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Era pleno invierno en el pequeño pueblo de Villa Lluvia, un lugar conocido por sus constantes precipitaciones durante casi todo el año. Las nubes grises parecían haber decidido quedarse para siempre, y el sonido de las gotas de lluvia sobre los techos se había convertido en la banda sonora cotidiana para todos sus habitantes. A pesar del clima, la comunidad siempre encontraba maneras de mantener el ánimo y seguir adelante con sus actividades.

Entre los residentes de Villa Lluvia vivía Tomás, un niño de diez años apasionado por correr. Tomás soñaba con convertirse en un gran corredor algún día, como los atletas que veía en los videos de sus héroes deportivos. Siempre llevaba consigo sus zapatillas de correr, aunque rara vez tenía la oportunidad de usarlas al aire libre debido al clima. Pero eso no le desanimaba; en su corazón, sabía que cada gota de lluvia lo acercaba más a su meta.

A Tomás le gustaba entrenar en el pequeño gimnasio de la escuela, corriendo vueltas alrededor de las mesas de ping-pong y saltando entre los bancos de gimnasia. Sin embargo, su sueño era correr en el parque central del pueblo, en la gran carrera anual que se celebraba cada diciembre, a pesar del frío y la lluvia. Era un evento importante donde los niños y niñas competían por una medalla de oro y el reconocimiento del pueblo. Tomás había participado antes, pero nunca había ganado. Esta vez, estaba decidido a darlo todo.

Una tarde, después de clases, Tomás se encontró con su mejor amiga, Lucía, en la entrada del gimnasio. Lucía era una chica brillante y dedicada, siempre animando a Tomás en sus prácticas. Aunque no le gustaba correr, disfrutaba viendo a su amigo perseguir sus sueños.

—¿Cómo va el entrenamiento, Tomás? —preguntó Lucía mientras lo veía atarse las zapatillas con determinación.

—Va bien, pero sé que necesito mejorar mi velocidad y resistencia si quiero ganar este año —respondió Tomás, con una mezcla de entusiasmo y preocupación.

Lucía sonrió y le dio una palmada en la espalda.

—Estoy segura de que puedes hacerlo. Solo recuerda no rendirte, incluso si la lluvia no para.

Tomás asintió. Sabía que necesitaba practicar más, pero los días lluviosos y las tardes oscuras no lo hacían fácil. Sin embargo, cada vez que se sentía desanimado, recordaba las palabras de su abuelo: “Tomás, la lluvia solo es un desafío más que debes superar. Si puedes correr bajo la lluvia, puedes correr en cualquier parte”.

Con esa idea en mente, Tomás decidió aumentar sus entrenamientos, incluso si eso significaba mojarse un poco más de lo normal. Al día siguiente, al escuchar el sonido familiar de la lluvia, se puso su impermeable, ajustó su gorro y salió decidido al parque central, un lugar que normalmente se veía desolado en esta época del año. Las gotas de lluvia caían sin descanso, formando charcos en el sendero, pero Tomás no se detuvo.

Corrió con todo su corazón, chapoteando en los charcos y sintiendo el frío de las gotas en su rostro. Era difícil, mucho más de lo que imaginaba. Su ropa se empapó rápidamente, y sus zapatos hacían un ruido extraño con cada paso. A pesar de todo, Tomás siguió corriendo, concentrado en cada zancada, en cada respiración. Sabía que cada metro que avanzaba era una pequeña victoria hacia su objetivo.

A medida que entrenaba, otros niños del pueblo comenzaron a notarlo. Algunos lo observaban desde las ventanas de sus casas, y otros, como Lucía, lo acompañaban a veces con una sombrilla, animándolo desde la acera.

—¡No te rindas, Tomás! —gritaba Lucía mientras corría a su lado con sus botas de lluvia, aunque sin entrar al barro.

