En el pequeño pueblo de Las Colinas, vivía un niño llamado Samuel, conocido por todos como “Sam el Optimista”. Samuel siempre tenía una sonrisa en su rostro, incluso cuando las cosas no iban tan bien. Si el día era lluvioso, decía que las plantas estaban felices porque recibían agua; si el sol brillaba demasiado fuerte, decía que era perfecto para un día de juegos al aire libre. Sam tenía un talento especial para encontrar lo positivo en cualquier situación, y eso lo hacía muy querido por sus amigos.
Sin embargo, no todos compartían su entusiasmo. En la escuela, había un grupo de niños que a menudo se quejaban de todo: del clima, de las tareas, de los juegos, y especialmente de los cambios que estaban ocurriendo en el pueblo. Las Colinas estaba creciendo rápidamente, y muchas cosas estaban cambiando: nuevos edificios, más tráfico y menos espacio para jugar. Esto no le gustaba a algunos de los niños, que añoraban los tiempos en que el pueblo era más tranquilo y pequeño.
Un día, mientras Samuel caminaba hacia la escuela, vio a su amiga Ana sentada en el parque con una expresión triste. Ana era una niña muy inteligente y curiosa, pero últimamente había estado preocupada por los cambios en su hogar. Sus padres habían decidido abrir un pequeño restaurante para aprovechar el aumento de turistas en el pueblo, y eso significaba menos tiempo para estar juntos.
—Hola, Ana. ¿Estás bien? —preguntó Samuel, sentándose a su lado.
—No mucho, Sam. Extraño cómo eran las cosas antes. Mis padres siempre estaban en casa y teníamos tiempo para todo. Ahora, con el restaurante, apenas nos vemos. Siento que todo está cambiando demasiado rápido —dijo Ana, con un suspiro.
Samuel, con su típico espíritu optimista, trató de animarla.
—Es cierto que las cosas están cambiando, pero piensa en lo genial que es que tus padres tengan su propio restaurante. ¡Van a hacer comida deliciosa y la gente del pueblo podrá disfrutarla! Además, ¿quién sabe? Tal vez puedas aprender algunas recetas increíbles y ayudarles en el restaurante.
Ana sonrió un poco, pero aún estaba preocupada. Samuel sabía que a veces, encontrar el lado positivo no era suficiente para cambiar los sentimientos de los demás, pero nunca dejaba de intentarlo.
Ese mismo día, en la escuela, el profesor organizó una actividad especial para que los estudiantes hablaran sobre los cambios en el pueblo. Algunos niños expresaron su preocupación por la falta de áreas verdes, otros se quejaron del ruido y del aumento de coches, mientras que otros mencionaron que extrañaban la tranquilidad que solía tener Las Colinas.
Samuel, al escuchar a sus compañeros, tuvo una idea. Levantó la mano y con una gran sonrisa, dijo:
—Yo sé que los cambios pueden ser difíciles, pero también traen cosas buenas. Piensen en los nuevos amigos que podríamos hacer, las nuevas tiendas que están llegando y todas las oportunidades para aprender cosas nuevas. ¿Por qué no formamos un club para ver lo positivo en todo? Podríamos llamarlo “El Club de los Optimistas”.
La clase se quedó en silencio por un momento, y luego algunos niños empezaron a murmurar. A muchos les pareció una idea interesante, mientras que otros seguían escépticos.
—¿Cómo va a ayudar eso, Sam? —preguntó Lucas, uno de los niños que siempre veía el vaso medio vacío—. Formar un club no va a cambiar lo que está pasando en el pueblo.
Samuel, sin perder su buen ánimo, respondió:
—No cambiará los cambios, pero sí puede cambiar cómo los vemos. Podemos encontrar maneras de disfrutar lo que tenemos y apoyar a quienes lo necesitan. Por ejemplo, podríamos organizar días de juegos en el parque, o ayudar a limpiar las áreas verdes que quedan. A veces, solo hace falta un poco de esfuerzo y buena actitud para hacer la diferencia.
El profesor, encantado con la iniciativa de Samuel, decidió apoyar la idea y le pidió a la clase que votara si querían formar parte del Club de los Optimistas. Para sorpresa de Samuel, casi todos levantaron la mano, incluso Lucas, aunque con cierta duda.
