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Todos los años, Sofía y su hermano mayor, Martín, visitaban la granja de sus abuelos durante las vacaciones. Era una tradición familiar que Sofía esperaba con ansias, aunque a veces Martín prefería quedarse en casa. Para él, la vida en la granja parecía anticuada y aburrida en comparación con las comodidades de la ciudad y su videojuego favorito.

Este verano, sus padres insistieron en que pasaran al menos una semana con los abuelos. Aunque Martín puso mala cara, Sofía estaba emocionada de ver a la abuela preparar mermeladas y al abuelo trabajar en el establo con los animales. Sin embargo, Martín no estaba tan convencido.

—No sé por qué tenemos que ir todos los años. Solo vamos a ensuciarnos y a trabajar —protestó Martín, mientras sus padres cargaban las maletas en el auto.

—Martín, tus abuelos trabajan muy duro todos los días para mantener la granja, y esta es una oportunidad para aprender de ellos. Además, es una buena forma de pasar tiempo en familia —le dijo su madre, tratando de animarlo.

Cuando llegaron a la granja, los abuelos los recibieron con los brazos abiertos. La abuela María, con su delantal de flores, los abrazó y les ofreció un vaso de limonada fresca. El abuelo Roberto, con su sombrero de paja y sus manos siempre ocupadas, los llevó a dar un recorrido por la granja.

—Bienvenidos, chicos. Este año tenemos un montón de cosas por hacer. ¡Espero que tengan energía! —dijo el abuelo Roberto, guiñándole un ojo a Sofía, que sonrió con entusiasmo.

Martín, por otro lado, seguía sin mostrar mucho interés. Mientras caminaban por la granja, vio al abuelo recoger huevos, alimentar a las gallinas y revisar los cultivos. A él todo le parecía demasiado tedioso y no entendía por qué alguien querría trabajar tanto solo para mantener la granja funcionando.

—¿No sería más fácil comprar todo en el supermercado? —preguntó Martín, mientras veía al abuelo llenar una canasta con frutas y verduras frescas.

El abuelo Roberto se rió suavemente y le explicó:

—Es cierto que podemos comprar muchas cosas en el supermercado, Martín, pero aquí todo lo que hacemos tiene un propósito. Cada huevo, cada tomate, cada jarra de leche representa el esfuerzo y el cuidado que ponemos en la granja. No solo es trabajo; es nuestra forma de vida.

Sofía, que estaba ayudando a la abuela a recoger las moras para hacer mermelada, trató de animar a su hermano.

—Martín, ¿por qué no nos ayudas? Es divertido, y además, la abuela hace las mejores mermeladas del mundo. ¡Tienes que probarlas! —dijo Sofía, con una sonrisa invitadora.

Martín se unió a regañadientes, aunque sin mucho entusiasmo. Pensaba que recoger moras era una tarea simple y sin importancia, pero pronto se dio cuenta de que no era tan fácil como parecía. Las ramas tenían espinas, y había que ser cuidadoso para no lastimarse ni aplastar las frutas. La abuela María, siempre paciente, le enseñó la técnica correcta para recogerlas sin dañarlas.

—Hay que tener cuidado y paciencia, Martín. Cada mora es importante y tiene su propio tiempo de maduración. Si recoges las que no están listas, no tendrán el mismo sabor —le explicó la abuela.

Martín, que estaba acostumbrado a obtener lo que quería rápidamente, se sintió frustrado al principio. Pero a medida que pasaba el tiempo, comenzó a ver el valor en lo que hacía. Cuando terminaron de recoger las moras, la abuela les mostró cómo lavarlas y prepararlas para hacer la mermelada. Sofía seguía cada paso con atención, mientras Martín miraba con curiosidad.

—Es mucho trabajo para un solo frasco de mermelada —comentó Martín, aunque ya con menos desdén.

—Sí, pero piensa en el sabor y en la satisfacción de saber que lo hicimos nosotros mismos. No es solo comida, es el resultado de nuestro esfuerzo —le respondió la abuela, mientras removía la mezcla en la olla.

