Que tenemos para ti

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Era una mañana tranquila de otoño. Las hojas de los árboles caían lentamente sobre las aceras, formando alfombras coloridas que crujían bajo los pies de los transeúntes. El aire, fresco y ligero, anunciaba la llegada de una nueva estación. Para muchos, era un día común, pero para Rosa, algo en la atmósfera la hacía sentir inquieta. Tal vez era la sensación de que algo importante estaba por suceder, aunque no sabía exactamente qué.

Rosa caminaba con rapidez hacia la escuela, su mochila colgando a un lado y su mente distraída, pensando en el examen de matemáticas que tendría más tarde. Mientras giraba la esquina de la calle, sus ojos captaron una figura familiar sentada en el banco del parque. Era Lucrecia, su mejor amiga, pero no se veía como de costumbre. Estaba encorvada, con los codos apoyados en las rodillas y la cabeza agachada, como si el peso del mundo estuviera sobre sus hombros.

—¿Lucrecia? —llamó Rosa mientras se acercaba, pero su amiga no respondió.

Rosa frunció el ceño, preocupada. Sabía que algo no andaba bien. Desde hacía días, Lucrecia había estado más callada, más distante en clase, y ahora, verla así, sentada sola en el parque, confirmaba sus sospechas. Rosa se sentó a su lado, sin decir una palabra al principio, respetando el silencio de su amiga.

El parque estaba casi vacío a esa hora de la mañana. Solo se oía el canto suave de los pájaros y el murmullo de las hojas al ser arrastradas por el viento. A pesar de la belleza del entorno, la tristeza que emanaba de Lucrecia era palpable.

Después de un rato, Rosa rompió el silencio con una voz suave.

—Lucrecia, ¿estás bien? He notado que estos días no has sido la misma.

Lucrecia levantó la vista lentamente, sus ojos rojos y cansados reflejaban un dolor profundo. Suspiró y miró a Rosa, como si estuviera reuniendo fuerzas para hablar.

—No, no estoy bien, Rosa —respondió finalmente, su voz quebrada—. Mi papá… está muy enfermo. Los doctores no saben qué más hacer, y… —Lucrecia tragó saliva, luchando por contener las lágrimas—. Creo que podría empeorar.

Rosa sintió un nudo formarse en su garganta. Conocía a Lucrecia desde hacía años, y nunca la había visto tan abatida. Su padre siempre había sido una figura fuerte, el pilar de su familia, y la idea de que él pudiera estar tan mal era devastadora.

—Lucrecia, lo siento mucho —murmuró Rosa, tomando la mano de su amiga con ternura.

Lucrecia asintió, pero no dijo nada más. Se limitó a mirar el suelo, como si las palabras no fueran suficientes para describir lo que sentía. Rosa no sabía exactamente qué decir. ¿Qué podría ofrecerle para aliviar ese dolor tan profundo? ¿Cómo podía consolarla cuando ni siquiera sabía qué pasaría con su padre?

En ese momento, Rosa recordó algo que su abuela solía decirle: “A veces, lo que más necesitamos no son respuestas, sino una mano que nos apoye y palabras que nos hagan sentir comprendidos”. No podía cambiar la situación de Lucrecia, pero tal vez, solo tal vez, unas palabras amables podrían hacer que su día fuera un poco menos gris.

—Sé que esto debe ser muy difícil para ti, Lucrecia —dijo Rosa, con la mayor suavidad posible—. Y no puedo imaginar todo lo que estás sintiendo, pero quiero que sepas que no estás sola en esto. Estoy aquí para ti, siempre, en cualquier momento. Sé que tu papá es un hombre fuerte, y aunque las cosas se vean oscuras ahora, no pierdas la esperanza. A veces, cuando parece que ya no hay luz, una pequeña chispa puede cambiarlo todo.

Lucrecia levantó la mirada, sus ojos llenos de lágrimas, pero también de agradecimiento. Rosa continuó, sintiendo que era importante que su amiga escuchara más.

—Recuerdo todas las historias que me has contado de él —sonrió Rosa ligeramente—. Como la vez que se quedó hasta tarde ayudándote a construir ese proyecto de ciencias, o cuando te enseñó a andar en bicicleta. ¡Siempre te ha apoyado en todo! Y ahora, aunque esté enfermo, sé que sigue luchando. Él tiene algo muy importante por lo que seguir adelante, y eso eres tú. Estoy segura de que cada sonrisa, cada palabra amable que le des, le dará fuerzas. No es solo el cuerpo el que necesita sanar, a veces también el corazón, y tú puedes ayudarle a que su corazón siga fuerte.

