Era una hermosa mañana de primavera en la ciudad, y el sol brillaba radiante en el cielo azul. Lucrecia, una niña de diez años, estaba sentada en la mesa del desayuno, disfrutando de su tostada con mermelada y un vaso de jugo de naranja. Su madre, la señora Gómez, estaba organizando algunas cajas en la cocina, listas para llevar a un orfanato cercano. Habían estado recopilando donaciones de ropa, juguetes y algunos libros que ya no usaban.
—¡Mamá! —exclamó Lucrecia, mirando curiosa hacia la cocina—. ¿Podemos llevar algo más? Tengo un par de muñecas que ya no juego con ellas. Puedo llevarlas también.
La señora Gómez sonrió, tocando suavemente el hombro de su hija.
—Claro, Lucrecia. Cuanto más compartamos, más felices haremos a esos niños. ¡Tu generosidad siempre me sorprende!
Lucrecia se sintió llena de alegría al pensar en los niños del orfanato. Había escuchado muchas historias sobre ellos, y siempre le había gustado la idea de poder hacer algo por quienes no tenían el mismo tipo de hogar que ella. Se levantó de la mesa, corrió hacia su habitación y empezó a buscar en su estante.
Al encontrar sus muñecas favoritas, Lucrecia se sintió un poco triste al separarse de ellas, pero rápidamente se recordó a sí misma que compartir era lo correcto. Las muñecas habían traído mucha alegría a su vida, y ahora podían hacer lo mismo por otros niños. Las colocó cuidadosamente en una caja junto a otros juguetes y se dirigió de regreso a la cocina.
—Mira, mamá. Traje mis muñecas —dijo, con una sonrisa brillante en su rostro.
La señora Gómez miró la caja y se sintió orgullosa de su hija.
—Eso es maravilloso, Lucrecia. Estoy segura de que les encantarán.
Después de terminar de empacar, madre e hija se subieron al auto y se dirigieron al orfanato. Durante el camino, Lucrecia no podía dejar de pensar en los niños que conocería. Se imaginaba cómo serían sus rostros al ver todos los juguetes y ropa que estaban llevando.
Al llegar al orfanato, se encontraron con un edificio acogedor, pintado de colores cálidos, que irradiaba amor y alegría. La señora Gómez y Lucrecia fueron recibidas por la directora del orfanato, doña Clara, una mujer amable de cabello canoso y ojos brillantes que siempre sonreía.
—¡Hola! Bienvenidas, Lucrecia y señora Gómez. ¡Qué placer verlas! —exclamó doña Clara mientras las guiaba hacia el salón principal, donde había un grupo de niños jugando.
Lucrecia se sintió emocionada al ver a tantos niños de diferentes edades. Algunos estaban en el suelo jugando con bloques de madera, mientras otros pintaban en una mesa cercana. Sin embargo, también notó que algunos niños parecían más reservados que otros. Se acercó a un grupo de pequeños que estaban sentados en el suelo, construyendo una torre de bloques.
—¡Hola! —dijo Lucrecia, sonriendo—. Soy Lucrecia. ¿Puedo jugar con ustedes?
Los niños la miraron con sorpresa, pero pronto sonrieron y asintieron.
—¡Claro! Soy Miguel —dijo uno de ellos—. Estamos construyendo la torre más alta.
Lucrecia se unió a ellos, ayudando a apilar los bloques. Mientras jugaban, notó que uno de los niños, un pequeño llamado Tomás, se apartaba un poco, observando desde lejos. Tenía una expresión de tristeza en su rostro.
—¿Por qué no te unes a nosotros? —le preguntó Lucrecia, al notar su mirada distante.
Tomás bajó la cabeza, un poco tímido.
—No tengo bloques para jugar —respondió con un hilo de voz.
Lucrecia se sintió conmovida. Recordó la caja que había traído con ella y decidió actuar.
