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Manuel miraba el cuaderno lleno de números que parecía interminable frente a él. Las tablas de multiplicar lo tenían atrapado en un laberinto sin salida. A diferencia de sus compañeros, que parecían resolverlas con facilidad, Manuel sentía que cada número se enredaba en su cabeza como si fueran hilos difíciles de desenredar. Mientras más lo intentaba, más confuso se sentía.

—¿Por qué tengo que aprender esto? —se preguntaba, frustrado. La sensación de estar atrapado en un problema sin solución lo inquietaba.

En la escuela, la profesora Carmen había organizado una actividad en la que todos debían memorizar las tablas de multiplicar hasta el número nueve. Durante las clases, la profesora les daba ejercicios rápidos, y algunos estudiantes como Sofía, siempre los resolvían sin dudar. Manuel veía cómo sus compañeros, uno tras otro, alzaban la mano, orgullosos de sus respuestas, mientras él apenas podía recordar la tabla del tres. Sentía que las miradas de sus amigos lo hacían aún más pequeño.

—Manuel, ¿cuánto es cinco por seis? —preguntó la profesora Carmen, dirigiendo su mirada hacia él. El silencio en la clase se hizo palpable.

Manuel bajó la cabeza, apretó el lápiz en su mano, pero las palabras no salieron. Sabía que todos lo observaban, esperando su respuesta, pero las cifras se le escapaban de la mente como arena entre los dedos.

—Tranquilo, Manuel —dijo la profesora suavemente, comprendiendo su angustia—. Recuerda que todo en la vida toma su tiempo. No te rindas.

Esas palabras resonaron en su cabeza, pero Manuel no podía evitar sentirse derrotado. Al final del día, mientras caminaba de regreso a casa, su mochila parecía pesar más de lo normal. Sus pensamientos giraban en torno a las multiplicaciones. ¿Cómo era posible que sus amigos las aprendieran tan rápido y él no? Sentía como si estuviera escalando una montaña empinada y resbaladiza, y por más que lo intentara, siempre volvía a caer.

Cuando llegó a casa, su mamá lo notó al instante. El rostro de Manuel estaba lleno de frustración y cansancio. Sabía que algo lo estaba afectando.

—¿Cómo te fue hoy en la escuela, hijo? —preguntó con una sonrisa, esperando iluminar el ánimo de Manuel.

—Mamá, no puedo aprender las multiplicaciones… ¡son imposibles! —respondió Manuel, dejando caer su mochila con un sonido pesado en el suelo.

Su mamá se acercó, lo abrazó y se sentó a su lado.

—Sabes, Manuel, cuando era pequeña, también me costaba mucho aprender algo en la escuela. No eran las multiplicaciones, pero recuerdo que me sentía igual de frustrada. Me costaba aprender a andar en bicicleta —dijo ella, recordando esos momentos—. Caí muchas veces, me lastimé las rodillas y hasta pensé en rendirme. Pero cada vez que me levantaba, lo intentaba de nuevo, y con el tiempo, lo logré. No fue fácil, pero valió la pena.

Manuel escuchaba atentamente, aunque seguía sintiéndose abrumado. ¿De verdad las matemáticas serían como aprender a andar en bicicleta? ¿Acaso algún día también él lo lograría?

—Lo que te quiero decir, hijo, es que algunas cosas llevan tiempo y esfuerzo. Pero con perseverancia, todo es posible. No importa cuántas veces caigas, lo importante es cuántas veces te levantas y sigues intentando.

Manuel respiró hondo. Las palabras de su madre lo reconfortaban, pero aún así, no podía dejar de pensar en las tablas de multiplicar que lo esperaban al día siguiente en la escuela. Sabía que no podía esquivar las matemáticas para siempre.

A la mañana siguiente, mientras caminaba hacia la escuela, decidió que le pediría ayuda a alguien. Se detuvo al ver a su amigo Pablo, quien siempre era rápido con las matemáticas y, a menudo, ayudaba a otros compañeros cuando lo necesitaban.

—Oye, Pablo, ¿puedes ayudarme con las tablas de multiplicar? —preguntó Manuel, intentando no sonar demasiado desesperado.

Pablo sonrió.

—¡Claro! No son tan difíciles una vez que les agarras el truco. Te mostraré una forma en que a mí me resultó más fácil aprenderlas —dijo con entusiasmo.

Durante el recreo, Pablo se sentó con Manuel bajo un árbol en el patio y comenzó a explicarle un truco que le había enseñado su hermano mayor. Dibujaba cuadros y números, haciendo conexiones que Manuel nunca había considerado antes.