Lucrecia la miró, sus lágrimas finalmente fluyendo libremente, pero esta vez no parecían ser de pura tristeza. Algo en las palabras de Rosa había tocado una fibra interna, una chispa de esperanza en medio de tanta incertidumbre. Abrazó a su amiga con fuerza, sintiendo que, por primera vez en días, había encontrado un pequeño rayo de luz en su nube oscura.

—Gracias, Rosa —susurró Lucrecia, su voz entrecortada—. No sabes cuánto necesitaba escuchar eso. He estado tan abrumada, pensando que no puedo hacer nada para ayudar a mi papá, que he olvidado lo importante que es simplemente estar ahí para él. Tus palabras… me han recordado que puedo ser una fuente de apoyo para él, incluso en los momentos más difíciles.

Rosa la abrazó más fuerte, sintiendo que había hecho lo correcto. Tal vez no había podido solucionar el problema de su amiga, pero había logrado algo igual de importante: le había dado consuelo, le había ofrecido palabras amables que, en medio de su tormenta, le habían dado un pequeño respiro.

El timbre de la escuela sonó a lo lejos, y ambas chicas se miraron, sabiendo que era hora de regresar a clases. Pero ahora, algo había cambiado. Lucrecia ya no se veía tan abatida, y aunque el problema no había desaparecido, parecía que había recuperado un poco de esperanza.

—Vamos, Lucrecia —dijo Rosa mientras se levantaba del banco—. Este día aún puede mejorar.

Lucrecia sonrió ligeramente y, juntas, caminaron hacia la escuela, sabiendo que, aunque el camino fuera difícil, no lo recorrerían solas.

Las horas de clase transcurrieron lentamente para Lucrecia. Aunque había comenzado el día sintiéndose abrumada y sin esperanza, las palabras de Rosa habían logrado que algo dentro de ella cambiara. Todavía estaba preocupada por la salud de su padre, pero ahora sentía que podía hacer algo, aunque fuera pequeño. La idea de poder ayudarlo con su cariño y apoyo le había dado fuerzas para seguir adelante.

Durante la primera hora de clase, Lucrecia no pudo evitar perderse en sus pensamientos. Recordaba cómo había sido todo en casa los últimos días. Su padre había estado ingresado en el hospital, y aunque su madre trataba de mantener una actitud optimista, la tensión era palpable en el aire. Lucrecia había pasado las noches en vela, escuchando a su madre hablar por teléfono con los médicos, tratando de entender lo que decían sin que ella lo notara.

El profesor de matemáticas, el señor Cárdenas, estaba explicando un tema complicado sobre ecuaciones, pero Lucrecia apenas podía concentrarse. A su lado, Rosa la observaba de reojo, preocupada. Sabía que su amiga necesitaba más tiempo para procesar todo lo que estaba pasando, pero también sabía que la escuela seguiría su curso y que, en algún momento, las preocupaciones de Lucrecia podrían hacer que se rezagara en sus estudios.

—¿Entiendes lo que está diciendo el profesor? —le susurró Rosa, inclinándose hacia ella.

Lucrecia negó con la cabeza, mordiéndose el labio.

—No, no puedo concentrarme. Es demasiado… demasiado todo.

Rosa pensó por un momento y luego sonrió.

—No te preocupes. Hoy, después de clases, te ayudo con esto. Ahora concéntrate en una cosa a la vez. ¿De acuerdo?

Lucrecia asintió agradecida, sabiendo que Rosa siempre estaba ahí para ella. El resto de la clase pasó en un suspiro, con Rosa ayudando a Lucrecia a tomar notas rápidas, sabiendo que su amiga tendría dificultades para entender el contenido más tarde.

Cuando sonó el timbre para el almuerzo, ambas chicas se dirigieron al comedor de la escuela. Lucrecia estaba hambrienta, pero al mismo tiempo, su estómago se sentía revuelto por los nervios. Sabía que, en algún momento, recibiría una llamada o un mensaje de su madre con actualizaciones sobre la salud de su padre, y la incertidumbre la estaba consumiendo por dentro.

Se sentaron en una mesa junto a algunos de sus compañeros de clase. Clara, una chica conocida por su carácter extrovertido, se les unió, junto con Tomás y Julián, dos amigos que siempre estaban contando chistes y haciendo bromas. Normalmente, Lucrecia disfrutaba de las charlas en el almuerzo, pero ese día no tenía ánimos de reír ni de participar en las conversaciones animadas que sus amigos mantenían.

Tomás fue el primero en notar que algo no estaba bien.

—Oye, Lucrecia, ¿todo bien? —preguntó mientras daba un bocado a su sándwich—. Has estado muy callada hoy.

Lucrecia bajó la mirada, sin saber qué responder. Antes de que pudiera pensar en algo, Rosa intervino suavemente.

