En el corazón de una bulliciosa ciudad, donde los edificios antiguos se mezclaban con modernos rascacielos, había una plaza de mercado llena de vida y colores vibrantes. Todos los días, desde muy temprano, la plaza se llenaba de vendedores que ofrecían frutas, verduras, flores y todo tipo de productos frescos. El aire estaba impregnado del aroma a hierbas frescas, especias y el inconfundible olor del pan recién horneado. Era un lugar donde la vida fluía, con gente yendo y viniendo, siempre ocupada, siempre apurada.
En medio de este ajetreo vivía Emma, una niña de nueve años con cabello rizado y una energía inagotable. Emma vivía con su abuela, quien tenía un pequeño puesto de frutas en la plaza. La abuela de Emma, la señora Rosa, era conocida por todos como la mujer más amable del mercado. Siempre tenía una sonrisa y una palabra amable para sus clientes, y sus manzanas y naranjas eran las más dulces de todo el lugar. Emma la ayudaba después de la escuela, colocando las frutas en orden y atendiendo a los clientes con entusiasmo.
Un día, mientras Emma organizaba las manzanas rojas en una cesta, notó a un hombre mayor que pasaba por delante del puesto de su abuela. Tenía el cabello canoso, vestía ropa sencilla y llevaba una gran bolsa de lona que parecía bastante pesada. Emma lo había visto antes en la plaza; solía recoger las frutas y verduras que los vendedores desechaban al final del día. A veces, se quedaba mirando los puestos, pero rara vez compraba algo.
Ese día, el hombre mayor se detuvo frente al puesto de la señora Rosa y observó las naranjas con deseo. Emma notó que, aunque quería comprar alguna, sus manos temblaban y se veía indeciso. Finalmente, el hombre se dio la vuelta y continuó su camino sin decir nada. Emma sintió una punzada en su corazón y decidió hacer algo.
—Abuela, ese señor se ve triste. Tal vez no tiene dinero para comprar frutas —dijo Emma con preocupación.
La señora Rosa, quien había visto la misma escena, asintió con sabiduría.
—Ese es don Pedro. Vive solo desde que su esposa falleció, y desde entonces ha tenido tiempos difíciles. Siempre trata de arreglárselas con lo poco que encuentra, pero nunca pide ayuda.
Emma pensó por un momento y luego tuvo una idea.
—¿Podemos darle algunas naranjas, abuela? Tal vez eso le alegre el día.
La señora Rosa sonrió y asintió.
—Claro que sí, Emma. La gratitud y la bondad nunca son demasiado para compartir.
Emma tomó una bolsa de naranjas y corrió tras don Pedro. Cuando lo alcanzó, él se sorprendió al ver a la niña agitada y sonriendo con la bolsa en la mano.
—Señor, mi abuela y yo queríamos regalarle estas naranjas. Son las más dulces de la plaza —dijo Emma, extendiendo la bolsa.
Don Pedro la miró con ojos llenos de sorpresa y gratitud. Era evidente que no esperaba ese gesto.
—Gracias, niña —dijo con voz temblorosa—. No sé cómo agradecerles.
—Solo disfrútelas —respondió Emma alegremente—. Y no se preocupe, siempre que necesite algo, pase por nuestro puesto.
Don Pedro sonrió, y en ese instante, Emma sintió que había hecho algo verdaderamente bueno. Regresó al puesto de su abuela con una sensación de calidez en el pecho, mientras don Pedro se alejaba con una sonrisa en el rostro, más ligera que antes.
Al día siguiente, Emma estaba ayudando a su abuela como de costumbre, cuando notó que don Pedro se acercaba nuevamente. Esta vez, llevaba una pequeña planta en una maceta de cerámica antigua. Emma lo vio caminar con determinación hacia su puesto.
—Buenos días, señora Rosa, Emma —dijo don Pedro, sosteniendo la maceta con cuidado—. Quería agradecerles por las naranjas de ayer. Me alegraron el día, y pensé que esta planta podría alegrar su puesto.
La señora Rosa aceptó la planta con una sonrisa cálida.
