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Sara tenía once años y estaba a punto de vivir una aventura que nunca olvidaría. Junto a su familia, estaba viajando por primera vez a otro país: Japón. Su padre, un ingeniero que trabajaba en proyectos internacionales, había recibido una invitación para asistir a una conferencia en Tokio, y decidió aprovechar la oportunidad para llevar a toda la familia de vacaciones.

Sara estaba emocionada, pero también un poco nerviosa. No hablaba japonés y solo conocía algunas palabras básicas que había aprendido en un libro de frases para turistas. Aunque su padre le había dicho que en las zonas turísticas muchas personas hablaban inglés, Sara se preocupaba por cómo se comunicarían en situaciones cotidianas, como pedir comida o pedir indicaciones.

—No te preocupes, Sara —le dijo su madre con una sonrisa tranquilizadora mientras se sentaban en el avión—. Vamos a estar bien. Y recuerda, un gesto amable siempre es entendido, sin importar el idioma.

Cuando llegaron a Tokio, la ciudad era todo lo que Sara había imaginado y más. Las luces brillantes, los rascacielos y la gente moviéndose rápidamente por las calles le daban una sensación de energía y emoción. Sin embargo, en medio de toda la actividad, Sara se sentía pequeña y un poco abrumada.

El primer día, después de instalarse en su hotel, la familia decidió salir a explorar. Se dirigieron a un mercado local lleno de puestos de comida, artesanías y pequeños recuerdos. Sara estaba fascinada con los colores y los aromas, pero también se sentía intimidada por el bullicio y el hecho de no entender lo que decían a su alrededor.

Mientras caminaban, vieron un pequeño puesto de helados tradicionales japoneses, algo que Sara había querido probar desde que planeaban el viaje. Se acercaron y observaron el menú, pero estaba todo escrito en japonés, y la mujer que atendía no hablaba inglés. Sara se quedó quieta, sin saber cómo pedir el helado que quería.

—¿Cómo lo hacemos, papá? —preguntó Sara, mirando las imágenes en el menú sin saber qué elegir.

Su padre intentó comunicarse con la mujer del puesto usando señas, pero parecía que no se entendían. Sara notó que la mujer intentaba ser amable, pero la barrera del idioma estaba haciendo la situación incómoda para ambos lados. Recordando las palabras de su madre sobre la amabilidad, Sara decidió intentarlo de una manera diferente.

Con una sonrisa, Sara señaló el helado que le parecía más apetitoso y, con mucho cuidado, dijo en japonés la única palabra que conocía bien:

—Arigato —dijo, agradeciendo antes de recibir su helado.

La mujer del puesto sonrió ampliamente, agradecida por el esfuerzo de Sara. Aunque no era la palabra que se esperaba en ese contexto, la amabilidad y el intento de comunicarse fueron suficientes para que la mujer entendiera y preparara el helado que Sara quería. Le entregó el helado con una sonrisa y, para sorpresa de Sara, le enseñó cómo se decía el sabor en japonés.

—Matcha —dijo la mujer, señalando el helado verde.

Sara repitió la palabra, riendo junto a la mujer mientras su padre y su madre la miraban con orgullo. No solo había conseguido el helado que quería, sino que también había creado un pequeño puente de entendimiento con la vendedora, todo gracias a la amabilidad y la disposición de aprender.

Más tarde, mientras caminaban por el mercado disfrutando de sus helados, Sara se sintió más confiada. Comprendió que, aunque no hablara el idioma perfectamente, siempre podía intentar conectar con las personas a través de gestos simples y sonrisas. La experiencia en el mercado le dio la seguridad para seguir explorando y disfrutando de sus vacaciones.

Al día siguiente, la familia decidió visitar un famoso templo en las afueras de la ciudad. Al llegar, vieron que había un pequeño festival local, con juegos y actividades para los niños. Sara estaba emocionada por participar, pero al acercarse a uno de los juegos, se dio cuenta de que las instrucciones estaban en japonés y no entendía lo que tenía que hacer.

