Que tenemos para ti

Lee GRATIS

Mario era un chico de 12 años, conocido en su vecindario por ser ingenioso, pero también por tener una enorme imaginación. Vivía con su madre, Carmen, en un pequeño apartamento en la ciudad. La vida no era fácil, pero Mario siempre encontraba la manera de hacer que las cosas parecieran más brillantes de lo que realmente eran. Su madre trabajaba largas horas como enfermera, y Mario pasaba mucho tiempo solo, lo que le daba espacio para soñar y, a veces, enfrentar problemas que parecían gigantescos en su mente.

Era una tarde de otoño cuando comenzó todo. Mario estaba regresando de la escuela, con su mochila al hombro y la cabeza llena de pensamientos. Ese día, el profesor había hablado sobre los desafíos de la vida y cómo enfrentarlos con valentía, pero Mario no podía imaginar lo que estaba por venir.

Al llegar al edificio de su apartamento, se dio cuenta de que algo estaba mal. Frente a la puerta, una máquina enorme, parecida a un robot gigante de metal, bloqueaba la entrada. No era realmente un robot, sino una grúa enorme que se utilizaba para demoler edificios. Mario miró a su alrededor y notó que varias personas estaban reunidas en pequeños grupos, hablando en voz baja.

—¿Qué está pasando? —le preguntó Mario a su vecino, el señor Héctor, un hombre mayor que siempre estaba al tanto de todo lo que ocurría en el barrio.

—Parece que van a demoler algunos edificios para construir una nueva autopista, chico —respondió Héctor, con un suspiro pesado—. Incluyendo este.

Mario sintió un nudo en el estómago. No podía creer lo que estaba escuchando. Ese edificio era su hogar, el lugar donde había vivido toda su vida. Y ahora, en un par de días, según lo que había oído, desaparecería bajo toneladas de concreto y acero. Corrió hacia su apartamento, buscando a su madre, pero ella no estaba. Recordó que Carmen había mencionado una guardia en el hospital esa tarde.

Al llegar a su pequeño cuarto, Mario se dejó caer en la cama, mirando el techo, pensando en lo que podía hacer. ¿Cómo iba a enfrentar algo tan grande? No tenía dinero ni poder para detener una construcción de ese tamaño. Pero entonces, recordó las palabras de su profesor: “No hay problema tan grande que no puedas enfrentar con valor”. Cerró los ojos y trató de imaginar una solución.

Fue entonces cuando se le ocurrió una idea. En la clase de ciencias, habían hablado sobre cómo las protestas pacíficas podían cambiar decisiones importantes. Pensó en todas las veces que había visto manifestaciones en las noticias. La gente con pancartas, gritando sus derechos. ¿Podría él hacer algo similar?

Sabía que no podía hacerlo solo. Necesitaba ayuda. Su primer pensamiento fue llamar a su amigo Diego, el chico más valiente que conocía. Diego vivía en el mismo edificio y era el tipo de persona que siempre estaba dispuesto a luchar por lo que creía justo, aunque a veces se metía en problemas por ello. Mario agarró su teléfono y le envió un mensaje rápido a Diego:

—”Ven a mi casa. ¡Es urgente!”

No pasaron ni diez minutos cuando Diego llegó, jadeando por la carrera.

—¿Qué pasa, Mario? —preguntó, secándose la frente.

—Van a demoler el edificio. Quieren hacer una autopista justo aquí, y nos van a echar —dijo Mario con seriedad.

Diego levantó las cejas, incrédulo.

—¿Y qué vas a hacer al respecto? No somos adultos. No podemos detener una construcción.

—No lo sé todavía —admitió Mario—. Pero quiero intentarlo. No podemos quedarnos sin hacer nada.

Diego lo miró en silencio por unos segundos, luego asintió.

—Está bien, ¿cuál es el plan?

Mario sacó una hoja de papel y comenzó a escribir ideas. Sabía que tenían que organizar a todos los vecinos. Cuantas más personas se unieran, mejor. Decidieron ir puerta por puerta, hablando con cada uno de los residentes, explicándoles la situación y pidiéndoles que se unieran a ellos en una protesta pacífica frente al edificio.

Al principio, no fue fácil. Algunas personas estaban resignadas. Creían que no había nada que pudieran hacer contra algo tan grande como el gobierno y las empresas constructoras. Pero Mario no se rindió. Visitó cada apartamento, habló con cada persona. Les recordó que este era su hogar, que valía la pena luchar por él. Finalmente, algunas personas comenzaron a unirse.

Entre los que se sumaron estaba la señora Luisa, una mujer mayor que había vivido en el edificio durante más de 40 años. Aunque al principio dudaba, la convicción de Mario la conmovió. Ella fue la que les dio la idea de hacer carteles y pancartas.

