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El sol de la mañana iluminaba la pequeña huerta escolar, donde los alumnos de la clase de ciencias naturales habían pasado semanas cultivando todo tipo de plantas. Desde zanahorias hasta fresas, el huerto era una muestra del esfuerzo y dedicación de cada uno de los estudiantes. Pero para Mateo, su mayor orgullo era el pequeño espacio en el que había plantado coles. Las coles eran un proyecto personal para él, algo que le recordaba a los veranos en casa de sus abuelos, donde solía ayudar a su abuelo en el campo.

Cada día, después de las clases, Mateo se aseguraba de pasar un rato cuidando su sembrado. Revisaba las hojas, regaba la tierra con cuidado y observaba cómo las pequeñas coles iban tomando forma. Era su manera de desconectar del ruido de la escuela, y sentía que aquel rincón en la huerta era solo suyo. Sus compañeros sabían cuánto valoraba su huerto, y aunque todos trabajaban juntos, respetaban el espacio personal de Mateo.

Sin embargo, una mañana, todo cambió.

Mateo llegó temprano a la huerta, como siempre, con su pequeña regadera en la mano y una sonrisa en el rostro. Pero al acercarse a su rincón, su corazón dio un vuelco. Las coles que había cuidado con tanto esmero estaban aplastadas, pisoteadas, y el suelo estaba revuelto, como si alguien hubiera caminado sobre las plantas sin el menor cuidado. Mateo no podía creer lo que veía. Se agachó y tocó las hojas rotas, intentando entender cómo había sucedido algo tan terrible.

“¡No puede ser!” exclamó en voz baja, con un nudo en la garganta. Miró a su alrededor, buscando alguna pista de quién podría haber sido. Todo el esfuerzo de semanas se había ido en un abrir y cerrar de ojos. Las coles, que estaban casi listas para ser cosechadas, eran ahora un montón de hojas marchitas y aplastadas.

Mientras seguía examinando el desastre, sus compañeros empezaron a llegar. Primero fue Camila, que al ver la expresión en el rostro de Mateo, corrió hacia él.

“¿Qué pasó aquí?” preguntó, visiblemente preocupada.

“No lo sé,” murmuró Mateo, su voz temblando de frustración. “Alguien pisoteó todas mis coles. No entiendo quién pudo haber hecho esto. Nadie tendría razón para destruirlas.”

Camila se agachó junto a él, observando el daño. “Esto es horrible… ¿crees que fue alguien de la escuela? Tal vez fue un accidente.”

Mateo negó con la cabeza, aún incrédulo. “Un accidente no habría causado tanto daño. Esto fue hecho a propósito, estoy seguro.”

Pronto más estudiantes se acercaron, atraídos por la escena. Todos se quedaban mirando, sin saber qué decir, pero compartiendo la misma expresión de sorpresa y tristeza. El profesor de ciencias, el señor Morales, llegó también, alertado por el bullicio. Al ver el desastre, se quedó en silencio por un momento, antes de dirigirse a Mateo.

“Mateo, lamento mucho lo que ha pasado. No tengo idea de cómo pudo suceder esto, pero investigaremos para averiguarlo.”

El profesor intentó calmar la situación, pero Mateo estaba demasiado afectado como para escuchar. Sentía que su esfuerzo había sido despreciado, como si alguien hubiese decidido que su trabajo no valía nada. La impotencia se mezclaba con la rabia, y su mente no dejaba de dar vueltas. ¿Por qué alguien haría algo así? ¿Había sido un simple descuido o alguien lo había hecho a propósito para molestarlo?

A medida que el día avanzaba, la noticia del desastre en el huerto se extendió por toda la escuela. Algunos compañeros se acercaban a Mateo para mostrarle su apoyo, pero él apenas podía agradecerles. Su mente seguía atrapada en el enfado y la tristeza. La idea de que su proyecto, algo tan importante para él, hubiera sido destruido, le hacía sentir una mezcla de decepción y rabia.

Fue durante el recreo cuando ocurrió algo que Mateo no esperaba. Samuel, uno de los chicos más inquietos de la clase, se le acercó con una expresión diferente a la habitual. Samuel era conocido por ser un poco travieso y desordenado, pero Mateo nunca había tenido problemas con él. Sin embargo, en ese momento, Mateo sintió un extraño presentimiento.

“Mateo, necesito hablar contigo,” dijo Samuel, mirando al suelo con nerviosismo.

Mateo lo miró con desconfianza. No podía evitar relacionarlo con lo que había pasado. “¿Qué quieres?” respondió, intentando mantener la calma, pero sintiendo que su enojo aumentaba al ver la incomodidad de Samuel.

