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Lucas era el mejor saltador de su escuela. Desde que era pequeño, siempre había destacado por su habilidad para saltar más lejos y más alto que cualquiera de sus compañeros. Todos en la Escuela Primaria El Roble lo conocían como “El Canguro”, porque no importaba cuán alto o lejos estuviera la meta, Lucas siempre la alcanzaba con facilidad. En cada torneo, los otros estudiantes veían sus saltos con asombro, y Lucas se llevaba las medallas a casa, donde las colgaba orgullosamente en su habitación.

Este año, la escuela organizó un gran torneo de salto, y Lucas estaba más emocionado que nunca. El premio no era solo una medalla, sino también una invitación para representar a la escuela en el torneo regional, algo que Lucas había soñado desde que empezó a saltar. Todos daban por sentado que Lucas ganaría, incluso los maestros hablaban de sus habilidades con admiración.

—¡Seguro que este año Lucas se lleva el trofeo a casa! —decía el señor Herrera, el profesor de educación física, mientras preparaba la pista de salto.

Lucas, seguro de sí mismo, practicaba todos los días después de clase. Siempre se entrenaba solo, convencido de que no necesitaba la ayuda de nadie. “¿Para qué pedir ayuda si siempre he sido el mejor?”, pensaba. Sin embargo, lo que Lucas no sabía era que, este año, el torneo traería más desafíos de los que había enfrentado antes.

Un día, mientras Lucas practicaba sus saltos, llegó al campo un nuevo estudiante llamado Diego. Diego venía de otra escuela y había sido el campeón de salto allí. Era un chico simpático y amable, pero Lucas lo veía como una amenaza. Desde que llegó, Diego no había perdido la oportunidad de entrenar tanto como Lucas, y aunque no se conocían mucho, Lucas podía sentir que Diego era un competidor serio.

—Hola, Lucas. He escuchado mucho sobre ti. ¡Eres increíble! —le dijo Diego una tarde, con una sonrisa sincera.

—Gracias. También he oído que eres bueno. Pero bueno… no tanto —respondió Lucas, tratando de sonar relajado, aunque por dentro sentía que necesitaba esforzarse aún más.

Los días pasaban, y aunque Lucas seguía siendo el favorito, Diego mostraba un talento natural y una actitud de trabajo en equipo que lo hacía destacar. A diferencia de Lucas, Diego no entrenaba solo. Siempre estaba rodeado de amigos que lo ayudaban, le daban ánimos y lo apoyaban en cada salto. Esto no pasó desapercibido para Lucas, quien lo miraba de lejos, sintiendo una mezcla de competencia y curiosidad.

Una tarde, mientras Lucas practicaba un salto complicado, su pie se resbaló y cayó al suelo con fuerza. Aunque no parecía grave, Lucas sintió un dolor agudo en el tobillo. Se levantó rápidamente, sin querer mostrar debilidad, y trató de seguir saltando. Sin embargo, cada vez que lo intentaba, el dolor volvía, haciéndolo tropezar una y otra vez.

Diego, que estaba entrenando cerca, se dio cuenta de lo que había pasado y corrió a ayudarlo.

—¿Estás bien? Parecía una caída fuerte —dijo Diego, ofreciendo su mano para ayudar a Lucas a levantarse.

—Estoy bien, no necesito ayuda. Puedo manejarlo —respondió Lucas, apartando la mano de Diego y tratando de mantenerse firme. Sin embargo, el dolor en su tobillo lo traicionó y tuvo que sentarse.

Diego, sin insistir, se quedó cerca, asegurándose de que Lucas no necesitara nada más. Pero Lucas, orgulloso y terco, decidió no decir nada a nadie sobre su lesión. “Si lo cuento, pensarán que no soy lo suficientemente fuerte”, pensó, mientras se alejaba cojeando discretamente.

El día del torneo llegó, y la pista estaba llena de estudiantes, maestros y padres emocionados por ver a los competidores. Lucas trató de ignorar el dolor en su tobillo, decidido a ganar a toda costa. Se colocó en la línea de salida, respiró hondo y se preparó para su primer salto. Sin embargo, al tomar impulso, el dolor se intensificó y su salto fue más corto de lo habitual. Los murmullos comenzaron a correr entre el público, y Lucas sintió una oleada de frustración.