Al día siguiente, el abuelo Roberto les pidió que lo ayudaran con los animales. Sofía estaba encantada de alimentar a los conejos y las gallinas, pero Martín seguía sin mostrar mucho interés. Cuando llegó el momento de limpiar el establo, Martín se quejó.

—Esto es lo peor. ¿De verdad tenemos que hacer esto todos los días? —dijo Martín, mientras trataba de evitar el mal olor.

El abuelo Roberto, sin perder la paciencia, le respondió:

—Así es, Martín. Es parte de cuidar a los animales. Ellos dependen de nosotros para tener un lugar limpio y cómodo. No es el trabajo más agradable, pero es necesario y demuestra que nos importan.

Mientras trabajaban juntos, Martín comenzó a notar la dedicación y el esfuerzo que sus abuelos ponían en cada tarea. Aunque al principio lo veía como algo rutinario y aburrido, empezó a entender que cada acción, por pequeña que fuera, tenía un impacto. Al final del día, cuando todos se sentaron a la mesa para cenar, Martín miró la comida con otros ojos. Los huevos eran de las gallinas que habían alimentado esa mañana, las verduras eran de la huerta que habían cuidado, y la mermelada que acompañaba el pan era la misma que habían preparado con las moras del jardín.

—Esto sabe mucho mejor que lo del supermercado —admitió Martín, mientras untaba la mermelada en su pan.

La abuela y el abuelo sonrieron, felices de ver que Martín estaba comenzando a apreciar el valor de su trabajo.

—Cuando pones tu esfuerzo y cuidado en algo, sabe mejor porque entiendes todo lo que hay detrás. Eso es algo que no se puede comprar en ninguna tienda —dijo el abuelo Roberto, con una sonrisa orgullosa.

Esa noche, Martín se fue a dormir con una nueva perspectiva. Pensó en lo difícil que debía ser para sus abuelos mantener la granja y cómo, a pesar de las dificultades, lo hacían con amor y dedicación. Comprendió que el trabajo en la granja no era solo una serie de tareas, sino una forma de vida que reflejaba los valores de sus abuelos: la responsabilidad, la paciencia y la importancia de cuidar de lo que uno tiene.

Al día siguiente, Martín se despertó temprano, decidido a ayudar en lo que fuera necesario. Se ofreció a recoger los huevos, alimentar a los animales y hasta a limpiar el establo sin quejarse. Empezó a hacer preguntas sobre cómo funcionaba la granja y mostró un verdadero interés en aprender. Sus abuelos, encantados con el cambio, le enseñaron con gusto.

Sofía, viendo a su hermano trabajar con entusiasmo, se sintió orgullosa de él.

—Ves, Martín, no es solo trabajo. Es la forma en que nuestros abuelos cuidan de lo que aman. Y al ayudarlos, también estamos aprendiendo a valorar su esfuerzo —le dijo Sofía, dándole una palmadita en la espalda.

Martín sonrió, reconociendo la verdad en las palabras de su hermana. Se dio cuenta de que la empatía no solo significaba entender el trabajo de los demás, sino también respetarlo y apreciarlo. Sabía que, aunque la semana en la granja era solo una pequeña parte de sus vacaciones, las lecciones que estaba aprendiendo se quedarían con él mucho más tiempo.

Después de unos días en la granja, Martín había cambiado su actitud. Ahora, se levantaba temprano con Sofía para ayudar a sus abuelos en las tareas diarias. Comenzaba a comprender que cada tarea, por pequeña que fuera, tenía un propósito y contribuía al funcionamiento de la granja. Sin embargo, Martín aún no había experimentado lo que era enfrentarse a un verdadero desafío de trabajo en equipo.

Una mañana, mientras los niños desayunaban, el abuelo Roberto les pidió un favor especial.

—Hoy necesitamos un esfuerzo adicional, chicos. Hay una tormenta en camino, y debemos asegurarnos de que los animales estén seguros y que la cosecha no se arruine. Va a ser un día de mucho trabajo, pero si trabajamos juntos, saldremos adelante —dijo el abuelo, con una mirada seria pero esperanzada.