Cada día, Tomás volvía al parque, sin importar cuán fuerte fuera la tormenta. Hubo momentos en los que se sintió agotado y dudó de sus capacidades. ¿Y si la lluvia era demasiado? ¿Y si nunca lograba alcanzar la velocidad que necesitaba? Pero cada vez que estos pensamientos aparecían, recordaba la imagen de la meta en la carrera, y eso lo motivaba a seguir adelante.

Un día, durante uno de sus entrenamientos, el entrenador de la escuela, el señor Gómez, se acercó. El entrenador había estado observando a Tomás durante un tiempo y estaba impresionado por su dedicación.

—Tomás, he visto cuánto te esfuerzas —dijo el entrenador Gómez, colocando una mano en su hombro—. No todos los días veo a alguien tan comprometido, especialmente bajo esta lluvia.

Tomás sonrió, aunque estaba sin aliento.

—Gracias, señor Gómez. Solo quiero ser lo mejor que puedo ser. Quiero ganar la carrera este año.

El entrenador asintió y le ofreció un consejo.

—La clave no es solo correr rápido, sino también mantener el ritmo y no rendirse, sin importar las circunstancias. Recuerda, la lluvia no es tu enemiga; es tu compañera de entrenamiento.

Desde ese día, el entrenador Gómez empezó a ayudar a Tomás con su entrenamiento. Le enseñó ejercicios para mejorar su resistencia y cómo mantener la concentración, incluso cuando las cosas se ponían difíciles. Lucía también se unió a las sesiones, siempre alentando y manteniendo el ánimo en alto, incluso cuando Tomás se sentía cansado.

Los días pasaron rápidamente, y la gran carrera se acercaba. El parque se llenó de colores cuando llegó el día del evento, a pesar de que el cielo seguía cubierto de nubes grises y la lluvia no daba tregua. Tomás estaba nervioso, pero también emocionado. Había trabajado tan duro, y ahora estaba listo para poner a prueba todo su esfuerzo.

Los participantes se alinearon en la línea de salida, cada uno con sus sueños y esperanzas. Tomás respiró hondo, recordando todos los días de entrenamiento bajo la lluvia. Lucía, desde la multitud, le hizo señas de apoyo. El entrenador Gómez también estaba allí, listo para animar a su alumno.

—¡En sus marcas! ¡Listos! ¡Fuera!

El disparo de salida resonó, y todos los corredores se lanzaron hacia adelante. Tomás sintió el suelo mojado bajo sus pies y la lluvia golpeando su cara, pero no se dejó intimidar. Corrió con todo su corazón, concentrado en cada paso, en cada respiración, tal como había practicado. Sentía la fuerza de cada día de entrenamiento fluir en sus piernas y la determinación de no rendirse nunca.

Aunque hubo momentos en los que la carrera se puso difícil y sintió que otros lo superaban, Tomás no disminuyó su ritmo. En su mente, solo había una idea clara: “Sigue adelante, sigue corriendo”.

Superando los Desafíos

Tomás corría con todas sus fuerzas, sintiendo cómo la lluvia lo acompañaba en cada paso. El suelo del parque central estaba resbaladizo y lleno de charcos, pero él había entrenado en esas mismas condiciones durante semanas. Recordaba lo que le había dicho el entrenador Gómez: la lluvia no era su enemiga, sino su compañera de entrenamiento. Cada gota que caía sobre él era un recordatorio de todo el esfuerzo que había puesto para llegar hasta ese momento.

Mientras avanzaba, Tomás comenzó a notar a otros corredores que lo adelantaban. Algunos niños habían entrenado bajo techo y parecían tener una ventaja inicial, moviéndose rápidamente sin preocuparse por la lluvia. Por un momento, Tomás sintió una punzada de desánimo. ¿Había entrenado lo suficiente? ¿Sería capaz de mantenerse al ritmo?

Desde la línea de espectadores, Lucía gritaba con entusiasmo, saltando de emoción cada vez que Tomás pasaba cerca.

—¡Vamos, Tomás! ¡Tú puedes hacerlo! —su voz era un rayo de energía para él, y aunque no podía responder, Tomás sentía su aliento en cada paso.