Diego, que estaba observando desde su lugar, notó que algo no iba bien con Lucas. Sin decir nada, decidió esperar su turno, pero mantuvo un ojo en su competidor. Lucas intentó de nuevo, pero cada salto era peor que el anterior. Finalmente, en su tercer intento, su tobillo cedió y cayó al suelo.

Los profesores corrieron a ayudarlo, y Lucas, avergonzado, trató de mantenerse fuerte.

—Estoy bien, solo fue un mal día —dijo Lucas, pero su voz traicionaba la mezcla de dolor y decepción que sentía.

Diego, viendo la situación, se acercó a Lucas después de su salto y le dijo:

—Lucas, sé que quieres ser el mejor, pero a veces incluso los más fuertes necesitan ayuda. No pasa nada si aceptas una mano amiga. Yo también he tenido malos días y mis amigos siempre me han ayudado a levantarme.

Lucas, que siempre había creído que pedir ayuda era un signo de debilidad, sintió algo en su interior cambiar. Por primera vez, se dio cuenta de que tal vez había subestimado el poder de tener a alguien a su lado. Aceptar ayuda no significaba que no era fuerte; significaba que era lo suficientemente valiente como para reconocer cuando la necesitaba.

Con la ayuda de Diego y los profesores, Lucas se levantó y fue llevado al área de descanso. Allí, mientras descansaba su tobillo, vio cómo Diego seguía compitiendo, apoyado por sus amigos y con una sonrisa en el rostro. Lucas entendió que la verdadera fortaleza no estaba solo en saltar alto o lejos, sino en saber cuándo apoyarse en los demás.

Al final del torneo, Diego ganó el primer lugar, pero antes de recibir su medalla, se acercó a Lucas y le dijo:

—Eres un gran competidor, Lucas. Me alegra haberte conocido y competir contigo. Sé que si trabajamos juntos, ambos podemos mejorar mucho más.

Lucas, sorprendido por la amabilidad de Diego, le devolvió la sonrisa.

—Gracias, Diego. Creo que he aprendido algo importante hoy. A veces, es mejor no ir solo, y tener amigos que te apoyen puede marcar la diferencia. ¿Te gustaría entrenar juntos para el próximo torneo?

Diego aceptó con entusiasmo, y desde ese día, Lucas y Diego se convirtieron en compañeros de entrenamiento. Juntos, descubrieron que la ayuda mutua y el apoyo eran la clave para superar cualquier obstáculo, incluso aquellos que parecían insuperables al principio. Lucas aprendió que incluso los más fuertes necesitan ayuda para triunfar, y que, con el apoyo de los demás, cualquier salto, por más alto o lejano, siempre era posible.

Después del torneo, Lucas y Diego empezaron a entrenar juntos todos los días después de la escuela. Al principio, a Lucas le costaba adaptarse a la idea de tener un compañero de entrenamiento. Había estado acostumbrado a trabajar solo, confiando únicamente en su habilidad y determinación. Pero a medida que pasaba el tiempo, Lucas se dio cuenta de que entrenar con Diego no solo era útil, sino también divertido.

Diego tenía una energía contagiosa y siempre encontraba maneras de mantener los entrenamientos interesantes. Si un día se sentían agotados, Diego sugería hacer ejercicios diferentes o tomarse un descanso para jugar un partido de fútbol con otros niños. Lucas, que siempre había sido tan serio con sus entrenamientos, aprendió a relajarse un poco y disfrutar más del proceso.

Un día, durante una de sus prácticas, Diego notó que Lucas seguía cojeando ligeramente. Aunque Lucas intentaba ocultarlo, era evidente que su tobillo aún no estaba completamente recuperado.

—Lucas, ¿estás seguro de que deberías seguir entrenando tan fuerte? —preguntó Diego, con una mirada de preocupación—. Si no te cuidas, podrías lesionarte aún más.