Sofía y Martín se miraron, entendiendo que no se trataba de un día común. La abuela María les entregó impermeables y botas para protegerse de la lluvia, y rápidamente se pusieron manos a la obra.

La primera tarea era llevar a las ovejas y a las gallinas al granero, donde estarían protegidas del viento y la lluvia. Martín y Sofía, junto con el abuelo, intentaron guiar a los animales, pero no fue tan fácil como esperaban. Las ovejas, asustadas por el trueno distante, corrían en todas direcciones. Las gallinas se dispersaban y no querían entrar al granero.

—¡Martín, ve por ese lado y trata de llevarlas hacia aquí! —gritó el abuelo, señalando una esquina donde las ovejas se habían agrupado.

Martín corrió hacia el lugar indicado y, con paciencia, comenzó a guiar a las ovejas hacia el granero. Sofía, mientras tanto, se encargó de las gallinas, hablando suavemente para calmarlas mientras las dirigía hacia la puerta del granero. El abuelo, viendo que sus nietos trabajaban juntos, sonrió y continuó organizando a los animales.

Cuando finalmente lograron meter a todas las ovejas y gallinas, Martín se sentía agotado, pero también orgulloso. Se dio cuenta de que había sido la primera vez que realmente trabajaba en equipo con su hermana y sus abuelos, y que cada uno había jugado un papel importante para completar la tarea.

Sin embargo, el trabajo no había terminado. La siguiente misión era proteger los cultivos de la granja. El abuelo les explicó que debían cubrir las hileras de tomates y pimientos con lonas especiales para protegerlas del granizo y la lluvia intensa. Sofía y Martín se dividieron las tareas: Sofía desenrollaba las lonas mientras Martín las aseguraba con piedras pesadas para que no se volaran.

Mientras trabajaban bajo la lluvia que empezaba a intensificarse, Martín comenzó a comprender lo importante que era cada tarea y cómo todas se conectaban para mantener la granja en buen estado. Los cultivos no solo eran plantas; eran el fruto del trabajo diario de sus abuelos, y dependían de ellos para sobrevivir a la tormenta.

Justo cuando pensaban que lo peor había pasado, el viento se levantó con más fuerza, y una de las lonas se soltó, dejando expuestos los tomates. Sin pensarlo, Martín corrió hacia la lona para sostenerla, pero el viento era demasiado fuerte. La abuela María, que había estado ayudando a Sofía, vio a Martín luchar con la lona y corrió a ayudarlo. Entre los dos lograron sujetarla y asegurarse de que los cultivos estuvieran bien protegidos.

Cuando terminaron, Martín estaba empapado y cubierto de barro, pero con una gran sonrisa en el rostro. Se dio cuenta de que, aunque las tareas eran difíciles, la satisfacción de haber trabajado juntos para proteger la granja era mucho mayor que cualquier incomodidad.

De regreso en la casa, los cuatro se sentaron alrededor de la mesa para tomar chocolate caliente y secarse. Martín, todavía agitado por la adrenalina del trabajo, miró a sus abuelos con admiración.

—No sabía que hacer todas estas cosas requería tanto esfuerzo y coordinación. Pensaba que era solo trabajo aburrido, pero ahora veo que cada cosa importa y que todos tenemos que poner de nuestra parte para que funcione —dijo Martín, con sinceridad.

El abuelo Roberto sonrió y asintió.

—Eso es lo que siempre he querido mostrarles, Martín. En la granja, como en la vida, cada pequeño esfuerzo cuenta. La empatía y el respeto por el trabajo de los demás nos ayudan a valorar lo que hacemos y a entender que no estamos solos. Cada tarea, por pequeña que parezca, tiene un propósito, y cuando trabajamos juntos, logramos grandes cosas.

Sofía, que siempre había disfrutado de ayudar en la granja, también intervino.

—Y además, es mucho más divertido cuando lo hacemos juntos. Hoy, aunque fue un día duro, me gustó saber que pudimos ayudar a los abuelos y que todo está bien gracias a nuestro esfuerzo —dijo, mirando a su hermano con una sonrisa.