—Si vamos a hacerlo, que se note —dijo con una sonrisa.

Esa noche, Mario, Diego y algunos vecinos más comenzaron a preparar todo. Pintaron letreros con frases como “¡No destruyan nuestro hogar!” y “¡Queremos ser escuchados!”. La emoción empezaba a crecer en el grupo, pero también la incertidumbre. ¿Realmente funcionaría?

Mario sabía que el verdadero desafío aún estaba por llegar. Pero en su interior, sentía que estaban haciendo lo correcto. La grúa de metal seguía allí, imponente, como un gigante listo para aplastar todo a su paso. Sin embargo, Mario ya no la veía como una amenaza insuperable. Se había dado cuenta de que, aunque el problema fuera grande, él no estaba solo.

Al día siguiente, Mario y Diego se levantaron temprano, sabiendo que ese sería el momento decisivo. A medida que la mañana avanzaba, los vecinos comenzaron a reunirse en la entrada del edificio. Algunos llevaban las pancartas que habían hecho la noche anterior, mientras que otros llegaron con cámaras y teléfonos listos para documentar lo que estaba por suceder. Mario, nervioso pero decidido, lideraba el grupo junto a Diego. La señora Luisa, quien también había estado presente desde el inicio, se movía entre los vecinos, asegurándose de que todos supieran cuál era el plan: una protesta pacífica, sin violencia, solo sus voces y carteles.

La grúa gigante aún estaba ahí, tan imponente como el día anterior. Los trabajadores de la construcción, que habían comenzado a llegar temprano en la mañana, se detuvieron al ver al grupo reunido. Algunos se miraban entre sí, confundidos, mientras otros simplemente continuaban con su trabajo, como si nada estuviera fuera de lo común. Pero cuando el grupo de vecinos comenzó a organizarse frente al edificio, bloqueando la entrada principal, los trabajadores supieron que algo estaba pasando.

Mario tragó saliva. Sabía que este era el momento. Sosteniendo una pancarta que decía “Nuestro hogar es nuestra historia”, dio el primer paso al frente. Diego, siempre listo para cualquier cosa, lo siguió de cerca.

—¡No a la demolición! —gritó Mario, con todas sus fuerzas.

Por un segundo, el silencio se extendió. Mario sintió cómo su corazón latía con fuerza en su pecho. Pero luego, una voz se unió a la suya.

—¡No a la demolición! —gritó Diego.

Y después, más voces comenzaron a unirse. La señora Luisa, el señor Héctor, los niños del edificio, todos comenzaron a corear la misma consigna: “¡No a la demolición!”. El eco de sus voces resonaba entre los edificios cercanos, atrayendo la atención de más personas en el vecindario.

Pronto, algunos transeúntes curiosos comenzaron a acercarse, preguntándose qué estaba ocurriendo. Unos pocos sacaron sus teléfonos para grabar la escena, mientras otros preguntaban a los vecinos qué era lo que estaba pasando. Mario, con una mezcla de emoción y miedo, supo que había logrado captar la atención de la gente. Eso era lo que necesitaban: visibilidad.

Sin embargo, no todo iba a ser tan sencillo. Minutos después de que comenzara la protesta, un hombre vestido con un chaleco de seguridad se acercó al grupo. Tenía el ceño fruncido y su rostro mostraba clara irritación. Mario lo reconoció inmediatamente: era el supervisor de la obra.

—¿Qué están haciendo aquí? —preguntó el supervisor con tono autoritario—. No pueden bloquear la entrada de la obra. Esto es ilegal.

Mario dio un paso al frente, con la voz temblorosa pero firme.

—No queremos que destruyan nuestro hogar. Este edificio ha sido parte de nuestras vidas durante años. No pueden quitárnoslo así.

El supervisor cruzó los brazos, mirando a Mario con desdén.

—Esto ya está decidido. No hay nada que puedan hacer al respecto. El proyecto es parte de un plan de desarrollo de la ciudad, y ustedes no tienen ninguna autoridad para detenerlo.

Diego, que nunca se quedaba callado ante una injusticia, dio un paso al frente también.

—Pero no nos han dado una alternativa justa. Nos están echando sin darnos opciones. ¡Eso no está bien!

El supervisor los miró con cansancio, como si estuviera acostumbrado a ese tipo de quejas. Sin embargo, antes de que pudiera responder, una figura apareció detrás de él. Era un hombre de mediana edad, vestido de traje, con un portapapeles en la mano. Mario lo reconoció de inmediato: era el representante de la empresa constructora. Había venido al edificio unas semanas antes para informar a los residentes sobre la demolición.

