En una ciudad grande y llena de vida, donde los rascacielos tocaban las nubes y los automóviles corrían como hormigas por las avenidas, había un niño llamado Mateo. Mateo era un chico curioso, de ojos grandes y una sonrisa tímida, siempre observando todo lo que ocurría a su alrededor. Le encantaba imaginar historias sobre las personas que veía en su día a día: en el parque, en la escuela, y especialmente en su lugar favorito, el metro.
El metro de la ciudad era un lugar lleno de aventuras para Mateo. Cada vez que viajaba en él con su mamá, era como si se subiera a una máquina del tiempo que lo llevaba a mundos diferentes. Estaba fascinado por las personas que se encontraban allí: algunas apresuradas, otras perdidas en sus pensamientos, y otras más, como él, observando todo con atención.
Una tarde, después de la escuela, Mateo y su mamá se dirigían a casa en el metro. Era uno de esos días en que la ciudad parecía moverse más rápido de lo habitual. El vagón estaba lleno de gente que venía de trabajar, de estudiar, o simplemente de ir de un lugar a otro. Mateo se aferró a la mano de su mamá mientras subían al tren y buscaban un lugar donde sentarse.
Al encontrar un asiento, Mateo comenzó a observar a los pasajeros a su alrededor. Había una joven con audífonos grandes y coloridos, moviendo la cabeza al ritmo de la música; un señor mayor con un bastón, que miraba por la ventana con una expresión tranquila; un niño de su edad jugando con un videojuego en un teléfono; y una mujer con expresión cansada, que llevaba consigo una gran bolsa de compras. Todos parecían estar en su propio mundo, sin darse cuenta de los demás.
El tren se detuvo en una estación, y al abrirse las puertas, subió un grupo de personas con uniformes de una escuela cercana. Mateo se dio cuenta de que todos llevaban la misma mochila, y algunos lucían emocionados por estar juntos, riendo y hablando en voz alta. Una niña del grupo, con el cabello rizado y gafas grandes, intentaba no perderse en medio del bullicio.
Mateo notó que la niña estaba teniendo problemas para encontrar espacio, ya que los demás parecían ignorarla. Ella trataba de sonreír, pero al no recibir respuesta, se quedó de pie cerca de una de las puertas, mirando al suelo. Mateo sintió una punzada en su corazón, pero no sabía exactamente qué hacer. Miró a su mamá, quien le sonrió y le dio un apretón en la mano, como si le diera fuerzas.
En la siguiente estación, un hombre subió al vagón con una maleta grande. Su ropa estaba arrugada y tenía una expresión de preocupación. Intentó encontrar un lugar para su maleta, pero el vagón estaba tan lleno que apenas podía moverse. Al ver que nadie le ayudaba, Mateo sintió que debía hacer algo, pero las palabras no le salían. Todo parecía moverse muy rápido y su voz se quedó atrapada en su garganta.
De repente, un fuerte sonido hizo que todos en el vagón miraran a la misma dirección. La música de los audífonos de la joven había subido tanto de volumen que los demás pasajeros comenzaron a mirarla con molestia. Mateo vio que la chica no se daba cuenta de lo que estaba pasando y seguía disfrutando de su música, ajena a las miradas que le lanzaban.
Mientras tanto, el niño con el videojuego estaba tan absorto en su juego que ni siquiera se percató de que una señora mayor intentaba sujetarse de un poste cerca de él. Mateo notó que la mujer estaba a punto de perder el equilibrio y, en ese momento, su mamá se levantó para darle el asiento. Mateo observó cómo la señora agradecía con una sonrisa, y su mamá le devolvía el gesto con amabilidad.
Mateo se quedó pensando. En ese vagón de metro, cada persona parecía estar sumergida en su propio mundo, sin darse cuenta de lo que sucedía a su alrededor. De repente, se le ocurrió una idea. Se levantó de su asiento, dejó su mochila en el lugar y se acercó a la niña de las gafas grandes que aún estaba de pie junto a la puerta.
