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El sol brillaba intensamente sobre el campo de fútbol, bañando de luz el estadio que ya comenzaba a llenarse de espectadores ansiosos. Hoy se disputaría la tan esperada final del torneo estatal, y dos escuelas rivales estaban a punto de enfrentarse en un duelo que prometía ser inolvidable. De un lado, la Escuela Secundaria Altos de la Colina, y del otro, la Escuela Secundaria Valle del Río.

Durante semanas, los partidos se habían vuelto cada vez más intensos, y la tensión entre ambas escuelas crecía con cada victoria. Los jugadores no eran los únicos que estaban ansiosos; las gradas estaban llenas de estudiantes, maestros y padres que, con camisetas de sus equipos y banderas ondeando, se preparaban para animar a sus respectivos colegios. Sin embargo, bajo esa energía contagiosa, también había una rivalidad latente que amenazaba con transformar el juego en algo más que un simple deporte.

En el vestuario de Altos de la Colina, Luis, el capitán del equipo, daba vueltas en círculos, nervioso. A pesar de su apariencia segura y su liderazgo natural en el campo, había algo que lo inquietaba. No era solo el peso de liderar a su equipo en el partido más importante del año; era la rivalidad cada vez más hostil que había surgido entre las dos escuelas. En las semanas previas, las redes sociales estaban llenas de burlas y comentarios despectivos entre los estudiantes de ambas instituciones, lo que había aumentado la tensión. Incluso durante los entrenamientos, se escuchaban rumores de posibles enfrentamientos entre los aficionados.

Luis se sentó en el banco, mirando sus zapatos de fútbol. ¿Cómo habían llegado a este punto? Recordó que al principio del torneo todo era más divertido. Ganar o perder era parte del juego, y ambos equipos se habían enfrentado en varias ocasiones antes sin mayores problemas. Pero ahora, parecía que el resultado del partido definiría algo más grande: el orgullo y la reputación de cada escuela.

“Luis, ¿estás bien?” preguntó Martín, su compañero de equipo y mejor amigo desde la infancia.

Luis asintió, pero no pudo ocultar su preocupación. “Es solo que… no sé, Martín. Todo esto se siente diferente. Como si no fuera solo un partido de fútbol. Siento que si perdemos, las cosas podrían salirse de control.”

Martín lo miró con empatía. “Lo sé, yo también lo he notado. Pero recuerda, somos un equipo. Y pase lo que pase hoy, lo más importante es que juguemos limpio y con respeto. No podemos controlar lo que hacen los demás, pero sí podemos controlar cómo respondemos.”

Esas palabras resonaron en Luis, quien se levantó y respiró profundamente. Tenía razón. Ellos no podían evitar que otros actuaran de manera hostil, pero sí podían asegurarse de que, como equipo, mantuvieran la compostura y el respeto en todo momento. Eso, pensó Luis, era lo que verdaderamente haría la diferencia.

Mientras tanto, en el vestuario de la Escuela Valle del Río, la atmósfera era muy diferente. Allí, los jugadores discutían animadamente sobre el partido, confiados en que iban a ganar. Miguel, el capitán del equipo, era conocido por su actitud desafiante y competitiva. No solo jugaba para ganar, sino que también disfrutaba de provocar a sus rivales. “Hoy vamos a aplastar a esos de Altos de la Colina”, decía mientras ajustaba sus espinilleras. “Ya es hora de que sepan quiénes son los mejores.”

Sus compañeros lo vitorearon, entusiasmados por la energía que Miguel siempre traía al equipo. Sin embargo, en el fondo del vestuario, uno de los jugadores, Samuel, no parecía tan emocionado. A diferencia de Miguel, Samuel no veía el fútbol como una batalla; para él, el deporte era una oportunidad para conectar con otros y disfrutar del juego en sí. Era uno de los mejores jugadores del equipo, pero no compartía el mismo enfoque de confrontación de su capitán.

Samuel se acercó a Miguel mientras este revisaba la estrategia del partido. “Oye, Miguel, tal vez deberíamos calmarnos un poco. No quiero que esto se convierta en algo más grande que un partido. Al final del día, solo somos dos equipos que amamos el fútbol, ¿no?”

Miguel lo miró con una sonrisa burlona. “Vamos, Samuel, no seas tan blando. Este partido es nuestro. Y te aseguro que ellos no tendrán piedad, así que, ¿por qué deberíamos tenerla nosotros?”

Samuel frunció el ceño, pero no insistió. Sabía que no tenía sentido discutir con Miguel en ese momento, pero en su interior deseaba que el enfoque del partido fuera diferente. Mientras caminaba hacia el campo con el resto del equipo, decidió que, pase lo que pase, él jugaría con respeto y daría el ejemplo. No quería que la rivalidad oscureciera el verdadero espíritu del deporte.

