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En la ciudad de Vista Clara, todos conocían a Nicolás. Era el mejor jugador de fútbol del colegio, el capitán del equipo, y muchos de los niños lo admiraban por su habilidad en la cancha. Cada vez que hacía un gol, el público lo ovacionaba y sus compañeros lo miraban con respeto. Sin embargo, aunque Nicolás era talentoso, había algo que sus amigos empezaban a notar: su actitud estaba cambiando.

Cada vez que el equipo ganaba un partido, Nicolás caminaba con el pecho inflado, aceptando todos los aplausos como si fuera el único responsable de la victoria. Empezaba a hablar menos con sus compañeros y se mostraba cada vez más distante con quienes no compartían su nivel de destreza en el fútbol. Si alguien cometía un error en el campo, Nicolás lo señalaba de inmediato, sin perder la oportunidad de demostrar su superioridad.

Una tarde, después de una victoria importante contra el colegio rival, Nicolás salió del campo sintiéndose invencible. Mientras sus amigos comentaban lo bien que había jugado todo el equipo, él interrumpió:

—Claro, jugamos bien, pero todos saben que, si no fuera por mis goles, no habríamos ganado —dijo con una sonrisa confiada.

Todos se miraron entre sí, un poco incómodos, pero nadie quiso contradecirlo. En el fondo, sabían que Nicolás era importante para el equipo, pero su actitud comenzaba a afectar la forma en que los demás se sentían. Daniel, el portero del equipo, estaba particularmente molesto. Había hecho varias paradas clave durante el partido, pero no recibía ni una palabra de reconocimiento de su capitán.

A la mañana siguiente, durante el recreo, Nicolás caminaba por el patio del colegio cuando se encontró con un grupo de chicos de primer año jugando fútbol. Les observó desde lejos, y aunque algunos de los niños eran bastante buenos, cometían errores que para Nicolás parecían evidentes.

—¡Hey! ¿Qué clase de pase fue ese? —gritó Nicolás, interrumpiendo el juego—. Si quieren jugar bien, tienen que saber cómo moverse en la cancha. Miren cómo lo hago yo.

Sin esperar invitación, Nicolás se unió al partido de los niños más pequeños. Al principio, todos se mostraron emocionados de tener al famoso capitán jugando con ellos, pero pronto la situación cambió. Nicolás empezó a acaparar la pelota, regateaba a todos y no permitía que nadie más del equipo tocara el balón.

—Vamos, no se queden atrás. Tienen que estar a mi nivel si quieren ganar —decía Nicolás, mientras seguía jugando solo.

Finalmente, uno de los niños, Tomás, se atrevió a hablar. —Nicolás, no es divertido si no nos dejas jugar también. Queremos aprender, pero no podemos hacerlo si tú no nos das la oportunidad.

Nicolás se detuvo, algo sorprendido. No esperaba que uno de los niños le dijera eso. Frunció el ceño y respondió con desdén:

—Si quieres aprender, solo tienes que observarme. Así es como se juega de verdad.

Los niños comenzaron a sentirse incómodos y uno a uno dejaron de jugar. Nicolás se quedó solo en el campo, con la pelota a sus pies. Al principio no le importó, pensando que estaban cansados, pero luego se dio cuenta de que no querían jugar con él.

Esa misma tarde, al final del entrenamiento del equipo, el entrenador Jorge pidió a todos que se reunieran.

—Muchachos, este sábado tenemos el partido más importante de la temporada. Jugaremos contra el Colegio Estrella, el equipo más fuerte del campeonato —dijo el entrenador, mientras los jugadores se miraban entre ellos con preocupación.

Nicolás, sin embargo, no se inmutó. —No hay de qué preocuparse. Los venceremos, como siempre lo hacemos —dijo con confianza.

El entrenador Jorge lo miró con una expresión seria. —Nicolás, el fútbol es un deporte de equipo. Necesitamos que todos jueguen su mejor partido, y eso incluye confiar y apoyarse unos a otros. No podemos ganar si solo uno de nosotros lleva la carga.