Mientras intentaba descifrar las imágenes, un niño japonés de su edad se acercó y comenzó a explicarle las reglas en japonés. Sara no entendía las palabras, pero notó que el niño señalaba y gesticulaba con entusiasmo, tratando de ayudarla. Aunque no compartían el mismo idioma, Sara sonrió y asintió, agradecida por la ayuda.

El niño, viendo que Sara no entendía del todo, tomó uno de los aros del juego y le mostró cómo hacerlo. Con paciencia, le enseñó cómo lanzar el aro para ganar puntos. Sara, observando con atención, siguió su ejemplo y, aunque no acertó al primer intento, el niño la animó con aplausos y palabras que, aunque incomprensibles para ella, sonaban alentadoras.

Después de algunos intentos, Sara finalmente logró lanzar el aro correctamente y ganó un pequeño premio: un llavero con la forma de un pez koi, un símbolo de buena suerte en Japón. El niño celebró con ella, y Sara sintió una ola de felicidad al darse cuenta de que, a pesar de las diferencias de idioma, habían logrado compartir un momento divertido y significativo.

—Gracias —dijo Sara en inglés, y luego intentó recordar cómo decirlo en japonés—. Arigato.

El niño sonrió y respondió con un pulgar hacia arriba, una señal que Sara entendió perfectamente. Aunque no habían intercambiado muchas palabras, la amabilidad y la disposición de ambos para conectarse habían hecho que la experiencia fuera especial.

Esa noche, mientras cenaban en un pequeño restaurante local, Sara compartió con sus padres lo que había aprendido ese día.

—Hoy me di cuenta de que, aunque no pueda hablar japonés, puedo hacer amigos y comunicarme si soy amable y paciente —dijo Sara con una sonrisa—. Todos entienden una sonrisa y un gesto amable.

Su madre la abrazó con orgullo y le recordó algo importante.

—Sara, la amabilidad es un idioma universal. No importa dónde estés o con quién estés hablando, ser amable siempre abre puertas y crea conexiones.

Con cada día que pasaba en Japón, Sara se sentía más cómoda y segura. Descubrió que, a veces, lo que realmente importa no son las palabras exactas, sino la forma en que las dices y la disposición para entender y ser entendido. Durante sus vacaciones, Sara hizo amigos, probó nuevas comidas y exploró lugares maravillosos, todo mientras aprendía que la amabilidad era el mejor pasaporte para viajar por el mundo.

Cuando regresó a casa, Sara llevó consigo más que recuerdos y fotografías; llevó la lección de que, sin importar las barreras del idioma o la cultura, la amabilidad siempre encuentra una manera de llegar al corazón de las personas. Y con esa lección, Sara supo que, donde quiera que fuera en el futuro, siempre tendría la llave para conectar con los demás: una sonrisa y un gesto amable.

Durante los días siguientes en Japón, Sara continuó explorando nuevas experiencias y encontrando formas de conectarse con la gente local, a pesar de no hablar el idioma. Se dio cuenta de que, en lugar de preocuparse por no entender todo, podía disfrutar de las pequeñas interacciones diarias y aprender a través de la observación y la amabilidad.

Una mañana, la familia decidió visitar un parque famoso por sus hermosos cerezos en flor. Sara estaba emocionada de ver los árboles de sakura que había visto en fotos, y la experiencia resultó ser incluso más mágica de lo que había imaginado. Los pétalos rosados caían como nieve suave, cubriendo el suelo y flotando en el aire con cada brisa. Mientras caminaban, Sara notó que muchas familias japonesas estaban haciendo picnics bajo los árboles, disfrutando del hanami, la tradición de admirar las flores.

Mientras paseaban, Sara vio a una niña pequeña luchando por volar una cometa en forma de dragón. La niña, que apenas tendría cinco años, no lograba que la cometa se elevara y parecía frustrada. Sara, recordando lo bien que había sentido al recibir ayuda en el juego de aros, decidió acercarse y ver si podía ayudar.