—Es que Lucrecia está pasando por un momento difícil —dijo Rosa, lanzando una mirada significativa a sus amigos, como si estuviera pidiendo que fueran cuidadosos—. Su papá está en el hospital, y ella está preocupada.

El comedor se quedó en silencio por un momento. Clara dejó su vaso de jugo a un lado y miró a Lucrecia con compasión.

—Oh, Lucrecia, lo siento mucho —dijo Clara—. No sabía que estabas pasando por algo así.

Julián y Tomás intercambiaron miradas incómodas. Ellos también se sintieron mal por no haberse dado cuenta de lo que le estaba ocurriendo a su amiga.

—Si necesitas algo, cualquier cosa, estamos aquí para ti —añadió Julián, su habitual tono bromista desaparecido.

Lucrecia se sintió abrumada por el repentino cambio en la conversación. No le gustaba ser el centro de atención, y menos en situaciones tan difíciles. Pero, al mismo tiempo, sentía una calidez en su pecho al ver cómo sus amigos reaccionaban con tanta amabilidad. No los veía solo como compañeros de clase, sino como un pequeño grupo de apoyo que, de alguna manera, la hacía sentir menos sola.

—Gracias, chicos —respondió Lucrecia con una sonrisa tímida—. No sé qué decir… ha sido difícil, pero… estoy intentando llevarlo lo mejor que puedo.

Tomás, siempre buscando una manera de animar a los demás, rompió el silencio incómodo con una pequeña sonrisa.

—Pues aquí estamos para lo que necesites. Aunque eso implique hacerte reír con mis chistes malos.

Todos en la mesa soltaron una pequeña carcajada. Incluso Lucrecia, a pesar de la tensión que sentía, no pudo evitar sonreír. Las palabras amables y el apoyo de sus amigos estaban comenzando a cambiar su día.

Después del almuerzo, mientras caminaban de regreso a clase, Lucrecia recibió un mensaje en su teléfono. Su corazón latía con fuerza cuando lo vio: era de su madre. Con manos temblorosas, abrió el mensaje.

“Cariño, el doctor ha dicho que tu papá está respondiendo bien al tratamiento. No está fuera de peligro, pero las cosas parecen mejorar un poco. Sé que esto es difícil, pero confía en que estamos haciendo todo lo posible. Te amo.”

Las lágrimas llenaron los ojos de Lucrecia al leer esas palabras. No era una noticia milagrosa, pero sí era un rayo de esperanza en medio de la tormenta. Guardó el teléfono en su bolsillo y miró a Rosa, quien la observaba con curiosidad.

—Mi mamá dice que papá está mejorando —dijo Lucrecia, con la voz temblorosa.

Rosa sonrió y la abrazó con fuerza.

—¿Ves? Te dije que no perdieras la esperanza. Todo va a salir bien, Lucrecia.

Lucrecia respiró profundamente, sintiendo cómo su pecho se aligeraba un poco. Rosa tenía razón. Quizás las cosas no cambiarían de la noche a la mañana, pero paso a paso, con el apoyo de sus amigos y su familia, encontraría la fuerza para seguir adelante.

Con el corazón más liviano después de la noticia sobre su padre, Lucrecia terminó el resto del día escolar sintiéndose un poco más animada. Aunque su preocupación no había desaparecido, sentía que ya no estaba enfrentando la tormenta sola. Rosa, Clara, Tomás y Julián le habían ofrecido su apoyo, y eso significaba mucho para ella.

Después de clases, Rosa insistió en acompañar a Lucrecia hasta su casa. Las dos amigas caminaron juntas, charlando sobre cosas cotidianas para distraer la mente de Lucrecia de los pensamientos sobre su padre. Hablaron sobre los planes del fin de semana, las últimas noticias de la escuela, e incluso rieron con algunos chistes que Rosa contó para aliviar el ambiente. Lucrecia agradeció el esfuerzo de su amiga por mantener su ánimo arriba.

Cuando llegaron a la puerta de su casa, Lucrecia se detuvo un momento antes de entrar. Sabía que su madre estaría adentro, agotada por las largas noches en el hospital, y aunque quería correr hacia ella y contarle cómo había sido su día, también tenía miedo de lo que podría esperar al otro lado de la puerta.

—Gracias por acompañarme, Rosa —dijo Lucrecia, dándole un abrazo rápido—. No sé qué haría sin ti.

—No tienes que agradecerme, amiga —respondió Rosa, devolviéndole el abrazo—. Ya sabes que siempre estaré aquí para ti. No importa lo que pase.

Lucrecia sonrió con gratitud y, con una respiración profunda, abrió la puerta de su casa. Al entrar, notó que la casa estaba tranquila. La televisión estaba apagada, y el único sonido provenía del tic-tac del reloj de la pared. Caminó hacia la sala de estar y encontró a su madre sentada en el sofá, con los ojos cerrados y la cabeza recostada hacia atrás.