—Hola, soy Mateo —dijo con una sonrisa—. ¿Quieres sentarte?
La niña lo miró sorprendida, como si no estuviera acostumbrada a que alguien le hablara en el metro. Asintió tímidamente y Mateo la guió hacia su asiento. Mientras lo hacía, se dio cuenta de que algunas personas comenzaron a mirarlos con curiosidad, pero no le importó. Mateo sintió una calidez en su pecho y se dio cuenta de que, a veces, una pequeña acción podía cambiar el ánimo de alguien.
Al regresar junto a su mamá, Mateo se dio cuenta de que el hombre con la maleta aún estaba batallando. Esta vez, reunió todo su valor y le habló.
—Señor, aquí hay espacio para su maleta. Puede ponerla allí —dijo, señalando un rincón donde había un poco más de espacio.
El hombre le agradeció sinceramente y Mateo sintió que su corazón latía más fuerte. Mientras observaba al hombre acomodarse, notó que la joven con audífonos también se había dado cuenta de las miradas y bajó el volumen de su música, lanzando una sonrisa avergonzada a los demás.
Mateo volvió junto a su mamá, quien lo abrazó y le susurró al oído:
—Lo que hiciste fue muy bueno, hijo. La empatía es entender a los demás y ayudarlos. Así es como podemos hacer de este un mundo mejor.
Mateo sonrió y se sintió feliz, no solo por lo que había hecho, sino porque había aprendido algo valioso. Entendió que todos en el metro tenían sus propias historias y preocupaciones, y que un simple gesto de amabilidad podía marcar la diferencia. Aunque el vagón seguía lleno y la ciudad no se detenía, Mateo sabía que, al menos en ese pequeño espacio, había logrado que todos se sintieran un poco más conectados.
El viaje en el metro continuó, pero ahora, Mateo no solo veía pasajeros, sino personas. Personas con sus propias vidas, que a veces solo necesitaban una pequeña muestra de empatía para sentirse acompañadas. Y mientras el tren avanzaba por los túneles de la ciudad, Mateo se prometió a sí mismo que, en cada viaje, seguiría encontrando maneras de hacer de su metro un lugar mejor para todos.
El Viajero Perdido y la Lección de Empatía
El metro seguía su recorrido, serpenteando por los túneles como una serpiente de metal. Mateo, inspirado por lo que había hecho, comenzó a observar más a su alrededor, preguntándose cómo podría ayudar a más personas. Pero antes de que pudiera pensar en su próxima acción, el tren se detuvo bruscamente entre dos estaciones. Las luces parpadearon y, por un momento, todo quedó en silencio.
Los pasajeros se miraron entre sí, confundidos. Algunos comenzaron a murmurar preocupados, y otros sacaron sus teléfonos para ver si encontraban información sobre el retraso. Mateo miró a su mamá, quien le sonrió tranquilizadora, aunque él pudo notar un ligero rastro de preocupación en sus ojos.
Un anuncio sonó por los altavoces, explicando que había un problema en la línea y que estarían detenidos por un rato. La noticia no fue bien recibida por todos; algunas personas suspiraron frustradas, mientras otras intentaban mantenerse calmadas. Mateo sentía la tensión en el aire y se dio cuenta de que todos estaban impacientes, incluyendo a él mismo.
Mientras esperaban, Mateo notó a un hombre que estaba parado cerca de la puerta. Tenía una chaqueta desgastada y una gorra que cubría su cabello desordenado. Parecía nervioso y, de vez en cuando, miraba a su alrededor como si estuviera buscando algo o a alguien. En sus manos sostenía un mapa arrugado del metro y, al no encontrar lo que buscaba, se apoyó contra la pared, soltando un suspiro frustrado.