—Muchas gracias, don Pedro. Es preciosa. No tenía que traer nada, su sonrisa ya es suficiente.
Don Pedro se sonrojó, pero Emma vio una chispa de alegría en sus ojos que no había visto antes. Colocaron la planta en una esquina del puesto, y desde entonces, todos los clientes comentaban lo hermosa que era. Parecía que la planta, con sus hojas verdes y brillantes, traía buena suerte al lugar.
Ese día, Emma aprendió algo valioso: un pequeño gesto de gratitud podía abrir la puerta a nuevas amistades y oportunidades. Mientras atendía a los clientes, pensaba en cómo la planta de don Pedro no solo había embellecido su puesto, sino también su día.
Con el tiempo, Emma y su abuela notaron que su puesto comenzaba a tener más clientes que antes. La gente se detenía para admirar la planta, y muchos se quedaban a comprar algo. Algunos decían que se sentían atraídos por la calidez del lugar, como si la bondad de la señora Rosa y Emma irradiara una luz especial.
Un día, un hombre bien vestido se acercó al puesto. Observó la planta con interés y se presentó como el dueño de un restaurante cercano. Le explicó a la señora Rosa que había escuchado sobre sus frutas y le propuso un acuerdo para comprar en grandes cantidades para su restaurante. La señora Rosa y Emma no podían creer su suerte.
—Siempre he creído que la gratitud y la bondad traen cosas buenas —dijo la señora Rosa, mientras firmaban el contrato con el restaurantero.
Emma sonrió, recordando cómo todo había comenzado con una simple bolsa de naranjas y un acto de bondad hacia don Pedro. La planta que él había regalado se había convertido en un símbolo de buena fortuna para ellas. La gratitud, pensó Emma, realmente abría puertas, y lo más importante, conectaba corazones.
Mientras el sol comenzaba a ponerse y la plaza de mercado se llenaba con los tonos cálidos del atardecer, Emma miró la planta y a todos los clientes que se detenían en su puesto. Sabía que siempre habría días buenos y malos, pero con gratitud y bondad, cada día traía nuevas oportunidades.
Emma decidió que, de ahora en adelante, no solo ayudaría a su abuela en el puesto, sino que buscaría más formas de mostrar gratitud y ayudar a otros. Porque en esa plaza de mercado, llena de colores, aromas y vida, había descubierto el verdadero valor de ser agradecida.
La Sorpresa de la Gratitud
Después del inesperado éxito con el restaurante cercano, el puesto de frutas de la señora Rosa comenzó a prosperar como nunca antes. Emma estaba encantada al ver cómo más y más personas se acercaban, no solo para comprar frutas, sino también para admirar la pequeña planta que don Pedro les había regalado. A medida que pasaban los días, la planta crecía robusta y verde, y parecía irradiar una energía especial que atraía a todos.
Una mañana, mientras Emma colocaba las manzanas en pirámides perfectas, vio a don Pedro acercarse al puesto con una sonrisa tímida. Esta vez, traía consigo un pequeño saco lleno de semillas.
—Buenos días, Emma. Buenos días, señora Rosa —saludó con amabilidad—. Estaba pensando en lo que hiciste por mí y quería devolverles un poco de esa amabilidad. Estas son semillas de flores que mi esposa solía plantar. Son muy especiales, y pensé que podrían añadir más color a su puesto.
Emma y su abuela aceptaron las semillas con gratitud. La señora Rosa, siempre con su calidez habitual, le agradeció sinceramente.
—Gracias, don Pedro. Estas semillas son un regalo muy especial. Prometemos cuidarlas bien y hacer que florezcan como su esposa lo haría.
Emma, emocionada, se ofreció a plantar las semillas alrededor del puesto, asegurándose de regarlas cada mañana. En poco tiempo, las flores comenzaron a brotar, llenando el espacio con colores vibrantes y un aroma dulce. Los clientes no podían evitar detenerse y admirar el espectáculo floral que rodeaba las frutas frescas.