Nicolás sintió una punzada de incomodidad, pero rápidamente la desechó. —Sí, claro, entrenador. Yo sé lo que hay que hacer.

El sábado llegó, y el ambiente en el colegio era electrizante. El campo estaba lleno de estudiantes, padres y profesores, todos ansiosos por ver el gran enfrentamiento. El equipo de Nicolás estaba listo, pero algo se sentía diferente en el aire. El usual ánimo del equipo parecía apagado.

Cuando el partido comenzó, Nicolás, como siempre, tomó el control. Pero esta vez, algo no estaba funcionando. Los jugadores del Colegio Estrella eran rápidos y organizados, y aunque Nicolás intentaba hacerlo todo solo, no podía superar la sólida defensa rival. Pasaban los minutos y su frustración crecía. Le gritaba a sus compañeros, les pedía que se movieran mejor, que le pasaran la pelota más rápido, pero la verdad era que, por primera vez, sentía que no podía hacer todo él mismo.

El primer tiempo terminó con un marcador desfavorable de 2-0. El equipo de Nicolás estaba perdiendo, y todos los jugadores se veían cansados y desmotivados. El entrenador Jorge los reunió en el vestuario durante el descanso.

—Escuchen bien, muchachos —dijo el entrenador, con voz tranquila pero firme—. Este partido no lo va a ganar un solo jugador. Si seguimos jugando así, no podremos dar vuelta al marcador. Tienen que apoyarse unos a otros, confiar en sus compañeros y dejar de lado el orgullo. Solo así tendrán una oportunidad de remontar.

Los jugadores asintieron en silencio, pero Nicolás seguía sin querer aceptar lo que estaba ocurriendo. Él era el mejor jugador, ¿por qué no podía hacer que todo saliera bien?

Cuando el segundo tiempo comenzó, el equipo intentó seguir el consejo del entrenador, pero Nicolás seguía intentando resolver el partido por su cuenta. Y entonces ocurrió lo inesperado: en una jugada rápida del equipo rival, Nicolás perdió la pelota cerca del área y, antes de que pudiera reaccionar, el Colegio Estrella anotó otro gol. Ahora estaban perdiendo 3-0, y el partido parecía estar prácticamente decidido.

Con la derrota en el aire, Nicolás se sentía frustrado y agotado. Pero entonces algo sucedió. Mientras el partido continuaba, observó cómo sus compañeros, en lugar de rendirse, empezaban a jugar de manera más colectiva. Daniel, el portero, hacía paradas increíbles, y los defensas trabajaban en equipo para detener los ataques del rival. Todos se apoyaban, cubrían los errores de los demás y, sobre todo, se motivaban mutuamente.

Fue en ese momento cuando Nicolás, sudoroso y agotado, comprendió algo que había pasado por alto todo ese tiempo: el fútbol no se trataba solo de él.

El segundo tiempo estaba en marcha, y aunque el equipo de Nicolás seguía tres goles abajo, algo en la dinámica del partido había cambiado. Daniel, el portero, se había convertido en una verdadera muralla. Atajaba con agilidad y determinación, deteniendo los disparos con precisión y coraje. El resto del equipo comenzaba a moverse mejor, comunicándose entre sí y apoyándose en cada pase.

Nicolás, sin embargo, seguía sintiéndose frustrado. Cada vez que recibía la pelota, intentaba avanzar solo, buscando una oportunidad para marcar y redimirse de los errores del primer tiempo. Pero, para su sorpresa, la defensa del Colegio Estrella lo anticipaba en cada jugada. Lo bloqueaban, le quitaban el balón, y rápidamente montaban contragolpes peligrosos. Cada vez que perdía la pelota, Nicolás miraba al suelo, apretaba los puños y refunfuñaba. No estaba acostumbrado a este tipo de presión.

—¡Vamos, Nicolás! ¡Necesitamos que juegues con nosotros, no solo para ti! —gritó Santiago, uno de los mediocampistas, en medio de una jugada.