Mateo no podía dejar de mirarlo. Algo en la expresión del hombre le resultaba familiar, como si estuviera perdido no solo en el metro, sino en algo más profundo. Mateo tiró de la manga de su mamá y le susurró:
—Mamá, creo que ese señor está perdido. Deberíamos ayudarlo, ¿no?
La mamá de Mateo lo miró, luego al hombre, y asintió con suavidad.
—Buena idea, Mateo. Ve y pregúntale si necesita ayuda.
Mateo se armó de valor y se acercó al hombre, quien al principio no lo notó. Cuando Mateo se aclaró la garganta para llamar su atención, el hombre levantó la vista, mostrando unos ojos cansados pero amables.
—Hola, soy Mateo. Noté que parece estar perdido. ¿Puedo ayudarlo? —preguntó con una sonrisa.
El hombre lo miró sorprendido, como si no esperara que alguien se acercara a él. Después de un momento, suspiró y mostró su mapa.
—Hola, muchacho. Me llamo Rafael. Estoy intentando llegar a una estación, pero creo que tomé el tren equivocado. No suelo viajar en metro y me confundí con las líneas —explicó, señalando el mapa con un dedo tembloroso—. Necesito llegar a la estación Central, pero no estoy seguro de cómo hacerlo.
Mateo miró el mapa y recordó todas las veces que había viajado con su mamá. Conocía bien las estaciones y, después de estudiar el mapa por un momento, se dio cuenta de cuál era el problema.
—Usted tomó la línea verde, pero la estación Central está en la línea azul. Cuando el tren se mueva, debe bajar en la siguiente estación y cambiar de línea. Yo puedo acompañarlo si quiere, así no se pierde —ofreció Mateo.
Rafael lo miró, conmovido por la amabilidad del niño. No esperaba que alguien le ofreciera ayuda de esa manera, y mucho menos un niño. Asintió con una sonrisa agradecida.
—Gracias, Mateo. Eres muy amable. A veces uno se siente perdido y no sabe a quién pedir ayuda. Es bueno encontrar personas que se preocupen por los demás.
Mientras esperaban a que el tren se moviera, Mateo y Rafael conversaron un poco más. Rafael le contó que había venido a la ciudad para buscar trabajo, pero que no tenía mucha suerte hasta ahora. Mateo lo escuchaba atentamente, sintiendo que las palabras de Rafael le recordaban algo importante: no todos los problemas se pueden ver a simple vista, y a veces, un gesto pequeño puede significar mucho.
Finalmente, las luces dejaron de parpadear y el tren volvió a moverse. Los pasajeros soltaron suspiros de alivio, aunque algunos seguían preocupados por llegar a tiempo a sus destinos. Mateo le indicó a Rafael cuándo bajar y lo acompañó hacia la plataforma donde podría tomar la línea correcta.
Mientras caminaban, Mateo vio a la joven de los audífonos, quien también había bajado del tren. Esta vez, no estaba escuchando música; estaba ayudando a un hombre ciego a encontrar el camino hacia la salida. Mateo sintió una oleada de felicidad al ver cómo su pequeño gesto había inspirado a otros. Se dio cuenta de que la empatía se podía contagiar, como una chispa que encendía un fuego de bondad en los demás.
Cuando Mateo y Rafael llegaron a la plataforma correcta, Rafael le dio un apretón de manos firme.
—No sé cómo agradecerte, Mateo. Me has ayudado más de lo que crees. Prometo que haré lo mismo por alguien más la próxima vez que tenga la oportunidad.
Mateo asintió, sintiéndose orgulloso de haber hecho una diferencia. Mientras veía a Rafael subirse al tren correcto, pensó en todas las personas que había visto en su viaje: la joven de los audífonos, el hombre con la maleta, la niña con gafas grandes. Todos ellos tenían sus propias luchas, y todos podían beneficiarse de un poco de empatía.
