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Luis era un adolescente de 14 años que vivía en la ciudad de San Sol. Su vida, al igual que la de la mayoría de los chicos de su edad, giraba en torno a la escuela, los videojuegos y las redes sociales. Sin embargo, desde hacía unas semanas, algo inquietaba a Luis. No sabía exactamente qué era, pero sentía un vacío que ni los videojuegos ni las interminables horas en internet podían llenar.

Todo empezó cuando, durante una conversación familiar en la mesa, su hermana mayor, Laura, mencionó algo que lo dejó pensando.

—Hoy en la universidad nos hablaron sobre voluntariado —dijo Laura mientras comía—. Parece algo interesante. Es impresionante cómo ayudar a los demás puede cambiar tu perspectiva de la vida.

Luis la miró con curiosidad, pero no dijo nada. Esa noche, mientras intentaba dormir, no podía dejar de darle vueltas a la idea. ¿Cambiar tu perspectiva de la vida? No entendía del todo qué significaba, pero algo en esas palabras lo dejó intranquilo.

Al día siguiente, mientras caminaba hacia la escuela, Luis notó algo que siempre había estado ahí pero a lo que nunca le había prestado atención: un hogar de ancianos justo al final de su calle. Siempre pasaba por delante, pero apenas si lo miraba. Sin embargo, ese día fue diferente. Al detenerse un momento frente a la entrada, observó a un grupo de ancianos sentados en un banco bajo un árbol. Conversaban entre ellos, pero había algo en sus miradas que le transmitió una sensación de soledad.

Siguió su camino, pero la imagen de aquellos ancianos no dejaba de aparecer en su mente. Durante las clases, apenas prestó atención. Estaba distraído, pensando en cómo sería pasar una tarde con ellos, conocer sus historias, quizá ayudarlos de alguna manera. Al final del día, la idea ya había tomado forma en su mente: después de la escuela, iría al hogar de ancianos.

Cuando Luis llegó a casa, lo primero que hizo fue contarle a su mamá lo que estaba pensando.

—Mamá, ¿crees que pueda ir a ayudar al hogar de ancianos? Está al final de la calle, siempre paso por ahí y… no sé, creo que podría ser útil.

Su mamá lo miró sorprendida, pero con una sonrisa de aprobación.

—Me parece una excelente idea, Luis. Estoy segura de que apreciarían mucho tu ayuda. Además, creo que te haría bien. A veces, ayudar a los demás nos ayuda a nosotros mismos.

Así que, esa misma tarde, Luis se dirigió al hogar para ancianos. Al llegar, fue recibido por una mujer amable llamada Clara, que era una de las encargadas del lugar.

—Hola, ¿en qué puedo ayudarte? —preguntó Clara con una cálida sonrisa.

Luis, algo nervioso, respondió—. Me gustaría saber si puedo ayudar en algo aquí. No tengo mucha experiencia, pero tengo tiempo libre después de la escuela, y pensé que podría ser útil.

Clara lo miró con sorpresa y gratitud—. ¡Por supuesto que puedes ayudar! Siempre necesitamos manos extra. Ven, te presentaré a los residentes.

Luis siguió a Clara por un pasillo amplio y luminoso. En una de las salas, un grupo de ancianos estaba jugando al bingo. En otra, algunos leían libros o miraban televisión. Clara le presentó a varios de ellos: Don Felipe, un exprofesor de historia que siempre tenía anécdotas fascinantes; Doña María, una antigua bailarina que, aunque ya no podía moverse con la misma agilidad, mantenía el espíritu vivo y alegre; y Don Tomás, un hombre de pocas palabras, pero con una sonrisa bondadosa.

Luis se sintió algo abrumado al principio, pero pronto comenzó a integrarse. Pasó esa primera tarde escuchando las historias de Don Felipe, que le contaba sobre cómo eran las clases cuando él enseñaba a los niños en una época sin computadoras ni internet. Luis no podía creer lo diferente que era el mundo en ese entonces, y aunque le resultaba difícil imaginar una vida sin tecnología, algo en las palabras de Don Felipe lo hizo sentir una conexión especial.