—No te preocupes, Tomás. Yo tengo algunos bloques que puedo compartir. ¡Ven aquí!
Lucrecia corrió hacia su madre, que estaba conversando con doña Clara, y le pidió que la ayudara a buscar su caja de donaciones. Cuando la encontró, la abrió y sacó algunos bloques de colores brillantes.
—¡Mira, Tomás! ¡Estos son para ti! —dijo, ofreciéndole los bloques.
Los ojos de Tomás se iluminaron, y una gran sonrisa apareció en su rostro.
—¿De verdad? ¿Puedo quedármelos? —preguntó con incredulidad.
—Sí, claro. Comparto lo que tengo, no lo que me sobra —respondió Lucrecia, recordando las palabras de su madre.
Mientras tanto, la señora Gómez observaba con orgullo cómo su hija compartía su felicidad con otros. Se acercó a Lucrecia y le acarició el cabello.
—Estoy muy orgullosa de ti, Lucrecia. Estás haciendo una gran diferencia en la vida de Tomás.
Lucrecia sonrió, feliz de haber tomado la decisión de compartir. Mientras los niños jugaban juntos, se sintió cada vez más conectada a ellos. A medida que avanzaba la tarde, la energía en el salón se llenó de risas y alegría. Se formaron nuevos lazos de amistad entre Lucrecia y los niños del orfanato.
La directora doña Clara, viendo lo que sucedía, decidió aprovechar la ocasión.
—¿Qué les parece si organizamos un pequeño picnic en el jardín? —propuso—. Así podemos disfrutar del sol y compartir más cosas juntos.
Los niños gritaron de alegría, y Lucrecia se sintió emocionada ante la idea. Mientras ayudaban a preparar el picnic, pensó en todo lo que había aprendido ese día sobre la importancia de compartir, no solo cosas materiales, sino también amor, tiempo y risas.
A medida que el día avanzaba, Lucrecia se dio cuenta de que había mucho más en la vida que tener cosas. Compartir su tiempo y su alegría era lo que realmente importaba. Sin duda, ese día se convirtió en una experiencia inolvidable para todos.
Mientras se preparaban para el picnic, Lucrecia sonrió al darse cuenta de que había encontrado un nuevo propósito: no solo ayudar a los niños del orfanato, sino también aprender y crecer con ellos. Y así, mientras el sol se ponía en el horizonte, iluminando todo con una luz dorada, la pequeña Lucrecia sabía que ese día sería solo el comienzo de una hermosa amistad.
El aire fresco de la tarde envolvía a Lucrecia y a los niños del orfanato mientras se dirigían al jardín, lleno de flores de colores y árboles frondosos. Doña Clara había preparado un hermoso picnic: manteles a cuadros, canastas de comida y, por supuesto, muchos juegos para disfrutar al aire libre. Lucrecia se sentía emocionada, y los niños parecían igualmente alegres, corriendo y riendo mientras se acomodaban en el césped.
—Vamos a hacer una gran ronda de juegos —anunció doña Clara, sonriendo mientras organizaba a los niños—. Pero primero, ¡a comer!
Lucrecia se sentó en el césped junto a Miguel y Tomás. Al abrir las canastas, la niña vio sándwiches, frutas frescas y galletas recién horneadas. Todos empezaron a servir los alimentos en sus platos, compartiendo risas y anécdotas mientras degustaban cada bocado.
—¡Mira esto! —dijo Miguel, sosteniendo un sándwich con forma de estrella—. ¡Es el mejor sándwich del mundo!
Lucrecia se rió y comenzó a contarles sobre un día que había tenido en el parque, donde ella y sus amigos jugaron al escondite durante horas. Mientras hablaba, notó que Tomás estaba más callado de lo habitual, mirando su sándwich sin mucha atención.
—¿Te gusta el sándwich? —le preguntó Lucrecia, con curiosidad.
Tomás levantó la vista, sorprendido por la atención de Lucrecia.
