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Cada verano, Lucía y su hermano menor, Tomás, visitaban a sus abuelos en el campo. La casa de los abuelos era un lugar especial, llena de historias, recuerdos y el aroma inconfundible de las galletas de avena que la abuela siempre preparaba. Sin embargo, este año, Lucía no estaba muy emocionada con la visita. A sus doce años, prefería quedarse en casa con su tablet y sus amigos en las redes sociales. Para ella, las historias de sus abuelos eran cosas del pasado, y pensaba que ya no tenía mucho en común con ellos.

—No quiero ir, mamá. Es aburrido, y en casa tengo muchas cosas por hacer —protestó Lucía, mientras su madre preparaba las maletas.

—Lucía, tus abuelos te quieren mucho y esperan verte. Además, es importante que aprendas a valorar el tiempo con ellos. Hay cosas que solo ellos pueden enseñarte —respondió su madre con paciencia.

Lucía, aunque sin ganas, terminó accediendo. Sabía que sus abuelos siempre la recibían con una gran sonrisa y muchas anécdotas sobre sus aventuras cuando eran jóvenes. Tomás, en cambio, estaba muy emocionado. A sus siete años, adoraba pasar tiempo con el abuelo en el jardín y escuchar las historias de cómo él y la abuela habían viajado por muchos países cuando eran jóvenes.

Al llegar a la casa de los abuelos, los hermanos fueron recibidos con los abrazos cálidos de siempre y, por supuesto, con una bandeja llena de galletas recién horneadas. La abuela, con su delantal floreado y su cabello canoso recogido en un moño, los invitó a pasar a la sala, donde el abuelo ya los esperaba con una colección de fotos antiguas esparcidas sobre la mesa.

—¡Mis pequeños aventureros! Me alegra tanto verlos —dijo el abuelo, con su voz ronca pero llena de alegría—. Hoy quiero mostrarles algo especial.

Lucía, tratando de ocultar su falta de entusiasmo, se sentó junto a Tomás, quien no podía esperar para ver las fotos. El abuelo comenzó a contarles sobre su juventud, cuando él y la abuela viajaban por distintos lugares, explorando montañas, bosques y ciudades antiguas. Lucía escuchaba a medias, distraída por su teléfono. Pero Tomás, con los ojos brillando de curiosidad, no perdía detalle de las historias.

—Abuelo, ¿y tú subiste esa montaña tan alta? —preguntó Tomás, señalando una foto donde el abuelo, mucho más joven, estaba en la cima de una montaña con una gran sonrisa.

—Así es, Tomás. Fue uno de los retos más grandes que enfrenté. Aprendí que, con esfuerzo y paciencia, podemos superar cualquier obstáculo —respondió el abuelo, mirando la foto con nostalgia.

Lucía, que seguía distraída con su teléfono, sintió una punzada de impaciencia.

—¿No tienen algo más interesante que hacer? Todo esto ya pasó hace mucho tiempo —dijo Lucía, sin darse cuenta del tono de sus palabras.

El abuelo y la abuela intercambiaron una mirada. Aunque sabían que Lucía estaba en una etapa difícil, también sabían que había muchas lecciones valiosas que querían compartir con ella y Tomás. La abuela, con su tono siempre suave y comprensivo, se acercó a Lucía y le puso una mano en el hombro.

—Sé que las cosas de antes pueden parecer aburridas, Lucía, pero hay tesoros en nuestras historias. Tal vez, si les das una oportunidad, encuentres algo valioso para ti también —le dijo la abuela, sonriendo.

Lucía se sintió un poco culpable por su actitud. Aunque no lo admitiera, sabía que sus abuelos siempre la habían tratado con amor y paciencia. Decidió guardar su teléfono y prestar atención, aunque solo fuera por respeto.

Al día siguiente, el abuelo propuso una excursión al viejo granero que tenían en la parte trasera de la casa. Era un lugar lleno de objetos antiguos, herramientas, y recuerdos de tiempos pasados. Para sorpresa de Lucía, el abuelo le pidió ayuda para ordenar algunas cajas.

—Tengo algo especial que quiero mostrarte, Lucía, pero necesito que me ayudes a encontrarlo —dijo el abuelo, guiñándole un ojo.

Curiosa, Lucía se arremangó y empezó a revisar las cajas. Encontró juguetes antiguos, cartas amarillentas y herramientas que nunca había visto antes. Mientras revisaba, el abuelo le contaba historias sobre cada objeto, explicándole cómo se usaban y qué significaban en su tiempo. Poco a poco, Lucía empezó a interesarse más, asombrada por la cantidad de cosas que sus abuelos habían vivido.

Finalmente, el abuelo encontró lo que buscaba: una vieja brújula dorada, un objeto que había llevado en todos sus viajes.