—Mira, Manuel —dijo Pablo—, es como un juego. Solo tienes que entender cómo se repiten los números, y cuando lo veas así, verás que todo es más sencillo.

Manuel observaba, prestando atención a cada palabra. Por primera vez en mucho tiempo, algo empezó a hacer clic en su mente. Las matemáticas dejaban de ser una pared impenetrable, y se empezaban a convertir en pequeños bloques que podía mover y acomodar a su favor.

Cuando la campana sonó anunciando el fin del recreo, Manuel se sintió un poco más seguro. Sabía que aún no dominaba las tablas, pero sentía que había dado un paso importante.

Esa tarde, cuando regresó a casa, decidió seguir practicando. Su madre se sentó con él y le animó a seguir adelante. Cada vez que fallaba, ella lo alentaba a intentarlo de nuevo, recordándole que la perseverancia era la clave.

Esa misma tarde, Manuel decidió que no podía rendirse. Las palabras de su madre sobre la perseverancia seguían resonando en su mente, y la ayuda de Pablo había hecho que las tablas de multiplicar no parecieran tan imposibles después de todo. Sin embargo, aún sabía que le quedaba un largo camino por recorrer.

Al día siguiente, cuando llegó a la escuela, la profesora Carmen anunció algo que sorprendió a toda la clase.

—Chicos, el próximo viernes haremos un concurso de tablas de multiplicar. Será una competencia amistosa y divertida para ver cuánto han aprendido. Tendremos premios para los que lleguen a la final, así que quiero que todos practiquen mucho.

Manuel sintió un nudo en el estómago al escuchar esas palabras. ¿Un concurso? Justo cuando empezaba a sentir que avanzaba, ahora tendría que enfrentarse a todos sus compañeros en algo que aún no dominaba. Los murmullos emocionados de sus amigos llenaron el aula, mientras algunos ya se imaginaban compitiendo por el primer lugar.

—¡Genial! —exclamó Sofía, siempre entusiasta—. Me encantan las competencias de matemáticas.

—¡Seguro ganas, Sofía! —respondió Miguel, otro de sus compañeros.

Manuel, por su parte, no podía compartir ese entusiasmo. Aunque no quería darse por vencido, el miedo de fallar frente a todos sus compañeros lo hacía dudar. Después de clases, se quedó mirando su cuaderno lleno de números y dibujos que había hecho con la ayuda de Pablo.

Cuando llegó a casa, su mamá lo recibió con una sonrisa, pero notó que algo seguía preocupándolo.

—¿Cómo te fue hoy, Manuel? —preguntó mientras le servía un poco de jugo.

—La profesora Carmen anunció un concurso de multiplicaciones para el viernes —respondió, dejando caer su mochila en el suelo—. Todos van a participar, y no creo que pueda hacerlo bien. Apenas puedo recordar la tabla del cuatro, y Sofía ya sabe todas. ¿Y si me equivoco delante de todos?

Su mamá lo miró con comprensión y se acercó para sentarse a su lado.

—Manuel, ¿recuerdas lo que te dije sobre la perseverancia? —le dijo en un tono suave—. Nadie espera que lo sepas todo de inmediato. Lo importante es que sigas intentándolo, aunque las cosas no sean fáciles. Las matemáticas pueden ser difíciles ahora, pero no significa que no las puedas aprender con práctica. Y no se trata de ganar o perder, sino de hacer tu mejor esfuerzo.

Manuel asintió, aunque todavía sentía el peso de la competencia sobre sus hombros. Esa noche, decidió que iba a seguir practicando, sin importar lo difícil que fuera. Pasó horas repasando las tablas, primero con los trucos que le había enseñado Pablo, luego con su madre, y después usando tarjetas que él mismo había hecho con dibujos coloridos.

A medida que avanzaba la semana, Manuel comenzó a notar que las multiplicaciones empezaban a tener más sentido. Ya no tenía que contar con los dedos para resolver las tablas más fáciles, y las más complicadas, como la del seis y la del siete, empezaban a fluir con más rapidez en su mente. Cada vez que lograba resolver una operación sin mirar las respuestas, se sentía un poco más seguro.

El jueves por la tarde, justo antes del concurso, Pablo volvió a sentarse con Manuel en el recreo.

—¿Cómo va el estudio, Manuel? —preguntó Pablo con una sonrisa amistosa.

—Mejor de lo que pensaba —respondió Manuel—. Aún me cuesta con algunas tablas, pero ya no me parecen tan imposibles como antes.