La carrera era más larga de lo que había anticipado. No solo competían en velocidad, sino también en resistencia y concentración. Los corredores tuvieron que cruzar varios obstáculos improvisados, como pequeños montículos de barro y charcos profundos que se formaron por la lluvia incesante. Tomás recordaba las palabras de su abuelo: “Si puedes correr bajo la lluvia, puedes correr en cualquier parte”. Eso le daba fuerzas.

Sin embargo, a medida que la carrera continuaba, Tomás comenzó a sentir el cansancio acumulado. Sus piernas empezaban a pesarle, y la lluvia, que al principio le había parecido refrescante, ahora comenzaba a enfriar su cuerpo, haciéndolo temblar ligeramente. Pero en lugar de dejar que el frío lo detuviera, Tomás usó ese sentimiento para recordar todo el esfuerzo que había puesto. Cada paso que daba era un paso más cerca de su sueño.

A mitad del recorrido, uno de los corredores líderes resbaló en un charco y cayó al suelo, empapándose por completo. Tomás lo vio desde atrás y, por un instante, dudó en detenerse. Pero su instinto lo llevó a desacelerar y ayudar al niño a levantarse. Era Pedro, un compañero de su clase que siempre había sido amable con él. Aunque era una carrera, Tomás sabía que lo más importante no era ganar a toda costa, sino hacerlo con integridad.

—¡Gracias, Tomás! —dijo Pedro, sacudiéndose el agua de la cara mientras recuperaba el aliento.

—¡No hay problema! ¡Vamos, sigamos! —respondió Tomás, y ambos retomaron el ritmo, corriendo juntos por un momento antes de que Pedro se rezagara un poco.

A medida que se acercaban al tramo final, Tomás pudo ver la meta a lo lejos. Su corazón latía con fuerza, y sus piernas, aunque cansadas, seguían moviéndose con determinación. A su lado, uno de los corredores que lideraban, Mateo, se mantenía fuerte. Mateo había ganado la carrera el año anterior y era conocido por su velocidad. Tomás sabía que este era el momento decisivo.

Mateo miró a Tomás y le sonrió brevemente antes de acelerar. Tomás, con todo el esfuerzo que le quedaba, trató de mantener el ritmo. Recordó todos los días en los que había corrido solo bajo la lluvia, todas las veces que había querido detenerse y no lo hizo. No importaba lo difícil que fuera, no se rendiría ahora.

En los últimos metros, Tomás y Mateo corrían casi a la par, sus zapatos chapoteando en el agua. El público gritaba y animaba con entusiasmo, y Lucía, con su voz inconfundible, seguía alentando a Tomás con todo su corazón.

—¡Tú puedes, Tomás! ¡Vamos!

Tomás sentía que su energía se agotaba, pero también sabía que estaba más cerca que nunca de cumplir su sueño. Cada músculo de su cuerpo gritaba por detenerse, pero su espíritu estaba más fuerte que nunca. En ese instante, entendió que ganar o perder no era lo que realmente importaba. Lo importante era haber dado todo de sí, sin rendirse, sin importar las dificultades.

Con un último esfuerzo, Tomás apretó el paso. Sus zapatillas, pesadas por el agua, lo empujaban hacia adelante. Y entonces, algo increíble sucedió: Mateo también resbaló en el último momento, perdiendo el equilibrio. Tomás lo vio caer y, aunque estaba cansado, extendió su mano una vez más.

—¡Vamos, Mateo, levántate! —le dijo, ayudándolo a ponerse de pie justo antes de la línea de meta.

Mateo, sorprendido pero agradecido, se levantó con la ayuda de Tomás y ambos cruzaron la meta casi al mismo tiempo. Hubo un breve momento de silencio antes de que el público estallara en aplausos. Aunque no había sido una victoria clara para ninguno de los dos, la gente celebraba más que solo un resultado. Celebraban el espíritu de compañerismo y el esfuerzo que ambos niños habían mostrado.