—Esta brújula me acompañó a todas partes. No importa cuán lejos estuviera o cuán perdido me sintiera, siempre me recordaba dónde estaba mi hogar —le explicó el abuelo, entregándole la brújula a Lucía.

Lucía, sosteniendo la brújula, sintió una conexión especial con el objeto y con su abuelo. Comprendió que no se trataba solo de un artefacto viejo, sino de un símbolo del amor y la sabiduría de su abuelo, y de todas las aventuras que él y la abuela habían compartido.

Esa noche, durante la cena, Lucía decidió dejar su teléfono a un lado y escuchar con atención las historias de sus abuelos. Les pidió que le contaran más sobre sus viajes, sobre los desafíos que habían enfrentado y las lecciones que habían aprendido. Sus abuelos, encantados, le hablaron sobre la importancia de la paciencia, la gratitud y el respeto por los demás.

Lucía, por primera vez, sintió una profunda admiración por sus abuelos. Se dio cuenta de que había mucho que aprender de ellos y que cada historia, cada recuerdo, era un tesoro que no debía darse por sentado.

Antes de irse a dormir, Lucía se acercó a la abuela y le dio un abrazo sincero.

—Gracias por compartir todo esto conmigo, abuela. Ahora entiendo por qué mamá siempre dice que tengo suerte de tenerlos —dijo Lucía, con una sonrisa.

La abuela, conmovida, le devolvió el abrazo.

—Nosotros somos los afortunados, querida. Tenerlos a ustedes es el mejor regalo que podríamos pedir. Y siempre estaremos aquí para compartir nuestras historias y todo lo que hemos aprendido —respondió la abuela, con los ojos brillando de alegría.

Esa noche, Lucía se quedó despierta mirando la brújula dorada. Pensó en todas las aventuras que aún le esperaban y en cómo, sin importar a dónde la llevara la vida, siempre podría contar con la guía y la sabiduría de sus abuelos. Comprendió que, aunque a veces parecieran de otro tiempo, sus abuelos eran un puente entre el pasado y el presente, y que sus historias eran lecciones valiosas que la ayudarían a navegar por su propio camino.

Los días en casa de los abuelos comenzaron a pasar más rápido de lo que Lucía esperaba. Con cada mañana, Lucía se sentía más conectada con sus abuelos y sus historias. La abuela le enseñó a cocinar recetas antiguas, explicándole cómo los ingredientes simples y la dedicación podían transformar cualquier plato en algo especial. Aunque al principio Lucía no estaba interesada en cocinar, pronto se dio cuenta de que había algo mágico en seguir los pasos exactos que su abuela había aprendido de su propia madre.

Mientras tanto, Tomás seguía al abuelo a todas partes, ayudándolo en el jardín y escuchando con atención cada lección que le daba sobre las plantas y los animales. Lucía, observando a su hermano, notó cómo él absorbía todo como una esponja, preguntando y explorando con una curiosidad que a veces ella misma había perdido. Se dio cuenta de que Tomás no solo estaba aprendiendo sobre la naturaleza, sino también sobre la paciencia y el cuidado, valores que el abuelo siempre practicaba en su vida diaria.

Una tarde, mientras los niños ayudaban a ordenar el ático, encontraron una caja vieja y polvorienta escondida en un rincón. Dentro, había una colección de objetos y fotos que Lucía nunca había visto antes. Entre ellos, destacaba un pequeño diario de cuero que pertenecía al abuelo. Curiosa, Lucía abrió el diario y comenzó a leer en voz alta.

—Querido diario, hoy subí mi primera montaña. Me costó mucho, pero no me rendí. Pensé en todo lo que mi familia me ha enseñado y en cómo siempre me han apoyado. A veces, los desafíos parecen imposibles, pero con esfuerzo y fe en uno mismo, todo se puede lograr.

Lucía siguió leyendo las entradas, que relataban las experiencias del abuelo cuando era joven, su determinación para superar los obstáculos y la forma en que siempre encontraba inspiración en las lecciones de sus propios padres. Las palabras del abuelo le recordaron a Lucía que, aunque él y la abuela eran mayores ahora, alguna vez también habían sido jóvenes con sueños, miedos y aspiraciones, igual que ella.

Esa noche, mientras cenaban, Lucía le mostró el diario al abuelo. Él, con una sonrisa nostálgica, tomó el pequeño cuaderno y lo hojeó lentamente.

—Hace mucho tiempo que no veía esto. Es mi diario de aventuras, donde escribía todo lo que aprendía y cómo me sentía en cada paso del camino —explicó el abuelo, mirando las páginas con cariño—. Esos fueron tiempos difíciles, pero también maravillosos. Cada desafío me enseñó algo valioso, y siempre me recordaba que no estaba solo.