Nicolás lo miró, sorprendido, y por un momento sintió una punzada de ira. ¿Acaso le estaban diciendo que no estaba haciendo su parte? ¡Él era el capitán! ¿Cómo se atrevían? Sin embargo, una mirada rápida alrededor del campo le reveló algo que lo hizo detenerse: sus compañeros estaban agotados, pero no se daban por vencidos. Luchaban por cada balón, se apoyaban, y aunque iban perdiendo, ninguno de ellos se rendía.

En cambio, Nicolás se dio cuenta de que había pasado casi todo el partido enfocado solo en su frustración y su deseo de brillar. Los rostros de sus compañeros estaban llenos de determinación, pero también de cansancio, y, por primera vez, Nicolás sintió que su actitud les estaba pesando.

El entrenador Jorge, observando desde la línea de banda, percibió el conflicto interno en su capitán. Lo conocía desde hacía tiempo, y sabía que Nicolás no era un mal chico, solo necesitaba una lección que el fútbol, como muchas veces, estaba dispuesto a darle. Durante un breve parón por una falta, el entrenador llamó a Nicolás a un lado.

—Nicolás, escucha —dijo Jorge con una voz firme pero calmada—. Sabes que tienes el talento para hacer grandes cosas en el campo. Pero el verdadero liderazgo no se mide solo por lo que haces tú. Se mide por lo que logras sacar de los demás. Este no es un partido de uno contra todos. Es un partido de equipo. Y ahora mismo, tu equipo necesita que juegues con ellos, no solo para ellos.

Las palabras del entrenador resonaron en la cabeza de Nicolás. Era cierto, siempre había creído que el peso del equipo recaía sobre sus hombros, pero en ese momento entendió que había algo más grande en juego. No se trataba solo de ganar o perder, sino de cómo lo hacían.

El partido se reanudó, y Nicolás, aún sintiendo la presión, tomó una decisión. La próxima vez que recibió el balón, en lugar de intentar un regate imposible, levantó la cabeza y vio a Santiago corriendo por el centro, libre de marcaje. Nicolás, en lugar de avanzar solo, le hizo un pase preciso.

Santiago recibió la pelota y avanzó, logrando esquivar a dos defensores del Colegio Estrella antes de enviar un pase cruzado a Martín, que estaba listo en la banda derecha. Martín no perdió tiempo y lanzó un potente disparo que sorprendió al portero rival, quien apenas pudo reaccionar. ¡Gol! El marcador ahora era 3-1.

Los compañeros de Nicolás corrieron hacia Martín, celebrando el gol. Nicolás se quedó unos metros atrás, observando la escena con una extraña mezcla de alivio y emoción. Era la primera vez en mucho tiempo que no era él quien hacía el gol, pero de algún modo, eso no importaba. Su pase había sido clave, y gracias a eso, el equipo comenzaba a recuperarse.

Con el ánimo renovado, el equipo de Nicolás jugaba con más fluidez. El público empezó a animar más fuerte, y la confianza en cada jugador crecía con cada minuto. Nicolás empezó a distribuir el juego, dejando de lado su afán de protagonismo y confiando más en sus compañeros. Se dio cuenta de que Daniel, el portero, no solo había hecho grandes paradas, sino que también sabía cuándo salir y cuándo quedarse bajo los palos, una habilidad que antes no había valorado tanto. Notó cómo Santiago y Martín se entendían en el mediocampo, creando espacios y oportunidades para atacar.

El partido se tornaba más intenso. El Colegio Estrella, sorprendido por la nueva actitud del equipo de Nicolás, comenzó a cometer errores. En una jugada rápida, Santiago recuperó un balón en el centro del campo y lo pasó inmediatamente a Nicolás. Esta vez, en lugar de avanzar solo, Nicolás vio que uno de los defensores rivales estaba fuera de posición. Con un rápido toque, mandó un pase profundo a Diego, el delantero más joven del equipo.