A partir de ese día, Luis comenzó a ir todas las tardes al hogar. Al principio solo ayudaba con cosas pequeñas: repartía meriendas, leía libros a los residentes o los acompañaba a caminar por el jardín. Pero con el tiempo, su presencia comenzó a ser algo más que una simple ayuda. Los ancianos esperaban con ansias su llegada. Luis se convirtió en parte de sus vidas diarias, y ellos, en parte de la suya.

Un día, mientras Luis empujaba la silla de ruedas de Doña María por el jardín, ella lo miró con una sonrisa nostálgica.

—Eres un buen muchacho, Luis. No sabes cuánto significa para nosotros que alguien joven venga a pasar tiempo aquí. La vida puede ser solitaria a esta edad, pero tú traes alegría. De alguna manera, cada vez que vienes, sentimos que volvemos a la juventud.

Luis no supo qué responder. Nunca había pensado que algo tan simple como estar allí pudiera tener tanto impacto. Pero cada palabra de agradecimiento que recibía de los residentes le hacía sentir algo que nunca había experimentado antes: una profunda satisfacción.

Lo que más sorprendió a Luis fue cómo esta nueva rutina comenzó a cambiarlo a él. Al principio, lo veía como un gesto altruista, algo que hacía para los demás. Pero, poco a poco, se dio cuenta de que el verdadero impacto estaba ocurriendo en su propia vida. Ya no sentía ese vacío que lo había inquietado semanas atrás. Al contrario, cada tarde en el hogar le dejaba una sensación de plenitud, de propósito.

Y entonces, sin esperarlo, empezaron a llegar pequeñas recompensas. Un día, al regresar a casa, su mamá le contó que un vecino, al enterarse de su voluntariado, le había ofrecido ayudarlo a preparar una solicitud para una beca escolar. Otro día, en la escuela, uno de los maestros le pidió que participara en un proyecto especial debido a su creciente compromiso con la comunidad.

Luis comenzó a darse cuenta de una poderosa verdad: todo lo que daba, de alguna forma, regresaba multiplicado. Pero no en forma de objetos o premios materiales, sino en conexiones, oportunidades y una gratitud profunda que llenaba su corazón.

Los días pasaron, y la rutina de Luis en el hogar para ancianos se consolidó como parte esencial de su vida. Lo que comenzó como una simple curiosidad se había transformado en una verdadera vocación. Ya no era solo una actividad extracurricular, sino una experiencia que le llenaba el alma. Cada tarde, después de la escuela, llegaba al hogar con una sonrisa, listo para compartir tiempo con los residentes.

Una tarde, mientras estaba sentado en el comedor conversando con Don Tomás, quien había comenzado a hablar un poco más desde que Luis lo visitaba regularmente, Clara se acercó a él con una propuesta inesperada.

—Luis, los ancianos han hablado mucho de ti últimamente, y se me ocurrió una idea. Sabes que aquí hacemos actividades recreativas para los residentes, pero últimamente, algunos de ellos han estado más retraídos. Pensé que podrías ayudarnos a organizar algo diferente, tal vez algo que les motive a participar. ¿Qué te parece?

Luis se sorprendió. No esperaba que Clara le pidiera algo tan importante, pero al mismo tiempo, sintió una emoción inesperada. No solo estaba ayudando, sino que ahora podía tener un papel más activo en la vida de los ancianos.

—¡Claro! —respondió entusiasmado—. Pero… ¿qué tipo de actividad?

Clara sonrió—. Bueno, tú los conoces bien. Estoy segura de que se te ocurrirá algo que les guste.

Luis pasó esa noche pensando en qué actividad podía organizar. Quería hacer algo especial, algo que les hiciera sentir que todavía podían divertirse y, sobre todo, que aún tenían mucho que ofrecer. Entonces, recordó una conversación que había tenido con Doña María unos días antes, en la que ella mencionaba cuánto disfrutaba de las tardes de música y baile en su juventud. Esa fue la chispa que encendió su idea.

