Era una tarde tranquila cuando Lucrecia regresó de la escuela, su mochila colgando de un solo hombro, mientras miraba distraídamente los árboles que rodeaban su calle. Algo en el aire se sentía diferente, aunque no sabía exactamente qué era. Tal vez eran los primeros signos del cambio de estación, o tal vez solo era su imaginación. Sin embargo, cuando abrió la puerta de su casa, lo supo al instante: había algo especial en el ambiente.
Su madre estaba en la cocina, preparando la cena, pero había una energía que Lucrecia no podía ignorar. El aroma a guiso recién hecho llenaba la casa, y el suave sonido de la música instrumental que su madre solía escuchar sonaba de fondo. Sin embargo, era la expresión en el rostro de su madre la que llamó la atención de Lucrecia. Estaba sonriendo, pero había algo más, una emoción contenida que Lucrecia no lograba identificar del todo.
—¡Hola, mamá! —saludó mientras dejaba su mochila en la entrada y se acercaba a la cocina.
Su madre la miró con una sonrisa radiante, una que no veía desde hacía mucho tiempo.
—Hola, mi amor. ¿Cómo estuvo la escuela hoy?
Lucrecia se encogió de hombros. Había sido un día como cualquier otro, pero no podía sacudirse la sensación de que algo estaba por suceder.
—Bien, creo. ¿Por qué estás tan feliz? —preguntó mientras se subía a una silla en la mesa de la cocina.
Su madre se detuvo un momento, como si estuviera buscando las palabras adecuadas para lo que iba a decir. Dejó la cuchara que estaba usando para revolver la olla y se secó las manos en un trapo antes de sentarse frente a Lucrecia. El corazón de Lucrecia empezó a latir un poco más rápido. Sabía que su madre solo se sentaba de esa manera cuando tenía algo importante que contarle.
—Lucrecia —comenzó su madre suavemente, con los ojos brillando de emoción—. Tengo una noticia que estoy segura te va a hacer muy feliz.
—¿Qué pasa? —preguntó Lucrecia, inclinándose hacia adelante, impaciente por saber.
—Tu papá… —dijo su madre, tomando una pausa para contener su emoción—. Tu papá va a volver a casa.
Las palabras resonaron en la mente de Lucrecia como un eco distante. Su papá. ¿Volver a casa? ¿Podía ser cierto? Hacía tanto tiempo que no lo veía, casi un año entero. Su padre había sido desplegado en una misión del ejército en un país lejano, y aunque siempre lo mantenían informado a través de videollamadas y mensajes de texto, no era lo mismo que tenerlo en casa. La última vez que lo vio en persona fue el día que se despidieron en el aeropuerto. Recordaba el uniforme de su padre, la forma en que la abrazó con fuerza y le prometió que volvería pronto. Pero pronto se había convertido en meses y, finalmente, casi un año.
—¿Papá… va a volver? —repitió, como si necesitara escucharlo una vez más para asegurarse de que era real.
Su madre asintió, con una sonrisa que ahora mostraba la emoción contenida. Había lágrimas en sus ojos, pero eran lágrimas de alegría.
—Sí, mi amor. Acabo de recibir la llamada. Su misión ha terminado y estará de vuelta la próxima semana.
Lucrecia sintió cómo su corazón se aceleraba, y una mezcla de emociones comenzó a agolparse en su pecho. Alegría, alivio, emoción, pero también algo de nerviosismo. Había pasado tanto tiempo, ¿cómo sería tener a su papá de vuelta en casa? ¿Sería todo como antes? ¿Seguirían siendo los mismos?
—¿Cuándo? —preguntó Lucrecia rápidamente, casi sin poder controlar la emoción en su voz.
—En solo unos días. Está organizando todo para regresar y se moría de ganas de decírtelo él mismo, pero yo quería que lo supieras primero —explicó su madre, riendo entre lágrimas.
Lucrecia saltó de la silla y corrió hacia su madre, abrazándola con todas sus fuerzas. No podía creerlo. Después de todo ese tiempo de extrañarlo, de soñar con su regreso, de imaginar cómo sería tenerlo de nuevo en casa, ese momento finalmente estaba cerca. Podía sentir cómo su corazón se llenaba de una alegría cálida, una que no podía explicar con palabras, pero que sentía profundamente.
Esa noche, mientras se preparaba para dormir, Lucrecia no dejaba de pensar en todas las cosas que harían cuando su padre estuviera de vuelta. Recordaba las tardes en el parque, las películas que veían juntos, los cuentos que su papá le leía antes de irse a dormir. Pero más allá de todo eso, lo que más le importaba era volver a sentir su abrazo, esa sensación de seguridad que solo él podía darle.