Samuel se frotó las manos y tragó saliva antes de hablar. “Mira, sé que estás muy molesto… y con razón. Yo… yo fui el que pisoteó tus coles.”

Mateo sintió como si el mundo se detuviera por un momento. No podía creer lo que estaba oyendo. Su primer impulso fue estallar en ira, pero algo en la voz de Samuel lo hizo contenerse.

“¿Tú? ¿Por qué lo hiciste?” preguntó Mateo, tratando de controlar su enojo. “¿Qué te hice yo para que destruyeras lo que tanto me costó?”

Samuel levantó la vista, sus ojos reflejaban vergüenza y arrepentimiento. “No lo hice a propósito, te lo juro. Estaba jugando al fútbol con los chicos después de clases, y la pelota se fue hacia la huerta. Corrí tras ella y no me di cuenta de dónde estaba pisando. Cuando me di cuenta, ya había hecho el daño. Lo siento mucho, Mateo. No quise que esto pasara. Sé cuánto significaba para ti.”

Las palabras de Samuel parecían sinceras, pero el enojo de Mateo seguía latente. Sabía que aceptar la disculpa no sería fácil. No se trataba solo de unas plantas; era todo el esfuerzo, la dedicación y el tiempo invertido lo que se había perdido. Sin embargo, también sabía que todos cometían errores, incluso él. El problema era que en ese momento no sabía si estaba listo para perdonar.

Mateo miraba a Samuel sin saber qué decir. Las disculpas sinceras de su compañero parecían flotar en el aire sin encontrar un lugar en su corazón. A su alrededor, los demás alumnos que habían escuchado la conversación se quedaron en silencio, esperando ver qué decisión tomaría Mateo. Él siempre había sido uno de los estudiantes más tranquilos y responsables, pero esta situación lo ponía en un aprieto emocional que jamás había experimentado.

Samuel, visiblemente nervioso, se pasó una mano por el cabello y bajó la mirada. “Entiendo si no quieres perdonarme… solo quería que supieras que lo siento de verdad.” Sin decir más, dio media vuelta y empezó a alejarse lentamente.

Mateo sintió una presión en el pecho. Por un lado, estaba lleno de rabia y frustración. Samuel había destruido algo en lo que había puesto mucho esfuerzo. Pero, por otro lado, las palabras de su compañero resonaban en su cabeza. “No lo hice a propósito.” ¿Y si realmente había sido un accidente? ¿Acaso no era capaz de cometer errores también?

Durante el resto del día, Mateo intentó concentrarse en sus clases, pero su mente volvía una y otra vez a las coles aplastadas y a las disculpas de Samuel. El profesor Morales, quien notó su distracción, lo llamó al final de la última clase.

“Mateo, ¿cómo te sientes?” preguntó el profesor con su tono habitual de calma.

“Frustrado,” admitió Mateo, sintiendo que las palabras le salían sin filtro. “Todo mi esfuerzo en la huerta se ha ido… y aunque Samuel se disculpó, no sé si puedo perdonarlo. Me siento… atrapado.”

El profesor Morales asintió, escuchando atentamente. “Es comprensible. Has puesto mucho trabajo en ese huerto, y ver cómo se destruye puede ser muy doloroso. Pero, ¿qué crees que te haría sentir mejor ahora? ¿Mantener ese enojo o buscar una forma de solucionarlo?”

Mateo frunció el ceño, tratando de procesar lo que su profesor le decía. “No sé… siento que, si lo perdono, es como si dijera que está bien lo que hizo, y no lo está.”

“Perdonar no significa decir que lo que hizo está bien,” explicó el profesor. “Significa que decides no cargar más con ese enojo y darle a la otra persona la oportunidad de aprender de su error. Todos cometemos errores, y es importante aprender a reconocerlos y a repararlos.”

Las palabras del profesor quedaron resonando en la mente de Mateo mientras caminaba hacia su casa. La idea de perdonar a Samuel seguía siendo difícil de digerir, pero lo que más le inquietaba era cómo lidiar con su propio enojo. ¿De qué servía estar molesto si ya nada podía cambiar lo que había pasado?

Al día siguiente, al llegar a la escuela, Mateo notó algo diferente en la huerta. Donde antes estaban sus coles aplastadas, ahora había una pequeña nota clavada en la tierra, junto a un par de herramientas de jardinería. Mateo se acercó con curiosidad, y al leer la nota, su corazón dio un vuelco:

“Mateo, lo siento mucho por lo que hice. He hablado con el profesor Morales y me ofrecí a reparar el daño que causé. Si me dejas, quiero ayudarte a replantar las coles. No puedo devolver lo que perdimos, pero quiero intentarlo. Samuel.”