Al día siguiente, llegó al hogar con una propuesta—. Clara, ¿qué te parece si organizamos una tarde de talentos? —dijo con una sonrisa—. Cada residente podría mostrar algo que le guste hacer, ya sea cantar, contar una historia o incluso bailar. Podríamos convertirlo en una especie de celebración, algo que les haga sentir importantes.

Clara lo miró con admiración—. ¡Me encanta la idea, Luis! Es exactamente lo que necesitamos. Estoy segura de que los ancianos lo disfrutarán mucho.

Con el apoyo de Clara, Luis se dedicó a organizar la tarde de talentos. Habló con cada uno de los residentes para invitarlos a participar, y aunque algunos al principio se mostraron tímidos, poco a poco fueron animándose. Don Felipe decidió que contaría una de sus historias más famosas sobre sus tiempos como maestro; Doña María, a pesar de su edad, quería demostrar algunos pasos de baile; y Don Tomás, sorprendentemente, mencionó que le gustaría leer un poema que había escrito hacía años.

A medida que se acercaba el día del evento, el entusiasmo entre los ancianos crecía. Las conversaciones en el hogar giraban en torno a los preparativos, y los residentes, que antes pasaban sus días de manera tranquila y rutinaria, ahora estaban llenos de emoción y expectativas.

El día del evento, Luis llegó más temprano de lo habitual para ayudar a decorar el salón principal. Colocaron guirnaldas, prepararon una mesa con bocadillos, y Clara trajo un pequeño equipo de sonido para que pudieran disfrutar de la música durante los intermedios. Los ancianos comenzaron a llegar poco a poco, cada uno con su propio número preparado, y Luis, con una sonrisa amplia, se encargaba de animarlos y asegurarse de que todo estuviera en orden.

Cuando finalmente comenzó la tarde de talentos, Luis sintió una oleada de orgullo al ver la felicidad en los rostros de los residentes. Doña María fue la primera en salir al frente, y aunque sus movimientos eran lentos y cuidadosos, su espíritu vibraba con fuerza mientras hacía un pequeño baile acompañada de una canción de su juventud. Los aplausos fueron ensordecedores.

Don Felipe siguió con una de sus historias más divertidas, narrando cómo un día, en una de sus clases, sus alumnos le hicieron una broma que terminó con toda la clase riendo. Incluso Don Tomás, siempre tan reservado, se puso de pie frente al micrófono y leyó con voz firme el poema que había escrito años atrás sobre la nostalgia y la belleza del pasado.

Cada presentación estuvo llena de emoción, pero lo que más impactó a Luis fue ver cómo los ancianos no solo mostraban sus talentos, sino que se conectaban entre ellos de una manera que no había visto antes. El ambiente era de pura alegría y celebración.

Cuando la tarde de talentos llegó a su fin, Clara tomó el micrófono para agradecer a todos por su participación.

—Hoy ha sido una tarde maravillosa, llena de recuerdos y emociones —dijo con una sonrisa—. Quiero agradecer especialmente a Luis, quien tuvo esta brillante idea y ha estado trabajando arduamente para que todo salga perfecto. Gracias, Luis, por todo lo que haces por nosotros.

Los residentes aplaudieron, y Luis, aunque un poco sonrojado, sintió una gran satisfacción. Pero lo que más le conmovió fue lo que ocurrió después. Al acercarse a la mesa para recoger las cosas, Don Tomás, quien siempre había sido el más silencioso del grupo, se le acercó con una pequeña caja en las manos.

—Esto es para ti, Luis —dijo con voz suave, entregándole la caja.

Luis la miró, sorprendido—. ¿Para mí? ¿Por qué?

