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En medio de un vasto océano azul, donde el cielo se encuentra con el horizonte en un abrazo sin fin, existía una isla que no aparecía en ningún mapa. Esta isla, rodeada por aguas cristalinas y palmeras que evocaban recuerdos, parecía un paraíso, pero tenía un misterio: era imposible de encontrar para quienes no conocieran el lenguaje de la amabilidad.

Un día, un grupo de personas muy diferentes entre sí naufragaron en sus costas. El primero en llegar fue Tomás, un joven que siempre pensaba que debía arreglárselas solo. Había trabajado como programador en una gran ciudad, pero su vida se sentía vacía y desconectada. A pesar de su inteligencia, le costaba mucho pedir ayuda o confiar en los demás.

Luego, llegaron las gemelas Sofía y Clara, dos niñas de unos diez años. Eran inseparables, pero muy diferentes. Sofía era tímida y solía quedarse en segundo plano, mientras que Clara era extrovertida y lideraba siempre. Se habían embarcado en un viaje familiar cuando la tormenta las separó de sus padres.

El cuarto en llegar fue el señor Rodrigo, un hombre mayor, jubilado, que había pasado la mayor parte de su vida trabajando como maestro de escuela. Rodrigo era sabio, pero últimamente se había vuelto un poco gruñón, impaciente con quienes no compartían su punto de vista.

Por último, apareció un gato callejero que se hacía llamar “Miau”. Era pequeño, con pelaje gris y ojos amarillos. Miau no confiaba en nadie, pues su vida en las calles había sido dura. Sin embargo, tenía un instinto innato para detectar amabilidad, aunque nunca la había recibido.

El grupo se encontró en la playa, cada uno intentando entender cómo había llegado a este lugar. Tomás, que había naufragado con su computadora portátil (increíblemente protegida en un estuche impermeable), trató de encontrar una señal de Wi-Fi, sin éxito. Sofía y Clara buscaron a sus padres, gritando sus nombres, pero solo el sonido de las olas respondió. El señor Rodrigo intentó recordar algo de geografía que pudiera indicar dónde estaban, pero nada de lo que sabía parecía tener sentido aquí.

El día pasó rápidamente, y cuando el sol comenzó a esconderse tras las montañas en el interior de la isla, una sensación de desesperación se apoderó de ellos. No sabían cómo sobrevivirían la noche. Tomás, acostumbrado a ser autosuficiente, se alejó de los demás para intentar hacer un refugio con las hojas de las palmeras. Las gemelas, abrazadas, comenzaron a llorar suavemente, mientras Rodrigo, con una mezcla de frustración y cansancio, murmuraba que todo esto era una locura. Miau, en cambio, observaba todo desde una distancia segura, buscando el momento oportuno para actuar, como siempre lo había hecho.

Pero la isla tenía sus propios planes. Mientras la oscuridad se asentaba, pequeños puntos de luz comenzaron a aparecer en la arena. Eran luciérnagas, pero de una especie que nunca antes habían visto, pues emitían un suave resplandor azul. Este espectáculo natural llamó la atención de todos, y, por un momento, olvidaron sus preocupaciones. Fue entonces cuando Sofía, con su voz baja pero llena de curiosidad, preguntó: “¿Alguien sabe qué son estas luces?”

Rodrigo, a pesar de su malhumor, no pudo evitar sentirse intrigado. Se acercó a las gemelas y, con más amabilidad de la que había mostrado en todo el día, les dijo: “Nunca había visto algo así, niñas. Pero parecen ser amigables, ¿no creen?”

Tomás, que había estado observando desde la distancia, finalmente se acercó al grupo. “No lo sé,” dijo, “pero es bonito. Tal vez… tal vez deberíamos quedarnos juntos esta noche. No tiene sentido estar solos aquí.”

Clara, que solía ser la más segura, asintió en silencio, sintiendo por primera vez un pequeño temor en su corazón. “¿Y si compartimos nuestras mantas y comida?”, sugirió, intentando ser útil.