Mateo se quedó mirando la nota durante un buen rato. Parte de él seguía enojada, pero otra parte sentía algo más: respeto. Samuel no solo había pedido perdón, sino que ahora estaba dispuesto a hacer algo para enmendar su error. Ese gesto, aunque pequeño, comenzaba a cambiar la forma en que Mateo veía la situación.

Durante el recreo, mientras algunos estudiantes jugaban en la cancha de fútbol, Mateo vio a Samuel sentado solo en un rincón del patio. Respiró hondo y se acercó. No estaba seguro de lo que iba a decir, pero sabía que no podía seguir ignorando la situación.

“Samuel,” comenzó Mateo, haciendo que su compañero levantara la vista rápidamente. “Leí tu nota.”

Samuel asintió lentamente, esperando lo peor. “¿Y… qué piensas?”

“Me costó mucho aceptar lo que pasó,” admitió Mateo, sintiendo el peso de sus propias palabras. “Pero… entiendo que no lo hiciste a propósito. Y también sé que no ganaré nada quedándome enojado.”

Samuel soltó un suspiro de alivio, como si hubiese estado conteniendo la respiración todo ese tiempo. “Gracias, Mateo. De verdad, quiero ayudarte a arreglarlo. Me siento muy mal por lo que hice.”

“Me parece bien,” dijo Mateo, sintiendo que una parte de su enojo empezaba a disolverse. “Podemos empezar después de clases. Necesitaremos un buen plan para que las nuevas coles crezcan rápido.”

“Lo que tú digas,” respondió Samuel con una pequeña sonrisa. “Haré todo lo que sea necesario.”

Durante las siguientes semanas, Mateo y Samuel trabajaron juntos en la huerta. Al principio, todo era un poco incómodo.

Mateo todavía no sabía cómo manejar la mezcla de sentimientos, pero con el tiempo, las conversaciones se hicieron más naturales. Empezaron a hablar no solo de las coles, sino también de otras cosas, como los deportes, los videojuegos, y sus clases favoritas. Lo que al principio parecía un trabajo forzado, poco a poco se fue transformando en una nueva amistad.

Samuel cumplía con su palabra: estaba allí todos los días, ayudando a preparar la tierra, plantando las nuevas coles y cuidando de ellas junto a Mateo. Y aunque Mateo todavía sentía una punzada de tristeza cuando pensaba en lo que había pasado, el hecho de que Samuel estuviera dispuesto a reparar el daño le hacía sentir que el perdón no había sido en vano.

Una tarde, mientras ambos regaban las plantas, Samuel se detuvo por un momento y dijo: “Gracias, Mateo. Por darme la oportunidad de arreglar lo que hice. No cualquiera habría hecho eso.”

Mateo lo miró y, por primera vez, sonrió abiertamente. “Bueno, supongo que todos merecemos una segunda oportunidad.”

El trabajo en la huerta continuaba, pero ya no se trataba solo de coles. Se trataba de algo mucho más grande: una lección sobre el valor de perdonar y, también, de pedir perdón.

Las semanas pasaron, y el nuevo sembrado de coles comenzó a prosperar en la huerta escolar. Cada día que Mateo y Samuel cuidaban las plantas juntos, algo más crecía entre ellos: una nueva amistad, basada en el esfuerzo compartido y la voluntad de enmendar errores. Aunque las heridas del pasado no se olvidaban del todo, Mateo se daba cuenta de que el resentimiento había comenzado a desvanecerse.

Un viernes por la tarde, el señor Morales reunió a todos los estudiantes de la clase de ciencias en la huerta. Había llegado el momento de la primera cosecha de la temporada, y todos estaban emocionados por recoger los frutos de su trabajo. Para Mateo, esta cosecha tenía un significado especial. No solo era el final de un ciclo de crecimiento, sino también el cierre de un capítulo importante en su vida.

“Bien, chicos,” anunció el señor Morales con su típica sonrisa, “ha llegado el momento de ver todo lo que hemos logrado. Cada uno podrá cosechar lo que ha cultivado.”

Mateo y Samuel se miraron y sonrieron con complicidad. Sabían que el momento de recoger las coles sería especialmente simbólico para ellos. Juntos, tomaron unas pequeñas cestas y se acercaron al lugar donde las coles habían crecido, sanas y fuertes. Al ver el resultado de tanto esfuerzo, Mateo sintió una oleada de satisfacción.

“Estas coles son incluso más grandes que las primeras,” comentó Samuel, admirando las hojas verdes y robustas. “¡Hicimos un buen trabajo!”

“Sí,” respondió Mateo, sintiendo que por fin había dejado atrás la frustración que lo había acompañado durante las primeras semanas. “Y creo que todo esto fue posible porque trabajamos juntos. Al final, lo importante no fue solo la cosecha, sino lo que aprendimos en el camino.”