El viaje en el metro había sido mucho más que un simple trayecto; había sido una lección de vida. Mateo entendió que, aunque el mundo parecía moverse muy rápido y todos estaban ocupados con sus propias preocupaciones, siempre había tiempo para ayudar a los demás. A veces, solo se necesitaba una pequeña pausa para mirar alrededor y ver quién podía necesitar una mano amiga.
Mateo regresó al lado de su mamá, quien lo abrazó orgullosa. Ella sabía que Mateo había aprendido algo valioso ese día, algo que no se enseñaba en los libros ni en la escuela. Mientras el metro continuaba su recorrido, Mateo se sintió más conectado con las personas a su alrededor y más decidido a seguir practicando la empatía, no solo en el metro, sino en todos los lugares a donde la vida lo llevara.
Y así, el viaje de Mateo en el metro de la empatía continuó, recordándole que, con pequeños gestos, todos podemos hacer del mundo un lugar mejor.
Un Final Conectado
El tren avanzaba con suavidad, y el sonido de los rieles hacía eco en el vagón. Mateo, sentado nuevamente junto a su mamá, no dejaba de pensar en todo lo que había vivido en su viaje. Mientras observaba a los pasajeros, se dio cuenta de que algo había cambiado: ya no los veía solo como extraños, sino como personas con historias, preocupaciones y alegrías propias. Era como si el metro, con todas sus idas y venidas, se hubiera convertido en un reflejo de la vida misma.
En la siguiente estación, Mateo vio subir a una mujer con un bebé en brazos. Estaba claramente agotada y miraba alrededor en busca de un asiento libre. Mateo sintió un impulso de levantarse, pero antes de que pudiera hacerlo, vio que la joven de los audífonos, que ahora tenía los auriculares colgando de su cuello, se levantó rápidamente y ofreció su lugar.
—Aquí, por favor, siéntese —dijo la joven, con una sonrisa cálida.
La mujer con el bebé le agradeció y se sentó con un suspiro de alivio. Mateo sonrió para sí mismo, sintiendo una oleada de satisfacción. Su pequeño acto de amabilidad había generado una cadena de acciones bondadosas, y ver a otros pasajeros ayudar a quienes lo necesitaban le dio una sensación de esperanza.
Mientras el tren avanzaba, Mateo se dio cuenta de que todos los pasajeros parecían más relajados. La tensión que había sentido al inicio del viaje se había desvanecido, y las personas comenzaban a interactuar entre sí de formas pequeñas pero significativas. Algunos compartían sonrisas, otros intercambiaban palabras de ánimo, y unos cuantos simplemente se sentían más cómodos sabiendo que no estaban solos.
De repente, el tren volvió a detenerse, esta vez en una estación abarrotada. Mateo miró por la ventana y vio a un grupo de estudiantes con mochilas grandes, charlando y riendo mientras esperaban para subir. Entre ellos, Mateo reconoció a una de las niñas de su escuela, Sofía, quien siempre estaba sola en el recreo y parecía no tener muchos amigos.
Mateo había notado a Sofía antes en la escuela, pero nunca había hablado con ella. Había escuchado que se había mudado a la ciudad recientemente y que le costaba mucho hacer amigos. Mientras veía cómo Sofía se quedaba un poco atrás, insegura de si debía unirse al grupo que subía al tren, Mateo sintió una conexión. Sabía lo que era sentirse perdido, aunque fuera por un momento, y decidió que no quería que Sofía se sintiera así.
—Mamá, voy a saludar a una amiga —dijo Mateo, y su mamá asintió, animándolo con una sonrisa.
Mateo se levantó y caminó hacia la puerta, justo cuando Sofía entraba al vagón. La miró con una sonrisa genuina.
—Hola, Sofía. ¿Quieres venir a sentarte con nosotros? —ofreció Mateo, señalando el lugar junto a su mamá.