Miau, viendo cómo todos comenzaban a acercarse, dio un pequeño paso hacia ellos, curioso. Aunque no quería admitirlo, también sentía el peso de la soledad en su pequeño corazón felino. Se sentó cerca de ellos, pero lo suficientemente lejos como para poder escapar si las cosas no salían bien.

Así, bajo el cielo estrellado, con las luciérnagas azules como únicas testigos, los náufragos se reunieron por primera vez como un verdadero grupo. Compartieron lo poco que tenían y, en esos momentos, se dieron cuenta de que, aunque eran muy diferentes, había una cosa que los unía: la necesidad de compañía y amabilidad en medio de lo desconocido.

La noche transcurrió sin incidentes, y cuando el sol comenzó a salir, cada uno de ellos sintió un poco más de esperanza. Habían aprendido una pequeña pero importante lección: en esa isla, la amabilidad era la clave para sobrevivir, y quizá, para encontrar el camino a casa.

Los días en la isla se convirtieron en una rutina para el grupo. Aunque habían llegado como extraños, la convivencia diaria comenzó a forjar lazos entre ellos. Cada mañana, el sol nacía con una calidez que llenaba el corazón, y las olas del mar les cantaban una canción de esperanza. Sin embargo, el grupo aún enfrentaba desafíos, no solo en la supervivencia diaria, sino también en aprender a trabajar juntos.

Una mañana, Tomás, que había tomado la costumbre de explorar la isla solo, descubrió algo sorprendente. En el interior de la jungla, más allá de los límites que habían explorado, encontró una cueva oculta detrás de una cascada. La entrada estaba cubierta por una enredadera espesa, pero lo que llamó su atención fue una serie de marcas en la roca, como si alguien o algo hubiera vivido allí.

Emocionado, Tomás regresó corriendo para contarle al grupo. Sin embargo, cuando trató de explicar lo que había encontrado, su voz sonó dura y distante. “Encontré una cueva. Puede ser un refugio mejor que dormir en la playa”, dijo sin mucho entusiasmo. A pesar de su descubrimiento, todavía le costaba conectar con los demás.

Rodrigo, siempre escéptico, frunció el ceño. “¿Estás seguro de que es seguro? No podemos arriesgarnos a llevar a las niñas a un lugar peligroso.”

Clara, que había estado escuchando con atención, saltó emocionada. “¡Una cueva suena genial! Tal vez haya tesoros escondidos, como en las películas.”

Sofía, menos entusiasta, expresó su preocupación. “Pero, ¿qué tal si hay animales peligrosos dentro? Tal vez deberíamos explorar juntos, para estar seguros.”

La discusión comenzó a escalar, cada uno defendiendo su punto de vista. Tomás, sintiéndose nuevamente incomprendido, se levantó bruscamente. “Si no quieren ir, está bien. Yo lo haré solo, como siempre.” Las palabras salieron antes de que pudiera detenerse, y la tensión en el aire se hizo palpable.

Miau, que observaba desde un árbol cercano, bajó al suelo y caminó hacia Tomás, rozando su pierna con el cuerpo. No lo había hecho antes, y este pequeño gesto sorprendió a todos. Tomás se agachó y, por primera vez, acarició al gato, sintiendo una suavidad y calidez que no había experimentado en mucho tiempo.

El gesto del gato fue como una chispa que encendió algo en Tomás. “Lo siento,” dijo finalmente, mirando al grupo. “Sé que no soy el mejor en esto de trabajar en equipo. Tal vez… tal vez podríamos explorar la cueva juntos, como sugirió Sofía.”

La tensión comenzó a disiparse, y el grupo acordó explorar la cueva juntos. Con Tomás liderando el camino, caminaron a través de la densa vegetación hasta llegar a la cascada. La vista era impresionante; el agua caía en un arco iris de gotas que parecían brillar bajo el sol. Detrás de la cascada, la entrada a la cueva esperaba, misteriosa y oscura.

