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En un pequeño pueblo, famoso por sus competencias deportivas entre las escuelas locales, se acercaba uno de los eventos más esperados del año: la gran final del torneo de fútbol juvenil. Las gradas del estadio siempre se llenaban con familiares, amigos y compañeros de los jóvenes jugadores, esperando ver el equipo local levantar el trofeo. Este año, el equipo de la Escuela San Martín, donde estudiaba Matías, estaba entre los favoritos para ganar.

Matías era el capitán del equipo. Desde que tenía memoria, el fútbol había sido su pasión. Soñaba con ser un jugador profesional y había entrenado con esfuerzo desde muy pequeño. Los profesores lo admiraban por su habilidad con el balón, su velocidad y su visión en el campo. Aunque Matías disfrutaba jugar, su deseo de ganar era tan fuerte que a veces olvidaba lo más importante: el trabajo en equipo y disfrutar el proceso. Para él, solo la victoria importaba.

A pocos días del partido final, todo parecía ir sobre ruedas. El entrenador, el señor González, había trabajado arduamente con los chicos, preparando tácticas y estrategias que les aseguraran la victoria. Había motivado a cada uno, recordándoles que el fútbol no era solo ganar, sino aprender y crecer juntos. Sin embargo, Matías no estaba del todo de acuerdo. Para él, perder no era una opción.

En las prácticas previas al partido, el nerviosismo empezaba a notarse entre los jugadores. Tomás, el portero del equipo, era un chico de carácter tranquilo, pero aquel día cometió algunos errores que no pasaron desapercibidos para Matías.

—¡Tienes que estar más atento! —le gritó Matías después de que Tomás dejó pasar un gol fácil en el entrenamiento—. Si juegas así en la final, perderemos por tu culpa.

Tomás, con la mirada al suelo, intentó disculparse, pero no tuvo tiempo. Matías ya se había dado la vuelta y se alejaba, frustrado. El ambiente en el equipo comenzaba a tensarse, y algunos de los chicos empezaron a notar que la presión de Matías estaba afectando la moral de todos.

Al día siguiente, la escuela San Martín enfrentaría al equipo de la Escuela Independencia, conocido por su defensa impenetrable. Los jugadores de San Martín, aunque talentosos, sentían el peso de las expectativas sobre sus hombros. Matías se sentía especialmente cargado. Sabía que todos contaban con él para liderar al equipo hacia la victoria, pero, al mismo tiempo, no podía dejar de pensar en lo que ocurriría si no ganaban. La derrota no estaba en sus planes, y la idea de fallar le robaba el sueño.

La mañana del partido llegó, y el estadio estaba repleto. Los cánticos de los estudiantes y los aplausos de los padres resonaban por todo el lugar. Matías intentaba concentrarse mientras su equipo se reunía para escuchar las últimas indicaciones del entrenador González.

—Escuchen —dijo el entrenador con voz firme pero serena—, hoy es un día importante, pero no es el único día. Lo que quiero que recuerden es que este es solo un partido más. Lo importante no es si ganamos o perdemos, sino lo que aprendemos juntos. Jueguen como equipo, apóyense entre ustedes y, sobre todo, disfruten cada minuto en el campo.

Matías escuchó las palabras del entrenador, pero en el fondo no podía dejarlas calar completamente. Su mente estaba fija en la victoria. Cuando el silbato sonó, la adrenalina llenó el aire.

El primer tiempo fue una batalla intensa. San Martín luchaba con todo lo que tenía, pero la defensa de la Escuela Independencia se mantenía firme. A pesar de los esfuerzos de Matías y sus compañeros, el marcador se mantenía 0-0. Matías comenzaba a frustrarse cada vez más, fallando oportunidades que normalmente habría convertido en goles con facilidad. Entre el estrés y el calor del día, comenzó a notar que sus compañeros también se sentían tensos.

—¡Vamos, equipo! —gritaba Matías, aunque su tono sonaba más exigente que motivador—. ¡Tenemos que ganar este partido!

Tomás, el portero, estaba bajo una gran presión. Cada vez que el balón se acercaba a su área, sentía que todos los ojos estaban sobre él, especialmente los de Matías. Y entonces, sucedió lo que todos temían: un error. En un contraataque rápido, el delantero del equipo contrario lanzó un tiro que Tomás podría haber detenido fácilmente, pero sus manos temblorosas fallaron, y el balón terminó en la red.

