En el salón de clase de los estudiantes grado 5, los alumnos esperaban con emoción el evento deportivo del año: las Olimpiadas Escolares. Era una tradición que se celebraba cada primavera, y todos los niños, desde los más pequeños de primer grado hasta los mayores de sexto, participaban en diversas competencias, desde carreras y salto de longitud hasta relevos y pruebas de resistencia. El ambiente estaba lleno de entusiasmo, y los pasillos de la escuela estaban decorados con carteles de apoyo a los equipos y a los atletas.
Entre los participantes estaba Mateo, un niño de diez años con una gran pasión por las carreras de velocidad. Desde pequeño, había soñado con ser el más rápido de su escuela y, algún día, competir en grandes eventos deportivos. Sin embargo, Mateo tenía un desafío: aunque su espíritu era fuerte, no siempre conseguía los resultados que deseaba. A menudo quedaba segundo o tercero en las competencias, y aunque su familia y amigos siempre lo animaban, él no podía evitar sentirse frustrado por no alcanzar su meta de ser el primero.
Este año, Mateo estaba decidido a cambiar eso. Había entrenado duro todas las mañanas en el parque cerca de su casa, corriendo bajo el sol y la lluvia, y había trabajado en mejorar su técnica con la ayuda de su entrenador, el señor Gómez. Mateo se sentía preparado y motivado, convencido de que esta vez podría ganar la medalla de oro en la carrera de los 100 metros planos, su prueba favorita.
El día de las Olimpiadas Escolares llegó, y el estadio de la escuela se llenó de estudiantes, padres y maestros que animaban a los competidores. Mateo se colocó en la línea de salida junto a los otros corredores, su corazón latiendo con fuerza mientras el entrenador Gómez le daba las últimas palabras de aliento.
—Recuerda, Mateo, lo más importante es dar lo mejor de ti y disfrutar de la carrera —dijo el señor Gómez, con una sonrisa tranquilizadora—. No te preocupes por los demás, solo concéntrate en tu meta y corre con todo tu corazón.
Mateo asintió, sintiendo un nudo de nervios y emoción en el estómago. Sabía que esta era su oportunidad para demostrar todo el esfuerzo que había puesto en su entrenamiento. Cuando el silbato sonó, Mateo salió disparado, corriendo tan rápido como sus piernas se lo permitían. El viento golpeaba su rostro, y por un momento, sintió que volaba.
Sin embargo, al acercarse a la mitad de la carrera, Mateo tropezó ligeramente con una de sus propias zancadas y perdió el ritmo. Aunque trató de recuperarse, ya era tarde. Uno de sus compañeros, Lucas, que también era muy rápido, lo adelantó y cruzó la línea de meta en primer lugar. Mateo terminó en segundo, a solo unos centímetros de diferencia.
Mateo cruzó la línea de llegada sintiendo una mezcla de agotamiento y decepción. Había dado lo mejor de sí, pero una vez más, no había logrado el primer lugar. Los aplausos del público y las felicitaciones de sus amigos y familiares no lograron animarlo del todo. Se sentó en el césped, mirando la medalla de plata en sus manos, y aunque estaba contento por haber terminado la carrera, no podía evitar sentir que había fallado en su meta.
—Hiciste un gran trabajo, Mateo —dijo su amiga Clara, acercándose con una sonrisa—. Estuviste increíblemente rápido, casi ganas.
—Sí, pero no fue suficiente —respondió Mateo, tratando de ocultar su frustración—. Entrené tanto para esto, y aún así, no pude ganar.
El entrenador Gómez, que había estado observando desde la línea de meta, se acercó y se sentó junto a Mateo.
—Mateo, lo importante no es solo ganar —dijo el entrenador con voz serena—. Lo que importa es que nunca te diste por vencido. Tropezaste, pero te recuperaste y seguiste adelante. Eso es lo que hace a un verdadero atleta.
Mateo escuchó, pero aún no estaba convencido. Para él, ganar la carrera lo era todo, y no poder hacerlo se sentía como una derrota personal. Sin embargo, al ver a Lucas recibir su medalla de oro, Mateo notó algo importante: Lucas también había tropezado en una curva, pero había recuperado el ritmo rápidamente. Fue en ese momento que Mateo se dio cuenta de que todos los corredores enfrentaban desafíos, y lo que los diferenciaba no era la falta de errores, sino la forma en que respondían a ellos.