Entraron con cautela, usando antorchas improvisadas hechas de ramas y tela. La cueva era más grande de lo que habían imaginado, con paredes cubiertas de musgo que brillaba débilmente en la oscuridad. Avanzaron en silencio, con el sonido de sus pasos ecoando en las profundidades.

Fue entonces cuando Sofía notó algo extraño. En una de las paredes, había dibujos tallados en la roca. Eran figuras humanas, pero no como ellos. Parecían antiguos, con vestimentas y adornos que no reconocían. A su lado, había una serie de símbolos que ninguno de ellos podía descifrar.

Rodrigo, que había enseñado historia en su juventud, se inclinó para examinar los grabados. “Esto es fascinante,” murmuró. “Parece que alguien vivió aquí hace mucho tiempo. Tal vez esta isla no esté tan desierta como pensamos.”

Mientras continuaban explorando, encontraron algo aún más sorprendente. En el fondo de la cueva, había una pequeña cámara llena de objetos. Había vasijas, joyas, y una especie de mapa tallado en piedra. Pero lo más intrigante era una estatua en el centro de la habitación, representando a una figura con los brazos extendidos en un gesto de bienvenida.

Clara, con los ojos brillantes, corrió hacia la estatua. “¡Miren esto! Parece que nos está esperando.” Su entusiasmo era contagioso, y el grupo comenzó a examinar los objetos, tratando de entender su significado.

Tomás, que había estado observando en silencio, se dio cuenta de algo. “Tal vez esta isla era un lugar sagrado para la gente que vivía aquí,” dijo en voz baja. “Y esta estatua… podría estar relacionada con la amabilidad y la hospitalidad.”

Rodrigo asintió, impresionado por la observación de Tomás. “Es posible. Tal vez la isla tiene algo que enseñarnos. Algo que hemos olvidado.”

Sofía, que había estado explorando una esquina de la cámara, encontró un pequeño cofre de madera. Lo abrió con cuidado, revelando un conjunto de pergaminos antiguos. “No sé leer esto,” dijo, “pero parecen instrucciones o historias.”

Rodrigo tomó uno de los pergaminos, estudiándolo detenidamente. “Parece un lenguaje pictográfico. Tal vez si lo analizamos juntos, podamos entenderlo.”

El grupo decidió llevar los objetos más importantes a la entrada de la cueva para examinarlos con luz natural. Pasaron horas descifrando los símbolos, trabajando en equipo. Fue un esfuerzo conjunto, donde cada uno aportó lo mejor de sí.

Con el tiempo, comenzaron a entender partes del mensaje. La cueva contaba la historia de una civilización antigua que creía en la fuerza de la amabilidad. Según los pergaminos, la isla tenía el poder de atraer a aquellos que necesitaban aprender esta lección. La estatua era un símbolo de bienvenida, pero solo aquellos que mostraban amabilidad entre sí podrían descubrir los verdaderos secretos de la isla.

A medida que descifraban más, una sensación de paz y unidad comenzó a crecer entre ellos. Tomás, que había sido tan reacio a confiar en los demás, se dio cuenta de que no estaba solo en sus luchas. Rodrigo, que siempre había sido tan crítico, empezó a apreciar las ideas y contribuciones de los más jóvenes. Y las gemelas, que habían sido tan dependientes una de la otra, encontraron nuevas amistades y fuerzas en el grupo.

Incluso Miau, que nunca había conocido el afecto humano, se volvió más confiado y comenzó a acercarse a los demás, aceptando caricias y compañía. La isla, de alguna manera, estaba transformándolos a todos.

Con la puesta del sol, el grupo decidió regresar a su campamento en la playa, llevándose con ellos el conocimiento que habían adquirido en la cueva. Sabían que la isla aún tenía mucho que revelar, pero lo más importante era lo que estaban aprendiendo unos de otros.

La isla no era solo un refugio físico, sino también un lugar donde las barreras que habían construido a lo largo de sus vidas comenzaban a desmoronarse. Habían descubierto que la amabilidad era, de hecho, un lenguaje universal, capaz de superar las diferencias y unir a personas de diferentes orígenes y personalidades.

