado al que le escribirás tu carta? —le preguntó Sara, su mejor amiga, mientras se sentaban juntas a la hora del almuerzo.

Sara siempre había sido una chica muy optimista. A menudo veía lo bueno en las pequeñas cosas y siempre tenía una palabra amable para los demás. Camila sabía que Sara estaba emocionada por el Día de la Gratitud, y seguro ya tenía mil ideas en la cabeza.

—No lo sé —respondió Camila, con un encogimiento de hombros—. No creo que nadie haya hecho algo tan especial por mí este año como para merecer una carta.

Sara la miró sorprendida.

—¿De verdad piensas eso? ¿Ni siquiera tus papás o tus abuelos?

—No lo sé —repitió Camila, sintiéndose un poco incómoda—. Ellos me cuidan y me dan lo que necesito, pero eso es normal, ¿no?

Sara se quedó en silencio unos segundos antes de hablar.

—Bueno, yo creo que las pequeñas cosas también son importantes. A veces, alguien no tiene que hacer algo gigantesco para que podamos sentirnos agradecidos. Hasta un gesto pequeño, como un consejo o un abrazo en un mal día, puede ser algo por lo que dar las gracias.

Camila se quedó pensando en lo que su amiga le había dicho, pero seguía sin estar convencida. De todas formas, decidió darle una oportunidad al ejercicio que la profesora les había propuesto, aunque solo fuera por cumplir con la tarea.

Esa tarde, después de hacer su tarea, se sentó en su escritorio con una hoja en blanco frente a ella. ¿A quién podría escribirle? A medida que su mente repasaba a las personas de su vida, notó lo difícil que le resultaba. No era que no apreciara lo que otros hacían por ella, pero tampoco lo veía como algo extraordinario. Finalmente, decidió escribirle a su abuela, aunque más por compromiso que por verdadero deseo.

—Querida abuela —comenzó a escribir—, gracias por las veces que me das caramelos y me cuidas cuando mamá está trabajando.

La frase se sintió vacía. Camila la leyó en voz alta y no pudo evitar sentir que sonaba superficial. Le costaba encontrar palabras más profundas. Mientras miraba el papel, recordando momentos con su abuela, algo hizo clic en su mente.

Se acordó de una tarde en particular, unos meses atrás, cuando había llegado a casa de la escuela después de un mal día. Había reprobado un examen de matemáticas y había discutido con Sara por una tontería. Estaba tan molesta que, al llegar a casa de su abuela, había tirado la mochila al suelo y se había encerrado en su cuarto, llorando de frustración. Su abuela no dijo nada, pero le había llevado un chocolate caliente y se sentó a su lado en silencio, hasta que Camila estuvo lista para hablar.

Ese recuerdo la hizo sentir una calidez inesperada en el pecho. Sin darse cuenta, una sonrisa apareció en su rostro mientras volvía a escribir.

—Gracias por estar siempre ahí cuando más lo necesito, incluso cuando no te lo digo. Aquella tarde que me preparaste chocolate sin preguntarme qué me pasaba fue algo muy especial para mí, aunque no te lo haya dicho.

Camila se sorprendió de lo bien que se sentía al escribir esas palabras. Era como si de repente se diera cuenta de todas las cosas que había dado por sentado. Cosas que, en realidad, significaban mucho más de lo que había imaginado.

Antes de que se diera cuenta, la carta tomó forma de manera natural. Las palabras fluyeron, llenas de gratitud, y al terminarla, Camila se sintió diferente, como si algo hubiera cambiado dentro de ella. ¿Era posible que decir “gracias” fuera más poderoso de lo que pensaba? ¿Acaso no era solo una simple cortesía, sino un puente hacia algo más profundo?

La mañana siguiente, Camila llegó a la escuela con su carta cuidadosamente doblada en su mochila. Estaba ansiosa por ver lo que los demás habían escrito, pero por primera vez en mucho tiempo, también sentía que tenía algo importante que compartir.

El Día de la Gratitud no sería un día más para ella. Había comenzado a descubrir que detrás de cada pequeño gesto había un mundo de emociones y conexiones que no había sabido valorar antes. Y lo más sorprendente de todo era que, cuanto más pensaba en ello, más razones encontraba para estar agradecida.