Lucas suspiró y se detuvo, apoyándose en una valla cercana. Había estado ignorando el dolor durante semanas, temeroso de perder su oportunidad de estar en el próximo torneo regional.

—No quiero perder tiempo, Diego. Tengo que estar listo para el torneo, y si no entreno, siento que me estoy quedando atrás —admitió Lucas, mirando el suelo.

Diego, que había escuchado muchas veces a sus entrenadores hablar sobre la importancia de la salud y el cuidado del cuerpo, decidió ayudar a Lucas a entenderlo de una manera diferente.

—Mira, Lucas, entrenar duro es importante, pero entrenar inteligentemente lo es aún más. Si no te das tiempo para sanar, no importa cuán fuerte entrenes, siempre estarás en desventaja. Es como construir una casa sobre cimientos débiles; puede que parezca sólida al principio, pero eventualmente se derrumbará.

Lucas escuchó las palabras de Diego y, aunque le costó aceptarlo, sabía que tenía razón. Decidió que era hora de visitar al médico de la escuela para revisar su tobillo. Diego lo acompañó y esperaron juntos en la enfermería. El médico le dijo a Lucas que necesitaba descansar y hacer algunos ejercicios de rehabilitación para fortalecer su tobillo antes de volver a entrenar a full intensidad.

Aunque al principio Lucas se sintió frustrado por tener que detener su entrenamiento, Diego lo animó a ver el lado positivo.

—Podemos hacer ejercicios de fuerza y equilibrio juntos. Además, te puedo ayudar con la rehabilitación. Verás que no es tiempo perdido, sino una inversión en tu futuro —dijo Diego con una sonrisa.

Lucas, agradecido por la compañía y el apoyo de Diego, empezó a ver las cosas de una manera diferente. En lugar de sentirse desmotivado, se enfocó en los ejercicios de recuperación con la misma determinación con la que siempre había entrenado. Diego lo ayudaba a hacer estiramientos, le llevaba hielo para su tobillo y hasta le había preparado una rutina de ejercicios de fuerza para los brazos y el torso, para que Lucas se mantuviera en forma sin forzar su pierna.

Poco a poco, Lucas empezó a notar la diferencia. Su tobillo se sentía más fuerte y el dolor disminuía. Los días pasaban y, aunque aún no podía saltar como antes, Lucas estaba motivado por su progreso. Aprendió que incluso en los momentos de descanso, podía seguir mejorando, y que cada día de rehabilitación lo acercaba más a su meta.

Mientras tanto, Diego seguía participando en pequeños torneos y actividades escolares. A diferencia de Lucas, Diego no siempre ganaba, pero lo que destacaba de él era su habilidad para aprender de cada competencia y mantenerse positivo, sin importar el resultado. Lucas observó cómo Diego, a pesar de no ser siempre el primero, era alguien en quien todos confiaban y admiraban por su actitud y perseverancia.

Un día, mientras Diego estaba en medio de un torneo de salto en la escuela, Lucas decidió ir a verlo y apoyarlo desde la grada. Era la primera vez que Lucas asistía como espectador y no como participante, y se sorprendió de lo mucho que disfrutaba animando a su amigo. Durante uno de los saltos, Diego tropezó y cayó al suelo, pero en lugar de quedarse abatido, se levantó, se sacudió el polvo y, con una sonrisa, se preparó para su siguiente intento.

Lucas, al ver esa resiliencia, entendió algo fundamental: el verdadero valor de un atleta no solo se medía en sus victorias, sino también en cómo enfrentaba sus caídas. Después del torneo, Lucas se acercó a Diego y lo felicitó por su esfuerzo.

—Eres increíble, Diego. Hoy aprendí mucho solo con verte. Creo que he estado demasiado concentrado en ganar, y no en disfrutar y aprender del camino —admitió Lucas, con un tono sincero.

—Gracias, Lucas. Y recuerda, todos tenemos nuestras caídas, pero eso es lo que nos hace más fuertes. Lo importante es no rendirse y seguir adelante, con la ayuda de nuestros amigos —respondió Diego, dándole un golpe amistoso en el hombro.