Esa misma tarde, Samuel, Ana y algunos otros niños se reunieron para planificar las primeras actividades del club. Decidieron que su primera misión sería organizar una “Caza de Sonrisas” en el pueblo. La idea era simple: hacer sonreír a la mayor cantidad de personas posible, ya sea con un cumplido, una pequeña ayuda o simplemente compartiendo algo positivo.
El día de la Caza de Sonrisas, los niños del club se dividieron en pequeños grupos y salieron a recorrer Las Colinas. Samuel y Ana se acercaron al restaurante de los padres de Ana, que estaba a punto de abrir. Samuel les ayudó a colgar un cartel con un mensaje alentador: “Bienvenidos a un lugar lleno de sabor y amor”. Los padres de Ana sonrieron y agradecieron el gesto, y Ana sintió un calorcito en el corazón al ver a sus padres tan contentos.
Mientras tanto, Lucas y su grupo se acercaron al parque donde algunas personas estaban recogiendo basura. Al principio, Lucas no estaba muy convencido, pero Samuel lo animó.
—Lucas, ¿por qué no les ofrecemos ayuda? Seguro que les vendrá bien —sugirió Samuel.
Lucas, siguiendo el consejo, se acercó a los adultos y les ofreció su ayuda. Los adultos, sorprendidos por la amabilidad del grupo, aceptaron y juntos limpiaron el parque en un tiempo récord. Al finalizar, todos se sintieron satisfechos de haber contribuido a mejorar su entorno.
Poco a poco, las acciones del Club de los Optimistas comenzaron a tener un impacto positivo en el pueblo. Los niños descubrieron que no importaba cuán grande o pequeño fuera el problema, siempre había algo que podían hacer para mejorar la situación. Y lo más importante, se dieron cuenta de que su actitud podía contagiarse a los demás.
Samuel, viendo cómo todos se unían y disfrutaban de las actividades del club, sintió que su corazón se llenaba de alegría. Sabía que el optimismo no era solo una forma de ver el mundo, sino también una herramienta poderosa para cambiarlo.
—Nunca pensé que formar un club podría hacer tanta diferencia —dijo Ana un día, mientras descansaban en el parque después de una jornada de juegos y sonrisas—. Me siento mucho mejor sobre los cambios ahora. Gracias por ser siempre tan positivo, Sam.
—No es solo mi optimismo, es el de todos nosotros. Juntos, podemos hacer grandes cosas. Solo hay que mirar lo bueno en cada persona y en cada momento, incluso en los difíciles —respondió Samuel, mirando a sus amigos con orgullo.
El Club de los Optimistas continuó creciendo y, con cada nueva actividad, Samuel y sus amigos aprendieron que el optimismo podía transformar no solo su entorno, sino también a ellos mismos. A través de su ejemplo, mostraron al pueblo de Las Colinas que, aunque los tiempos cambiaran, siempre había una razón para sonreír y seguir adelante.
El Club de los Optimistas creció rápidamente en popularidad. Cada semana, más niños se unían a Samuel y sus amigos, ansiosos por participar en las actividades y contagiarse de la energía positiva que el club promovía. Lo que comenzó como una simple idea de Samuel se convirtió en un movimiento que no solo incluía a los estudiantes, sino también a maestros, padres y otros vecinos de Las Colinas.
Un sábado, el club organizó una jornada de “Arregla tu Calle” donde los niños, con la ayuda de los adultos, plantaron flores, pintaron bancos y recogieron basura en varias calles del pueblo. La jornada fue un éxito, y al final del día, todos estaban agotados pero felices al ver su trabajo reflejado en la nueva apariencia de las calles.
Lucas, quien al principio había sido uno de los más escépticos, se convirtió en un miembro activo del club. Aunque aún tenía días en los que le costaba ver lo positivo, Samuel y los demás siempre lo animaban a seguir adelante. Un día, después de una discusión en clase sobre los problemas ambientales del pueblo, Lucas propuso una idea.