Decidido a no rendirse, Mateo se acercó a Lucas después de la ceremonia de premiación.
—¡Felicidades, Lucas! Corriste increíblemente bien —dijo Mateo, extendiendo su mano en señal de amistad.
Lucas sonrió y estrechó la mano de Mateo.
—Gracias, Mateo. Tú también lo hiciste genial. Fue una carrera muy reñida.
—Tropecé en el camino, y eso me hizo perder —admitió Mateo—. Pero voy a seguir entrenando y la próxima vez, intentaré hacerlo mejor.
Lucas asintió con entusiasmo.
—Eso es lo que me gusta de ti, Mateo. Nunca te das por vencido. Esa es la actitud correcta.
Mateo se dio cuenta de que la verdadera victoria no era solo cruzar la línea de meta en primer lugar, sino continuar intentándolo a pesar de los obstáculos. Con una nueva determinación, Mateo decidió que seguiría entrenando con más esfuerzo, no solo para ganar, sino para convertirse en la mejor versión de sí mismo.
Durante las semanas siguientes, Mateo volvió al parque cada mañana. Esta vez, se concentró no solo en su velocidad, sino también en mejorar su equilibrio y coordinación para evitar los tropiezos que le habían costado la carrera. Se unió a un grupo de corredores con quienes compartió consejos y técnicas, y poco a poco, Mateo notó mejoras en su desempeño.
La próxima competencia estaba a la vuelta de la esquina: una carrera de relevos en la que Mateo y su equipo representarían a la escuela en un torneo local. Mateo estaba más motivado que nunca. No solo tenía la oportunidad de correr nuevamente, sino que también podía colaborar con sus amigos y demostrar lo mucho que había mejorado.
El día del torneo, Mateo se paró en la pista, listo para dar lo mejor de sí. Esta vez, no solo pensó en ganar, sino en disfrutar del proceso, en cada paso y en cada zancada. Cuando llegó su turno de correr, Mateo tomó el testigo y aceleró, recordando las palabras del entrenador Gómez: “Corre con todo tu corazón”.
Mateo corrió como nunca antes, manteniendo su ritmo y superando los obstáculos con facilidad. Esta vez, no hubo tropiezos ni distracciones. Mateo cruzó la línea de meta con una sonrisa de satisfacción, y aunque su equipo no ganó el primer lugar, Mateo se sintió orgulloso de su desempeño.
—¡Lo hiciste, Mateo! —gritó Clara desde la línea de meta, animando junto a los demás—. ¡Nunca te diste por vencido!
Mateo, sosteniendo su medalla con orgullo, supo que había aprendido una lección valiosa. Las metas no siempre se alcanzan a la primera, pero con perseverancia y esfuerzo, cada intento es un paso más cerca del éxito. Y así, con cada carrera, Mateo se recordó a sí mismo que lo importante era no rendirse nunca y seguir corriendo, siempre hacia adelante.
Después de su experiencia en las Olimpiadas Escolares y el torneo local, Mateo se dedicó aún más a su entrenamiento. Había aprendido que no importa cuántas veces tropieces en el camino, lo importante es levantarse y seguir adelante. Sus entrenamientos en el parque se volvieron más constantes y meticulosos. Mateo se enfocaba no solo en su velocidad, sino también en perfeccionar cada movimiento para evitar errores.
Con el apoyo del entrenador Gómez, Mateo comenzó a trabajar en técnicas de respiración, equilibrio y postura. Además, cada tarde, se unía a un grupo de corredores de diferentes edades que se reunían en la pista para practicar y compartir consejos. Entre ellos estaba Julia, una corredora veterana que había competido en maratones y tenía un sinfín de historias y consejos valiosos.
—Mateo, lo más importante en una carrera no es solo correr rápido, sino correr con inteligencia —le dijo Julia un día mientras corrían juntos—. Aprende a conocer tu propio ritmo y a mantener la calma, incluso cuando las cosas no salen como esperas.