El Día de la Gratitud estaba cada vez más cerca, y la escuela “Manuel Belgrano” estaba llena de entusiasmo. Los estudiantes hablaban con emoción sobre sus cartas y los agradecimientos que planeaban compartir con sus seres queridos. Camila, por su parte, había comenzado a ver las cosas desde una nueva perspectiva después de escribir la carta a su abuela, pero aún tenía dudas sobre el verdadero impacto de la gratitud. Aun así, decidió seguir el espíritu del evento y participar, aunque no estaba segura de cómo resultaría todo.

Durante los días previos, la profesora Isabel les pidió que reflexionaran más a fondo sobre las personas a las que habían decidido agradecer. Quería que los estudiantes compartieran en clase a quién le escribirían y qué les había inspirado a hacerlo. Camila, quien por lo general no era de las que hablaban mucho frente a sus compañeros, empezó a ponerse nerviosa ante la idea de leer su carta en voz alta. Sabía que otros compañeros habían preparado palabras muy elaboradas y pensaba que su agradecimiento, aunque sincero, era mucho más sencillo.

El día que les tocaba compartir llegó, y uno a uno, los estudiantes fueron tomando su turno. Sofía, la niña más aplicada de la clase, fue la primera en leer. Su carta estaba dirigida a su mamá, agradeciéndole por el sacrificio de trabajar hasta tarde para que Sofía pudiera estudiar en una buena escuela. Después de ella, Pedro leyó su carta, dirigida a su mejor amigo Tomás, por siempre acompañarlo y ser su apoyo cuando se sentía solo. Las palabras de los demás eran tan sentidas que Camila empezó a dudar de si debía leer la suya.

Mientras sus compañeros compartían, la atmósfera en el aula se llenaba de emoción. A algunos les brillaban los ojos, otros sonreían mientras leían, y algunos hasta soltaban unas lágrimas de emoción. Camila, que había estado escuchando en silencio, comenzó a darse cuenta de que cada agradecimiento, por muy pequeño que pareciera, tenía un significado especial para quien lo recibía. Cada carta no era solo un cumplido, sino una forma de reconocer el impacto positivo que los demás habían tenido en sus vidas.

Finalmente, fue el turno de Camila. El corazón le latía fuerte cuando la profesora Isabel la llamó al frente de la clase. Con manos temblorosas, tomó su carta y se levantó de su silla. Mientras caminaba hacia el frente del salón, sintió que todos la miraban con expectación. Era la primera vez que hablaba de algo tan personal frente a sus compañeros, y aunque sabía que no debía temer, la inseguridad la invadía.

—Camila, cuéntanos a quién le has escrito tu carta —dijo amablemente la profesora Isabel, sonriendo para animarla.

Camila respiró hondo y miró a sus compañeros antes de comenzar a hablar.

—Escribí mi carta para mi abuela —dijo, con la voz un poco temblorosa—. Al principio, pensé que no tenía mucho que agradecer, pero me di cuenta de que hay cosas que damos por sentadas, aunque realmente son muy importantes.

Sus compañeros la escuchaban en silencio, y ese ambiente de atención total le dio la confianza que necesitaba para continuar.

—Una tarde —prosiguió—, llegué a casa de mi abuela después de un día horrible. Había sacado una mala nota en un examen y había peleado con mi mejor amiga. Me encerré en mi cuarto, sin ganas de hablar con nadie, pero mi abuela me llevó un chocolate caliente y se quedó conmigo sin decir nada. No me preguntó qué me pasaba ni trató de darme consejos. Simplemente, me acompañó en silencio.

Camila hizo una pausa, recordando lo que había sentido en ese momento.

—En ese momento no lo entendí, pero ahora sé que ese gesto fue su forma de decirme que estaba ahí para mí, sin necesidad de palabras. Fue algo pequeño, pero significó mucho. Me hizo sentir que no estaba sola, incluso cuando yo no sabía cómo pedir ayuda. Así que le quiero dar las gracias por estar siempre a mi lado, incluso cuando no me doy cuenta.

Al terminar de leer su carta, Camila levantó la vista y vio cómo varios de sus compañeros sonreían. Algunos la miraban con ternura, y la profesora Isabel asintió con satisfacción. La carta, aunque sencilla, había conmovido a la clase.