Pablo le dio una palmada en el hombro.

—¡Ves! Sabía que lo lograrías. Solo es cuestión de no rendirse. Yo también cometía errores al principio, pero con práctica, todo se vuelve más fácil. Mañana, en el concurso, lo harás genial, ya verás.

Manuel sonrió, aunque aún sentía un poco de nerviosismo. Sabía que Pablo tenía razón, pero la idea de estar frente a toda la clase y competir seguía dándole vueltas en la cabeza.

El viernes llegó más rápido de lo que esperaba. En el aula, la profesora Carmen había preparado todo para el concurso. Había una pizarra grande con las tablas de multiplicar escritas en un rincón y una pequeña campana en la mesa, lista para sonar cada vez que alguien diera la respuesta correcta. Los nervios flotaban en el aire mientras todos los estudiantes se alineaban.

—Bien, chicos, ¿están listos? —preguntó la profesora Carmen con una sonrisa—. Recuerden, esto es solo un juego para divertirnos y aprender. No importa quién gane o pierda, lo importante es que todos participen y lo hagan lo mejor posible.

Sofía y Miguel estaban en la primera fila, listos para responder. Manuel, por su parte, se colocó en la parte de atrás, intentando controlar los nervios. La profesora comenzó con preguntas fáciles, como “dos por tres” o “cinco por cinco”, y los estudiantes alzaban la mano rápidamente para dar las respuestas correctas.

Manuel no se atrevía a levantar la mano al principio, observaba cómo sus compañeros respondían con rapidez y precisión. Pero poco a poco, las preguntas se hicieron más difíciles. Llegó el turno de las tablas más avanzadas, y la profesora Carmen preguntó:

—¿Cuánto es seis por siete?

Manuel sabía la respuesta. Lo había practicado tantas veces que casi la podía ver escrita frente a él. Respiró hondo, y esta vez, sin dudarlo, levantó la mano.

—¡Cuarenta y dos! —dijo con confianza.

La profesora Carmen sonrió y asintió.

—¡Correcto, Manuel! Muy bien.

Manuel sintió una oleada de satisfacción. Había respondido correctamente, y por primera vez en mucho tiempo, no sentía miedo, sino orgullo. Sus compañeros le sonrieron, y Pablo, desde la fila de adelante, levantó el pulgar en señal de apoyo.

El concurso continuó, y aunque Manuel no ganó el primer lugar, había logrado algo mucho más importante. Se había demostrado a sí mismo que, con esfuerzo y perseverancia, podía superar cualquier obstáculo.

Cuando terminó el concurso, la profesora Carmen felicitó a todos los participantes por su esfuerzo. Aunque Sofía había ganado el primer lugar, y Miguel el segundo, Manuel no podía dejar de sonreír. Sabía que, en su interior, había ganado una batalla mucho más importante. A medida que la clase se dispersaba y los estudiantes comenzaban a hablar emocionados sobre sus resultados, Manuel se quedó sentado un momento, disfrutando del pequeño logro que había alcanzado.

—¡Lo hiciste genial, Manuel! —dijo Pablo mientras recogía su mochila—. Sabía que podías hacerlo.

Manuel sonrió con gratitud. Aquel gesto de Pablo, haberle enseñado sus trucos y alentarlo a seguir intentándolo, había hecho toda la diferencia.

—Gracias, Pablo. Sin tu ayuda no sé si lo habría logrado —respondió Manuel—. Todavía me cuesta un poco, pero creo que voy mejorando.

Pablo se encogió de hombros, sonriendo.

—Es solo cuestión de seguir practicando. A mí también me costó al principio, pero con el tiempo todo se vuelve más fácil. Además, ¿viste cómo resolviste la tabla del seis? Lo hiciste sin dudar.

Al escuchar esas palabras, Manuel sintió que el peso que había llevado durante días se disipaba poco a poco. Se dio cuenta de que, aunque el camino había sido difícil, no estaba solo. Tenía el apoyo de su familia, de sus amigos, y, lo más importante, había encontrado dentro de sí la fuerza para seguir adelante, incluso cuando las cosas parecían imposibles.

Esa tarde, cuando llegó a casa, su mamá lo esperaba con una sonrisa.

—¿Cómo te fue en el concurso? —preguntó mientras colocaba un plato de galletas caseras sobre la mesa.

—No gané, pero respondí algunas preguntas —dijo Manuel, intentando sonar modesto, pero el brillo en sus ojos lo delataba.

Su mamá se acercó y lo abrazó con orgullo.