—¿Qué está pasando aquí? —preguntó el hombre de traje, mirando al supervisor.

—Son los vecinos del edificio. Están organizando una protesta —respondió el supervisor con un tono de fastidio—. Están bloqueando el trabajo.

El hombre de traje miró a Mario y luego a los demás vecinos. Por un momento, pareció medir la situación. Finalmente, habló.

—Miren, entiendo que esto es difícil para todos ustedes. Pero el proyecto de la autopista ya fue aprobado. No hay vuelta atrás en eso. Nosotros no decidimos estas cosas, simplemente seguimos órdenes.

Mario apretó los puños, sintiendo una mezcla de frustración e impotencia. Parecía que todo lo que habían hecho no serviría de nada. Pero en ese momento, la señora Luisa, con su voz suave pero firme, dio un paso al frente.

—Señor, hemos vivido aquí por décadas. Algunos de nosotros hemos criado a nuestros hijos en este edificio. No es solo concreto y ladrillos para nosotros. Este lugar es parte de nuestras vidas. Lo que pedimos es ser escuchados. No estamos pidiendo que detengan el proyecto por completo, pero al menos dénnos una solución justa.

El hombre de traje se quedó en silencio por un momento, como si las palabras de Luisa lo hubieran tocado de alguna manera. Luego asintió lentamente.

—Entiendo. Veré qué puedo hacer para que al menos se considere alguna alternativa. No prometo nada, pero puedo hablar con las autoridades locales y ver si se puede encontrar una solución que beneficie a ambas partes.

Aunque no era una victoria completa, las palabras del hombre dieron un rayo de esperanza al grupo. Mario sintió que, por primera vez, tal vez podrían lograr algo. Las protestas continuaron durante varias horas, y a lo largo del día más personas del barrio se unieron al movimiento. Las redes sociales empezaron a llenarse de videos y fotos de la protesta, lo que atrajo la atención de algunos medios de comunicación locales.

Mario sabía que la batalla aún no estaba ganada, pero al menos habían logrado una cosa importante: ser escuchados.

Los días siguientes fueron una mezcla de incertidumbre y tensión para Mario y los vecinos. Aunque el representante de la constructora había prometido intentar encontrar una solución, la demolición seguía programada. La grúa y los obreros continuaban llegando cada mañana, lo que aumentaba la ansiedad en el edificio. Mario y Diego, sin embargo, no estaban dispuestos a rendirse.

Mientras tanto, la protesta pacífica había ganado cada vez más atención en las redes sociales. Los videos que la gente había tomado durante la manifestación se viralizaron rápidamente, y varias organizaciones locales empezaron a mostrar su apoyo. Los medios de comunicación hicieron eco de la historia de los vecinos que luchaban por conservar su hogar, y pronto, una pequeña estación de televisión local decidió cubrir la situación.

El equipo de noticias llegó temprano una mañana. Mario, a pesar de estar nervioso, sabía que esa era una oportunidad crucial para que su historia llegara a más personas. Cuando los reporteros le pidieron una entrevista, no lo dudó. Se paró frente a la cámara, con Diego a su lado, y explicó lo que había motivado la protesta.

—Este no es solo un edificio —dijo Mario, mirando directamente a la cámara—. Es nuestro hogar. Aquí hemos vivido nuestras vidas, hemos compartido momentos importantes con nuestras familias y amigos. No es justo que nos lo quiten sin más, sin darnos opciones. Solo pedimos una solución justa.

Las palabras de Mario resonaron no solo en su vecindario, sino también en otras partes de la ciudad. La transmisión de la entrevista fue un éxito, y muchas personas comenzaron a solidarizarse con su causa. Los comentarios en las redes sociales eran abrumadoramente positivos, y algunos ciudadanos empezaron a exigir que el gobierno local interviniera.

Un par de días después, Mario recibió una llamada inesperada. Era de un miembro del ayuntamiento, el concejal Vargas, quien había visto la cobertura en las noticias y estaba dispuesto a reunirse con los vecinos para discutir posibles alternativas. Mario casi no podía creerlo. Esa misma tarde, una reunión fue organizada en el salón comunal del edificio.

El concejal Vargas, un hombre de aspecto serio pero con una actitud receptiva, escuchó atentamente a los vecinos mientras contaban sus historias y preocupaciones. La señora Luisa habló sobre cómo había criado a sus hijos en ese edificio y cómo este lugar guardaba todos sus recuerdos. Héctor, el vecino mayor, mencionó que este era uno de los pocos lugares asequibles para personas de la tercera edad en la ciudad. Cada historia tenía un peso, una emoción, y el concejal Vargas lo notaba.

Después de escuchar a todos, el concejal suspiró y miró al grupo.