Se acostó en su cama, mirando el techo y pensando en lo mucho que había cambiado durante ese año. Había crecido, no solo en estatura, sino también en la forma en que veía el mundo. Había aprendido a ser más fuerte, a ayudar a su mamá con las cosas de la casa, y a enfrentar los días en que la extrañeza de no tener a su papá era difícil de manejar. Pero ahora, con la noticia de su regreso, todo parecía valer la pena.
Al día siguiente, en la escuela, Lucrecia apenas podía concentrarse en sus clases. Su mente estaba llena de pensamientos sobre la llegada de su papá. ¿Cómo sería el reencuentro? ¿Qué le diría cuando lo viera? ¿Le contaría todo lo que había hecho en la escuela durante su ausencia? Quería que él supiera que había estado bien, pero también quería que entendiera lo mucho que lo había extrañado.
Sus amigas notaron que estaba distraída, pero cuando les contó la noticia, todas celebraron con ella. Incluso su maestra, la señora Martínez, le dio una sonrisa cálida cuando le contó sobre el regreso de su papá. Todos sabían lo importante que era para Lucrecia, y la alegría de la noticia pareció contagiarse en toda la clase.
Durante los días que siguieron, Lucrecia y su madre comenzaron a preparar la casa para la llegada de su papá. Limpiaron cada rincón, decoraron su habitación con fotos familiares y hasta prepararon su plato favorito para recibirlo. Había una emoción palpable en el aire, una sensación de que todo estaba a punto de cambiar para mejor.
Cada noche, mientras esperaba con ansias el día en que volvería a ver a su padre, Lucrecia se daba cuenta de algo importante: aunque no lo había visto durante mucho tiempo, siempre había sentido su amor. Porque el amor, entendió, no se ve. Se siente.
Los días pasaban con la misma emoción que Lucrecia sentía desde que supo que su papá volvería. Cada mañana se levantaba con una energía inusual, ayudaba a su madre a preparar la casa para su llegada, y en la escuela, todo parecía tener más sentido. Sus pensamientos se llenaban de ideas sobre lo que harían cuando su papá estuviera en casa. Lo imaginaba entrando por la puerta, cargado de historias y experiencias de lugares lejanos. Sin embargo, con esa emoción también surgieron ciertos miedos.
Una tarde, mientras ayudaba a su madre a organizar la sala, Lucrecia se detuvo un momento para pensar. ¿Y si su papá no era el mismo? ¿Y si, después de tanto tiempo, las cosas ya no volvían a ser como antes? Se preocupaba en silencio, sin mencionar nada a su madre. Después de todo, no quería parecer ingrata o asustada. Pero la realidad era que, a pesar de todo su entusiasmo, también había algo que la inquietaba profundamente.
Esa noche, mientras cenaban, su madre notó su silencio.
—¿Estás bien, mi amor? —preguntó su madre, levantando la vista del plato—. Has estado muy callada hoy.
Lucrecia miró su comida por un momento, jugando con el tenedor entre las manos, y luego, finalmente, dejó salir lo que tenía dentro.
—Mamá, ¿crees que papá haya cambiado mucho?
La pregunta quedó en el aire un instante. Su madre, que había estado tan ocupada preparando todo para la llegada de su esposo, no había pensado en cómo ese largo tiempo separado podría afectar a Lucrecia. Su rostro se suavizó al comprender las preocupaciones de su hija.
—Bueno, cariño, estar lejos tanto tiempo puede cambiar a las personas un poco —respondió su madre con suavidad—. Pero tu papá sigue siendo el mismo hombre amoroso que se fue hace casi un año. Estoy segura de que lo primero que hará al llegar será abrazarte con todas sus fuerzas, como siempre lo hacía.
—¿Pero ¿qué pasa si las cosas no son como antes? —insistió Lucrecia, con un nudo formándose en su garganta—. Ha pasado tanto tiempo… no sé si él me seguirá viendo igual.
Su madre dejó el tenedor y se acercó a ella, colocando una mano reconfortante sobre su hombro.
—Lucrecia, sé que has crecido mucho en este tiempo, y también lo ha hecho papá en su misión. Pero algo que no ha cambiado es cuánto te quiere. Él te ha extrañado cada día, igual que tú a él. Las cosas pueden parecer diferentes al principio, pero el amor que compartimos sigue siendo el mismo, y con eso, podemos superar cualquier cosa.
Lucrecia asintió lentamente. Sabía que su madre tenía razón, pero aún así, los nervios seguían presentes en su estómago. No se trataba solo de la idea de ver a su papá de nuevo, sino de enfrentarse a la posibilidad de que la separación los hubiera afectado más de lo que imaginaba.