—No se trata de ganar, Manuel. Lo importante es que no te rendiste. Eso es lo que realmente cuenta. Estoy muy orgullosa de ti.

Esa noche, mientras Manuel se preparaba para dormir, pensó en todo lo que había aprendido en esos días. Las multiplicaciones seguían siendo un desafío, pero ya no le asustaban. Sabía que, con esfuerzo y paciencia, podía seguir mejorando. Lo que antes parecía un muro infranqueable, ahora era un simple obstáculo más en su camino. Uno que podía superar con perseverancia.

A la mañana siguiente, Manuel se levantó con una nueva actitud. Sabía que todavía quedaba mucho por aprender, pero también sabía que estaba en el camino correcto. Decidió que, cada día, practicaría un poco más, no solo porque era necesario, sino porque quería demostrarle a sí mismo que podía hacerlo.

En la escuela, la profesora Carmen anunció que, aunque el concurso había terminado, seguirían trabajando en las tablas de multiplicar. Había preparado nuevas actividades para que todos los estudiantes pudieran seguir mejorando. Para sorpresa de Manuel, esta vez no sintió temor ni ansiedad al escuchar la noticia. De hecho, estaba ansioso por seguir practicando y ver hasta dónde podía llegar.

A medida que pasaban los días, Manuel comenzó a notar cambios. En las clases, ya no dudaba tanto al responder, y cuando la profesora hacía preguntas rápidas, su mano comenzaba a levantarse con más frecuencia. Aunque todavía cometía errores, ya no le molestaba tanto como antes. Sabía que los errores eran parte del proceso, una oportunidad para aprender algo nuevo.

Un día, durante una de esas actividades, la profesora Carmen decidió hacer algo diferente.

—Hoy vamos a trabajar en parejas —anunció—. Quiero que se ayuden entre ustedes y compartan lo que han aprendido hasta ahora. Recuerden, todos tienen algo que enseñar.

Manuel fue emparejado con Camila, una de sus compañeras que, al igual que él en un principio, parecía tener problemas con las multiplicaciones. Al principio, Camila estaba muy nerviosa y evitaba hacer las preguntas más difíciles, pero Manuel la animó.

—Yo también tenía muchas dudas —le confesó—. Al principio no entendía nada, pero Pablo me ayudó, y con un poco de práctica todo se vuelve más fácil. Si quieres, te puedo enseñar algunos de los trucos que me mostró.

Camila lo miró con alivio y aceptó su ayuda. Durante el resto de la clase, Manuel le explicó las tablas utilizando los mismos métodos que Pablo le había enseñado. Dibujó cuadros y diagramas, y le mostró cómo encontrar patrones en los números. Al final de la clase, Camila había comenzado a sentirse más segura, y Manuel se dio cuenta de lo mucho que había avanzado.

Esa tarde, mientras caminaba a casa, Manuel sintió una mezcla de orgullo y gratitud. No solo estaba superando sus propias dificultades, sino que también estaba ayudando a otros a hacer lo mismo. La perseverancia, pensó, no solo era importante para lograr sus propios objetivos, sino también para compartir lo que había aprendido con los demás.

Cuando llegó a casa, su mamá lo recibió con una sonrisa.

—¿Qué tal te fue hoy, Manuel? —preguntó mientras preparaba la cena.

—Muy bien, mamá. Hoy ayudé a Camila con las multiplicaciones. Me sentí como cuando Pablo me ayudó a mí. Fue genial poder devolver un poco de lo que he aprendido.

Su mamá lo miró con orgullo y acarició su cabeza.

—Eso es maravilloso, hijo. Ayudar a los demás es una de las mejores formas de crecer. Estoy segura de que, con esa actitud, vas a seguir logrando cosas increíbles.

Esa noche, mientras Manuel se acostaba, pensó en todo lo que había logrado. Había empezado con miedo, inseguridad y frustración, pero había terminado superando sus propios límites. Había aprendido que, aunque los desafíos podían parecer abrumadores al principio, con perseverancia y el apoyo de los demás, no había obstáculo que no pudiera superar.

Manuel sonrió antes de cerrar los ojos. Sabía que las tablas de multiplicar eran solo el comienzo de muchos otros desafíos que enfrentaría en el futuro. Pero ahora, estaba listo para enfrentarlos, sabiendo que la perseverancia era su mejor herramienta para triunfar.

moraleja La perseverancia supera los obstáculos.

Y colorín colorín, este cuento llegó a su fin. bueno mis amables oyentes. ¡NOS VEMOS MAÑANA! CON UN NUEVO CUENTO CON MORALEJA.

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