Mateo escuchó con atención, absorbiendo cada palabra. Sabía que su determinación era fuerte, pero también entendía que tenía mucho que aprender. Durante los entrenamientos, Julia le enseñó cómo ajustar su velocidad en diferentes partes de la carrera, cuándo acelerar y cuándo mantener el ritmo. Con cada sesión, Mateo sentía que se estaba volviendo más fuerte y más preparado para enfrentar cualquier desafío.
Pronto llegó el anuncio de una nueva competencia: la Gran Carrera Escolar, un evento regional que reunía a las mejores escuelas de la ciudad. Mateo estaba emocionado y un poco nervioso. Sabía que este sería un gran reto, pero también una oportunidad para demostrar cuánto había mejorado. Esta vez, Mateo no solo se inscribió en la carrera de los 100 metros planos, sino que también decidió participar en la carrera de relevos con su equipo, que incluía a Clara, Lucas y otro amigo llamado Diego.
El entrenador Gómez se reunió con el equipo días antes de la competencia para revisar la estrategia. En la carrera de relevos, cada corredor debía pasar el testigo al siguiente en el momento exacto para no perder tiempo. Aunque era una tarea sencilla en teoría, requería práctica y coordinación.
—Lo más importante es confiar en tus compañeros y en ti mismo —les dijo el entrenador Gómez—. Cada uno de ustedes tiene un papel crucial, y aunque uno de ustedes cometa un error, lo importante es seguir adelante y apoyarse mutuamente.
Mateo asintió, recordando sus propias experiencias con los tropiezos. Sabía que las carreras no siempre salían perfectas, pero estaba decidido a dar lo mejor de sí. Junto a su equipo, pasó horas practicando la entrega del testigo, asegurándose de que cada movimiento fuera preciso y fluido.
El día de la Gran Carrera Escolar llegó, y el estadio estaba lleno de estudiantes, padres y maestros que animaban a los competidores. Mateo sintió una mezcla de nervios y emoción mientras se preparaba para la primera carrera del día: los 100 metros planos. Esta era su oportunidad de mostrar cuánto había avanzado.
Cuando sonó el disparo de salida, Mateo salió con fuerza, manteniendo la calma y el ritmo que había practicado. Corrió con determinación, recordando los consejos de Julia sobre conocer su propio ritmo y no dejarse llevar por la presión. A medida que avanzaba, pudo sentir la diferencia en su técnica: sus zancadas eran más estables, su respiración estaba bajo control, y sus pensamientos estaban enfocados en llegar a la meta.
Sin embargo, a unos metros de la línea de llegada, Mateo sintió un pequeño calambre en su pierna. Por un instante, el dolor lo hizo dudar, pero en lugar de detenerse, recordó por qué estaba allí. Con un último esfuerzo, apretó los dientes y siguió corriendo, cruzando la línea de meta en segundo lugar, justo detrás de Lucas.
Mateo cayó al suelo, respirando con dificultad, pero con una sonrisa en el rostro. Había dado lo mejor de sí, y aunque no había ganado, había completado la carrera sin rendirse. El entrenador Gómez se acercó y lo ayudó a levantarse, dándole una palmada en la espalda.
—Eso es lo que quería ver, Mateo —dijo el entrenador—. No importa el lugar en el que termines, lo importante es que nunca te rendiste. Has corrido una gran carrera.
Mateo, sosteniendo su medalla de plata, se sintió orgulloso. Aún tenía el desafío de la carrera de relevos por delante, y estaba decidido a no dejar que un calambre le impidiera apoyar a su equipo.
Más tarde, cuando llegó el turno de la carrera de relevos, Mateo y su equipo se colocaron en sus posiciones. Clara, que sería la primera en correr, le dio una sonrisa de ánimo.
—Podemos hacerlo, Mateo. Somos un equipo, y pase lo que pase, estamos juntos en esto.
Mateo asintió, sintiendo la energía positiva de su equipo. El disparo sonó, y Clara salió corriendo con fuerza, entregando el testigo a Lucas en el punto exacto. Lucas corrió con velocidad y precisión, pasando el testigo a Diego, quien mantuvo el ritmo. Cuando llegó el turno de Mateo, sintió el testigo en su mano y salió disparado, corriendo con todo su esfuerzo.