Cuando ambos equipos salieron al campo, el rugido de las gradas fue ensordecedor. Los colores de las dos escuelas ondeaban en el viento, y los cánticos llenaban el aire con fuerza. Pero Luis, observando desde su lado del campo, pudo notar algo preocupante: algunas personas en la grada de Valle del Río llevaban pancartas con mensajes despectivos hacia Altos de la Colina. No solo eso, sino que algunos de sus propios compañeros de escuela respondían con gritos y gestos agresivos.

Luis respiró hondo. Este no era el ambiente que quería para el partido más importante de su vida. Se acercó al árbitro y pidió una breve reunión con el capitán del equipo contrario antes de que comenzara el partido. El árbitro, sorprendido pero comprensivo, accedió.

Miguel caminó hacia el centro del campo con una expresión desafiante, y cuando se encontró con Luis, este último fue directo al grano.

“Mira, Miguel,” dijo Luis con firmeza, “sé que este partido es importante para los dos, pero no podemos permitir que se salga de control. Si las cosas siguen así, la final no será sobre quién juega mejor, sino sobre quién puede pelear más fuerte. No es eso lo que queremos, ¿verdad?”

Miguel, aunque algo sorprendido, mantuvo su postura arrogante. “¿Tienes miedo de perder, Luis? Porque suena como si estuvieras buscando una excusa.”

Luis lo miró fijamente a los ojos. “No es miedo, Miguel. Es respeto. Respeto por el juego, por nuestros equipos y por nuestras escuelas. Podemos ser rivales hoy, pero eso no significa que tengamos que odiarnos.”

El pitazo inicial resonó en todo el estadio, y de inmediato ambos equipos se lanzaron al ataque con una energía explosiva. Las primeras jugadas mostraron el excelente nivel de fútbol de ambos lados: pases rápidos, fintas impresionantes y una defensa férrea. Sin embargo, algo más se hacía evidente a medida que avanzaban los minutos: la tensión entre los jugadores de Altos de la Colina y Valle del Río aumentaba con cada choque en el campo.

Luis lideraba a su equipo con gran determinación, haciendo pases certeros y controlando el balón con maestría. Sin embargo, también notaba cómo los jugadores de Valle del Río, especialmente Miguel, adoptaban un estilo de juego más agresivo. No era raro que los empujones y comentarios entre jugadores fueran más frecuentes de lo necesario. Aunque el árbitro trataba de mantener el orden, era evidente que el partido estaba en el filo de convertirse en algo más físico que deportivo.

Durante uno de los ataques de Altos de la Colina, Luis se adentró rápidamente por el lateral izquierdo, pasando a dos defensores con una serie de hábiles regates. Cuando finalmente centró el balón al área, su compañero Martín saltó para cabecearlo, pero justo en ese momento, Miguel lo empujó de manera descarada. Martín cayó al suelo con fuerza, mientras el árbitro sonaba su silbato. Luis corrió inmediatamente a ver a su amigo, quien se quejaba de dolor en el tobillo.

“¡Fue falta clara!” gritó Luis, acercándose al árbitro, pero el juez solo advirtió a Miguel verbalmente, sin mostrar ninguna tarjeta. Esto enfureció a los jugadores de Altos de la Colina y, desde las gradas, los gritos se intensificaron.

El ambiente en las tribunas comenzaba a volverse más denso. Algunos espectadores ya intercambiaban insultos, y un par de banderas habían sido arrancadas en la zona de Valle del Río. Luis miró hacia las gradas, preocupado. Sabía que el comportamiento en el campo podía influir en lo que sucedía afuera, y no quería que la situación empeorara. Se volvió hacia Martín, quien estaba siendo ayudado por el médico del equipo.

“¿Puedes seguir jugando?” le preguntó, con preocupación en la voz.

Martín hizo una mueca de dolor pero asintió. “Sí, no es tan grave, pero… Luis, tenemos que hacer algo. Si seguimos así, esto no va a terminar bien.”

Luis sabía que Martín tenía razón. El partido ya no era solo una competición entre dos equipos; se había convertido en un conflicto emocional que involucraba a todos, desde los jugadores hasta los espectadores. Luis respiró hondo y decidió que, pase lo que pase, mantendría la calma y el respeto en cada jugada, esperando que su equipo lo siguiera.

Por su parte, Miguel parecía disfrutar del caos. Cada vez que hacía una entrada dura o provocaba a uno de los jugadores de Altos de la Colina, sonreía con satisfacción. Estaba convencido de que la intimidación era parte de la estrategia para ganar, y no tenía intención de aflojar. En su mente, el fútbol era un deporte donde los fuertes prevalecían sobre los débiles, y no veía nada malo en utilizar cualquier táctica para salir victorioso.

