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Sofía era una niña de diez años, de cabello dorado, delgada, vivaz y llena de curiosidad. Vivía en un departamento pequeño en el corazón de la Ciudad de México con su madre, quien trabajaba largas horas como enfermera en un hospital cercano. Todos los días, Sofía tomaba el metro para ir a la escuela. Este viaje diario, que la mayoría de los adultos consideraban rutinario, para Sofía era una aventura, una oportunidad para observar a las personas, inventar historias sobre ellas y explorar los rincones del sistema de transporte subterráneo.

El metro de la Ciudad de México, con sus coloridos vagones y sus estaciones decoradas con arte, siempre estaba lleno de vida. Había vendedores ambulantes ofreciendo de todo, desde chicles hasta libros, músicos callejeros tocando melodías que alegraban los vagones, y una diversidad de personas que iban y venían, cada una con su historia. A Sofía le encantaba todo esto, pero, sin darse cuenta, empezó a desarrollar una actitud arrogante. Al ser una de las estudiantes más inteligentes de su clase, pensaba que sabía más que los demás y, a veces, miraba con desdén a las personas que parecían menos afortunadas.

Una mañana, mientras se dirigía a la escuela, Sofía se subió al vagón del metro que siempre tomaba, el que la llevaría directo a su destino. El vagón estaba más lleno de lo habitual, y tuvo que abrirse paso entre la multitud para encontrar un lugar donde sostenerse. Junto a ella, una mujer mayor, vestida con un sencillo rebozo, luchaba por mantener el equilibrio. Sofía notó que la mujer estaba cargando varias bolsas pesadas y parecía cansada.

“¿Por qué no se quedó en casa?” pensó Sofía con una mezcla de impaciencia y superioridad. “Seguro podría haber tomado un taxi o esperar a que el metro estuviera menos lleno.”

La anciana, al darse cuenta de la mirada de Sofía, le sonrió con amabilidad y dijo: “Buenos días, pequeña. ¿A dónde te diriges?”

Sofía, sorprendida por la amabilidad de la mujer, respondió con indiferencia: “Voy a la escuela.”

“Qué bien,” replicó la anciana. “La educación es muy importante. Espero que tengas un buen día de aprendizaje.”

Sofía asintió, pero no pudo evitar pensar que sabía más de lo que esa mujer podría enseñarle. Después de todo, ¿qué podría saber alguien que ni siquiera podía evitar llevar tantas bolsas en el metro?

Cuando llegaron a la estación Pino Suárez, donde debía hacer transbordo para cambiar de línea, Sofía salió del vagón con rapidez, ansiosa por dejar atrás a la multitud. Sin embargo, al apresurarse por las escaleras, tropezó y cayó, esparciendo sus libros y pertenencias por el suelo. La caída no fue grave, pero sí lo suficientemente dolorosa como para que Sofía sintiera lágrimas en sus ojos.

Mientras intentaba recoger sus cosas, la gente pasaba rápidamente a su alrededor, sin detenerse a ayudar. Sofía se sintió avergonzada y sola, pero de repente, la misma mujer mayor del vagón apareció a su lado, con una mirada preocupada.

“¿Estás bien, niña?” preguntó, agachándose para ayudar a recoger los libros de Sofía.

Sofía asintió, todavía en shock por la caída y la rapidez con la que la mujer había llegado hasta ella. “Estoy bien,” murmuró, sintiendo una punzada de vergüenza por sus pensamientos anteriores.

La mujer sonrió suavemente y le tendió uno de los libros que había caído. “No te preocupes. Todos tropezamos alguna vez, pero lo importante es levantarse y aprender de ello.”

Sofía aceptó el libro y se sintió aún más avergonzada. “Gracias,” dijo con un hilo de voz, sin poder evitar sentir que había sido injusta al juzgar a la mujer tan rápidamente.

La anciana le dio una palmadita en el hombro antes de continuar su camino. “Cuídate, pequeña. Recuerda que siempre podemos aprender algo nuevo, sin importar nuestra edad.”

Sofía se quedó mirando cómo la mujer se alejaba, reflexionando sobre lo que había sucedido. Por primera vez, comenzó a darse cuenta de lo arrogante que había sido al pensar que lo sabía todo. Esa mujer, que apenas conocía, le había mostrado más bondad y sabiduría en esos pocos minutos que lo que Sofía había aprendido en toda la semana.