Lucía se sintió inspirada por las palabras del abuelo y le preguntó sobre la montaña que había mencionado en el diario. El abuelo, emocionado por revivir esos recuerdos, comenzó a contar la historia de cómo había decidido subir la montaña más alta de la región para demostrar que, con esfuerzo y perseverancia, podía lograr cualquier cosa.

—No fue fácil —dijo el abuelo, mientras todos escuchaban atentos—. Hubo momentos en que pensé en darme por vencido, pero recordé los consejos de mi padre: “No importa cuán alto parezca el obstáculo, cada paso te acerca más a la cima”. Esa lección se quedó conmigo para siempre. Y ahora, quiero compartirla con ustedes.

Tomás, entusiasmado, sugirió que subieran juntos una colina cercana al día siguiente, como una pequeña aventura en honor a la historia del abuelo. Lucía, al principio, no estaba muy convencida; subir una colina no era algo que normalmente le interesara. Sin embargo, al ver la emoción de Tomás y la sonrisa del abuelo, decidió unirse.

A la mañana siguiente, con mochilas ligeras y botellas de agua, los cuatro se encaminaron hacia la colina. El abuelo llevaba su bastón y avanzaba a paso lento pero firme, mientras la abuela y Tomás iban recogiendo flores silvestres por el camino. Lucía, por su parte, miraba la colina con algo de escepticismo, preguntándose qué lección podría aprender de una simple caminata.

Conforme subían, el camino se volvía más empinado y las piernas de Lucía empezaban a cansarse. Por un momento, pensó en sentarse y descansar, pero vio al abuelo, que a pesar de su edad, seguía adelante con determinación. Esa imagen le recordó las entradas del diario, las palabras sobre no rendirse y la importancia de cada pequeño paso. Inspirada, decidió seguir avanzando.

Cuando finalmente llegaron a la cima, los niños y los abuelos se sentaron a descansar y admirar la vista. Desde allí, podían ver toda la granja, el bosque que la rodeaba y la casa de los abuelos, pequeña pero acogedora en la distancia. Lucía, respirando profundamente, sintió una paz que no había experimentado en mucho tiempo. En ese momento, comprendió la lección del abuelo: no se trataba solo de alcanzar la cima, sino de valorar cada paso del camino y aprender de cada experiencia.

El abuelo, viendo a sus nietos disfrutando del momento, se sintió orgulloso de haber podido compartir con ellos una pequeña parte de su vida y sus valores.

—Todo lo que hacemos, todo lo que aprendemos, lo llevamos con nosotros. Esos aprendizajes nos hacen quienes somos y nos ayudan a enfrentar lo que venga —dijo el abuelo, abrazando a Lucía y a Tomás—. Y nunca olviden, siempre hay algo nuevo por aprender, sin importar la edad.

Lucía, conmovida por la experiencia, abrazó a su abuelo y le agradeció por todas las lecciones que les había enseñado. Se dio cuenta de que, aunque el tiempo y la tecnología pudieran cambiar muchas cosas, el valor de las historias, la gratitud y el respeto hacia los mayores era algo que siempre permanecería.

Esa tarde, de regreso a la casa, Lucía sacó su propio cuaderno y comenzó a escribir. Decidió seguir los pasos del abuelo y documentar sus propias aventuras, sus aprendizajes y los momentos que realmente importaban. Entendió que, al igual que la brújula dorada del abuelo, esas lecciones la guiarían por la vida, recordándole siempre la importancia de la gratitud y el respeto hacia aquellos que vinieron antes.

Después de la caminata a la colina, Lucía se sentía diferente. Había aprendido a valorar no solo el tiempo que pasaba con sus abuelos, sino también las lecciones que cada historia y cada experiencia traían consigo. Esa tarde, mientras el sol se ponía, se sentó junto a su abuelo en el porche, con su nuevo cuaderno en las manos.

—Abuelo, ¿crees que algún día yo también podré contar historias como las tuyas? —preguntó Lucía, mirando las hojas en blanco con curiosidad.

El abuelo la miró con una sonrisa llena de sabiduría y afecto.

—Claro que sí, Lucía. Todos tenemos historias que contar, y cada una es especial porque refleja quiénes somos y lo que hemos aprendido. Lo importante es vivir con curiosidad, gratitud y respeto por los demás. Eso es lo que hace que nuestras historias sean valiosas —respondió el abuelo, dándole una palmadita en el hombro.

En los días que siguieron, Lucía y Tomás continuaron disfrutando de la compañía de sus abuelos. Cada mañana, el abuelo les enseñaba algo nuevo: cómo reconocer las constelaciones, cómo hacer nudos útiles para acampar, o incluso cómo identificar diferentes tipos de árboles y sus usos. Lucía se dio cuenta de que sus abuelos no solo eran mayores; eran guardianes de un conocimiento que no podía encontrarse en libros o en internet.