—Es un pequeño agradecimiento por todo lo que has hecho por nosotros —dijo Don Tomás—. Antes de que llegaras, no me sentía tan conectado con este lugar. Pero tú trajiste algo diferente, algo que nos ha dado vida nuevamente.

Luis abrió la caja y encontró dentro un viejo reloj de bolsillo. Era un objeto antiguo, de plata, y aunque estaba algo gastado por los años, aún conservaba su belleza.

—Este reloj era de mi padre —dijo Don Tomás—. Me lo dio cuando cumplí 18 años. Ahora quiero que lo tengas tú. Has demostrado que el tiempo que uno invierte en los demás siempre regresa multiplicado.

Luis no pudo evitar emocionarse. Aquel gesto, aquel pequeño pero significativo regalo, lo dejó sin palabras. No esperaba recibir nada, pero en ese momento comprendió una vez más que la verdadera recompensa de ayudar a los demás no estaba en los reconocimientos ni en los objetos, sino en las conexiones profundas y humanas que se creaban.

Ese día, Luis comprendió que, efectivamente, todo lo que das, regresa multiplicado, y no solo en gestos, sino en la forma en que tu vida y la de los demás se transforma para siempre.

Después de la tarde de talentos, algo cambió en el hogar para ancianos, y no solo para los residentes, sino también para Luis. La conexión que había desarrollado con ellos, su dedicación y su esfuerzo, comenzaron a hacerle ver el mundo de una manera diferente. El regalo de Don Tomás, ese reloj de bolsillo que llevaba consigo desde aquel día, no solo era un símbolo de gratitud, sino un recordatorio constante de cómo el tiempo que dedicamos a los demás puede tener un impacto mucho mayor del que imaginamos.

A medida que pasaban las semanas, Luis continuó con su rutina en el hogar, pero ya no se trataba solo de cumplir una actividad después de la escuela; ahora, el lugar se había convertido en un segundo hogar para él. Su relación con los ancianos había crecido y, a su vez, él también estaba cambiando. Se sentía más maduro, más consciente del valor de cada pequeño gesto, y sobre todo, más conectado con las personas que lo rodeaban.

Un día, mientras ayudaba a Don Felipe a resolver un crucigrama, Clara se acercó con un sobre en la mano. Su expresión era de alegría, pero también de expectativa.

—Luis, tengo algo para ti —dijo mientras le entregaba el sobre.

Luis, un poco confundido, tomó el sobre y lo abrió. En su interior encontró una carta firmada por la dirección del hogar para ancianos. La carta decía:

“Querido Luis,

Queremos agradecerte de corazón por todo lo que has hecho por nuestra comunidad. Tu presencia ha traído alegría, compañía y una luz que nos recuerda lo valioso que es el tiempo compartido. Por eso, hemos decidido nominarte para el Premio al Joven Voluntario del Año, un reconocimiento a aquellos jóvenes que dedican su tiempo a mejorar la vida de los demás. Sabemos que lo haces sin esperar nada a cambio, pero creemos que mereces este reconocimiento.

Con cariño,

La dirección del Hogar San Sol”

Luis se quedó sin palabras. Nunca había esperado recibir ningún tipo de premio o reconocimiento por lo que hacía. Para él, la verdadera recompensa era ver la sonrisa de los ancianos, escuchar sus historias y saber que, en cierto modo, estaba marcando una diferencia en sus vidas.

—No puedo aceptar esto —dijo Luis con modestia, devolviendo la carta a Clara—. No estoy aquí por premios. Lo hago porque me gusta, porque siento que es lo correcto.

Clara sonrió, comprendiendo su reacción—. Lo sé, Luis, pero precisamente por eso mereces este reconocimiento. No se trata solo de lo que haces, sino de la forma en que lo haces. No tienes que decidir ahora, pero piénsalo. Todos aquí creemos que lo mereces.

Luis pasó los siguientes días pensando en la nominación. Por un lado, le parecía innecesario recibir un premio por algo que él sentía que era simplemente su deber como ser humano. Pero por otro lado, sabía que aceptar el premio no era solo para él, sino también para mostrar al mundo el impacto positivo que el voluntariado puede tener en la vida de las personas.