Cuando finalmente llegó a la escuela, las palabras de la anciana resonaban en su mente. Durante la clase, Sofía no pudo concentrarse en las lecciones como de costumbre. En lugar de eso, pensaba en cómo había tratado a la mujer y cómo sus propios prejuicios la habían llevado a juzgarla mal.

Al salir de la escuela, Sofía decidió que, en su camino de regreso a casa, observaría a las personas de una manera diferente, con más humildad y menos juicio. Quería aprender de ellas, como había hecho esa anciana con ella. El viaje en el metro se convirtió en una lección diaria, y cada vez que veía a alguien luchando con una carga pesada o lidiando con un problema, recordaba lo que la mujer le había dicho: “Todos tropezamos alguna vez, pero lo importante es levantarse y aprender de ello.”

A partir de ese día, Sofía decidió ser más humilde y abierta a las lecciones que la vida le ofrecía, sin importar de quién vinieran.

Sofía, tras su encuentro con la anciana en el metro, comenzó a ver el mundo que la rodeaba con una nueva perspectiva. A medida que pasaban los días, se dio cuenta de que había mucho que aprender de las personas a su alrededor, incluso de aquellas que, a simple vista, parecían no tener nada que enseñarle. Sin embargo, poner en práctica esta nueva actitud no fue tan fácil como esperaba.

Un día, mientras esperaba el metro después de la escuela, Sofía se encontró con un grupo de sus compañeros de clase, quienes también estaban esperando para tomar el tren. Entre ellos estaba Mariana, una de las niñas más populares de la escuela, conocida por ser siempre la primera en todo, desde las calificaciones hasta los deportes. Mariana era, a los ojos de muchos, la definición de perfección. Sin embargo, su actitud a menudo hacía sentir a los demás inferiores, algo que Sofía había notado pero nunca se había atrevido a cuestionar.

Cuando el metro llegó y las puertas se abrieron, todos se apresuraron a entrar. El vagón estaba abarrotado, y los niños se empujaban unos a otros para conseguir un buen lugar. Sofía, recordando su resolución de ser más humilde y considerada, decidió dejar que los demás subieran primero, y terminó quedando cerca de las puertas.

“¡Sofía, aquí hay un lugar!” gritó Mariana desde el otro lado del vagón. Sofía sonrió y se abrió paso entre la gente para llegar al asiento. Sin embargo, justo cuando estaba a punto de sentarse, Mariana soltó una risita y se sentó en el lugar, dejándola de pie. “Ups, lo siento,” dijo Mariana con una sonrisa burlona.

Los demás niños rieron, y Sofía sintió una mezcla de humillación y enojo. La actitud arrogante de Mariana le recordaba su propio comportamiento reciente, y aunque sabía que debía mantener la calma, el enojo crecía en su pecho. Tomó una respiración profunda y decidió no reaccionar de la misma manera. Se quedó de pie, sosteniéndose de una barra, y trató de no dejar que la situación la molestara.

El tren avanzó, y mientras el metro se deslizaba a través de los túneles oscuros, Mariana y sus amigos continuaron hablando y riéndose, haciendo comentarios sobre las personas a su alrededor. Sofía escuchaba, sintiéndose cada vez más incómoda con sus palabras. A medida que observaba a las personas en el vagón, muchos de ellos trabajadores cansados, vendedores ambulantes y familias con niños pequeños, comenzó a darse cuenta de lo cruel que era burlarse de ellos.

En la siguiente estación, un hombre mayor subió al vagón. Parecía agotado, y llevaba una gran mochila que casi no podía sostener. Sofía lo observó, recordando la vez que había caído en las escaleras y cómo la anciana la había ayudado. Pensó en ofrecerle su lugar, pero antes de que pudiera moverse, Mariana intervino.

“¡Miren eso!” dijo Mariana en voz alta, señalando al hombre. “¿No tiene dinero para un taxi? ¡Qué patético!”

Los amigos de Mariana se rieron, y Sofía sintió una punzada en el corazón. Sabía que debía decir algo, pero el miedo a ser ridiculizada la detuvo. Sin embargo, mientras observaba al hombre luchar por mantener el equilibrio, algo dentro de ella cambió. No podía seguir callada.

“Mariana,” dijo Sofía en voz alta, intentando que su voz no temblara, “eso no está bien. No deberíamos burlarnos de las personas. Todos tenemos días difíciles.”

El vagón se silenció de repente. Mariana la miró con incredulidad, sorprendida de que alguien la cuestionara. “¿Qué dijiste?” preguntó, su tono lleno de desdén.