El marcador se inclinó a favor de la Escuela Independencia. Matías, furioso, gritó:

—¡Te lo dije, Tomás! ¡Nos acabas de costar el partido!

Tomás, devastado, apenas pudo levantar la mirada. Los demás jugadores también comenzaron a desanimarse. El segundo tiempo continuó, pero la confianza del equipo San Martín estaba por los suelos. Cada pase fallido, cada jugada perdida, parecía empeorar la situación.

El final del partido llegó rápidamente. El equipo de la Escuela Independencia celebraba su victoria, mientras que Matías y sus compañeros se sentaban en el césped, abatidos. Matías, con la cabeza entre las manos, no podía creer lo que había sucedido. Para él, todo había salido mal, y no podía dejar de culpar a Tomás por el gol. Pero, en medio de su frustración, el entrenador González se acercó y se arrodilló frente a él.

—Matías, a veces, perder te enseña más que ganar —dijo el entrenador en voz baja, pero firme.

El inicio de este cuento plantea la presión por ganar que Matías siente y su incapacidad para ver más allá de la victoria.

El estadio había comenzado a vaciarse, y mientras el equipo contrario celebraba su victoria, el ambiente en el vestuario de la Escuela San Martín era sombrío. Los jugadores se cambiaban en silencio, sin intercambiar muchas palabras. El eco de la derrota resonaba en la mente de cada uno, pero especialmente en la de Matías. Su rabia no había disminuido, y el comentario del entrenador González, “A veces, perder te enseña más que ganar”, no le hacía sentido en absoluto.

Matías se sentía atrapado entre la frustración de haber perdido y la culpa que colocaba sobre Tomás. Mientras sus compañeros se marchaban, Tomás se quedó un poco más en el vestuario, su rostro reflejaba tristeza y vergüenza. Matías lo miraba de reojo, aún sin poder perdonarle ese error.

—Lo siento mucho, Matías —murmuró Tomás, con la voz temblorosa—. Sé que fallé, no era mi intención.

Matías suspiró con fuerza y se levantó de su asiento, girándose para enfrentar a Tomás.

—¡No fue un pequeño error, Tomás! —le espetó—. ¡Ese gol nos costó el campeonato! Todos habíamos trabajado muy duro para esto, y tú lo echaste a perder.

Tomás, visiblemente herido por las palabras de Matías, agachó la cabeza y salió del vestuario sin decir nada más. El silencio que dejó a su paso fue incómodo, y aunque Matías seguía enfadado, una parte de él sabía que tal vez había sido demasiado duro. Sin embargo, no estaba listo para admitirlo.

Los días posteriores al partido no fueron fáciles para el equipo. En la escuela, los chicos se sentían desmotivados y evitaban hablar del partido. Las bromas de otros estudiantes no ayudaban a mejorar el ánimo. En los pasillos, Matías escuchaba comentarios como “San Martín no es tan bueno como pensaban” o “¿Qué pasó, Matías? Creíamos que ibas a ganar”. El orgullo herido de Matías lo consumía por dentro, pero lo que más le dolía era ver cómo Tomás había cambiado desde ese día.

Tomás, normalmente un chico alegre y sociable, se había vuelto más reservado. En los recreos, solía sentarse solo, evitando el contacto con el resto del equipo. La culpa lo seguía como una sombra. Y aunque Matías lo notaba, su orgullo le impedía acercarse a hablar con él. En lugar de eso, trataba de concentrarse en sus propias preocupaciones.

Unos días después, el entrenador González convocó a una reunión del equipo. Matías pensaba que sería para planear futuros entrenamientos o hablar sobre lo que había salido mal en el partido, pero el entrenador parecía tener otra idea en mente.

—Chicos —comenzó el entrenador—, quiero que reflexionen sobre lo que pasó en la final. Sé que muchos de ustedes están decepcionados, pero hay algo más importante que la victoria o la derrota, y es cómo enfrentamos las dificultades. Perder es parte del proceso, y lo que define a un verdadero equipo no es solo ganar, sino cómo nos levantamos después de caer.

Matías escuchaba con atención, pero seguía pensando que la derrota había sido un fracaso personal. Para él, la culpa seguía estando en ese error de Tomás.

—Hoy vamos a hacer algo diferente —continuó el entrenador—. Quiero que cada uno de ustedes hable sobre lo que aprendió del partido. No quiero escuchar reproches, solo aprendizajes.