Con el tiempo, Lucas finalmente se recuperó por completo de su lesión, y gracias al apoyo y la paciencia de Diego, volvió a entrenar al máximo de su capacidad. Ahora, en lugar de entrenar solo, Lucas había aprendido a confiar en los demás y a compartir sus desafíos y victorias. Diego y él se volvieron inseparables en los entrenamientos, ayudándose mutuamente y empujándose a mejorar cada día.

Finalmente, el esperado torneo regional llegó. Ambos estaban emocionados y listos para dar lo mejor de sí. Aunque Diego había demostrado ser un competidor fuerte, decidió enfocarse en disfrutar la competencia y animar a Lucas tanto como pudiera. Cuando llegó el turno de Lucas, el apoyo de Diego y sus otros amigos lo llenó de confianza.

Lucas tomó aire, miró la pista y, con un salto poderoso, voló más lejos de lo que jamás había hecho. Cuando aterrizó y escuchó los aplausos, supo que había dado lo mejor de sí. Diego fue el primero en abrazarlo y celebrar su éxito.

—Lo lograste, Lucas. Ese fue un salto impresionante. Estoy orgulloso de ti —dijo Diego, con una gran sonrisa.

—No lo hubiera hecho sin ti, Diego. Gracias por estar ahí en los momentos difíciles. Me enseñaste que incluso los más fuertes necesitan ayuda para triunfar, y que juntos, somos invencibles —respondió Lucas, lleno de gratitud.

Ese día, Lucas no solo ganó el torneo, sino que también comprendió la verdadera importancia de la amistad y el apoyo mutuo. Desde entonces, los dos amigos continuaron entrenando juntos, recordando siempre que la verdadera fortaleza no está en hacerlo todo solos, sino en saber cuándo aceptar una mano amiga.

El torneo regional se había convertido en uno de los eventos más esperados del año. Lucas, después de semanas de recuperación y entrenamiento con Diego, estaba listo para dar lo mejor de sí. Sabía que no había llegado hasta allí solo, y el apoyo de Diego y sus amigos lo había fortalecido tanto física como mentalmente.

El día del torneo, el estadio estaba lleno de estudiantes, padres y maestros de diferentes escuelas, todos ansiosos por ver a los competidores en acción. Lucas y Diego se colocaron en la fila de participantes, listos para sus respectivos turnos. Ambos sabían que, aunque competirían individualmente, estaban allí como un equipo, apoyándose mutuamente en cada salto.

Cuando llegó el momento de competir, Lucas sintió los nervios acumulados. Miró a Diego, quien le devolvió una sonrisa alentadora.

—Recuerda, Lucas, no importa el resultado, lo importante es que disfrutes el momento. Has trabajado muy duro para estar aquí, y todos estamos contigo —le dijo Diego, dándole un abrazo rápido.

Lucas asintió y se colocó en la línea de salida. Respiró profundamente, visualizó el salto perfecto y, con una explosión de energía, corrió hacia la pista. Cuando despegó del suelo, sintió que todo su entrenamiento, esfuerzo y apoyo de sus amigos lo impulsaban. Voló más lejos de lo que jamás había imaginado, y al aterrizar, el estadio se llenó de aplausos.

Los jueces anunciaron la puntuación, y Lucas no pudo contener su alegría. Había conseguido el mejor salto de su vida, y esa marca lo colocó en el primer lugar del torneo. Mientras recibía la medalla de oro, Lucas no solo sentía el peso del metal en su cuello, sino también la satisfacción de haber superado sus propios límites con la ayuda de los demás.

Diego también tuvo un desempeño impresionante y ganó el tercer lugar, demostrando que la perseverancia y el espíritu de equipo siempre valen la pena. Al final de la ceremonia, Lucas y Diego se encontraron en el podio, celebrando juntos sus logros.

—¡Lo hicimos, Lucas! —exclamó Diego, mostrando su medalla de bronce con orgullo.