Mientras tanto, los ancianos continuaban expresando su gratitud de diferentes maneras. Don Felipe le regaló un viejo libro de historia que había sido su favorito durante años. Doña María le trajo una caja de galletas caseras, diciendo que había sido su especialidad cuando era joven. Cada uno, a su manera, encontraba formas de demostrarle a Luis cuánto apreciaban su tiempo y dedicación.

Un día, al regresar de la escuela, Luis se encontró con una visita inesperada en su casa. El director de la escuela estaba allí, conversando con su madre en la sala de estar. Luis se preocupó al principio, pero pronto descubrió que la visita no era para darle malas noticias.

—Luis, tu madre me ha contado sobre todo el tiempo que has estado dedicando al hogar para ancianos —dijo el director, mirándolo con admiración—. Es raro encontrar a jóvenes tan comprometidos con la comunidad, y quiero que sepas que, como escuela, estamos muy orgullosos de ti.

Luis se sintió abrumado por la cantidad de atención que estaba recibiendo. Solo hacía lo que le parecía correcto, pero ver que su esfuerzo tenía un impacto más allá de los ancianos lo hizo sentir una profunda gratitud.

El director continuó—. Quiero ofrecerte la oportunidad de representar a la escuela en un proyecto de voluntariado más grande. Están organizando una iniciativa en toda la ciudad para conectar a los jóvenes con distintas organizaciones benéficas, y creo que serías el candidato perfecto para liderar este esfuerzo. No solo porque tienes la experiencia, sino porque tu corazón está en el lugar correcto.

Luis no pudo evitar sonreír. Nunca había pensado que su pequeña contribución en el hogar para ancianos podría llevarlo a algo tan grande. Aceptó la propuesta, sabiendo que era una oportunidad de continuar el camino que había comenzado meses atrás, cuando decidió entrar por primera vez en ese hogar.

El día del evento de premiación llegó finalmente. Luis había decidido aceptar la nominación, pero solo con la condición de que los ancianos estuvieran allí con él. Para él, ese premio no era solo suyo, sino de todas las personas que lo habían acompañado en ese viaje. Así que, el día del evento, Clara, Don Felipe, Doña María, Don Tomás y otros residentes del hogar lo acompañaron al auditorio donde se realizaría la ceremonia.

Cuando anunciaron su nombre, Luis subió al escenario, sintiendo el calor de los aplausos y las miradas de quienes lo apoyaban desde las primeras filas. Sosteniendo el trofeo en sus manos, se acercó al micrófono.

—Este premio no es solo para mí —comenzó, con voz firme pero llena de emoción—. Es para todas las personas que he conocido en el hogar para ancianos, para Don Felipe, Doña María, Don Tomás, y todos los que me han enseñado que lo más valioso que tenemos es el tiempo que compartimos con los demás. Todo lo que das, regresa multiplicado. Y hoy, más que nunca, lo siento en mi corazón.

Los aplausos resonaron con fuerza en el auditorio, pero lo más importante para Luis fue ver las lágrimas de emoción en los ojos de Don Tomás y la sonrisa orgullosa de Clara. Sabía que, de alguna manera, lo que había comenzado como un pequeño gesto de ayuda había crecido hasta convertirse en una cadena de bondad que nunca terminaría.

Luis dejó el escenario, y mientras caminaba hacia sus amigos del hogar, miró el reloj de bolsillo que le había regalado Don Tomás. Lo sostuvo en la mano, consciente de que el tiempo que uno invierte en los demás no se mide en minutos o horas, sino en conexiones, en historias compartidas y en el impacto que deja en el corazón de las personas.

Y colorín colorín, este cuento llegó a su fin. bueno mis amables oyentes. ¡NOS VEMOS MAÑANA! CON UN NUEVO CUENTO CON MORALEJA.

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