Se arrodilló al lado de la niña y, con una sonrisa, señaló la cometa y luego al cielo, intentando mostrarle cómo levantarla. La niña la miró con curiosidad y asintió, entregándole la cuerda de la cometa. Sara, con cuidado, tomó la cuerda y esperó a que una ráfaga de viento soplara. Con un movimiento suave, lanzó la cometa al aire y, para alegría de ambas, la cometa comenzó a elevarse.

—Yatta! —exclamó la niña, que significaba “¡Lo hicimos!” en japonés.

Sara rió y respondió con un “Yatta!” también, disfrutando del momento. La madre de la niña se acercó y, aunque no hablaba inglés, agradeció a Sara con una inclinación de cabeza y una sonrisa cálida. Sara respondió de la misma manera, sintiéndose conectada con ellas a través de esa simple interacción.

Después de volar la cometa por un rato, la niña se despidió de Sara con una reverencia y le ofreció un pequeño dulce japonés como agradecimiento. Sara aceptó el regalo con gratitud y se dio cuenta de lo gratificante que era poder ayudar a alguien, sin necesidad de compartir el mismo idioma.

Más tarde, mientras se alejaban del parque, Sara y su familia se toparon con una tienda de artículos tradicionales japoneses. Sara estaba particularmente interesada en los abanicos pintados a mano y decidió comprar uno como recuerdo de su viaje. Dentro de la tienda, se acercó al mostrador para pagar, pero se dio cuenta de que la vendedora hablaba muy poco inglés y parecía no entender lo que Sara estaba tratando de decir.

Sara, sin desanimarse, señaló el abanico que quería comprar y sonrió, diciendo “Arigato” como ya se había acostumbrado. La vendedora, intentando hacer la experiencia más especial, comenzó a contarle algo en japonés sobre el abanico, probablemente explicando su diseño o la historia detrás de él. Sara no entendió las palabras exactas, pero observó la expresión de la vendedora y se dio cuenta de que estaba orgullosa de los productos de su tienda.

En lugar de frustrarse, Sara mantuvo la calma y, con amabilidad, señaló una pequeña tarjeta de información junto al abanico. La vendedora entendió el gesto y buscó un folleto en inglés que explicaba más sobre los abanicos y su importancia en la cultura japonesa. Sara lo leyó con atención y agradeció nuevamente, apreciando el esfuerzo de la vendedora por ayudarla a entender.

Al salir de la tienda con su nuevo abanico, Sara se sintió más conectada que nunca con el país y su gente. Se dio cuenta de que, aunque las palabras podían fallar, la amabilidad y el interés genuino siempre encontraban una forma de comunicarse.

Esa tarde, la familia decidió visitar un pequeño restaurante familiar que había sido recomendado por el conserje del hotel. Al entrar, fueron recibidos por una abuela sonriente que los invitó a sentarse. El menú estaba completamente en japonés y, a pesar de que intentaron usar su libro de frases, había muchos platos que no lograban descifrar. Sara, recordando sus experiencias anteriores, decidió que lo mejor era confiar en la amabilidad de sus anfitriones.

Señaló una imagen en el menú que parecía interesante y, con una sonrisa, hizo un gesto de aprobación. La abuela, comprendiendo el mensaje, asintió y les aseguró que habían hecho una buena elección. Minutos después, la familia estaba disfrutando de un delicioso plato de okonomiyaki, una especie de tortilla japonesa llena de ingredientes frescos y sabrosos.

Mientras comían, la abuela se acercó para ver cómo les estaba gustando la comida. Sara, queriendo expresar su gratitud más allá de las palabras, juntó sus manos y se inclinó ligeramente, imitando la forma tradicional japonesa de dar gracias antes de comer. La abuela rió suavemente y respondió de la misma manera, tocada por el gesto de Sara.