“Lo que dije es que no deberíamos burlarnos de los demás,” repitió Sofía, esta vez con más firmeza. “No sabemos por lo que está pasando este señor. Todos tenemos problemas, y no está bien hacerles sentir peor.”

Por un momento, parecía que Mariana iba a responder con uno de sus típicos comentarios sarcásticos, pero algo en la seriedad de Sofía la detuvo. Los otros niños también parecían inseguros de cómo reaccionar. Algunos de ellos incluso comenzaron a mirar hacia abajo, como si se sintieran avergonzados por haberse reído antes.

El hombre mayor, que había escuchado el intercambio, miró a Sofía y le sonrió con gratitud. Sofía le devolvió la sonrisa, sintiéndose aliviada de haber tenido el valor de decir lo que pensaba. Aunque su corazón todavía latía rápido, se sentía más fuerte por haber defendido lo que era correcto.

Mariana, sin saber cómo reaccionar, finalmente desvió la mirada y volvió a hablar con sus amigos, aunque ahora en un tono mucho más bajo. Sofía se dio cuenta de que, aunque no había cambiado completamente la actitud de Mariana, al menos había logrado que reconsiderara su comportamiento, aunque fuera por un momento.

A medida que el tren continuaba su trayecto, Sofía se quedó pensando en lo que acababa de suceder. Había aprendido que ser humilde no solo significaba reconocer sus propios errores, sino también tener el valor de corregir a los demás cuando era necesario. Sabía que no era fácil, pero también comprendió que crecer y aprender de los errores requería enfrentar situaciones difíciles con integridad y compasión.

Cuando el metro llegó a su destino y todos comenzaron a bajar, Sofía sintió una mezcla de alivio y orgullo. No había sido fácil enfrentarse a Mariana, pero lo había hecho. Había sido una pequeña victoria, no solo para ella, sino también para la bondad y el respeto que quería ver en el mundo.

Mientras caminaba hacia la salida de la estación, Sofía notó que algunos de sus compañeros se acercaban a ella. Uno de ellos, un niño llamado Andrés, que siempre había sido muy callado, la miró y dijo en voz baja: “Tienes razón, Sofía. No deberíamos haber dicho esas cosas. Me alegra que hablaras.”

Sofía sonrió, agradecida por el apoyo. “Gracias, Andrés. Creo que todos podemos aprender a ser mejores, ¿no crees?”

Andrés asintió, y los dos niños caminaron juntos hacia la salida del metro, dejando atrás la ruidosa estación y la oscuridad del túnel, sabiendo que, aunque el viaje había sido difícil, habían salido de él un poco más sabios y un poco más humildes.

Los días siguientes al incidente en el metro fueron diferentes para Sofía. Había algo en el ambiente de la escuela que se sentía menos tenso. Notaba que sus compañeros, especialmente aquellos que solían seguir a Mariana sin cuestionar, empezaban a comportarse de manera más amable y respetuosa entre ellos. Incluso Mariana parecía haber cambiado un poco. Ya no se reía de los demás de la misma manera, y aunque no había hablado directamente con Sofía sobre lo que había pasado, sus actitudes mostraban que había aprendido algo.

Un día, mientras Sofía caminaba hacia la escuela, vio a Mariana sentada sola en un banco del parque que solían cruzar todos los días. Al principio, Sofía dudó si acercarse, pero algo en la expresión de Mariana, una mezcla de tristeza y confusión, la impulsó a hacerlo.

“Hola, Mariana,” dijo Sofía con una sonrisa tímida.

Mariana levantó la vista, sorprendida de ver a Sofía acercándose a ella. Por un momento, parecía no saber qué decir, pero finalmente respondió con un débil “Hola”.

Sofía se sentó a su lado, sin estar segura de cómo empezar la conversación. Después de unos segundos de silencio incómodo, fue Mariana quien habló primero.

“Quería decirte algo,” comenzó, mirando sus manos. “Lo que hiciste en el metro… Bueno, he estado pensando mucho en eso.”

Sofía la miró con curiosidad, esperando a que continuara.

“Creo que… he sido muy mala con la gente,” admitió Mariana, su voz temblando un poco. “Siempre he pensado que ser la más popular, la más fuerte, me haría sentir mejor, pero… no es así. Me di cuenta de que solo estaba lastimando a los demás, y también a mí misma.”