Sin embargo, no todos en su equipo compartían esa opinión. Samuel, quien hasta ese momento había jugado con discreción, comenzó a sentir que las cosas estaban yendo demasiado lejos. Durante uno de los contraataques, interceptó un pase que Luis había hecho hacia adelante. Samuel avanzó rápidamente, sorteando a los defensores con habilidad, pero justo cuando estaba por rematar a portería, uno de los defensores de Altos de la Colina lo derribó con una falta clara.

El árbitro inmediatamente pitó la falta, pero esta vez, la reacción de Miguel fue exagerada.

“¡Eso fue una agresión!” gritó Miguel, corriendo hacia el árbitro con los puños cerrados. “¡Tiene que ser expulsado!”

Luis, que estaba cerca, se acercó a Miguel y trató de calmarlo. “No fue para tanto, Miguel. Ya pitaron la falta, vamos a seguir jugando.”

Pero Miguel, cegado por la competitividad y la ira, no quería escuchar. “¡No me digas cómo debo jugar! ¡Tú solo quieres que te dejemos ganar!”

Luis lo miró, confundido por su actitud. “No es eso, Miguel. Solo estoy diciendo que…”

Antes de que pudiera terminar, el árbitro intervino y separó a ambos jugadores. “Suficiente, muchachos. Jueguen limpio o tendrán problemas.”

El juego continuó, pero la hostilidad no disminuía. Cada vez que un jugador caía, se escuchaban abucheos y gritos desde las gradas. Las pancartas con mensajes despectivos seguían agitándose, y la tensión en el aire era palpable.

En una de las jugadas más cruciales, Samuel tuvo otra oportunidad de marcar. Se abrió paso entre la defensa de Altos de la Colina y, cuando parecía que iba a anotar el gol del desempate, fue nuevamente derribado por un defensor. Esta vez, sin embargo, Samuel no cayó. Mantuvo el equilibrio, recuperó el balón y pasó hacia Miguel, quien estaba en una posición perfecta para rematar.

Miguel vio la oportunidad, pero en lugar de agradecer el esfuerzo de Samuel, lo ignoró y remató con demasiada fuerza, enviando el balón por encima del arco. Samuel no dijo nada, pero estaba claro que se sentía frustrado. Mientras regresaba a su posición, no podía evitar pensar en lo diferente que sería el partido si Miguel jugara con más respeto y menos egoísmo.

Finalmente, cuando el partido entraba en sus últimos minutos, el marcador seguía empatado. Ambos equipos estaban exhaustos, pero la energía en el campo no cesaba. Fue entonces cuando algo inesperado ocurrió: un balón largo fue enviado hacia Luis, quien se lanzó en carrera para alcanzarlo. Al llegar a la línea de gol, fue derribado por Miguel con una entrada brutal. Esta vez, el árbitro no dudó en sacar la tarjeta roja.

Miguel, furioso, protestó, pero ya era demasiado tarde. El daño estaba hecho. Las gradas estallaron en gritos y abucheos, y los jugadores de Valle del Río se quedaron atónitos. Luis, dolorido, se levantó lentamente, mientras el árbitro concedía un tiro libre justo en el borde del área.

El ambiente en el estadio estaba al límite. Los gritos desde las gradas no paraban y los jugadores de Valle del Río rodearon a Miguel, intentando calmarlo mientras abandonaba el campo tras la tarjeta roja. Luis, por su parte, se levantó con dificultad, aunque con la ayuda de Martín y otros compañeros. El árbitro se mantenía firme, tratando de controlar la situación.

El tiro libre a favor de Altos de la Colina era crucial. Era su oportunidad de definir el partido a su favor y coronarse campeones. Luis, aún adolorido, se ofreció para cobrarlo, a pesar de que sus compañeros le sugerían que dejara que otro lo hiciera. “Puedo hacerlo”, insistió. Sabía que este era un momento clave, no solo para el resultado del juego, sino también para demostrar que podía mantener la calma a pesar de todo lo sucedido.

El estadio enmudeció mientras Luis se colocaba frente al balón. Respiró hondo, enfocándose únicamente en el arco. El portero de Valle del Río estaba nervioso, moviéndose de un lado a otro, sabiendo que tenía que detener ese tiro para mantener a su equipo en el partido.

Luis retrocedió un par de pasos y, cuando el árbitro pitó, corrió hacia el balón y lo golpeó con precisión. El esférico voló por encima de la barrera y, con una curva perfecta, se dirigió hacia la esquina superior izquierda de la portería. El portero se lanzó desesperado, pero no pudo alcanzarlo. ¡Gol!