Antes de que terminaran de comer, la abuela volvió con un pequeño postre especial, un regalo para la familia por haber visitado su restaurante. Sara, conmovida por la amabilidad de la abuela, sintió una calidez en su corazón. Se dio cuenta de que a lo largo de su viaje, había experimentado la hospitalidad y la generosidad de personas que, a pesar de no compartir el mismo idioma, compartían los mismos sentimientos de bondad y conexión.

En su última noche en Tokio, mientras la familia se sentaba en un parque para ver las luces de la ciudad, Sara reflexionó sobre todo lo que había aprendido. Se dio cuenta de que había comenzado el viaje con la preocupación de no poder comunicarse, pero había descubierto que la amabilidad y la paciencia eran más poderosas que cualquier palabra.

—Mamá, papá, creo que ahora entiendo mejor lo que dijiste sobre la amabilidad —dijo Sara, mirando las luces reflejadas en el agua—. No importa dónde estés, siempre puedes conectar con alguien si eres amable.

Su madre asintió y le dio un abrazo.

—Exactamente, Sara. La amabilidad es el idioma más fácil de entender y siempre encuentra el camino al corazón de las personas.

Con esa lección grabada en su mente, Sara se sintió más segura de sí misma y emocionada por futuros viajes. Sabía que, sin importar a dónde fuera, siempre tendría una forma de conectarse con los demás y hacer nuevos amigos. Porque, después de todo, la amabilidad no necesita traducción; es un idioma universal que habla directamente al corazón.

En los últimos días de sus vacaciones en Japón, Sara y su familia decidieron hacer una visita especial a una escuela local que ofrecía una jornada de intercambio cultural para turistas. Era una oportunidad para que los niños locales y los visitantes compartieran experiencias, juegos y aprendizajes, todo en un ambiente de curiosidad y apertura.

Sara estaba emocionada pero también un poco nerviosa. Aunque había aprendido a disfrutar de su tiempo en Japón sin entender completamente el idioma, sabía que este intercambio sería un verdadero reto. ¿Cómo se comunicaría con niños de su edad si apenas podían entenderse? Sin embargo, decidió recordar la lección de amabilidad que había aprendido a lo largo de su viaje y se propuso enfrentar la jornada con una mente abierta y una sonrisa.

Al llegar a la escuela, fueron recibidos por un grupo de estudiantes con carteles de bienvenida y una mezcla de tímidas sonrisas y saludos en japonés. Sara, acompañada de otros niños visitantes, se unió a un grupo para participar en una serie de actividades organizadas por los maestros. Empezaron con juegos tradicionales japoneses, como kendama y origami, y aunque los niños no compartían el mismo idioma, pronto se dieron cuenta de que podían aprender y jugar juntos observando y compartiendo risas.

Uno de los momentos más destacados para Sara fue cuando los estudiantes japoneses les enseñaron a hacer grullas de papel, una figura que simboliza paz y esperanza. Al principio, Sara se sintió torpe y frustrada porque sus pliegues no salían bien. Pero uno de los niños, llamado Yuki, se sentó a su lado y, con gestos pacientes, le mostró paso a paso cómo doblar el papel. Sara lo observó atentamente y, tras varios intentos, finalmente logró hacer su primera grulla.

—Arigato, Yuki —dijo Sara, mostrando su gratitud con una sonrisa. Yuki le devolvió la sonrisa y le ofreció una segunda hoja de papel para intentar de nuevo, esta vez con más confianza.

Después de la actividad de origami, los niños se reunieron en pequeños grupos para compartir un almuerzo tradicional. Sara se sentó junto a Yuki y otros niños, todos curiosos por conocer más sobre las comidas que sus nuevos amigos extranjeros traían. Aunque el idioma seguía siendo una barrera, los niños intercambiaron bocados de sus almuerzos y compartieron expresiones de sorpresa y deleite.

Mientras Sara probaba unos onigiri, pequeñas bolas de arroz rellenas y envueltas en alga, Yuki intentaba comer un sándwich de mantequilla de maní que uno de los visitantes había traído. Las risas no tardaron en llenar la mesa cuando Yuki, al probar el sabor fuerte del sándwich, hizo una mueca graciosa, pero luego asintió con una sonrisa y un pulgar arriba, mostrando que estaba dispuesto a probar cosas nuevas.