Uno a uno, los jugadores comenzaron a hablar. Algunos mencionaron cómo se sintieron al perder y cómo las expectativas los habían hecho perder de vista el verdadero propósito de jugar juntos. Otros hablaron sobre la importancia del apoyo mutuo y de cómo, aunque habían perdido, la experiencia había sido una lección valiosa. Cuando llegó el turno de Tomás, el silencio en la sala se hizo más palpable.

Tomás, con la cabeza baja, tomó un profundo respiro antes de hablar.

—Yo sé que fallé —dijo con voz baja—, y eso me ha pesado mucho. Quería hacerlo bien por todos ustedes, pero al final, cometí un error. Desde ese día, me he sentido como si los hubiera decepcionado, y no sé cómo arreglarlo.

El entrenador miró a Tomás con comprensión y luego giró su mirada hacia Matías, quien notaba la tensión en el aire. Sabía que todos esperaban que él dijera algo. Su corazón latía rápidamente, y aunque había una parte de él que quería continuar culpando a Tomás, otra parte más profunda comenzaba a entender lo que el entrenador había querido decir sobre el verdadero valor de perder.

Matías se aclaró la garganta antes de hablar.

—Tomás… —comenzó, con la voz algo entrecortada—. Yo también estaba muy enfadado por lo que pasó. Sentí que ese gol era la razón por la que perdimos, y te lo reproché, pero ahora… —Matías hizo una pausa—, ahora veo que eso no fue justo. No fue solo un error tuyo.

Todos cometimos errores en ese partido, incluso yo. Estaba tan concentrado en ganar que olvidé lo importante que era jugar juntos como equipo.

El silencio en la sala se rompió con un leve murmullo de asentimiento. El entrenador González sonrió ligeramente, satisfecho de ver que las palabras de Matías estaban comenzando a sanar las heridas del equipo.

—Eso es lo que quiero que entiendan —intervino el entrenador—. Perder no significa que fracasamos, significa que tenemos una oportunidad de aprender. Y Matías tiene razón: no fue solo un error lo que decidió el partido. Fue una combinación de cosas, y lo más importante es que aprendamos de ellas para ser mejores la próxima vez.

Aquel momento fue un punto de inflexión para Matías y para todo el equipo. Entendieron que el fútbol, como en la vida, no se trataba solo de ganar o perder, sino de aprender a levantarse después de cada caída y seguir adelante juntos.

Después de aquella reunión con el entrenador, algo cambió en Matías. Empezó a ver las cosas de manera diferente. No solo en el fútbol, sino también en su vida diaria. Había pasado días pensando en lo que había dicho frente a sus compañeros, y se dio cuenta de que, en el fondo, las palabras del entrenador González sobre perder eran más sabias de lo que había imaginado.

El día después de la reunión, Matías decidió hablar con Tomás. Quería asegurarse de que su compañero supiera que, aunque había habido momentos difíciles, lo más importante era el apoyo entre ellos. Así que, justo antes de que comenzaran las clases, Matías se acercó al campo de fútbol, donde Tomás solía llegar temprano a entrenar. Lo encontró allí, practicando solo, con la mirada fija en el balón.

—Tomás —llamó Matías, caminando hacia él.

Tomás se detuvo, mirando a Matías con un gesto de sorpresa.

—¿Qué haces aquí tan temprano? —preguntó Tomás, claramente confundido por la presencia de su capitán a esas horas.

—Vine a hablar contigo —respondió Matías, con un tono mucho más calmado que la última vez que habían hablado—. Quiero disculparme.

El rostro de Tomás se llenó de confusión.

—¿Disculparte? —preguntó, extrañado.

—Sí —respondió Matías—. He estado pensando mucho en lo que pasó en el partido, y en cómo te traté después. No fue justo culparte por la derrota. Todos cometemos errores, y la verdad es que, como equipo, deberíamos haberte apoyado más en lugar de señalarte.

Tomás lo miró, todavía incrédulo, pero también aliviado. Durante días había cargado con la culpa del gol que habían recibido, y escuchar esas palabras de Matías lo liberaba de ese peso.

—Gracias, Matías —dijo Tomás con sinceridad—. La verdad es que me sentí muy mal por lo que pasó, pero saber que no me guardas rencor ayuda mucho.

Matías sonrió y le dio una palmada en el hombro.

—Somos un equipo —dijo Matías—. Y aunque este torneo no salió como esperábamos, quiero que sepas que la próxima vez, lo haremos mejor, juntos.