A medida que se acercaba a la meta, Mateo podía ver que estaban en una posición favorable. El equipo rival estaba muy cerca, pero Mateo no perdió la concentración. Manteniendo el ritmo y la calma, cruzó la línea de meta en segundo lugar. Aunque no ganaron la medalla de oro, el equipo se abrazó con alegría, celebrando su esfuerzo y trabajo en equipo.
Después de la carrera, Mateo reflexionó sobre lo que había aprendido en las últimas semanas. Aunque no siempre había ganado, cada carrera le había enseñado algo nuevo sobre sí mismo y sobre el poder de la perseverancia. Comprendió que las metas no se alcanzaban solo con talento, sino con esfuerzo, determinación y la disposición a seguir adelante, incluso cuando las cosas se ponían difíciles.
Mateo se acercó al entrenador Gómez y le agradeció por su apoyo y enseñanzas.
—Gracias, entrenador. Hoy entendí que lo importante no es solo ganar, sino nunca darse por vencido y disfrutar del camino.
El entrenador Gómez sonrió y le dio una palmada en el hombro.
—Has aprendido bien, Mateo. Y eso es lo que realmente cuenta. Sigue corriendo, sigue intentándolo, y nunca dejes de perseguir tus sueños.
Esa tarde, mientras los equipos recogían sus cosas y se preparaban para regresar a casa, Mateo se sintió más motivado que nunca. Sabía que aún tenía mucho por recorrer, pero con cada paso, estaba más cerca de alcanzar sus metas. Y así, con su medalla de plata y una gran sonrisa, Mateo se prometió a sí mismo que nunca dejaría de correr, nunca dejaría de intentarlo, y nunca se daría por vencido.
Con la Gran Carrera Escolar terminada y el orgullo de haber dado lo mejor de sí mismo, Mateo regresó a su rutina de entrenamientos con una nueva perspectiva. Había aprendido que las medallas no siempre definían el éxito y que cada carrera, ganada o no, era una oportunidad para aprender y mejorar. Ahora, más que nunca, Mateo se sentía motivado para seguir adelante, enfocado en superarse a sí mismo en lugar de solo competir contra los demás.
Unas semanas después de la competencia, llegó una nueva oportunidad para Mateo y sus amigos: la Carrera de Resistencia de la Ciudad, un evento más desafiante que cualquier otra competencia en la que Mateo hubiera participado. Se trataba de una carrera de 5 kilómetros por un terreno variado, con subidas, bajadas y obstáculos que pondrían a prueba no solo la velocidad, sino también la resistencia y la capacidad de los corredores para superar dificultades.
Mateo, Clara, Lucas y Diego decidieron inscribirse juntos, formando un equipo con la intención de completar la carrera apoyándose mutuamente. Aunque sabían que competirían contra corredores más experimentados, no se desanimaron. Para ellos, lo importante era terminar la carrera como equipo, sin importar el lugar en el que llegaran.
El entrenador Gómez, siempre apoyándolos, los ayudó a prepararse con entrenamientos específicos para la resistencia y la coordinación en equipo. Cada tarde, Mateo y sus amigos corrían por los senderos del parque, simulando las condiciones de la carrera y practicando cómo enfrentar los obstáculos. A medida que avanzaban en su preparación, se dieron cuenta de que la clave no era solo la velocidad, sino la estrategia y el apoyo mutuo.
El día de la Carrera de Resistencia de la Ciudad llegó, y Mateo se sintió más preparado y confiado que nunca. A diferencia de otras veces, no sentía los nervios habituales; en su lugar, había una calma y una determinación que lo motivaban a dar lo mejor de sí. Cuando llegó el momento de partir, Mateo y su equipo se colocaron en la línea de salida, compartiendo un último gesto de ánimo.
—No importa lo que pase, vamos a terminar esto juntos —dijo Clara, con una sonrisa de confianza.
Mateo asintió, listo para enfrentar el desafío. Cuando el disparo de salida resonó, los cuatro amigos comenzaron a correr, manteniendo un ritmo constante y motivándose unos a otros con cada paso. El terreno era difícil, con colinas empinadas y caminos irregulares, pero Mateo recordaba las lecciones aprendidas durante sus entrenamientos: mantener la calma, ajustar el ritmo cuando fuera necesario y, sobre todo, no rendirse.