—¿Por qué no plantamos árboles en el parque? Sería genial tener más sombra y además ayudaríamos al medio ambiente —sugirió Lucas, con un brillo de entusiasmo en los ojos.
Todos estuvieron de acuerdo, y Samuel se sintió orgulloso de ver cómo Lucas, quien antes solo veía problemas, ahora se enfocaba en soluciones. Planificaron una campaña para recolectar donaciones y semillas, y el Club de los Optimistas se puso manos a la obra.
Mientras tanto, los padres de Ana seguían ocupados con el restaurante. Aunque Ana ya no se sentía tan triste por los cambios, aún había días en los que extrañaba tener más tiempo con sus padres. Samuel, siempre atento a sus amigos, le propuso una idea.
—Ana, ¿por qué no organizamos una noche de juegos en tu restaurante? Podríamos invitar a las familias y hacer algo divertido que los incluya a todos. Así podrías pasar más tiempo con tus papás y ayudarles a atraer más gente al restaurante.
Ana, encantada con la idea, habló con sus padres, quienes aceptaron de inmediato. La noche de juegos fue un éxito rotundo. Las familias del pueblo disfrutaron de la comida y los juegos, y el restaurante se llenó de risas y alegría. Ana, ayudando a sus padres en las mesas y viendo a todos tan contentos, se dio cuenta de que, aunque las cosas habían cambiado, aún podían encontrar formas de estar juntos y disfrutar.
Un día, mientras el club se reunía para planificar su próxima actividad, una noticia inesperada sacudió al pueblo: una fuerte tormenta había causado daños significativos en varias áreas, incluyendo el parque donde habían trabajado tanto para mejorar. Las flores se habían arruinado, algunos árboles jóvenes habían sido arrancados y las decoraciones que habían pintado estaban ahora manchadas por el barro y el agua.
Los niños del Club de los Optimistas se sintieron desanimados al ver cómo sus esfuerzos parecían desvanecerse en una sola noche. Samuel, aunque siempre optimista, también sintió un peso en su corazón. Habían trabajado tan duro, y ahora el parque lucía peor que antes. Algunos niños comenzaron a murmurar que tal vez no valía la pena seguir intentándolo.
Lucas, que había ganado mucha confianza en los últimos meses, miró a Samuel esperando que, como siempre, tuviera palabras de aliento. Pero esta vez, Samuel estaba en silencio, mirando el desastre en el parque con una expresión seria.
—¿Y ahora qué hacemos, Sam? —preguntó Ana, preocupada.
Samuel respiró hondo y pensó en lo que siempre había creído: que el optimismo no era solo para los buenos momentos, sino especialmente para los tiempos difíciles. Recordó todas las veces que había visto lo bueno en las pequeñas cosas, y cómo siempre había encontrado razones para seguir adelante, incluso cuando todo parecía perdido.
Finalmente, Samuel se volvió hacia sus amigos y, con una sonrisa valiente, dijo:
—Esto es solo un obstáculo más, pero no es el final. El parque puede parecer arruinado ahora, pero podemos arreglarlo. ¿Recuerdan lo bonito que quedó después de la última vez que trabajamos juntos? Podemos hacerlo de nuevo, y esta vez, lo haremos aún mejor.
Aunque aún había dudas en los rostros de algunos niños, la actitud decidida de Samuel comenzó a contagiarse. Lucas fue el primero en levantar la mano.
—¡Yo estoy dentro! Hagámoslo. ¡No podemos rendirnos ahora! —dijo, animado.
Ana y los demás también se unieron, y pronto, el parque se llenó de niños con palas, bolsas de basura, pinceles y muchas ganas de devolverle su belleza. Samuel lideró la organización, dividiendo tareas y motivando a sus amigos. Aunque era un trabajo duro, se dieron cuenta de que cada pequeño esfuerzo contaba. Al final del día, el parque empezó a recuperar su brillo, y los niños se sintieron orgullosos de no haber abandonado.
En medio del trabajo, algunos adultos que pasaban por el parque se detuvieron a observar. Inspirados por la dedicación de los niños, también decidieron unirse. Pronto, el parque se convirtió en un centro de actividad comunitaria, con padres, abuelos y vecinos todos ayudando a restaurar lo que la tormenta había dañado.