Una tarde, mientras Emma regaba las flores, se acercó una mujer elegante con un sombrero grande y gafas oscuras. Se presentó como la directora de una revista local de jardinería. Había oído hablar del pequeño oasis de frutas y flores en la plaza y estaba interesada en escribir un artículo sobre la señora Rosa y su puesto.
—Este lugar tiene una energía especial —dijo la mujer, mirando a su alrededor con asombro—. Es raro encontrar tanta belleza y calidez en un mercado tan ajetreado. Me encantaría contar su historia y compartirla con la ciudad.
Emma y su abuela aceptaron con entusiasmo. Poco después, un fotógrafo llegó para tomar fotos del puesto, de las frutas, y por supuesto, de la planta y las flores que don Pedro les había regalado. Durante la entrevista, la señora Rosa habló sobre la importancia de la gratitud y cómo pequeños actos de bondad pueden transformar vidas. Emma, por su parte, compartió la historia de cómo una simple bolsa de naranjas había desencadenado una cadena de eventos positivos.
El artículo fue publicado unas semanas después y, para sorpresa de Emma y la señora Rosa, el puesto se convirtió en una atracción popular. Las personas venían de todas partes de la ciudad para ver el famoso puesto de frutas y flores, atraídas por la historia de gratitud y comunidad que habían leído. Algunos traían sus propias plantas y flores para añadir al puesto, queriendo ser parte de ese lugar especial.
A medida que el puesto crecía en popularidad, Emma notó que también aumentaba la variedad de personas que se acercaban. Un día, mientras atendía a los clientes, vio a un grupo de jóvenes que parecían confundidos. Estaban parados frente a su puesto, mirando un volante con direcciones, y discutían en voz baja.
Emma se acercó y les preguntó si necesitaban ayuda. Los jóvenes, aliviados, le explicaron que estaban buscando un lugar donde vender artesanías hechas a mano. Habían oído hablar de la plaza, pero no sabían cómo encontrar un espacio para establecerse.
Emma, recordando cómo un pequeño gesto de ayuda había cambiado la situación para su abuela y para don Pedro, decidió ayudarles.
—Conozco a varios de los vendedores aquí. Tal vez podamos encontrar un espacio para ustedes —dijo Emma con una sonrisa.
Emma llevó a los jóvenes a hablar con algunos de los otros vendedores de la plaza, explicando su situación y cómo querían compartir sus artesanías con la comunidad. Gracias a su intervención y la buena reputación que Emma y su abuela habían ganado, los jóvenes pudieron encontrar un pequeño espacio cerca del puesto de frutas para exhibir sus productos.
A medida que los días pasaban, las artesanías comenzaron a atraer aún más gente al mercado, y los jóvenes, agradecidos por la ayuda de Emma, no dejaban de mencionarla a los nuevos clientes. Una tarde, llevaron a Emma un pequeño brazalete hecho a mano, como agradecimiento por su amabilidad y apoyo.
—Esto es para ti, Emma. Por ser tan generosa y ayudarnos a encontrar nuestro camino. Siempre recordaremos tu bondad.
Emma aceptó el brazalete con una sonrisa y, en su interior, sintió una profunda gratitud por todas las cosas buenas que estaban ocurriendo gracias a simples actos de bondad. Se dio cuenta de que cada vez que ayudaba a alguien, esa persona encontraba la manera de devolverle la gratitud, creando un círculo interminable de generosidad y oportunidades.
Unos días después, mientras Emma ayudaba a su abuela a cerrar el puesto al final del día, un hombre se acercó a ellas. Era el dueño de un conocido supermercado local y había estado observando el bullicio alrededor del puesto de frutas. Se presentó con una propuesta inesperada.
—He visto lo popular que se ha vuelto su puesto y estoy muy impresionado por su historia. Me gustaría ofrecerles un espacio en mi supermercado para vender sus frutas y flores. Creo que sería un gran éxito, y me encantaría tener algo tan especial en mi tienda.
Emma y la señora Rosa no podían creer lo que oían. La oportunidad de llevar su pequeño puesto a un lugar más grande era más de lo que habían soñado. Mientras discutían los detalles, Emma recordó todas las veces que su abuela le había hablado de la gratitud y cómo un corazón agradecido puede abrir puertas que uno nunca imaginó.