—Mamá —dijo Lucrecia en voz baja, para no sobresaltarla.

Su madre abrió los ojos lentamente y sonrió al ver a su hija. Aunque se veía cansada, había un brillo en sus ojos que hacía tiempo que Lucrecia no veía.

—Hola, cariño —respondió su madre, enderezándose en el sofá—. ¿Cómo te fue en la escuela?

Lucrecia se sentó a su lado y suspiró.

—Mejor de lo que esperaba. Mis amigos han sido muy buenos conmigo, mamá. Rosa me ha ayudado mucho hoy, y hasta Tomás y los demás me dijeron que están aquí para lo que necesite.

Su madre sonrió y le acarició el cabello con ternura.

—Me alegra mucho saber que tienes amigos tan buenos. En momentos difíciles, lo que más necesitamos es gente que nos apoye. Y, hablando de eso, tengo más noticias sobre papá.

El corazón de Lucrecia dio un vuelco. Miró a su madre, expectante.

—El doctor llamó hace unas horas —continuó su madre—. Dijo que papá sigue mejorando poco a poco. Todavía es pronto para decir que está completamente fuera de peligro, pero los signos son positivos. Si sigue respondiendo bien al tratamiento, es posible que en unos días puedan disminuir los medicamentos y, si todo va bien, podría volver a casa pronto.

Lucrecia sintió una ola de alivio recorrer su cuerpo. Aunque sabía que no era una recuperación inmediata, era la mejor noticia que había escuchado en mucho tiempo. Las lágrimas comenzaron a llenar sus ojos, pero esta vez no eran de tristeza, sino de esperanza.

—¿De verdad podría volver a casa pronto? —preguntó con voz temblorosa.

Su madre asintió, con una pequeña sonrisa en los labios.

—Sí, cariño. Es posible. Pero tenemos que seguir siendo fuertes y apoyarlo en su recuperación.

Lucrecia abrazó a su madre con fuerza, sintiendo que, después de días de incertidumbre, había una luz al final del túnel. Durante todo ese tiempo, había estado enfocada solo en el miedo y la tristeza, pero ahora entendía que su amor y apoyo podían marcar una diferencia en la recuperación de su padre.

Al día siguiente, después de recibir más buenas noticias sobre su padre, Lucrecia decidió visitar el hospital. Aunque le costaba ver a su papá en esa situación, sintió que era importante estar a su lado y transmitirle la fuerza que había encontrado en sus amigos y en ella misma.

Cuando llegó a la habitación del hospital, su padre estaba descansando. Aunque estaba pálido y delgado por el tratamiento, había algo en su rostro que parecía diferente. Era como si, a pesar de la enfermedad, su espíritu estuviera más fuerte.

—Hola, papá —dijo Lucrecia con una sonrisa tímida, acercándose a la cama.

Su padre abrió los ojos lentamente y la miró. A pesar de su debilidad, le devolvió la sonrisa.

—Hola, princesa —respondió él, con voz suave.

Lucrecia tomó asiento junto a la cama y sostuvo la mano de su padre. Durante un rato, no hablaron mucho. Simplemente estar juntos, en ese momento, era suficiente. Pero después de un rato, Lucrecia sintió que debía decir algo importante.

—Papá, quiero que sepas que te amo mucho. Y aunque las cosas han sido difíciles, quiero que sepas que estoy aquí para ti. Siempre. No importa cuánto tiempo tome, estaré a tu lado en todo momento.

Su padre la miró con los ojos llenos de gratitud y emoción. Aunque no tenía fuerzas para hablar mucho, Lucrecia sabía que sus palabras habían llegado a él.

—Yo también te amo, hija —respondió él, apretando ligeramente su mano.

Esa noche, cuando Lucrecia regresó a casa, sintió que algo dentro de ella había cambiado. Las palabras amables que había recibido de sus amigos y la esperanza que había recuperado, no solo habían cambiado su día, sino que también le habían dado la fuerza para ayudar a su padre en su recuperación. Se dio cuenta de que, a veces, una simple palabra de aliento, una sonrisa, o un gesto de apoyo, podían tener un impacto más grande del que imaginaba.

Con el paso de los días, el estado de salud de su padre fue mejorando poco a poco. Y aunque aún quedaba un largo camino por recorrer, Lucrecia sabía que, mientras mantuviera viva la esperanza y el amor en su familia, podrían superar cualquier obstáculo.

moraleja Las palabras amables pueden cambiar el día de alguien.

Y colorín colorín, este cuento llegó a su fin. bueno mis amables oyentes. ¡NOS VEMOS MAÑANA! CON UN NUEVO CUENTO CON MORALEJA.

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