A partir de ese momento, la relación entre Matías y Tomás mejoró considerablemente. Matías también empezó a cambiar su actitud hacia los demás miembros del equipo. Se dio cuenta de que un capitán no solo debía ser el mejor jugador, sino también alguien en quien sus compañeros pudieran confiar, alguien que inspirara con sus acciones, no con la presión o la exigencia desmedida.

Con el pasar de los días, el entrenador González también notó los cambios en Matías. Lo observaba entrenar con más humildad, no solo preocupado por su rendimiento individual, sino también por cómo podía ayudar a los demás a mejorar. El equipo, antes tenso y dividido por la presión de ganar, comenzó a unirse nuevamente.

Unas semanas después, el entrenador reunió al equipo para darles una noticia.

—Chicos, tengo algo emocionante que compartir con ustedes —anunció el entrenador, mientras los jugadores se reunían a su alrededor—. Nos han invitado a participar en un torneo amistoso en una ciudad vecina. Será dentro de un mes, y creo que esta es una excelente oportunidad para seguir creciendo como equipo.

Los chicos se emocionaron con la noticia. Aunque no era un torneo tan grande como el que habían perdido, sabían que esta era su oportunidad de demostrar lo que habían aprendido. Matías, en particular, vio este torneo como una oportunidad de redimirse, no solo en términos de victorias, sino también en su liderazgo.

Los entrenamientos para el nuevo torneo fueron diferentes. El ambiente era mucho más relajado, pero también más colaborativo. Matías animaba a sus compañeros cuando cometían errores, en lugar de recriminarlos. Y Tomás, que había recuperado su confianza gracias al apoyo de su equipo, empezó a mejorar notablemente en la portería. Cada sesión de práctica era una oportunidad para aprender algo nuevo, no solo sobre el fútbol, sino también sobre la importancia de la amistad y el trabajo en equipo.

El día del torneo amistoso finalmente llegó, y el equipo de la Escuela San Martín estaba listo para enfrentarse a los otros equipos. Esta vez, Matías no sentía el peso abrumador de tener que ganar a toda costa. Sabía que lo más importante era disfrutar del juego y apoyar a sus compañeros, sin importar el resultado.

El primer partido fue reñido, pero San Martín logró un empate. En otro tiempo, Matías habría estado decepcionado por no haber ganado, pero ahora veía las cosas con otros ojos. El equipo había jugado bien, y eso era lo que importaba. En el segundo partido, lograron una victoria sólida, con Tomás realizando varias atajadas impresionantes que fueron aplaudidas por todos.

El último partido del torneo sería decisivo. Si San Martín ganaba, se llevarían el trofeo. Sin embargo, Matías no dejaba que la presión lo abrumara. Cuando el partido comenzó, se centró en disfrutar del juego, en trabajar en conjunto con su equipo y en no dejar que el miedo a perder lo dominara.

El partido fue intenso, y ambos equipos dieron lo mejor de sí. A pocos minutos del final, el marcador estaba empatado. Fue entonces cuando Matías recibió un pase perfecto desde el centro del campo. Corrió hacia el área, esquivando a los defensas contrarios. Tenía la oportunidad de disparar, de anotar el gol de la victoria, pero en lugar de ello, vio a su compañero, Julián, mejor posicionado.

En un gesto que sorprendió a todos, incluido él mismo, Matías pasó el balón a Julián, quien, sin dudarlo, lo envió directo al fondo de la red. El estadio estalló en aplausos y vítores. San Martín había ganado el torneo.

Sin embargo, para Matías, el verdadero triunfo no estaba en el marcador. Estaba en el hecho de que había aprendido a confiar en su equipo, a valorar el esfuerzo conjunto sobre la gloria personal. Esa lección, mucho más que la victoria, era lo que realmente importaba.

Cuando el árbitro pitó el final del partido, Matías corrió hacia sus compañeros, pero esta vez no fue el primero en levantar el trofeo. Dejó que Tomás, quien había sido clave en su redención, lo alzara primero. Todos lo rodearon, celebrando no solo el trofeo, sino también el crecimiento que habían experimentado como equipo.

Matías entendió, finalmente, que perder en la gran final anterior le había enseñado una lección que nunca habría aprendido de otra manera: a veces, perder te enseña más que ganar. Y esa lección sería algo que llevaría consigo, no solo en el fútbol, sino en cada aspecto de su vida.

moraleja A veces, perder te enseña más que ganar.

Y colorín colorín, este cuento llegó a su fin. bueno mis amables oyentes. ¡NOS VEMOS MAÑANA! CON UN NUEVO CUENTO CON MORALEJA.

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