Tomás respiraba con dificultad, pero sonreía de oreja a oreja. Lucía corrió hacia él, abrazándolo fuerte a pesar de lo empapado que estaba.

—¡Lo hiciste, Tomás! ¡Lo lograste! —gritó Lucía, tan emocionada como si ella misma hubiera corrido la carrera.

El entrenador Gómez se acercó también, con una sonrisa orgullosa.

—Eso fue increíble, Tomás. No todos los días se ve a alguien con tanto corazón. Hoy no solo corriste para ganar; corriste para ser un verdadero compañero y eso vale más que cualquier medalla.

Tomás, agotado pero feliz, miró a Mateo, quien le dio las gracias de nuevo con una sonrisa. Aunque no estaba seguro de si había ganado o no, Tomás se sentía como un verdadero campeón. No había dejado que la lluvia, el frío ni el cansancio lo detuvieran, y eso lo hacía sentir más cerca que nunca de sus sueños.

Cuando anunciaron los resultados, dijeron que Mateo había cruzado la meta un segundo antes, pero eso no importaba para Tomás. Lo que realmente importaba era haber dado su máximo esfuerzo, haber mostrado constancia y haber ayudado a sus amigos en el camino. Esa era la verdadera victoria.

El Verdadero Triunfo

Después de que anunciaron los resultados, Tomás y Mateo se abrazaron y rieron juntos. Aunque la medalla de oro no fue para Tomás, había algo mucho más valioso en su corazón: la satisfacción de haberlo dado todo y la alegría de haber ayudado a un amigo en el camino. Para él, ese momento lo era todo.

Los aplausos aún resonaban cuando la directora del colegio, la señora Estrella, subió al escenario para entregar las medallas. Mientras hablaba al público, Tomás observaba el rostro de Lucía, su amiga incondicional, que lo miraba con orgullo desde la multitud. No había palabras para describir lo agradecido que se sentía por tener su apoyo constante.

—Quiero felicitar a todos los participantes de la carrera de este año —dijo la directora Estrella con una sonrisa—. No solo han competido bajo circunstancias difíciles, sino que han mostrado un espíritu de compañerismo y perseverancia que es admirable.

La señora Estrella miró a Tomás y Mateo con cariño y continuó:

—Hoy, más que una simple carrera, hemos visto cómo el esfuerzo y la constancia pueden inspirar a todos a nuestro alrededor. Y por eso, queremos hacer algo especial. Aunque solo uno puede llevarse la medalla de oro, queremos reconocer a Tomás por su extraordinario espíritu deportivo y su dedicación.

Tomás sintió un nudo en la garganta cuando la directora Estrella lo llamó al escenario. Le entregaron un reconocimiento especial por su esfuerzo y compañerismo, una pequeña placa que decía: “Por demostrar que el verdadero valor de una carrera es el corazón con el que se corre”.

La emoción llenó el aire mientras Tomás sostenía la placa. Sus ojos se llenaron de lágrimas de alegría y orgullo. Para él, aquel reconocimiento significaba más que cualquier medalla, porque reflejaba todo el trabajo y la perseverancia que había puesto en su entrenamiento, incluso bajo la lluvia y el frío.

Mateo, que había ganado la carrera, también recibió su medalla de oro con una sonrisa, pero antes de regresar a su lugar, se acercó a Tomás y le dijo:

—Gracias por ayudarme, Tomás. Eres un verdadero amigo y un gran competidor. No sé si habría llegado a la meta sin tu ayuda.

Tomás sonrió y chocó los cinco con Mateo. En ese momento, entendió que los logros no siempre se miden por lo que uno gana, sino por el impacto positivo que tiene en los demás. Mientras bajaba del escenario, la multitud seguía aplaudiendo, y Tomás sintió que ese era el verdadero premio: el reconocimiento de su esfuerzo y la gratitud de sus compañeros.

Después de la ceremonia, Lucía se acercó corriendo con una gran sonrisa.