Al aceptar la oferta, Emma y su abuela supieron que no solo estaban expandiendo su negocio, sino que también estaban llevando consigo el espíritu de gratitud que había hecho de su puesto un lugar tan especial. En cada paso del camino, habían encontrado nuevas oportunidades gracias a la bondad y la gratitud que habían compartido con los demás.
Ese día, mientras cerraban el puesto por última vez en la plaza y se preparaban para el nuevo capítulo en el supermercado, Emma miró alrededor y vio a don Pedro, los jóvenes artesanos, y todos los amigos que habían hecho en el camino. Se dio cuenta de que la gratitud no solo abre puertas, sino que también conecta a las personas de maneras profundas y significativas.
Con el corazón lleno de alegría y agradecimiento, Emma supo que, sin importar a dónde las llevara esta nueva oportunidad, siempre mantendría presente la lección que había aprendido: ser agradecido no solo transforma tu vida, sino también la de todos los que te rodean.
la Gratitud Crece
Emma y su abuela estaban emocionadas por la nueva oportunidad de expandir su negocio al supermercado local. Los días en la plaza de mercado habían sido maravillosos, llenos de encuentros especiales y nuevas amistades, pero sabían que este nuevo paso era una gran oportunidad para compartir su gratitud y bondad con aún más personas.
El primer día en el supermercado fue todo un evento. El puesto de frutas y flores de la señora Rosa estaba situado en una esquina estratégica, justo a la entrada, decorado con los colores vibrantes de las flores que habían crecido a partir de las semillas que don Pedro les había regalado. Emma y su abuela trabajaron duro para asegurarse de que cada fruta estuviera perfectamente exhibida y que las flores añadieran un toque de calidez y alegría al lugar.
La respuesta de los clientes fue inmediata. Personas de todas partes de la ciudad, que habían leído sobre la historia de Emma y su abuela en la revista de jardinería, vinieron para ver el nuevo puesto y comprar frutas frescas. El supermercado se llenó de un flujo constante de clientes atraídos por la fama del pequeño oasis de gratitud y amabilidad.
Un día, mientras Emma estaba ayudando a una señora a elegir las manzanas más frescas, vio entrar al supermercado a una figura familiar: don Pedro. Llevaba su habitual gorra y una sonrisa cálida en el rostro. Emma corrió hacia él y lo saludó con entusiasmo.
—¡Don Pedro! ¡Qué bueno verlo! —exclamó Emma—. Mire todo lo que ha pasado gracias a su planta y sus semillas.
Don Pedro miró alrededor, impresionado por lo lejos que había llegado el puesto de frutas. Las flores que él había regalado no solo seguían floreciendo, sino que habían crecido más de lo que jamás imaginó. Se llenó de orgullo al ver cómo su pequeño gesto de gratitud había contribuido a algo tan grande y hermoso.
—Emma, estoy muy contento de ver esto. Tu abuela y tú han hecho algo increíble. Me alegra haber sido parte de este viaje —dijo don Pedro, con una sonrisa sincera.
Emma sintió una profunda gratitud hacia don Pedro y pensó en todas las veces que él había mostrado amabilidad sin esperar nada a cambio. Mientras lo ayudaba a elegir unas naranjas, Emma se dio cuenta de que la gratitud había sido el hilo conductor de toda esta historia, conectando a las personas y abriendo puertas que antes parecían imposibles.
Con el éxito en el supermercado, el negocio de la señora Rosa comenzó a prosperar aún más. Las ventas aumentaban cada día, y Emma y su abuela pudieron contratar a algunos de los jóvenes artesanos que habían conocido en la plaza para ayudarles en el puesto. Ahora, el espacio no solo ofrecía frutas y flores, sino también hermosas artesanías hechas a mano que los clientes adoraban. El puesto se convirtió en un verdadero centro de comunidad dentro del supermercado, donde cada visita era una oportunidad para compartir sonrisas y buenas vibras.