—Muy bien, Camila —dijo la profesora con una sonrisa cálida—. Tu carta nos muestra que la gratitud no siempre tiene que ser por grandes cosas. A veces, los gestos más simples son los que más tocan nuestros corazones.

Después de que Camila terminó, se sentó de nuevo en su lugar. Se sentía extrañamente ligera, como si al expresar sus sentimientos se hubiera liberado de una carga que no sabía que llevaba. El compartir ese momento con sus compañeros había sido una experiencia que nunca olvidaría.

Durante el recreo, mientras los niños corrían y jugaban por el patio, Sara se acercó a Camila con una sonrisa en el rostro.

—Me encantó tu carta —le dijo Sara—. No sabía lo de aquella tarde. Eres muy afortunada de tener una abuela así.

Camila sonrió, sintiéndose agradecida no solo por su abuela, sino también por la amistad de Sara.

—Gracias —respondió—. Creo que este Día de la Gratitud me está enseñando mucho más de lo que imaginaba.

—A mí también —dijo Sara, dándole un abrazo—. A veces, cuando estás triste, no sabes que hay personas a tu alrededor que te apoyan de formas que ni siquiera puedes ver.

Después del recreo, la profesora Isabel les dejó una reflexión. Les habló de cómo la gratitud no solo beneficiaba a quien recibía el agradecimiento, sino también a quien lo expresaba. Era como si al decir “gracias”, el corazón se llenara de una sensación de paz y alegría que hacía que todo se viera más brillante.

Camila, sentada en su pupitre, sintió que esas palabras eran ciertas. Había comenzado la semana pensando que el Día de la Gratitud no tenía mucho sentido, pero ahora entendía lo importante que era dar las gracias y, más aún, sentirlo desde el corazón. Y lo más sorprendente era que, cuanto más lo pensaba, más razones encontraba para estar agradecida.

La celebración del Día de la Gratitud en la escuela “Manuel Belgrano” estaba por llegar a su momento culminante: una ceremonia especial en la que los estudiantes tendrían la oportunidad de entregar sus cartas de agradecimiento a las personas a quienes las habían dedicado. La idea de la profesora Isabel era simple, pero poderosa: al compartir esos momentos de gratitud, todos en la escuela se unirían, creando un ambiente de armonía y comprensión entre alumnos, padres y maestros.

Camila, después de leer su carta en clase, se sentía más confiada, pero aún quedaba un reto importante: entregarle la carta a su abuela en persona. Aunque la había escrito con sinceridad, algo en su interior la hacía sentirse un poco nerviosa. ¿Cómo reaccionaría su abuela? ¿Le importaría realmente ese gesto? A pesar de las dudas que todavía rondaban su mente, decidió que era el momento de hacerlo.

Esa tarde, cuando llegó a casa, encontró a su abuela como siempre, sentada en el sillón tejiendo, con su radio encendida en una estación de música tranquila. Camila se quedó de pie un momento, observando la familiar escena, y tomó aire antes de acercarse con su carta en la mano.

—Abuela, ¿puedo hablar contigo un minuto? —preguntó con una mezcla de nervios y timidez.

La abuela, siempre tan tranquila, levantó la vista y sonrió.

—Claro, mi amor. ¿Qué sucede?

Camila se sentó a su lado en el sofá y, sin decir una palabra más, le extendió el papel. Su abuela, extrañada pero curiosa, tomó la carta y comenzó a leerla. A medida que sus ojos recorrían las palabras, su expresión fue cambiando, primero en una ligera sorpresa, luego en una mezcla de emoción y ternura. Cuando terminó, dejó el papel a un lado y miró a Camila con los ojos ligeramente húmedos.

—Mi niña —dijo la abuela, tomando la mano de Camila—, no sabes lo que esto significa para mí. Yo no hago esas cosas esperando que me lo agradezcas. Lo hago porque te quiero y siempre estaré aquí para ti.

Camila sintió un nudo en la garganta. Había escrito la carta porque sentía que debía agradecerle, pero al escuchar las palabras de su abuela, comprendió algo mucho más profundo: el amor incondicional de su abuela no esperaba nada a cambio. Sin embargo, el simple hecho de decir “gracias” había creado un momento especial entre ellas que jamás olvidarían.