Mientras ambos empezaban a cortar las coles y colocarlas en las cestas, el resto de los compañeros también se unieron a la cosecha. La huerta, que había sido escenario de un conflicto, ahora era un espacio de colaboración y alegría. Todos compartían historias, se reían y comparaban el tamaño de las verduras que habían cultivado.

El señor Morales caminaba entre los estudiantes, observando con orgullo lo que sus alumnos habían logrado. Al llegar al rincón de Mateo y Samuel, se detuvo y les dedicó una mirada de reconocimiento.

“Muchachos, quiero felicitarlos. Sé que este huerto ha significado mucho para ustedes, no solo por el trabajo físico, sino por lo que aprendieron sobre el perdón y la cooperación. Estoy muy orgulloso de ambos.”

Mateo y Samuel asintieron en silencio, sintiendo el peso de esas palabras. Sabían que lo que el profesor decía era cierto. Habían pasado por una prueba difícil, pero al final, no solo habían superado el obstáculo, sino que también habían crecido como personas.

Después de la cosecha, la clase se dirigió al salón para preparar una pequeña fiesta en honor a los frutos que habían recogido. Las mesas estaban llenas de verduras frescas: zanahorias, lechugas, rábanos y, por supuesto, coles. Los estudiantes se reunieron en pequeños grupos para preparar ensaladas y bocadillos, usando lo que habían cultivado con tanto esfuerzo.

Mateo y Samuel trabajaron juntos, cortando las coles en finas rodajas para añadirlas a una gran ensalada. Mientras lo hacían, Samuel se volvió hacia Mateo con una expresión reflexiva.

“Sabes, Mateo,” comenzó Samuel, “cuando pisoteé tus coles, no solo arruiné las plantas, también dañé nuestra amistad. Nunca te lo dije, pero en ese momento pensé que ya nunca querrías hablar conmigo.”

Mateo dejó el cuchillo sobre la mesa y lo miró, sorprendido por la sinceridad de Samuel. “Yo también estuve muy enojado,” confesó. “Me costó mucho aceptar lo que había pasado. Pero, al final, entendí que todos cometemos errores. Lo importante es lo que hacemos para enmendarlos.”

Samuel asintió, aliviado de haber sacado esos pensamientos de su interior. “Gracias por darme esa oportunidad. No sé si todos habrían sido tan generosos.”

“Lo que importa es que aprendimos algo,” respondió Mateo, esbozando una pequeña sonrisa. “Y creo que ahora somos mejores amigos gracias a todo esto.”

La fiesta continuó, y cuando llegó el momento de probar la ensalada, todos coincidieron en que las coles cultivadas por Mateo y Samuel eran las más sabrosas. Mientras compartían la comida, el ambiente era ligero y alegre. No había más tensiones, solo un grupo de amigos celebrando el fruto de su esfuerzo colectivo.

Más tarde, cuando la fiesta estaba llegando a su fin, el señor Morales pidió la atención de la clase.

“Quiero aprovechar este momento para hablarles sobre algo importante,” comenzó, mirando a sus alumnos con afecto. “Hoy no solo hemos cosechado verduras, sino que también hemos cosechado una lección. El trabajo en equipo, la solidaridad y, sobre todo, el perdón son valores que nos hacen más fuertes. Aprender a perdonar no es fácil, pero cuando lo hacemos, no solo ayudamos a los demás, también nos liberamos a nosotros mismos.”

Todos los estudiantes escuchaban atentamente, pero para Mateo, esas palabras tenían un significado especial. Al mirar a su alrededor, viendo a sus compañeros sonreír y disfrutar del momento, se dio cuenta de que todo lo que había pasado había valido la pena. No solo había aprendido a perdonar, sino también a pedir perdón cuando fuera necesario. Esa era la verdadera lección que la huerta le había dejado.

Esa tarde, cuando Mateo y Samuel se despidieron, sabían que el conflicto que una vez los había distanciado ya no existía. En su lugar, había surgido una nueva amistad, más fuerte que antes, basada en el respeto mutuo y en la capacidad de reconocer los errores y superarlos.

Y así, en la huerta de la escuela, Mateo no solo cultivó coles, sino también una valiosa lección de vida: que aprender a perdonar y a pedir perdón no solo sana heridas, sino que también crea lazos más fuertes y significativos.

moraleja Aprende a perdonar y a pedir perdón.

Y colorín colorín, este cuento llegó a su fin. bueno mis amables oyentes. ¡NOS VEMOS MAÑANA! CON UN NUEVO CUENTO CON MORALEJA.

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