Diego, sorprendido de recibir un pase en una posición tan clara para marcar, corrió hacia el área rival. Los defensores intentaban alcanzarlo, pero no podían. Con una calma que nadie esperaba de él, Diego disparó al arco y, ante la mirada atónita de todos, el balón entró en la red.

¡Otro gol! El marcador ahora estaba 3-2, y faltaban solo cinco minutos para el final.

El equipo entero celebró, pero Nicolás no pudo evitar notar algo más. Diego, el jugador más tímido del equipo, estaba sonriendo de oreja a oreja. Nicolás le dio una palmada en la espalda y sonrió también, sintiéndose más ligero que nunca.

—¡Bien hecho, Diego! —le dijo Nicolás, y Diego, emocionado, respondió:

—Gracias, Nico. No habría podido hacerlo sin tu pase.

En ese momento, Nicolás comprendió algo que el fútbol y su equipo le habían enseñado: su talento no lo definía solo como jugador, sino como compañero. Había ganado respeto no solo por ser un buen jugador, sino por aprender a compartir el juego y confiar en los demás.

Faltaban pocos minutos para el final, y aunque el partido seguía en contra, Nicolás sabía que, pase lo que pase, habían dado un gran paso adelante, no solo como equipo, sino como personas.

Con el marcador 3-2 y solo unos minutos restantes en el partido, el ambiente en la cancha estaba más tenso que nunca. El equipo de Nicolás estaba más unido que al principio, y la remontada había dado nuevas esperanzas a todos, tanto a los jugadores como a los espectadores que gritaban y animaban desde las gradas.

El Colegio Estrella, que hasta entonces había dominado el encuentro, parecía sorprendido por la nueva energía del equipo de Nicolás. Sus jugadores estaban más nerviosos, cometiendo errores que no se veían en la primera mitad del partido. Pero, aunque quedaba poco tiempo, sabían que aún tenían la ventaja y solo debían mantener el control.

Nicolás, ahora más enfocado que nunca en ayudar a su equipo, corrió hacia Santiago, quien había recibido un fuerte golpe en la pierna tras una falta del equipo rival. En lugar de seguir presionando para pedir el balón, Nicolás se acercó a su compañero, lo ayudó a levantarse y le preguntó:

—¿Estás bien? Si necesitas descansar un poco, puedo cubrir tu posición.

Santiago, cojeando un poco, sonrió. —Estoy bien. Vamos a terminar esto juntos.

Nicolás asintió, sintiéndose orgulloso de lo lejos que había llegado el equipo en tan poco tiempo. Recordó las palabras del entrenador Jorge, y por primera vez en mucho tiempo, sintió que no tenía que ser el héroe. Si quería ganar, debía confiar en sus amigos, en quienes siempre habían estado allí con él, aunque antes no los hubiera valorado tanto.

El árbitro reanudó el partido y el balón se puso en movimiento. El tiempo era su enemigo, pero el equipo de Nicolás no se desanimaba. Sabían que, a pesar de todo, habían logrado algo increíble: trabajar en conjunto. Nicolás, al ver cómo sus compañeros se esforzaban al máximo, decidió poner todas sus energías en hacer lo mismo.

En una jugada rápida, Martín logró interceptar un pase del equipo rival. Con velocidad, pasó el balón a Diego, que avanzaba por el centro del campo. Diego estaba nervioso, pero esta vez, a diferencia de otros partidos, no estaba solo. Tenía a Nicolás y a Santiago a los costados, listos para apoyarlo.

Nicolás corrió hacia el área rival, pero en lugar de pedir el balón como lo habría hecho antes, observó a Diego y le dio una señal sutil. En un movimiento que parecía ensayado, Diego amagó con disparar al arco, pero en el último segundo, pasó la pelota a Nicolás, quien estaba en mejor posición.

Nicolás sintió la presión de los defensores acercándose, pero también notó algo que no solía percibir: la confianza de sus compañeros en él. Ya no se trataba de demostrar que era el mejor, sino de compartir ese momento con ellos. Con un suave toque, Nicolás disparó al arco.