Un día, mientras Emma estaba organizando unas cestas de frutas, notó a una niña pequeña, de unos seis años, que miraba con ojos brillantes el puesto. La niña llevaba una pequeña flor en la mano y parecía estar sola. Emma, siempre curiosa y amable, se acercó a la niña.
—Hola, ¿te gustan las flores? —preguntó Emma con una sonrisa.
La niña asintió tímidamente y le mostró la flor que llevaba.
—La encontré afuera y quería regalarla, pero no sé a quién —dijo la niña con una voz suave.
Emma pensó por un momento y luego tuvo una idea.
—¿Sabes qué? Podrías ponerla aquí en nuestro puesto. Las flores siempre traen más sonrisas, y estoy segura de que harás muy feliz a mucha gente con tu regalo.
La niña sonrió y colocó cuidadosamente la flor en uno de los jarrones del puesto. Para Emma, ese simple gesto le recordó cómo todo había comenzado: con una pequeña muestra de gratitud que había crecido hasta convertirse en algo mucho más grande. Emma agradeció a la niña por su flor, y la niña se fue, dejando una chispa de alegría en el puesto.
A medida que pasaban los días, más y más personas comenzaron a dejar flores en el puesto. Era como si la gratitud de la señora Rosa y Emma hubiera creado un efecto multiplicador, inspirando a otros a participar en ese círculo de bondad. Pronto, el puesto se llenó de una increíble variedad de flores, cada una representando un acto de agradecimiento de algún cliente. Emma y su abuela nunca habían imaginado que su pequeño rincón en el supermercado se convertiría en un símbolo tan poderoso de la gratitud en la comunidad.
Un fin de semana, mientras Emma ayudaba a su abuela a cerrar el puesto, el dueño del supermercado se acercó con una gran sonrisa en el rostro.
—Señora Rosa, Emma, estoy impresionado con lo que han logrado aquí. Su puesto no solo ha traído más clientes, sino que ha creado un verdadero espíritu de comunidad. Me gustaría proponerles algo —dijo el dueño, con los ojos llenos de admiración.
Les explicó que estaba planeando abrir una nueva tienda en otra parte de la ciudad y quería que la señora Rosa y Emma fueran una parte central de ese nuevo proyecto. Les ofreció un espacio aún más grande y la oportunidad de llevar su mensaje de gratitud y amabilidad a un público más amplio. Emma y su abuela no podían creer lo que oían.
—Gracias, señor. Estamos muy agradecidas por esta oportunidad —dijo la señora Rosa, mientras Emma asentía con entusiasmo.
Emma pensó en todo lo que había aprendido desde el primer día en la plaza de mercado: cómo un simple acto de gratitud podía abrir puertas a nuevas oportunidades y cómo la bondad podía transformar no solo su vida, sino también la de todos a su alrededor. Con cada sonrisa, con cada flor, y con cada fruta vendida, Emma había descubierto el verdadero poder de la gratitud.
Mientras se preparaban para cerrar el puesto esa noche, Emma se detuvo un momento y miró alrededor. Recordó cómo todo había comenzado con una bolsa de naranjas para don Pedro, y cómo la planta que él les regaló se había convertido en un símbolo de todo lo bueno que podía surgir de un corazón agradecido. Supo que este solo era el comienzo de algo aún más grande.
Emma y su abuela aceptaron la oferta del dueño del supermercado, sabiendo que llevaban consigo una lección valiosa y un mensaje que resonaría en todos los que encontraran en su camino: la gratitud no solo abre puertas, sino que ilumina el camino y conecta corazones. Y mientras se dirigían a casa, Emma se prometió a sí misma seguir compartiendo esa gratitud en cada lugar al que fueran, sabiendo que, con un poco de gratitud, siempre abre puertas a nuevas oportunidades.
La moraleja de esta historia es que la gratitud siempre abre puertas a nuevas oportunidades.
Y colorín colorín, este cuento llego a su fin. bueno mis amables oyentes. ¡NOS VEMOS MAÑANA! CON UN NUEVO CUENTO CON MORALEJA.
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