—Sí, es delicioso… pero —dijo con un susurro—, no sé si debería comer tanto. A veces pienso que no merezco disfrutar tanto.
Las palabras de Tomás cayeron como un peso en el aire. Lucrecia sintió un nudo en la garganta. Recordó cómo, en ocasiones, también se había sentido así, como si no tuviera derecho a disfrutar de las cosas buenas de la vida.
—¿Por qué piensas eso? —preguntó con amabilidad—. Todos tenemos derecho a disfrutar. ¡Y hoy estamos compartiendo juntos!
Tomás sonrió débilmente, pero su mirada seguía nublada de duda. Lucrecia decidió hacer algo al respecto.
—¿Qué te parece si hacemos un brindis? —sugirió con entusiasmo—. Cada uno dirá algo que le gusta. Así recordaremos que todos merecemos ser felices.
Miguel, que había estado escuchando, aplaudió la idea.
—¡Sí! ¡Hagámoslo! —gritó—. Yo empiezo: me gusta jugar a los bloques porque puedo construir lo que quiera.
Los demás niños comenzaron a compartir sus gustos. Una niña llamada Clara dijo que le encantaba pintar, mientras que otro niño, Pedro, expresó su amor por las historias de aventuras. Cuando llegó el turno de Tomás, miró a todos con una mezcla de nervios y emoción.
—Me gusta… me gusta correr —dijo, un poco titubeante—. Pero a veces no me siento bien haciéndolo porque… porque creo que no soy tan rápido como los demás.
La sinceridad de Tomás resonó entre los niños. Lucrecia sintió que debía hacer algo más.
—¡No importa si no eres el más rápido! —exclamó, con determinación—. Lo importante es que te diviertas. Y si quieres, ¡podemos correr juntos y ver quién llega primero!
Tomás lo pensó un momento, luego asintió con una pequeña sonrisa. Lucrecia sintió que algo había cambiado en él, como si una sombra se hubiera levantado.
Después de comer, doña Clara propuso algunos juegos. Al principio, los niños se dividieron en equipos para jugar al juego de la cuerda. Miguel, Lucrecia, Tomás y Clara formaron un equipo, mientras que otros niños formaron otro. El sol brillaba y todos estaban ansiosos por comenzar.
—¡A la una, a las dos y a las tres! —gritó doña Clara, mientras ambos equipos tiraban de la cuerda con todas sus fuerzas. Las risas llenaban el aire y, aunque el juego era competitivo, la atmósfera era de diversión y alegría.
La primera ronda terminó en empate, y todos se sentaron a descansar. Mientras los niños tomaban agua, Lucrecia se acercó a Tomás.
—¿Ves? ¡Tú también eres fuerte! —le dijo—. ¡Lo hiciste genial!
Tomás sonrió, sintiéndose un poco más seguro de sí mismo. En ese momento, Lucrecia sintió que había logrado algo importante: había hecho que Tomás sintiera que tenía un lugar en el grupo, que podía disfrutar como todos los demás.
A continuación, doña Clara propuso un juego de relevos, y todos los niños estaban emocionados. Lucrecia, Miguel y Tomás formaron un equipo nuevamente. Se tomaron de la mano y se animaron unos a otros. El juego comenzó, y la energía era contagiosa.
Mientras corrían, Lucrecia miró a Tomás y le dijo:
—¡Tú puedes, solo diviértete!
Tomás empezó a reír y a correr más rápido, disfrutando de cada momento. Cuando llegó su turno, no solo corrió con todas sus fuerzas, sino que también sintió que estaba disfrutando del momento. La risa y el aliento de sus compañeros de equipo lo empujaron a dar lo mejor de sí. Al final del juego, aunque no ganaron, todos se abrazaron y celebraron lo que habían logrado juntos.
—Lo hiciste increíble, Tomás —dijo Miguel, dándole una palmadita en la espalda.
El niño, lleno de felicidad, respondió:
—¡Gracias! Nunca pensé que me divertiría tanto.