—Entiendo lo difícil que debe ser para ustedes enfrentar esta situación. El proyecto de la autopista ya ha sido aprobado y está financiado, lo cual limita lo que podemos hacer en términos de detener la construcción por completo —comenzó a decir—. Pero después de escuchar sus historias, estoy convencido de que podemos encontrar una solución intermedia que no deje a nadie en la calle.

El corazón de Mario latía con fuerza. El concejal continuó.

—Voy a proponer una alternativa a las autoridades responsables del proyecto. Lo que podemos intentar es negociar con la empresa constructora para que ofrezcan viviendas de reubicación para las familias afectadas, en condiciones justas y asequibles. Además, solicitaré que se detenga temporalmente la demolición hasta que se llegue a un acuerdo.

Las palabras del concejal fueron recibidas con un suspiro colectivo de alivio. No era la solución perfecta, pero significaba que no serían desalojados de la noche a la mañana y que sus preocupaciones estaban siendo escuchadas.

Los días siguientes se desarrollaron con más reuniones y negociaciones. Mario y algunos otros vecinos formaron un pequeño comité para representar al edificio durante las conversaciones con la constructora y el gobierno local. Era un proceso agotador y, en ocasiones, frustrante. Sin embargo, Mario nunca perdió de vista lo que estaban intentando lograr. A pesar de su corta edad, se había convertido en un líder en su comunidad.

Finalmente, tras semanas de negociaciones, llegó la noticia que todos esperaban. La constructora aceptó detener la demolición hasta que se construyeran nuevas viviendas para las familias afectadas en un área cercana. Las condiciones de los nuevos apartamentos serían asequibles, y los vecinos podrían mudarse sin verse obligados a dejar el vecindario. Aunque perderían su antiguo edificio, el cual guardaba tantos recuerdos, no serían desplazados sin un lugar donde vivir.

El día en que se anunció el acuerdo, el ambiente en el edificio era de alivio y celebración. Los vecinos se abrazaban, agradecidos de que su esfuerzo no hubiera sido en vano. Mario y Diego caminaban por los pasillos del edificio, observando cómo la vida en el vecindario continuaba, con la certeza de que habían logrado algo importante.

—Lo logramos, ¿no? —dijo Diego, con una sonrisa de satisfacción.

Mario asintió, aunque sentía una mezcla de emociones. Habían ganado la batalla, pero sabía que siempre llevaría en su corazón el recuerdo de ese viejo edificio que había sido su hogar.

En las semanas que siguieron, la comunidad comenzó a prepararse para la mudanza. No sería fácil dejar atrás el edificio, pero lo hacían con la tranquilidad de saber que tendrían un nuevo hogar, uno que habían conseguido gracias a su valor y determinación.

La señora Luisa, siempre sabia, le dijo a Mario un día mientras guardaban cajas:

—Sabes, a veces los problemas parecen gigantes, como esa grúa que estuvo frente a nosotros. Pero tú nos enseñaste que, con valor, siempre hay una manera de enfrentarlos.

Mario sonrió, sabiendo que esas palabras serían algo que llevaría consigo para siempre. Porque, aunque el edificio desaparecería, lo que había aprendido en esa experiencia quedaría con él: no hay problema tan grande que no puedas enfrentar con valor, sobre todo cuando tienes a tu comunidad a tu lado.

Y así, mientras el sol se ponía en su último día en el viejo edificio, Mario miró hacia el horizonte con esperanza, listo para enfrentar cualquier desafío que la vida le pusiera por delante.

moraleja No hay problema tan grande que no puedas enfrentar con valor.

Y colorín colorín, este cuento llegó a su fin. bueno mis amables oyentes. ¡NOS VEMOS MAÑANA! CON UN NUEVO CUENTO CON MORALEJA.

Audio Libro GRATIS

¿Te gustaría disfrutar de este contenido en formato de AUDIO LIBRO GRATIS? Aprovecha!!

Volver a la Lista de Cuentos

Recuerda que siempre puedes volver a consultar nuestros libros en formato de AUDIO LIBRO GRATIS en nuestro canal de Youtube. NO OLVIDES SUSCRIBIRTE

Síguenos en las Redes

Descarga nuestra App

Disfruta GRATIS de los mejores libros para Leer o Escuchar sobre Esoterismo, Magia, Ocultismo.

Disfruta GRATIS de los mejores libros para Leer o Escuchar para los pequeños grandes del mañana.

Disfruta de la historia de Terror más oscura y MARAVILLOSA que está cautivando al mundo.

Retira en Nequi, Daviplata, Tarjetas Netflix, Bitcoin, Tarjeta Visa Prepagada, ETC.