Una tarde, la abuela llevó a Lucía a su jardín de hierbas. Le mostró cómo cultivar plantas medicinales y le explicó los usos de cada una. Lucía, con su cuaderno en mano, anotó cada detalle con atención, sintiendo una conexión especial con esos saberes que habían sido transmitidos de generación en generación.

—Estas plantas me las enseñó a cuidar mi madre, y a ella, su madre. Es un legado que pasa de una mano a otra, y ahora es tu turno de aprenderlo y compartirlo cuando crezcas —dijo la abuela, mientras le enseñaba a Lucía cómo preparar un té de manzanilla.

Lucía entendió entonces que la sabiduría de sus abuelos no solo estaba en las grandes aventuras, sino también en los pequeños gestos diarios, en las tradiciones y en el cariño con el que compartían su conocimiento. Se sintió afortunada de formar parte de esa cadena y decidió que haría su parte para mantener viva esa herencia.

El último día de su visita, los abuelos organizaron una pequeña despedida con una cena especial. La abuela cocinó los platillos favoritos de Lucía y Tomás, y el abuelo preparó una sorpresa: había restaurado la vieja brújula dorada y la había colocado en una pequeña caja de madera.

—Lucía, quiero que tengas esto. Esta brújula me ayudó a encontrar mi camino muchas veces, y sé que ahora tú también sabrás usarla —dijo el abuelo, entregándole la caja a Lucía.

Lucía abrió la caja y miró la brújula, ahora reluciente y llena de historia. Se sintió profundamente honrada y prometió cuidar el legado de su abuelo con el mismo respeto y gratitud con el que él se lo había entregado.

—Gracias, abuelo. Prometo que siempre recordaré todo lo que me has enseñado. Y también prometo compartirlo, como tú lo has hecho conmigo —dijo Lucía, con los ojos llenos de emoción.

Tomás, que observaba con admiración, también recibió un regalo: una pequeña lupa que el abuelo usaba para observar las estrellas y los pequeños detalles de la naturaleza.

—Tomás, esta lupa es para que sigas explorando y descubriendo el mundo a tu manera. Nunca dejes de hacer preguntas y de buscar respuestas, porque eso es lo que nos mantiene siempre jóvenes —le dijo el abuelo, dándole un abrazo.

La despedida fue emotiva, pero Lucía y Tomás sabían que volverían pronto. Al subir al auto con sus padres, Lucía miró por la ventana y vio a sus abuelos saludando con una sonrisa. Sentía que llevaba consigo mucho más que objetos; llevaba un pedazo de la vida de sus abuelos, un tesoro que no tenía precio.

Durante el viaje de regreso, Lucía pensó en todas las cosas que había aprendido y en cómo compartiría esas lecciones con sus amigos. Decidió organizar un día especial en su escuela para hablar sobre la importancia de los abuelos y lo que significaba escuchar y aprender de ellos. Quería que todos valoraran a sus mayores, no solo como familiares, sino como fuentes de sabiduría y amor incondicional.

En la escuela, Lucía y Tomás presentaron sus cuadernos llenos de notas, dibujos y lecciones aprendidas. Contaron las historias de sus abuelos, mostraron la brújula dorada y la lupa, y animaron a sus compañeros a pasar más tiempo con sus propios abuelos, escuchando y aprendiendo de ellos.

La presentación fue un éxito. Muchos niños se sintieron inspirados a conectar más con sus abuelos y a descubrir las historias y lecciones que tenían para compartir. Lucía se sintió orgullosa de haber contribuido a que más personas valoraran la riqueza de los mayores y la importancia de la gratitud y el respeto.

De vuelta en casa, Lucía colocó la brújula dorada en un lugar especial de su habitación, como un recordatorio constante de las lecciones de vida de sus abuelos. Sabía que, aunque el tiempo pasara y las generaciones cambiaran, el valor de la sabiduría, la gratitud y el respeto por los mayores siempre sería una guía confiable en su camino.

Y así, con el corazón lleno de gratitud y el compromiso de honrar a sus abuelos, Lucía continuó su propia aventura, llevando consigo el legado de amor y sabiduría que le habían dejado. Porque, al final, los mayores no solo nos enseñan sobre el pasado; nos preparan para construir un futuro lleno de propósito y significado.

moraleja La gratitud y el respeto a nuestros mayores es un valor que debemos fomentar.

Y colorín colorín, este cuento llegó a su fin. bueno mis amables oyentes. ¡NOS VEMOS MAÑANA! CON UN NUEVO CUENTO CON MORALEJA.

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