A mitad de la carrera, encontraron un obstáculo especialmente complicado: una serie de troncos que debían saltar y trepar. Clara, que era la más ligera del grupo, pasó con facilidad, pero Diego tropezó y se quedó atrás. En lugar de seguir adelante, Mateo se detuvo y extendió su mano para ayudar a su amigo.
—Vamos, Diego. No te preocupes, lo haremos juntos.
Con la ayuda de Mateo, Diego logró superar el obstáculo, y los dos se reunieron con Clara y Lucas para continuar. Ese momento les recordó a todos que el verdadero espíritu de la carrera no estaba en la competencia, sino en el apoyo mutuo y la perseverancia.
A medida que se acercaban a los últimos kilómetros, el cansancio comenzó a hacer mella en el equipo. Las piernas de Mateo se sentían pesadas y su respiración era cada vez más difícil, pero su determinación seguía intacta. Sabía que, aunque su cuerpo quería detenerse, su mente podía llevarlo más lejos.
En el último tramo, una empinada colina se interponía entre ellos y la línea de meta. Mateo y sus amigos se miraron, agotados pero decididos a seguir adelante. Con pasos firmes y la motivación de sus compañeros, Mateo subió la colina, recordando cada lección, cada tropiezo y cada momento en que había considerado rendirse, pero no lo hizo.
Cuando finalmente llegaron a la cima, la vista de la línea de meta los llenó de energía renovada. Con un último esfuerzo, Mateo, Clara, Lucas y Diego corrieron juntos hacia la meta, cruzándola con una mezcla de alegría, agotamiento y orgullo. No fueron los primeros en llegar, pero eso no importaba. Lo que realmente contaba era que lo habían hecho juntos y que no se habían rendido, sin importar los desafíos.
Mientras recuperaban el aliento y bebían agua, el entrenador Gómez se acercó con una sonrisa enorme.
—Lo hicieron, chicos. Lo hicieron muy bien. No se trata solo de ganar, sino de mostrar de qué están hechos. Y hoy demostraron que tienen un espíritu inquebrantable.
Mateo, sosteniendo la medalla de participación, se sintió más feliz que nunca. No había sido el primer lugar, pero había ganado algo mucho más valioso: la confianza en sí mismo y la certeza de que, sin importar cuántas veces tropezara o cuántas carreras no ganara, siempre tenía la capacidad de levantarse y seguir adelante.
Al final de la jornada, mientras el sol comenzaba a ponerse, Mateo se sentó con sus amigos en el césped, contemplando la experiencia vivida. Sabía que este era solo el comienzo de muchos desafíos más por venir, pero ya no le preocupaba. Había aprendido que la verdadera meta no estaba en los trofeos o las medallas, sino en la perseverancia, en la capacidad de insistir y en el poder de nunca rendirse.
—¿Listo para la próxima carrera? —preguntó Clara, riendo y dándole un suave codazo a Mateo.
Mateo sonrió y asintió, sintiendo la emoción del desafío y la fuerza de la determinación.
—Siempre listo. Porque ahora sé que no importa cuántas veces caigamos, lo que importa es que nunca dejemos de intentarlo.
Con esa actitud, Mateo y sus amigos se despidieron del entrenador y regresaron a casa, sabiendo que habían ganado algo más que una carrera: habían descubierto la fuerza de la perseverancia y el valor de insistir en sus sueños, sin importar los obstáculos que se presentaran.
Así, con cada paso y cada carrera, Mateo continuó su camino, siempre recordando que no darse por vencido es la verdadera victoria, y que, al final del día, lo que realmente importa es el espíritu con el que enfrentamos nuestros retos y no darnos por vencidos nunca, hay que insistir para conseguir nuestras metas
La moraleja de esta historia es que no darnos por vencidos nunca, hay que insistir para conseguir nuestras metas.
Y colorín colorín, este cuento llego a su fin. bueno mis amables oyentes. ¡NOS VEMOS MAÑANA! CON UN NUEVO CUENTO CON MORALEJA.
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