Sofía sintió una mezcla de sorpresa y empatía. Nunca había imaginado que Mariana se sintiera de esa manera. La imagen de la niña segura y arrogante se desmoronaba frente a ella, revelando a una persona que, al igual que todos, tenía inseguridades y miedos.

“Todos cometemos errores,” dijo Sofía suavemente. “Lo importante es aprender de ellos. No es fácil, pero es lo que nos hace crecer.”

Mariana asintió, y por primera vez en mucho tiempo, sonrió de manera genuina. “¿Sabes? Nunca tuve una verdadera amiga. Pensaba que lo tenía todo, pero en realidad no tenía nada. Solo quería que me aceptaran.”

Sofía la miró, sintiendo una profunda compasión por ella. “No necesitas ser perfecta para que te acepten, Mariana. Ser tú misma es suficiente. Y si alguna vez necesitas hablar, aquí estaré.”

Mariana parecía conmovida por las palabras de Sofía. “Gracias,” susurró, sus ojos brillando con lágrimas contenidas. “Nunca pensé que alguien como tú pudiera ser tan amable conmigo después de cómo te traté.”

Sofía negó con la cabeza. “Todos merecemos una segunda oportunidad. Además, tú también me has enseñado algo importante: ser humilde no es solo admitir nuestros errores, sino también tener la capacidad de perdonar y seguir adelante.”

Ambas niñas compartieron una sonrisa, una que selló un entendimiento mutuo y un nuevo comienzo. A partir de ese día, Sofía y Mariana comenzaron a hablar más a menudo, y aunque su amistad era nueva y frágil, ambas sabían que había algo especial en ella.

El cambio en Mariana no pasó desapercibido en la escuela. Dejó de hacer comentarios hirientes y comenzó a participar de manera más constructiva en las actividades grupales. Incluso empezó a ayudar a otros estudiantes que solían ser ignorados o excluidos. Sus amigos, viendo su cambio, también comenzaron a seguir su ejemplo, y la atmósfera en la escuela se transformó. Lo que antes era un ambiente competitivo y tenso, ahora se volvía más colaborativo y amable.

Pero no todo fue fácil. Hubo momentos en los que Mariana luchó contra sus viejos hábitos, y hubo días en los que sentía la tentación de volver a ser la niña arrogante y popular que había sido. Sin embargo, cada vez que sentía que estaba retrocediendo, recordaba las palabras de Sofía y la calidez de su nueva amistad. Esto le daba la fuerza para continuar cambiando y aprendiendo.

Un día, la escuela organizó un evento para recaudar fondos, y los estudiantes fueron divididos en grupos para preparar diferentes actividades. Sofía, Mariana y Andrés, junto con algunos otros compañeros, formaron un grupo para organizar una obra de teatro. La idea era representar una historia sobre la importancia de la humildad y el valor de la amistad.

Mientras trabajaban juntos en la obra, Sofía notó cómo Mariana se esforzaba por escuchar las ideas de los demás y contribuir de manera positiva. Ya no intentaba imponer su voluntad, sino que trabajaba en equipo, demostrando cuánto había crecido.

El día de la presentación, la obra fue un éxito rotundo. Los estudiantes se sintieron orgullosos de lo que habían logrado juntos, y el mensaje de la historia resonó en todos los presentes. Al final, cuando el grupo de Sofía recibió aplausos y felicitaciones, Mariana se volvió hacia sus compañeros y dijo con una sonrisa humilde: “Esto no lo habría logrado sola. Gracias a todos por su esfuerzo.”

Para Sofía, ese momento fue la culminación de todo lo que había aprendido en los últimos meses. Había sido testigo del poder transformador de la humildad y la importancia de aprender de los errores. Pero lo más importante era que había ganado una nueva amiga y había ayudado a cambiar su entorno para mejor.

Esa noche, mientras regresaba a casa en el metro, Sofía se sentó en el mismo vagón donde todo había comenzado. Miró a su alrededor, observando a las personas con una nueva apreciación. Sabía que, aunque todos cometemos errores, también tenemos la capacidad de aprender, crecer y cambiar para mejor. Y con una sonrisa en su rostro, Sofía supo que este era solo el comienzo de un largo camino de aprendizaje y amistad.

La moraleja de esta historia es que la humildad nos permite crecer y aprender de nuestros errores.

Y colorín colorín, este cuento llego a su fin. bueno mis amables oyentes. ¡NOS VEMOS MAÑANA! CON UN NUEVO CUENTO CON MORALEJA.

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