Samuel, viendo cómo todos trabajaban juntos, se dio cuenta de algo importante: a veces, los momentos difíciles no solo nos desafían, sino que también nos unen y nos muestran lo mejor de cada persona. Esa tarde, mientras el sol se ponía, Samuel se sintió agradecido por cada uno de sus amigos y por la comunidad que habían construido juntos.
—¿Ves, Sam? —dijo Ana, sentándose a su lado y mirando el parque con satisfacción—. Siempre hay algo bueno en cada situación, solo hay que encontrarlo.
—Sí, Ana. Y me alegra que lo hayamos encontrado juntos. Este parque es más que flores y árboles; es un símbolo de lo que podemos lograr cuando no nos rendimos y vemos lo bueno en cada desafío —respondió Samuel con una sonrisa amplia.
Desde entonces, el Club de los Optimistas se convirtió en una parte esencial de Las Colinas, no solo por sus actividades, sino por la energía positiva y la resiliencia que inspiraban en todos. Los niños aprendieron que el optimismo no se trata de ignorar los problemas, sino de enfrentarlos con la esperanza y la convicción de que siempre hay algo bueno esperando ser descubierto.
Samuel, Ana, Lucas y todos los demás sabían que, aunque vendrían más tormentas y momentos difíciles, mientras se mantuvieran juntos y con una actitud optimista, podrían superar cualquier cosa. Y así, con cada desafío, el Club de los Optimistas siguió demostrando que la fuerza de ver lo bueno no solo podía cambiar su pueblo, sino también sus propios corazones.
Después de la gran restauración del parque, el Club de los Optimistas se ganó un lugar especial en el corazón de todos los habitantes de Las Colinas. No solo por haber arreglado el parque después de la tormenta, sino por haber demostrado que, con optimismo y trabajo en equipo, cualquier obstáculo podía superarse. Los niños del club no solo aprendieron a ver lo positivo en cada situación, sino también a confiar en que, incluso en los momentos más oscuros, siempre había una luz por encontrar.
Con el éxito de la restauración, Samuel decidió que el club debía enfocarse en nuevas maneras de mantener vivo ese espíritu de colaboración y esperanza. Durante una reunión en la escuela, propuso una idea que encantó a todos.
—He estado pensando en todo lo que hemos logrado juntos, y creo que deberíamos crear algo para compartir nuestro optimismo con más personas. ¿Qué les parece si organizamos un Día del Optimismo? Un día en el que todos en el pueblo se unan para celebrar las cosas buenas, ayudar a los demás y, sobre todo, disfrutar del tiempo juntos —sugirió Samuel con entusiasmo.
La idea fue recibida con aplausos y alegría. Los niños empezaron a sugerir actividades: juegos, talleres de reciclaje, competencias de talentos y hasta una feria de comida para recaudar fondos para seguir mejorando el pueblo. Samuel y Ana lideraron la organización, y en poco tiempo, el Día del Optimismo tomó forma como el evento más esperado del año.
El día del evento, la plaza principal de Las Colinas se llenó de colores, música y risas. Había puestos de comida, juegos para todas las edades, y una zona especial donde los niños del Club de los Optimistas compartían historias sobre cómo el optimismo había cambiado sus vidas. Samuel, con su característica sonrisa, daba la bienvenida a todos y los invitaba a participar.
Uno de los momentos más especiales del día fue cuando los niños compartieron un mural gigante que habían pintado. En él, se veían escenas del pueblo con todos sus habitantes, trabajando juntos y sonriendo. En el centro del mural, había un gran sol con la frase: “El optimismo nos une y nos da fuerza”. Los habitantes de Las Colinas se detuvieron a admirar la obra, emocionados por la representación de su comunidad y el mensaje poderoso que transmitía.
Ana, viendo a sus padres disfrutar del evento, sintió una oleada de gratitud. Sabía que, aunque aún había días difíciles, el optimismo le había ayudado a ver lo bueno en cada situación. Samuel, quien estaba a su lado, también observaba con satisfacción todo lo que habían logrado.
—Mira, Sam, todos parecen tan felices. Me alegra que no nos hayamos rendido después de la tormenta —dijo Ana, tomando una flor que había caído del mural y colocándola en su cabello.