—¡Sabía que podías hacerlo, Tomás! —exclamó, abrazándolo con fuerza—. Estoy tan orgullosa de ti.

—Gracias, Lucía —respondió Tomás, devolviéndole el abrazo—. No podría haberlo hecho sin ti. Fuiste mi mayor apoyo.

El entrenador Gómez también se unió a ellos, con una sonrisa amplia en su rostro.

—Tomás, has demostrado que la verdadera fuerza no siempre viene de los músculos, sino del corazón. Seguir entrenando bajo la lluvia, no rendirte y ayudar a un amigo, eso es lo que hace a un verdadero atleta.

Tomás asintió, sintiéndose más motivado que nunca para seguir persiguiendo sus sueños. Sabía que su viaje apenas comenzaba y que cada día era una nueva oportunidad para mejorar y dar lo mejor de sí mismo, sin importar los obstáculos.

Esa tarde, cuando todos los eventos habían terminado y la lluvia continuaba cayendo con la misma intensidad de siempre, Tomás y Lucía caminaron juntos por el parque. El cielo seguía cubierto de nubes grises, pero para Tomás, todo se veía más brillante. Su placa, aunque pequeña, brillaba en sus manos como un símbolo de lo que había logrado.

—¿Qué piensas hacer ahora? —preguntó Lucía, pateando un charco con sus botas de lluvia.

Tomás miró hacia la pista de carreras, todavía llena de charcos y barro, y sonrió.

—Seguiré entrenando. Quiero estar listo para el próximo año, y esta vez, daré aún más de mí. Quiero seguir corriendo, no solo para ganar, sino porque me hace feliz.

Lucía sonrió y asintió.

—Eso suena genial, Tomás. Yo estaré aquí para apoyarte en cada paso del camino.

Los dos amigos caminaron de regreso a casa, riendo y hablando sobre sus planes futuros. Aunque el invierno era frío y la lluvia parecía interminable, Tomás ya no veía las nubes como un obstáculo. Para él, cada gota de lluvia era un recordatorio de su esfuerzo y su constancia. Sabía que si podía correr bajo la lluvia, podría enfrentarse a cualquier desafío que se le presentara.

En los días siguientes, Tomás continuó entrenando con la misma dedicación. Lucía lo acompañaba a menudo, incluso si solo era para verlo correr o para leer un libro mientras él practicaba. El entrenador Gómez le dio nuevos ejercicios para mejorar su velocidad y resistencia, y Tomás se sintió más motivado que nunca.

Los otros niños del pueblo también comenzaron a notar el esfuerzo de Tomás. Algunos se unieron a él en sus entrenamientos, inspirados por su dedicación y su espíritu deportivo. El parque central, que solía estar vacío en los días lluviosos, comenzó a llenarse de niños y niñas que, como Tomás, querían perseguir sus propios sueños, sin importar el clima.

Un año después, cuando la carrera anual se celebró de nuevo, Tomás estaba listo. Esta vez, no solo estaba preparado físicamente, sino también mentalmente. Había aprendido que el verdadero triunfo no era solo cruzar la línea de meta primero, sino hacerlo con integridad y con el apoyo de los demás.

Cuando el disparo de salida sonó, Tomás corrió con todo su corazón, sintiendo la lluvia en su rostro como una vieja amiga. Cruzó la meta con una gran sonrisa, y aunque no fue el primero en llegar, no importó. Había corrido con constancia, esfuerzo y, sobre todo, con la alegría de saber que estaba haciendo lo que amaba.

Y así, Tomás siguió corriendo, siempre con la vista en sus sueños y los pies en la tierra, recordando que, con esfuerzo y constancia, no había meta imposible de alcanzar.

La moraleja de esta historia es que solo con esfuerzo y constancia lograremos nuestros sueños.

Y colorín colorín, este cuento llego a su fin. bueno mis amables oyentes. ¡NOS VEMOS MAÑANA! CON UN NUEVO CUENTO CON MORALEJA.

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