La tarde continuó con más juegos, risas y algunas historias. Al llegar el momento de despedirse, Lucrecia sintió una mezcla de tristeza y alegría. Había hecho nuevos amigos y, más importante aún, había visto cómo el compartir no solo había brindado alegría a los demás, sino que también había cambiado la perspectiva de Tomás.
—Gracias, Lucrecia, por compartir tus juguetes y tu tiempo —dijo Tomás, con sinceridad—. Me has hecho sentir que pertenezco.
Lucrecia sonrió con fuerza y le respondió:
—Y gracias a ti, Tomás, por enseñarme lo importante que es disfrutar de cada momento.
Con eso, Lucrecia y su madre se despidieron de doña Clara y los niños, llevando consigo no solo una bolsa llena de recuerdos, sino también un corazón lleno de satisfacción. Mientras regresaban a casa, Lucrecia pensaba en lo que había aprendido ese día: que compartir lo que se tiene, incluso si es solo una sonrisa, puede hacer una gran diferencia en la vida de alguien.
—¿Mamá? —preguntó Lucrecia mientras miraba por la ventana—. ¿Podemos volver a visitar el orfanato? Quiero ver a mis nuevos amigos otra vez.
La señora Gómez, sonriendo, respondió:
—Por supuesto, cariño. Compartir felicidad siempre vale la pena.
Con esa promesa en el aire, Lucrecia sonrió, sabiendo que había más aventuras por venir, y que a través de la amistad y la generosidad, siempre podría hacer sonreír a los demás.
El regreso a casa fue alegre y lleno de conversación. Lucrecia, todavía emocionada por el día que había pasado en el orfanato, no dejaba de hablar sobre sus nuevos amigos. Contó a su madre sobre las risas, los juegos y cómo Tomás había superado su miedo.
—¿Sabes, mamá? —dijo Lucrecia, mirando por la ventana—. Creo que todos tenemos algo bueno dentro de nosotros, solo que a veces no lo vemos. Pero cuando compartimos, podemos ayudar a otros a descubrirlo.
Su madre asintió con una sonrisa, impresionada por la sabiduría de su hija.
—Tienes toda la razón, Lucrecia. A veces, lo que damos a los demás vuelve a nosotros multiplicado. Cada sonrisa que compartimos puede iluminar el día de alguien.
Al llegar a casa, Lucrecia sintió que quería hacer algo especial. Recordó las galletas que había horneado con su madre la semana pasada, y de inmediato tuvo una idea.
—Mamá, ¿podemos hacer algunas galletas y llevarlas al orfanato? —preguntó entusiasmada—. Quiero compartir algo delicioso con mis amigos.
—¡Me parece una excelente idea! —respondió su madre—. Además, es una forma de recordar lo feliz que nos hace ayudar a los demás.
Así que se pusieron manos a la obra. Juntas, comenzaron a mezclar los ingredientes: harina, azúcar, chocolate y un toque de amor. La cocina pronto se llenó de un aroma dulce y cálido, y Lucrecia no podía contener su emoción al imaginar las sonrisas en los rostros de los niños cuando probaran las galletas.
Cuando terminaron, empacaron las galletas en una caja decorativa y la llevaron al orfanato. Al llegar, doña Clara los recibió con una cálida sonrisa.
—¡Qué sorpresa, Lucrecia! —exclamó—. Los niños estarán encantados de verte otra vez.
Lucrecia se sintió feliz al ver a sus amigos. Tomás, Miguel y Clara corrieron hacia ella, sus rostros iluminados por la alegría.
—¡Lucrecia! —gritó Tomás—. ¡Nosotros estábamos pensando en ti!
—¡Y en las galletas! —añadió Miguel, riendo.
Lucrecia sonrió y sacó la caja de galletas, mientras los niños rodeaban a su alrededor.
—Hicimos estas galletas especialmente para ustedes —dijo, emocionada—. Espero que les gusten.