El balón voló en el aire, y durante esos segundos eternos, todos los ojos estaban puestos en él. El portero del Colegio Estrella se lanzó para intentar detener el disparo, pero el balón, preciso y bien colocado, pasó rozando sus guantes y se metió en el fondo de la red.

¡Gol! El empate 3-3 llegó en el último minuto del partido.

El campo se llenó de gritos de alegría. Los compañeros de Nicolás corrieron hacia él, abrazándolo y celebrando juntos el esfuerzo que habían hecho como equipo. Esta vez, Nicolás no se sentía el héroe del día, sino parte de algo más grande: un equipo unido.

—¡Lo logramos! —gritó Daniel, el portero, mientras abrazaba a Nicolás—. ¡No puedo creerlo!

Nicolás sonrió, aunque había sido él quien anotó el gol, entendía que no lo habría conseguido sin el apoyo de todos los demás. Cada pase, cada esfuerzo de sus compañeros había sido crucial para llegar a ese momento. Y por primera vez, se sintió realmente parte de un equipo.

El árbitro hizo sonar el silbato que indicaba el final del partido. Habían empatado, pero para el equipo de Nicolás, esa igualdad en el marcador era más significativa que cualquier victoria. Habían aprendido una lección mucho más importante: el valor de la humildad, la colaboración y la confianza en los demás.

El entrenador Jorge se acercó al grupo, con una sonrisa de orgullo. —Muchachos, eso es de lo que estoy hablando. Hoy no ganamos el trofeo, pero hemos ganado algo mucho más importante. Han aprendido a ser un equipo de verdad. Y eso, muchachos, es lo que realmente importa.

Nicolás se quedó en silencio un momento, reflexionando sobre las palabras del entrenador. Se dio cuenta de que, durante todo ese tiempo, había estado tan concentrado en ser el mejor que había olvidado lo importante que era su equipo. Aprendió que no siempre se trata de brillar más, sino de iluminar juntos el camino.

Después del partido, mientras el equipo se preparaba para irse, Diego, el joven delantero, se acercó a Nicolás.

—Nico, gracias por confiar en mí hoy —dijo Diego, aún algo tímido, pero con una sonrisa sincera—. Nunca pensé que me pasarías el balón en ese momento.

Nicolás le dio una palmada en la espalda y respondió: —Gracias a ti, Diego. Hoy todos jugamos como un equipo. Y tú fuiste una pieza clave.

Camino al vestuario, Nicolás miró a su alrededor. Vio a Daniel, Santiago, Martín y el resto del equipo, todos riendo, hablando del partido y felicitándose mutuamente. Era un grupo de chicos que, al igual que él, habían dado lo mejor de sí no por individualidades, sino por el colectivo.

Esa noche, al llegar a casa, Nicolás se sentó en su cama y repasó mentalmente todo lo que había sucedido. La victoria personal que tanto anhelaba había pasado a un segundo plano, y una nueva sensación de satisfacción lo invadía. Sabía que, en futuros partidos, aún podría brillar como jugador, pero que lo más importante sería recordar que no podía hacerlo solo.

A la mañana siguiente, Nicolás se encontró con los chicos más pequeños jugando en el patio del colegio. Esta vez, en lugar de señalar sus errores, se acercó a ellos con una sonrisa.

—¿Puedo unirme a su equipo? —preguntó.

Los niños lo miraron con sorpresa y emoción. —¡Claro que sí, Nicolás! —gritaron al unísono.

Y así, ese día, Nicolás volvió a la cancha, pero esta vez con una nueva actitud. No importaba si ganaba o perdía, porque ahora sabía que el verdadero valor del juego estaba en lo que compartía con los demás.

moraleja La humildad abre más puertas que el orgullo.

Y colorín colorín, este cuento llegó a su fin. bueno mis amables oyentes. ¡NOS VEMOS MAÑANA! CON UN NUEVO CUENTO CON MORALEJA.

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