Con el amanecer de un nuevo día, el grupo despertó lleno de determinación. Aunque la isla seguía siendo un misterio, sentían que estaban cerca de desentrañar su secreto. Habían aprendido mucho desde su llegada, pero sabían que la verdadera prueba aún estaba por venir.

Después de un desayuno sencillo, decidieron volver a la cueva para explorar más a fondo. A medida que se acercaban, notaron algo extraño: las luciérnagas azules que habían iluminado su primera noche en la isla volaban en un patrón circular sobre la entrada de la cueva. Era como si los estuvieran guiando hacia algo importante.

Una vez dentro, se dirigieron a la cámara donde habían encontrado la estatua y los pergaminos. Rodrigo, que había pasado la noche reflexionando sobre lo que habían aprendido, sugirió que intentaran descifrar el mapa tallado en la piedra. “Creo que este mapa podría llevarnos al corazón de la isla, al lugar donde todo converge,” dijo con seriedad.

Tomás, Sofía y Clara estudiaron el mapa mientras Rodrigo les explicaba los símbolos que había logrado interpretar. “Aquí,” señaló Tomás, “parece que hay un camino que lleva a una montaña en el centro de la isla. Tal vez sea allí donde encontraremos la clave para regresar a casa.”

Con el mapa como guía, el grupo emprendió la caminata hacia la montaña. El sendero era empinado y lleno de obstáculos, pero se ayudaron mutuamente a superar cada dificultad. Sofía y Clara recogían frutas y raíces para mantener la energía del grupo, mientras Rodrigo, con su experiencia, los guiaba por los terrenos más difíciles.

A medida que ascendían, notaron que el paisaje cambiaba. Las plantas se volvían más densas, y el aire estaba cargado de una energía palpable, como si la misma isla estuviera viva. Miau, que había estado explorando a su manera, regresaba de vez en cuando con pequeños descubrimientos: una flor inusual, un rastro de animales que no habían visto antes. Era como si todos estuvieran en sintonía con la naturaleza de la isla.

Finalmente, después de horas de caminata, llegaron a una meseta que ofrecía una vista impresionante de toda la isla. En el centro de la meseta, una antigua estructura se erguía majestuosamente: un templo de piedra cubierto de enredaderas, con una gran puerta de madera tallada con símbolos similares a los que habían visto en la cueva.

El grupo se acercó al templo con cautela. La puerta, aunque vieja y desgastada, no estaba cerrada con llave. Tomás, tomando un profundo respiro, la empujó suavemente, y con un crujido, la puerta se abrió, revelando el interior del templo.

El interior era impresionante, con paredes adornadas con frescos que representaban la vida en la isla. Los frescos contaban la historia de un pueblo antiguo que vivió en armonía con la naturaleza, practicando la amabilidad y el respeto mutuo como principios fundamentales. En el centro del templo, una gran hoguera apagada parecía haber sido el lugar de ceremonias sagradas.

En el altar, encontraron un gran libro encuadernado en cuero. Rodrigo lo abrió con cuidado, revelando páginas llenas de símbolos y dibujos. Aunque el texto estaba escrito en un lenguaje desconocido, las imágenes eran claras: mostraban a personas de diferentes épocas que habían llegado a la isla y, a través de la amabilidad, habían encontrado un camino de regreso a sus hogares.

Mientras Rodrigo leía en voz alta, los otros miembros del grupo empezaron a notar algo extraño. La luz dentro del templo comenzó a cambiar, tornándose de un cálido dorado a un suave azul, similar al resplandor de las luciérnagas. La estatua en el centro del altar, similar a la que habían encontrado en la cueva, comenzó a brillar con una luz propia.

“Creo que hemos llegado al corazón de la isla,” dijo Tomás, su voz llena de asombro. “Este lugar… parece estar vivo.”