—Sé que no lo haces por eso, abuela —dijo Camila con una sonrisa tímida—, pero de todos modos quería que lo supieras. Eres muy importante para mí.

La abuela la abrazó, y en ese instante, Camila sintió una paz interior que no había experimentado antes. Se dio cuenta de que dar las gracias no era solo un gesto, sino una forma de conectar más profundamente con las personas que amamos.

Al día siguiente, la escuela se llenó de emociones mientras los estudiantes entregaban sus cartas de agradecimiento. Los padres llegaron temprano, algunos con sonrisas de curiosidad, otros con cierto desconcierto por la idea de recibir una carta escrita por sus hijos. Lo que no sabían era que ese acto sencillo traería una oleada de sentimientos sinceros que muchos no esperaban.

Camila y su abuela llegaron juntas al salón donde la ceremonia tendría lugar. El ambiente estaba lleno de un sentimiento de expectativa, pero también de calidez. Las cartas, cuidadosamente escritas y decoradas por los estudiantes, estaban listas para ser entregadas. La profesora Isabel, con una sonrisa radiante, inició el evento con unas palabras.

—Hoy es un día especial para todos nosotros —dijo con su habitual tono suave—. No solo estamos aquí para decir “gracias”, sino para darnos cuenta de cuánto valoramos a las personas que nos rodean. A veces, en medio de la vida diaria, olvidamos lo importante que es reconocer a quienes nos apoyan y nos quieren. Pero hoy, gracias a ustedes, alumnos, todos podremos compartir un poco de esa gratitud que tanto bien nos hace.

El primer grupo de estudiantes comenzó a entregar sus cartas. Algunos padres y abuelos se emocionaban hasta las lágrimas, otros se abrazaban con ternura, y todos los niños, aunque un poco nerviosos, parecían comprender el poder de lo que estaban haciendo.

Cuando llegó el turno de Camila, ella tomó la mano de su abuela y juntas se acercaron a la profesora Isabel. Aunque ya había entregado su carta en casa, el hecho de compartir ese momento en público con su abuela hacía que todo fuera aún más significativo. La abuela, con los ojos llenos de emoción, sonrió y apretó la mano de Camila con fuerza, mientras la profesora les entregaba un pequeño certificado de gratitud, símbolo del reconocimiento de la escuela por su participación en el evento.

A lo largo de la ceremonia, Camila se dio cuenta de algo asombroso: las palabras de gratitud no solo transformaban a quienes las recibían, sino también a quienes las expresaban. Cada niño que entregaba una carta, cada padre que la recibía, experimentaba un momento de conexión que iba más allá de las palabras. Era como si, en ese simple acto, se borraran las pequeñas tensiones y malentendidos del día a día, dejando espacio solo para el cariño y la comprensión.

Al terminar el evento, la profesora Isabel pidió a los estudiantes que se unieran para una última reflexión grupal.

—Hoy hemos aprendido que dar las gracias no solo es un acto de cortesía —dijo—. Es un regalo que nos hacemos a nosotros mismos y a los demás. Nos ayuda a recordar lo afortunados que somos y a valorar las pequeñas cosas de la vida. Así que no dejen que este Día de la Gratitud termine aquí. Hagan de cada día una oportunidad para agradecer, porque eso es lo que realmente llena nuestros corazones de alegría.

Camila, junto a su abuela y rodeada de sus compañeros, sintió que esas palabras eran la clave de todo. A partir de ese momento, decidió que la gratitud no sería solo algo que practicara en los eventos especiales, sino una actitud constante en su vida. Aprendió que, al expresar agradecimiento, no solo hacía feliz a los demás, sino que también se llenaba a sí misma de una profunda felicidad. Y así, con el corazón lleno de amor y gratitud, Camila supo que ese día había marcado un antes y un después en su vida.

moraleja Aprende a dar las gracias y tu corazón será más feliz

Y colorín colorín, este cuento llegó a su fin. bueno mis amables oyentes. ¡NOS VEMOS MAÑANA! CON UN NUEVO CUENTO CON MORALEJA.

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