—Sí, lo hicimos, pero no solo ganamos medallas. Ganamos algo más valioso: aprendimos a apoyarnos y a confiar en los demás. Y eso es algo que nunca olvidaré —respondió Lucas, abrazando a Diego.

Los padres y compañeros de equipo los vitorearon, reconociendo que su amistad y colaboración habían sido clave para su éxito. Lucas, quien antes pensaba que la fortaleza se medía en victorias individuales, ahora entendía que los verdaderos campeones son aquellos que saben cuándo aceptar ayuda y ofrecerla a los demás.

En los días siguientes, Lucas y Diego volvieron a sus entrenamientos, pero esta vez con una nueva misión: inspirar a otros estudiantes a trabajar juntos y a no tener miedo de pedir ayuda. Organizaron prácticas abiertas donde todos podían participar, sin importar su nivel de habilidad. Enseñaban a los más pequeños a saltar, a enfrentar sus miedos y, sobre todo, a disfrutar del proceso sin preocuparse tanto por el resultado.

Un día, mientras entrenaban, un niño llamado Mateo, que siempre había sido tímido y reacio a participar en los deportes, se acercó a Lucas y Diego.

—Quiero aprender a saltar como ustedes, pero no sé si puedo hacerlo —dijo Mateo, con voz baja pero con un brillo de esperanza en los ojos.

Lucas y Diego, recordando sus propias experiencias, sonrieron y le dieron una palmadita en la espalda.

—Por supuesto que puedes, Mateo. Lo más importante es que estás aquí y que quieres intentarlo. Nosotros te ayudaremos en cada paso —dijo Lucas, mostrándole los primeros movimientos.

Con paciencia y ánimo, Mateo comenzó a practicar junto a ellos. Al principio, sus saltos eran pequeños y titubeantes, pero con cada intento, ganaba más confianza. Lucas y Diego se turnaban para darle consejos y aplaudir cada avance, por pequeño que fuera. Mateo, al sentir el apoyo de sus nuevos amigos, comenzó a mejorar rápidamente, disfrutando de cada salto como si fuera una pequeña victoria.

Con el tiempo, la pista de salto se llenó de más estudiantes, inspirados por la actitud positiva y la energía de Lucas y Diego. Se formó una pequeña comunidad donde cada miembro sabía que podía contar con los demás, y donde la colaboración y la alegría de compartir esfuerzos se valoraban tanto como cualquier medalla.

Lucas, observando a todos los nuevos saltadores, se sintió agradecido por el camino que había recorrido. Entendió que, aunque las habilidades individuales son importantes, lo que realmente marca la diferencia es la conexión con los demás y la capacidad de construir juntos algo más grande.

En una tarde soleada, mientras Lucas y Diego descansaban después de una sesión de entrenamiento, Lucas reflexionó en voz alta:

—¿Sabes, Diego? A veces pienso en cuánto tiempo perdí intentando ser el mejor por mi cuenta. Pero ahora sé que ser fuerte no es solo sobre ganar solo, sino sobre saber cuándo apoyarse en los demás y ofrecer una mano amiga. Incluso los más fuertes necesitan ayuda para triunfar, y me alegra haberlo aprendido contigo.

Diego, sonriendo, asintió.

—Estoy de acuerdo, Lucas. La fortaleza verdadera está en la amistad y en el apoyo mutuo. Hemos aprendido mucho juntos, y lo mejor de todo es que este es solo el comienzo. Todavía hay muchos saltos por dar, y muchas personas a las que podemos inspirar.

Lucas y Diego continuaron entrenando y apoyando a otros, sabiendo que la fuerza de su equipo y la alegría de trabajar juntos los llevaría lejos. La historia de “El Gran Salto de Lucas” no terminó con una medalla, sino con una lección que ambos llevarían consigo para siempre: incluso los más fuertes brillan más cuando comparten su luz con los demás.

moraleja Incluso los más fuertes necesitan ayuda para triunfar.

Y colorín colorín, este cuento llego a su fin. bueno mis amables oyentes. ¡NOS VEMOS MAÑANA! CON UN NUEVO CUENTO CON MORALEJA.

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