Sofía lo miró sorprendida, sin esperar la invitación. Dudó por un momento, pero finalmente sonrió tímidamente y asintió. Mientras caminaban juntos hacia el asiento, Mateo le contó sobre cómo había ayudado a un hombre perdido y cómo las pequeñas acciones podían cambiar el día de alguien. Sofía, sintiéndose más cómoda, comenzó a compartir cómo se había sentido desde que llegó a la ciudad y lo difícil que había sido para ella adaptarse a una nueva escuela.
Mateo escuchó atentamente, dándose cuenta de lo mucho que significaba para Sofía tener a alguien que la escuchara sin juzgarla. Mientras hablaban, notó que otros estudiantes de su escuela los miraban curiosos, y algunos comenzaron a acercarse, interesados en unirse a la conversación. En cuestión de minutos, Sofía, quien siempre había estado sola, ahora estaba rodeada de nuevos amigos que se mostraban interesados en conocerla.
El tren continuó su recorrido, y aunque Mateo sabía que su estación estaba cerca, no pudo evitar sentir que este viaje había sido diferente a todos los demás. Cada persona a la que había ayudado, y cada sonrisa que había recibido, eran pruebas de que la empatía tenía un poder inmenso. A veces, solo se necesitaba un pequeño empujón para hacer que otros vieran más allá de sus propias preocupaciones.
Mientras Mateo se preparaba para bajar, vio nuevamente al hombre con la maleta grande, quien ahora estaba conversando animadamente con un grupo de personas. Rafael, el hombre perdido, había encontrado su camino y, al parecer, había hecho algunos amigos en el proceso. La joven de los audífonos seguía sin usarlos, prefiriendo escuchar a las personas a su alrededor. El niño con el videojuego había guardado su teléfono y ahora miraba curioso a los demás pasajeros, como si buscara algo más interesante que una pantalla.
Cuando el tren llegó a su estación, Mateo bajó con su mamá y se despidió de sus nuevos amigos. Sentía que algo había cambiado, no solo en él, sino también en las personas que lo rodeaban. Mientras caminaban hacia la salida, Mateo miró a su mamá con una sonrisa.
—Mamá, creo que la empatía es como una chispa. Si ayudas a una persona, esa persona puede ayudar a otra, y así sucesivamente, hasta que todos nos ayudemos mutuamente —dijo, reflexionando sobre lo que había vivido.
La mamá de Mateo lo abrazó y asintió.
—Tienes toda la razón, hijo. La empatía nos conecta, y con pequeños actos podemos hacer una gran diferencia. Estoy muy orgullosa de ti.
Mientras salían de la estación, Mateo sintió una mezcla de orgullo y determinación. Sabía que, aunque el mundo era grande y complicado, las pequeñas acciones podían tener un impacto significativo. No importaba cuántas veces viajara en metro o cuántas personas conociera, siempre habría una oportunidad para hacer algo bueno, para ser empático y para inspirar a otros.
El día había sido largo, pero Mateo se sentía lleno de energía y esperanza. Mientras caminaba hacia su casa, decidió que la empatía no sería solo algo que practicara en el metro; quería llevarla a todas partes. En su escuela, en su vecindario, y en cada rincón de su vida.
Y así, con la promesa de seguir ayudando y conectando con los demás, Mateo y su mamá siguieron su camino, sabiendo que el verdadero viaje no era solo el que hacían en el metro, sino el que emprendían cada día al elegir ser amables y empáticos con quienes los rodeaban. Porque en un mundo que a veces puede parecer desinteresado y rápido, una chispa de empatía puede iluminar el camino para todos, una experiencia que dejó la enseñanza que la empatía es la clave para construir un mundo mejor.
La moraleja de esta historia es que la empatía es la clave para construir un mundo mejor.
Y colorín colorín, este cuento llego a su fin. bueno mis amables oyentes. ¡NOS VEMOS MAÑANA! CON UN NUEVO CUENTO CON MORALEJA.
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