Los niños comenzaron a abrir la caja y a sacar las galletas, sus ojos brillando de felicidad. Tomás tomó una y la sostuvo en sus manos como si fuera un tesoro.
—¡Gracias, Lucrecia! —dijo, un brillo de gratitud en su mirada—. Eres muy amable.
Mientras todos disfrutaban de las galletas, Lucrecia se dio cuenta de que el compartir no solo traía felicidad a los demás, sino que también la llenaba a ella de alegría. Las risas y los comentarios felices de los niños llenaban el aire, y en ese momento, Lucrecia sintió que había encontrado algo valioso: el verdadero significado de la generosidad.
Doña Clara se acercó y les propuso organizar una pequeña tarde de juegos, algo que a todos les emocionó.
—Hoy será un día especial —anunció—. Lucrecia trajo las galletas, y también podemos hacer un concurso de juegos. ¡Los equipos serán mezclados para que todos puedan jugar juntos!
Los niños aplaudieron con entusiasmo y comenzaron a formar equipos. Lucrecia se sintió feliz al ver que todos estaban tan emocionados por estar juntos. Las risas y la energía positiva llenaron el orfanato.
Durante el concurso, los equipos compitieron en una serie de juegos divertidos, desde carreras de sacos hasta adivinanzas. Cada niño mostraba su talento y, lo más importante, disfrutaban de la compañía mutua. Lucrecia se dio cuenta de que el día que había compartido en el orfanato había creado un lazo especial entre todos ellos, y que cada vez que ayudaba a alguien, ese lazo se hacía más fuerte.
Al final de la tarde, los niños se sentaron cansados pero felices, comiendo las últimas galletas. Lucrecia miró a su alrededor y sintió una profunda satisfacción. Había aprendido que el verdadero valor de compartir va más allá de las cosas materiales; se trataba de dar alegría, amor y apoyo a los demás.
—¿Podemos hacer esto de nuevo? —preguntó Tomás, con un brillo de esperanza en sus ojos.
—¡Claro que sí! —respondió Lucrecia, sintiéndose inspirada—. La próxima vez, quizás podamos hacer una fiesta de juegos y galletas.
Los demás niños comenzaron a hablar sobre ideas y juegos que podrían incluir, llenando la habitación de entusiasmo y risas. Doña Clara, observando la alegría que se había creado, sonrió satisfecha.
—Estoy muy orgullosa de ustedes, niños. Cada uno de ustedes ha traído luz y felicidad hoy. Recuerden, cada vez que comparten, no solo dan, sino que también reciben amor a cambio.
Lucrecia, mirando a sus amigos, comprendió que ese amor era el verdadero regalo. No importaba cuántas galletas o juegos tuvieran; lo que realmente contaba era el tiempo compartido y las risas que llenaban sus corazones.
Al salir del orfanato, Lucrecia miró a su madre y dijo:
—Hoy fue el mejor día. Creo que el compartir lo que tenemos hace que seamos más felices.
Su madre, con una sonrisa llena de amor, le respondió:
—Así es, hija. Nunca olvides que un simple gesto de amabilidad puede cambiar el día de alguien. Siempre habrá espacio en el corazón para compartir la felicidad.
Y así, mientras caminaban juntas hacia casa, Lucrecia sabía que había descubierto una verdad importante: en la vida, compartir no solo lo que tenemos, sino también lo que somos, es lo que realmente multiplica las sonrisas.
Ese día, Lucrecia se fue a la cama con el corazón lleno de gratitud, sabiendo que cada pequeño acto de bondad cuenta, y que siempre habrá una oportunidad para hacer sonreír a alguien más.
moraleja Comparte lo que tienes, no lo que te sobra.
Y colorín colorín, este cuento llegó a su fin. bueno mis amables oyentes. ¡NOS VEMOS MAÑANA! CON UN NUEVO CUENTO CON MORALEJA.
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