Clara, quien había estado observando la estatua, se dio cuenta de algo. “Miren,” exclamó, señalando hacia la base de la estatua. “¡Hay una inscripción aquí! Parece… parece un rompecabezas.”

Rodrigo se acercó, examinando la inscripción. “Es un acertijo,” confirmó, “pero no parece complicado. Dice algo así como: ‘Para encontrar el camino de regreso, deben mostrar lo que han aprendido. Solo aquellos que entienden el verdadero poder de la amabilidad pueden abrir la puerta al hogar.'”

El grupo se quedó en silencio, reflexionando sobre el significado del acertijo. Finalmente, fue Sofía quien habló. “Creo que hemos estado aprendiendo sobre la amabilidad desde que llegamos aquí. Tal vez… si mostramos cómo hemos cambiado, podremos regresar a casa.”

Tomás asintió. “Hemos pasado por mucho juntos. Hemos aprendido a cuidarnos, a confiar en los demás. Quizás eso es lo que la isla nos ha estado enseñando todo este tiempo.”

Rodrigo, que había sido tan escéptico al principio, sonrió con calidez. “Nunca pensé que diría esto, pero creo que tienen razón. La amabilidad nos ha unido, y ahora es nuestro pasaporte para salir de aquí.”

Miau, que había estado observando desde un rincón, se acercó a la estatua, rozando su base con su cuerpo. Al hacerlo, la luz azul que emanaba de la estatua se intensificó, envolviendo a todo el grupo en un resplandor cálido y reconfortante.

De repente, el suelo comenzó a vibrar suavemente, y una puerta oculta en la pared del templo se abrió lentamente, revelando un túnel que descendía hacia la oscuridad. “Ese debe ser el camino,” dijo Tomás con determinación. “Vamos juntos.”

El grupo avanzó por el túnel, con la luz azul iluminando su camino. Mientras caminaban, el túnel comenzó a cambiar, transformándose en un paisaje que parecía estar más allá del tiempo y el espacio. Los sonidos de la isla desaparecieron, reemplazados por una suave melodía, como si el mismo aire estuviera cantando.

Finalmente, llegaron a una salida que los llevó a una playa desconocida. Pero esta playa no era como la que habían conocido. El cielo era de un azul profundo, con estrellas brillando intensamente, y el mar estaba en completa calma, reflejando las estrellas como un espejo.

“Estamos… ¿en casa?” preguntó Clara, su voz llena de asombro.

Antes de que alguien pudiera responder, un barco apareció en el horizonte, acercándose lentamente a la orilla. Era un barco antiguo, con velas blancas ondeando suavemente en la brisa. En la proa, una figura conocida levantó la mano en saludo: era el mismo capitán que había estado al mando del barco antes del naufragio.

El capitán sonrió al verlos. “Sabía que lo lograrían,” dijo con orgullo. “La isla los ha elegido para aprender, y ahora están listos para regresar.”

El grupo subió a bordo, todavía aturdido por la experiencia. Mientras el barco se alejaba de la isla, miraron hacia atrás, pero la isla ya no estaba. Solo quedaba el vasto océano, tranquilo y pacífico.

De vuelta en casa, ninguno de ellos pudo explicar completamente lo que había sucedido. Pero todos sabían que habían cambiado para siempre. Habían aprendido que la amabilidad no era solo un gesto, sino una fuerza poderosa que podía unir incluso a los más diferentes. Y aunque nunca encontraron la isla en ningún mapa, sabían que siempre llevarían consigo la lección que habían aprendido.

Y así, en sus corazones, la Isla de la Amabilidad vivió para siempre, recordándoles que no importa dónde estés, la amabilidad es un lenguaje que todos pueden entender y es agradable a toda la comunidad.

La moraleja de esta historia es que la amabilidad es un lenguaje que todos pueden entender.

Y colorín colorín, este cuento llego a su fin. bueno mis amables oyentes. ¡NOS VEMOS MAÑANA! CON UN NUEVO CUENTO CON MORALEJA.

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