Martín se sintió agradecido por la oportunidad de haber aprendido algo tan importante. Comprendió que había subestimado el trabajo de sus abuelos y que, gracias a la empatía y al trabajo en equipo, ahora veía las cosas con una nueva perspectiva. Sabía que, aunque el trabajo en la granja nunca sería fácil, había algo especial en saber que cada esfuerzo, cada gota de sudor, tenía un impacto directo en el bienestar de su familia y en la tierra que tanto apreciaban.

Esa noche, mientras se preparaban para dormir, la tormenta golpeó con fuerza la casa, pero Martín no estaba preocupado. Sabía que habían hecho todo lo posible para proteger la granja y que, juntos, podían enfrentar cualquier desafío. Miró por la ventana y vio a su abuelo revisando una última vez el granero, asegurándose de que todo estuviera en orden.

Martín sonrió, sintiendo un nuevo respeto por su abuelo y por todo lo que él y la abuela hacían cada día. Entendió que la empatía no solo era ponerse en el lugar del otro, sino también valorar y reconocer el esfuerzo y la dedicación que cada uno aportaba, sin importar cuán pequeño o grande fuera.

Al día siguiente, cuando el sol salió y la tormenta pasó, Martín se levantó temprano, listo para empezar un nuevo día en la granja. Se sentía motivado para seguir ayudando, no porque tuviera que hacerlo, sino porque quería ser parte del esfuerzo colectivo que hacía posible la vida en la granja.

En la mesa del desayuno, Martín levantó su vaso de leche y dijo:

—Gracias por enseñarnos, abuelo y abuela. Prometo que siempre voy a valorar lo que hacen y a ayudar en todo lo que pueda.

Los abuelos, emocionados, levantaron sus vasos también y brindaron por un nuevo día lleno de trabajo, aprendizaje y, sobre todo, de empatía y respeto mutuo.

Después de la tormenta, la granja amaneció bajo un cielo despejado y un aire fresco que parecía traer nuevas energías. Martín, Sofía, y sus abuelos salieron temprano para revisar los cultivos y los animales. Afortunadamente, todo estaba en buen estado gracias al esfuerzo que habían hecho juntos el día anterior. Los animales estaban a salvo en el granero, y las lonas que cubrían los cultivos habían resistido la lluvia y el viento.

Mientras caminaban por los campos, el abuelo Roberto les mostró cómo las plantas, aunque algo golpeadas por la tormenta, seguían fuertes gracias a las protecciones que habían colocado. Martín se sintió orgulloso al ver que su trabajo había tenido un impacto real y positivo. Comprendió que cada acción, por más pequeña que fuera, tenía un propósito y contribuía al bienestar de la granja.

—Nunca pensé que proteger unas plantas y alimentar a los animales significara tanto. Siempre creí que eran solo tareas aburridas, pero ahora entiendo que cada cosa cuenta y que todos los esfuerzos juntos hacen la diferencia —comentó Martín, mientras acariciaba a una de las ovejas que pastaba tranquilamente.

El abuelo Roberto sonrió y le dio una palmada en la espalda.

—Eso es, Martín. La vida en la granja nos enseña que todo está conectado. No solo trabajamos para nosotros mismos, sino para cuidar de la tierra, de los animales, y de quienes dependen de lo que hacemos. Esa es la verdadera recompensa de nuestro trabajo: saber que estamos contribuyendo a algo más grande.

Sofía, que siempre había admirado el trabajo de sus abuelos, también se unió a la conversación.

—Y también aprendimos que es importante tener paciencia y cuidar los detalles. A veces, los resultados no se ven de inmediato, pero cada paso cuenta —agregó, recordando las lecciones que la abuela le había dado en la cocina.

Al regresar a la casa, la abuela María los estaba esperando con un desayuno especial: tortillas recién hechas, huevos frescos y un tarro de la mermelada que habían preparado juntos. Mientras comían, Martín observó cada plato con una nueva apreciación. Sabía que detrás de cada alimento había un esfuerzo compartido, y eso hacía que todo supiera aún mejor.