—Sí, Ana. Y todo esto es gracias a cada uno de nosotros, porque decidimos ver lo bueno y seguir adelante. No importa cuántas tormentas vengan, siempre tendremos algo por lo que sonreír y por lo que luchar —respondió Samuel.
Durante el evento, Lucas subió al escenario para contar su historia. Había sido uno de los niños más pesimistas al principio, pero gracias al club, había aprendido a ver la vida con una nueva perspectiva.
—Antes, siempre pensaba que los problemas eran demasiado grandes y que nada iba a mejorar. Pero con la ayuda de mis amigos del Club de los Optimistas, aprendí que hay muchas cosas buenas si uno se toma el tiempo de buscarlas. Este club me enseñó a no rendirme y a creer en el poder de la esperanza compartida —dijo Lucas, recibiendo un gran aplauso del público.
La jornada continuó con más actividades, y al caer la tarde, Samuel tomó el micrófono para agradecer a todos por su participación.
—Hoy hemos visto el poder del optimismo y de estar juntos. A veces, las cosas pueden parecer difíciles, pero nunca debemos olvidar que cada uno de nosotros tiene la capacidad de hacer una diferencia. Gracias a todos por ser parte de este día y por demostrar que, cuando vemos lo bueno en cada persona y cada momento, podemos crear algo hermoso. Sigamos llevando este espíritu adelante, no solo hoy, sino todos los días.
El público estalló en aplausos, y muchos se acercaron a Samuel para felicitarlo y agradecerle por ser una fuente constante de alegría y esperanza. Samuel, aunque siempre humilde, sintió que su corazón se llenaba al ver cómo su pequeño club había crecido y se había convertido en un faro de positividad para todos.
El Día del Optimismo se convirtió en una tradición anual en Las Colinas, y cada año más personas se unían para celebrar y contribuir. Los niños del club crecieron, pero nunca dejaron de ser optimistas. Algunos se convirtieron en líderes comunitarios, otros en maestros y otros en artistas, pero todos llevaron consigo la lección que aprendieron en su infancia: que el optimismo no solo nos ayuda a superar los momentos difíciles, sino que también nos une y nos fortalece.
Samuel, Ana y Lucas continuaron siendo amigos cercanos, y cada vez que se encontraban, recordaban con cariño sus aventuras en el Club de los Optimistas. Aunque ya no eran niños, seguían creyendo que ver lo bueno en cada persona y cada situación era la clave para vivir una vida plena y feliz.
En una tarde soleada, años después, mientras caminaban juntos por la renovada plaza de Las Colinas, Samuel se detuvo y miró a sus amigos.
—¿Recuerdan cuando comenzamos el club? ¿Quién hubiera pensado que haríamos tanto?
—Yo lo sabía, Sam. Desde el primer día, supe que tu optimismo podía cambiar el mundo —respondió Ana con una sonrisa.
—Y todavía lo hace —agregó Lucas, levantando una flor del suelo y entregándosela a Samuel—. Gracias por enseñarnos a ver siempre lo mejor de cada cosa, amigo.
Samuel tomó la flor y la observó con cariño. Sabía que el verdadero cambio no estaba solo en las cosas grandes que habían hecho, sino en los pequeños actos de bondad y optimismo que continuaban esparciendo todos los días.
—El optimismo es como esta flor. Puede ser pequeña, pero tiene el poder de crecer y llenar de color el lugar más gris. Y mientras sigamos compartiendo esa luz, siempre habrá algo bueno que encontrar —dijo Samuel, sonriendo.
Y así, con cada paso y cada sonrisa, Samuel y sus amigos siguieron sembrando semillas de optimismo, demostrando que no importa cuán grandes sean los desafíos, siempre hay algo bueno esperando ser descubierto, si solo nos tomamos el tiempo para verlo.
moraleja El optimismo nos ayuda a ver lo bueno de cada persona y cada momento difícil.
Y colorín colorín, este cuento llego a su fin. bueno mis amables oyentes. ¡NOS VEMOS MAÑANA! CON UN NUEVO CUENTO CON MORALEJA.
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