Los días previos a la llegada de su padre estuvieron llenos de preparativos. Su madre decidió organizar una pequeña cena en familia para darle la bienvenida, y tanto Lucrecia como ella pasaron las tardes horneando galletas y limpiando cada rincón de la casa. Cada vez que el teléfono sonaba, Lucrecia corría hacia él, esperando escuchar la noticia de que su papá ya estaba en camino. Pero aún no llegaba.
Finalmente, una tarde, después de regresar de la escuela, Lucrecia encontró a su madre con una sonrisa radiante en el rostro, sosteniendo el teléfono en la mano.
—¡Es hoy! —anunció emocionada—. Papá está en el aeropuerto, ¡llegará esta noche!
El corazón de Lucrecia dio un brinco. El momento que había estado esperando durante tanto tiempo finalmente había llegado, pero con él también llegó una ola de nervios. La tarde se hizo eterna mientras ella intentaba concentrarse en los últimos detalles de la bienvenida. Ajustaron las flores en la mesa, revisaron el guiso que habían preparado, y colgaron en la pared un cartel hecho por Lucrecia que decía “¡Bienvenido a casa, papá!”.
A medida que el sol se ocultaba, la casa se llenaba de una mezcla de emoción y expectativa. Su madre intentaba mantener la calma, aunque Lucrecia podía notar que también estaba nerviosa. Caminaba de un lado a otro, revisando su teléfono cada pocos minutos para asegurarse de que todo estaba en orden.
—No te preocupes, mamá —dijo Lucrecia, tratando de tranquilizarla—. Todo está perfecto.
Su madre le sonrió, agradecida por el intento de calmarla, pero ambas sabían que esa noche no iba a ser como cualquier otra. Había algo en el aire que las mantenía en vilo, una mezcla de esperanza y miedo a lo desconocido.
Finalmente, la espera terminó. Escucharon el sonido de un auto aparcando frente a la casa, y el corazón de Lucrecia empezó a latir con fuerza. Corrió hacia la ventana, y ahí estaba: su padre, de pie frente a la puerta, cargando una maleta en una mano y un pequeño ramo de flores en la otra.
—¡Es papá! —gritó emocionada, sintiendo cómo la alegría inundaba cada rincón de su cuerpo.
Su madre la siguió, y juntas se acercaron a la puerta, esperando ese momento que habían imaginado tantas veces. Lucrecia abrió la puerta de par en par, y en cuanto lo vio, todas sus preocupaciones desaparecieron.
Ahí estaba su papá, con la misma sonrisa cálida de siempre, aunque un poco más cansado. No dijo nada al principio, simplemente dejó caer la maleta y se arrodilló para abrir los brazos, esperando el abrazo que ambos habían deseado durante tanto tiempo. Lucrecia no dudó ni un segundo. Corrió hacia él, envolviéndolo con todas sus fuerzas.
—¡Te extrañé tanto! —susurró entre lágrimas de alegría.
Su padre la abrazó con igual intensidad, sosteniéndola como si nunca quisiera dejarla ir.
—Yo también te extrañé, pequeña —respondió con la voz quebrada por la emoción—. Cada día, cada momento.
En ese instante, Lucrecia supo que, aunque el tiempo y la distancia habían sido duros, el amor que compartían seguía siendo tan fuerte como siempre. Y eso era lo único que importaba.
El abrazo con su padre fue largo y cálido, como si ambos estuvieran tratando de recuperar todo el tiempo perdido en ese instante. Para Lucrecia, todo su mundo se reducía a ese momento, a esa sensación de seguridad que solo los brazos de su papá podían darle. Mientras permanecía abrazada a él, sintió que los temores que había albergado durante tantos días se disipaban, como una niebla que se va con el sol.
Después de unos minutos, su madre también se unió al abrazo, formando un círculo de amor en el umbral de la puerta. A pesar de la felicidad que sentían, no podían evitar las lágrimas, que caían libremente por sus mejillas. No eran lágrimas de tristeza, sino de alivio y alegría. Finalmente estaban juntos otra vez, y eso era lo más importante.
—Vamos a entrar, que hace frío —dijo la madre de Lucrecia, limpiándose las lágrimas y sonriendo—. No queremos que te enfermes justo ahora que has vuelto a casa.
—Tienes razón —dijo el padre, soltando a Lucrecia con suavidad pero manteniendo una mano sobre su hombro—. Además, huele delicioso aquí dentro. ¿Qué han preparado?
—Tu plato favorito —dijo Lucrecia, emocionada por mostrarle lo que había hecho—. Mamá y yo lo hemos cocinado juntas.
El padre sonrió, claramente conmovido por el esfuerzo de su familia. Entraron en la casa, que estaba adornada con flores y el cartel de bienvenida que Lucrecia había hecho con tanto cariño. La cena estaba servida en la mesa, con velas encendidas que creaban un ambiente cálido y acogedor. Mientras se sentaban a la mesa, Lucrecia no podía dejar de mirar a su papá. Aunque tenía algunas arrugas nuevas y se veía un poco más cansado, seguía siendo el mismo hombre que recordaba: fuerte, amoroso y lleno de energía.