El estadio estalló en una mezcla de gritos de celebración y lamentos. Los jugadores de Altos de la Colina corrieron hacia Luis para abrazarlo, mientras los de Valle del Río bajaban la cabeza, desanimados. Faltaban solo unos minutos para el final del partido, y parecía que todo estaba decidido.

Sin embargo, algo inesperado ocurrió. Mientras Luis celebraba con sus compañeros, vio de reojo a Samuel, el mediocampista de Valle del Río, de pie, observando la celebración desde la distancia. Algo en su postura llamó la atención de Luis. No era la típica reacción de un jugador derrotado. Samuel parecía pensativo, como si estuviera debatiendo algo consigo mismo.

El árbitro reanudó el juego, y aunque Valle del Río jugaba con un hombre menos, Samuel decidió no rendirse. Tomó la iniciativa, liderando a su equipo con un espíritu renovado. Empezó a distribuir el balón con gran precisión, buscando siempre abrirse paso entre la defensa de Altos de la Colina. Incluso los jugadores de Altos de la Colina notaron el cambio en la actitud de Samuel. Parecía decidido a pelear hasta el último segundo.

Fue entonces cuando ocurrió el momento que marcaría un antes y un después en el partido. Samuel recibió un pase largo desde la defensa y corrió hacia el área contraria. Luis, que estaba más atrás, lo observaba de cerca. En lugar de ir directo hacia el arco, Samuel hizo algo que sorprendió a todos. En lugar de intentar una jugada individual o un tiro desesperado, decidió pasar el balón a uno de sus compañeros, quien estaba mejor posicionado.

Ese simple gesto cambió la dinámica del partido. El pase permitió que Valle del Río se acercara peligrosamente al arco de Altos de la Colina. Con un juego de toques rápidos, los jugadores de Valle del Río lograron descolocar a la defensa rival. Finalmente, el balón llegó a los pies de un delantero que, sin perder tiempo, disparó hacia el arco. El portero de Altos de la Colina reaccionó con rapidez, pero el disparo fue certero. ¡Gol de Valle del Río!

El empate llegó en el último minuto. Los jugadores de Valle del Río celebraron el gol con euforia, abrazándose unos a otros. Luis, mientras tanto, se quedó parado en el medio del campo, observando la escena. Algo dentro de él se movió. A pesar del empate, no sentía enojo ni frustración. En lugar de eso, sentía admiración por lo que acababa de presenciar. Samuel había jugado con una madurez impresionante, y había demostrado que el fútbol, más allá de ganar o perder, era un juego de equipo, de respeto y de compañerismo.

El árbitro pitó el final del partido. El marcador final era 2-2, lo que significaba que se irían a una tanda de penales. Ambos equipos se reunieron en sus respectivas áreas para organizarse. Luis, aún procesando lo sucedido, decidió acercarse a Samuel. Cuando llegó hasta él, lo encontró respirando agitado, pero con una sonrisa de satisfacción.

“Buen pase”, le dijo Luis, extendiendo la mano.

Samuel lo miró sorprendido por un momento, pero luego estrechó su mano con gratitud. “Gracias. Solo hice lo que creí que era correcto.”

Luis asintió. “Lo fue. Ese es el tipo de juego que hace la diferencia.”

Ambos se quedaron en silencio por unos segundos, hasta que Samuel dijo: “Sé que Miguel no ha jugado de la mejor manera hoy. A veces se deja llevar por la presión… Lo siento si causó problemas.”

Luis negó con la cabeza. “No te preocupes. Todos cometemos errores. Lo importante es que supiste mantener la calma y seguir adelante. Eso es lo que realmente importa.”

La tanda de penales fue intensa. Ambos equipos tuvieron sus oportunidades, pero al final, Altos de la Colina se impuso por un solo penalti de diferencia. El estadio celebró la victoria, pero lo que quedó en la memoria de todos no fue solo el resultado, sino el espíritu con el que se jugó el partido.

Al final del juego, cuando los trofeos fueron entregados, ambos equipos se tomaron una foto juntos. Luis y Samuel, de pie uno al lado del otro, sonrieron para la cámara. El fútbol había demostrado ser mucho más que una competencia; había sido una lección sobre tolerancia, respeto y compañerismo.

Moraleja: La tolerancia es clave para vivir en armonía. A veces, en medio de la competencia y las diferencias, es importante recordar que el respeto por los demás y la capacidad de mantener la calma pueden marcar la diferencia. Ganar es importante, pero el verdadero triunfo está en cómo jugamos y tratamos a los demás.

Y colorín colorín, este cuento llegó a su fin. bueno mis amables oyentes. ¡NOS VEMOS MAÑANA! CON UN NUEVO CUENTO CON MORALEJA.

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