Durante todo el almuerzo, Sara notó cómo los pequeños gestos de amabilidad y apertura creaban un ambiente cómodo y amigable. Cuando uno de los niños derramó su bebida accidentalmente, todos se apresuraron a ayudar, pasando servilletas y riendo del pequeño accidente. Sara entendió que, aunque no pudieran comunicarse perfectamente con palabras, estaban creando un lenguaje propio basado en la amabilidad y el respeto mutuo.

Al final de la jornada, los maestros organizaron un círculo de despedida donde cada niño, tanto local como visitante, recibió una pequeña cinta de color como símbolo de amistad. Sara recibió una cinta azul y, emocionada, se la ató en la muñeca mientras los demás niños hacían lo mismo. Aunque las palabras de agradecimiento eran sencillas y mezcladas entre japonés e inglés, las sonrisas y los ojos brillantes decían todo lo que necesitaban saber.

Antes de despedirse, Yuki se acercó a Sara y le regaló una grulla de papel que había hecho especialmente para ella. Sara, conmovida por el gesto, buscó entre sus cosas y encontró una pequeña pulsera de hilo que había hecho antes del viaje, y se la entregó a Yuki como un regalo de agradecimiento.

—Gracias, Yuki. Amigo —dijo Sara, tratando de encontrar la palabra adecuada en japonés y dándose cuenta de que a veces no eran necesarias más palabras que las que ya habían compartido a través de sus gestos.

Al regresar al hotel esa noche, Sara no dejaba de pensar en todo lo que había aprendido y vivido durante su estancia en Japón. Había llegado preocupada por la barrera del idioma, pero se estaba yendo con una comprensión profunda de que la amabilidad era realmente un idioma universal. Había conectado con personas de todas las edades, desde una vendedora de helados hasta un niño que le enseñó a hacer grullas, todo a través de la disposición para ser amable, aprender y compartir momentos significativos.

Sara se despidió de Japón con una mezcla de gratitud y esperanza. Sabía que no siempre entendería todas las palabras en otros lugares, pero ahora estaba segura de que siempre encontraría formas de conectar y ser entendida. Mientras el avión despegaba, Sara miró por la ventana y vio cómo la ciudad de Tokio se hacía cada vez más pequeña. Con su abanico pintado a mano y la grulla de papel en su mochila, Sara se llevó consigo más que recuerdos físicos; llevaba la certeza de que la amabilidad era su mejor herramienta para explorar el mundo.

Al llegar a casa, Sara compartió sus experiencias con sus amigos y compañeros de clase. Les contó cómo había superado sus miedos y aprendido que, incluso cuando las palabras fallan, siempre hay formas de entenderse. Inspirada por sus vacaciones, Sara sugirió organizar un día de intercambio cultural en su escuela, donde todos pudieran aprender sobre diferentes culturas y la importancia de la amabilidad como puente entre ellas.

La propuesta de Sara fue un éxito, y pronto, los niños de su escuela estaban aprendiendo a saludar en diferentes idiomas, compartiendo comidas tradicionales y practicando pequeños actos de amabilidad en su comunidad. El espíritu de lo que Sara había aprendido en Japón se extendió a su entorno, mostrando que la amabilidad, de verdad, no tiene fronteras.

Y así, con cada sonrisa compartida y cada gesto amable, Sara continuó su viaje de explorar el mundo, un acto de bondad a la vez. Porque, como había descubierto en Japón, la amabilidad no necesita pasaporte, ni visa, ni traductor; es un idioma universal que siempre encuentra el camino al corazón.

La moraleja de esta historia es que la amabilidad es un idioma universal.

Y colorín colorín, este cuento llego a su fin. bueno mis amables oyentes. ¡NOS VEMOS MAÑANA! CON UN NUEVO CUENTO CON MORALEJA.

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