Después del desayuno, el abuelo les propuso un último proyecto antes de que terminaran sus vacaciones: construir un espantapájaros para proteger los cultivos de los pájaros que venían a picotear las frutas. Martín y Sofía se emocionaron con la idea y comenzaron a buscar materiales por la granja: un viejo sombrero, un par de botas desgastadas, y algunas ropas viejas que ya no servían.

Juntos, construyeron el espantapájaros, dándole una expresión amigable y colocándolo en el centro del campo. Al verlo allí, de pie entre los cultivos, Martín sintió una conexión especial con todo lo que había aprendido. Se dio cuenta de que el espantapájaros no solo era una simple figura en el campo, sino un símbolo de la dedicación y el cuidado que todos habían puesto en la granja.

Esa tarde, mientras descansaban bajo un árbol, el abuelo Roberto les contó una última historia. Habló de cómo él y la abuela habían comenzado la granja con muy poco, enfrentando desafíos y aprendiendo cada día a valorar el trabajo y la ayuda de los demás. Les explicó que la empatía y el respeto por el trabajo de cada persona eran fundamentales para construir algo duradero y significativo.

—Siempre recuerden que, en cualquier lugar donde estén, el valor de lo que hacen no solo está en el resultado, sino en cómo lo hacen y con quién lo comparten. La empatía nos ayuda a entender y valorar el esfuerzo de los demás, y eso es algo que llevarán con ustedes toda la vida —dijo el abuelo, con una mirada cálida y llena de sabiduría.

Martín y Sofía, conmovidos por las palabras de su abuelo, se prometieron a sí mismos que recordarían esas lecciones. Sabían que, aunque sus vacaciones estaban llegando a su fin, el tiempo que habían pasado en la granja y todo lo que habían aprendido sería un tesoro que llevarían consigo siempre.

Cuando llegó el día de regresar a casa, los abuelos les dieron un frasco de mermelada y una pequeña caja de semillas para que plantaran su propio huerto en casa. Martín, que al principio no quería pasar tiempo en la granja, ahora se sentía triste por irse, pero también emocionado por la idea de aplicar todo lo que había aprendido.

—Gracias por todo, abuelos. Prometo que voy a valorar más el trabajo de los demás y a poner mi mejor esfuerzo en todo lo que haga —dijo Martín, abrazando a sus abuelos con cariño.

La abuela María y el abuelo Roberto los despidieron con una sonrisa y un abrazo, sabiendo que sus nietos se iban con una comprensión más profunda del valor del trabajo, la empatía y el respeto.

De vuelta en la ciudad, Martín y Sofía decidieron plantar las semillas que les habían dado sus abuelos. Con paciencia y cuidado, comenzaron a cultivar sus propias plantas, recordando cada lección aprendida en la granja. Cada vez que regaban las plantas o veían los primeros brotes, se sentían conectados con sus abuelos y con todo lo que habían compartido durante su visita.

Martín incluso decidió compartir su experiencia con sus amigos en la escuela, explicándoles lo importante que era valorar el trabajo de los demás y no subestimar el esfuerzo que cada persona pone en sus tareas diarias.

—Nunca pensé que podría aprender tanto en la granja de mis abuelos, pero ahora sé que cada trabajo, por pequeño que sea, tiene un valor enorme. Y lo más importante es hacer las cosas con respeto y empatía, porque eso es lo que realmente cuenta —les dijo Martín, con una nueva actitud y una sonrisa en el rostro.

El tiempo pasó, pero Martín y Sofía nunca olvidaron las lecciones de sus abuelos. La empatía y el respeto se convirtieron en valores centrales en sus vidas, guiándolos en cada nuevo desafío y recordándoles siempre la importancia de valorar el trabajo y el esfuerzo de los demás.

Y así, con cada día que pasaba, Martín y Sofía crecieron sabiendo que, gracias a sus abuelos, habían aprendido a ver el mundo con una mirada más compasiva y a valorar lo que realmente importa: el esfuerzo compartido, la empatía y el amor por lo que hacemos juntos.

moraleja La empatía nos ayuda a valorar el trabajo de los demás.

Y colorín colorín, este cuento llegó a su fin. bueno mis amables oyentes. ¡NOS VEMOS MAÑANA! CON UN NUEVO CUENTO CON MORALEJA.

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