Durante la cena, su padre comenzó a contar algunas de las historias de su misión. Hablaba de lugares lejanos, de las personas que había conocido y de los desafíos que había enfrentado. Aunque sus palabras eran emocionantes, había algo más en su tono que Lucrecia no pudo ignorar. Su padre sonaba diferente, como si llevara consigo un peso invisible, algo que no había compartido aún.
Después de un rato, su madre también lo notó.
—Parece que hay algo más que quieres decirnos —comentó suavemente, mirando a su esposo a los ojos—. No tienes que ocultarlo, estamos aquí para escucharte.
El padre de Lucrecia dejó su tenedor sobre el plato y suspiró, bajando la vista por un momento antes de levantarla de nuevo para mirarlas a ambas.
—Sí, hay algo más —admitió con voz suave—. Esta misión fue… diferente a las otras. Más dura, en muchos sentidos.
El silencio cayó sobre la mesa. Lucrecia, que hasta ese momento había estado llena de felicidad por tener a su papá en casa, sintió que su corazón se encogía. Sabía que las misiones de su padre no eran fáciles, pero nunca había escuchado un tono tan serio en su voz.
—Nos enfrentamos a situaciones difíciles —continuó su padre—. Y aunque hice todo lo que pude, vi cosas que me hicieron pensar mucho en lo que realmente importa. Las familias que dejamos atrás, las personas que amamos. Durante todo ese tiempo, lo único que me mantuvo fuerte fue pensar en ustedes, en volver a casa y poder estar juntos otra vez.
Lucrecia tomó la mano de su padre, apretándola con fuerza. En ese momento, comprendió que su padre no solo había regresado físicamente, sino también emocionalmente. Había dejado parte de sí mismo en ese lugar lejano, pero lo que importaba era que había vuelto, no solo por ellas, sino también por él mismo.
—Papá, estamos aquí para ti, igual que tú siempre has estado para nosotros —dijo Lucrecia con determinación—. Lo que sea que hayas visto o sentido, podemos enfrentarlo juntos. Lo importante es que estás aquí, y te queremos.
Su padre sonrió, claramente emocionado por las palabras de su hija. No había forma de ocultar el orgullo que sentía por ella. Había crecido mucho durante el tiempo que él había estado fuera, y esa madurez se reflejaba en cada gesto que hacía, en cada palabra que decía.
—Gracias, pequeña —dijo, su voz cargada de emoción—. Tienes razón. No importa lo que haya pasado allá, lo que importa es que estamos juntos, y que puedo seguir adelante porque tengo el apoyo de las dos personas más importantes en mi vida.
La cena continuó con una mezcla de risas, recuerdos y momentos conmovedores. Después de todo lo que habían pasado, esa noche era un renacer para la familia. Habían superado el miedo, la distancia y los desafíos, y ahora estaban listos para avanzar juntos.
Más tarde, cuando llegó la hora de dormir, Lucrecia se dio cuenta de algo importante. Durante meses, había estado esperando el regreso de su padre con una mezcla de emoción y temor, preocupada por lo que podría haber cambiado. Pero en ese abrazo inicial, y en todo lo que siguió después, comprendió que el amor verdadero no depende de la presencia física ni del tiempo que pasen separados. El amor que compartían estaba ahí, intacto, y eso era lo que realmente importaba.
Antes de irse a dormir, su padre se acercó a su habitación para darle las buenas noches.
—¿Estás bien, mi pequeña? —le preguntó, arrodillándose a su lado.
—Sí, papá —respondió Lucrecia—. Estoy feliz de que estés en casa. Y sé que aunque estuviste lejos, nunca dejaste de querernos.
Su padre sonrió y la abrazó una vez más, con la promesa de que, aunque la vida traiga desafíos y separaciones, el amor siempre los mantendría unidos. Porque, al final, el amor no se ve, se siente con el corazón, y eso es algo que ni la distancia ni el tiempo pueden cambiar.
—Buenas noches, pequeña —susurró su padre—. Te quiero.
—Yo también te quiero, papá —respondió Lucrecia, mientras cerraba los ojos con una sonrisa en los labios, sintiéndose más feliz y segura que nunca.
Y así, con su corazón lleno de amor, Lucrecia durmió tranquila, sabiendo que su familia estaba unida, sin importar las circunstancias.
moraleja El amor no se ve, se siente con el corazón.
Y colorín colorín, este cuento llegó a su fin. bueno mis amables oyentes. ¡NOS VEMOS MAÑANA! CON UN NUEVO CUENTO CON MORALEJA.
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