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Era un soleado sábado por la mañana, el tipo de día que invita a los niños a salir de sus casas y disfrutar de la naturaleza. En el vecindario de Los Robles, un grupo de amigos se había reunido para un paseo al parque. Habían planeado este paseo durante toda la semana, emocionados por la idea de pasar el día jugando, corriendo y disfrutando del aire libre.

El grupo estaba compuesto por varios niños de distintas edades. Tomás, un chico de diez años, era el mayor del grupo y a menudo se comportaba como el líder. A su lado estaban Mariana, una niña de nueve años con una imaginación desbordante; Lucas, un niño algo tímido de ocho años que solía quedarse al margen; y Camila, la más pequeña del grupo con siete años, siempre llena de energía y entusiasmo.

—¡Vamos al parque antes de que se llene de gente! —exclamó Tomás, liderando al grupo con confianza.

—Sí, quiero ir a los columpios primero —dijo Camila, corriendo delante de todos con su mochila llena de juguetes.

—Yo quiero ver los patos en el lago —añadió Mariana, soñadora como siempre.

Lucas, que caminaba detrás, sonreía tímidamente, contento de estar con sus amigos, aunque no siempre sabía cómo unirse a las conversaciones.

Cuando llegaron al parque, se encontraron con un lugar vibrante y lleno de vida. Los árboles verdes se mecían suavemente con la brisa, y las risas de otros niños llenaban el aire. El grupo se dirigió hacia un rincón tranquilo donde podían dejar sus cosas y decidir qué hacer primero.

—¿Columpios o patos? —preguntó Mariana, mirando a sus amigos.

—¡Columpios! —gritó Camila sin dudar.

—Podemos hacer las dos cosas —sugirió Tomás—. Primero jugamos en los columpios y luego vamos al lago.

Lucas asintió en silencio, como solía hacer. Aunque no hablaba mucho, le encantaba estar en compañía de sus amigos y seguir el plan que ellos proponían.

Los niños se dirigieron hacia los columpios, riendo y compitiendo para ver quién llegaba primero. Camila, siendo la más rápida, se subió al columpio y comenzó a balancearse con fuerza, mientras Mariana y Tomás esperaban su turno.

—¡Mira cómo vuelo! —gritó Camila, elevándose cada vez más alto.

Tomás y Mariana la observaban, contentos de ver a su amiga tan feliz. Sin embargo, cuando Camila alcanzó la altura máxima, comenzó a sentir miedo y quiso detenerse, pero no sabía cómo.

—¡Tomás, ayúdame! —gritó, asustada.

Tomás, dándose cuenta de que Camila estaba en peligro, corrió hacia ella. Con cuidado, la ayudó a detenerse y a bajar del columpio.

—Tienes que tener más cuidado, Camila —le dijo con tono protector—. No debes ir tan alto si no sabes cómo detenerte.

Camila asintió, un poco avergonzada.

—Lo siento —murmuró.

Mariana, que había observado todo desde un lado, se acercó y puso su brazo alrededor de Camila.

—No te preocupes, todos cometemos errores. Lo importante es aprender de ellos.

Mientras tanto, Lucas había estado observando la escena desde la distancia, sin intervenir. Admiraba cómo Tomás había ayudado a Camila, pero también sentía un ligero malestar. A veces, deseaba poder ser tan valiente como Tomás o tan ingeniosa como Mariana, pero en su interior, una pequeña voz le decía que no era lo suficientemente bueno.

Después de un rato, el grupo decidió continuar su paseo. Se dirigieron al lago, donde los patos nadaban tranquilamente en el agua clara. Mariana se emocionó al ver a los patitos, y rápidamente sacó un poco de pan de su mochila para alimentarlos.

—¡Vengan, patitos! —llamó, lanzando migajas de pan al agua.

Los demás niños la imitaron, arrojando pequeñas porciones de pan y riendo mientras los patos se acercaban. Sin embargo, Lucas se quedó atrás, observando en silencio. No tenía pan para darles y, además, se sentía un poco triste, aunque no entendía exactamente por qué.

Después de un rato, Tomás notó que Lucas estaba solo y se acercó a él.

—¿Por qué no estás jugando con nosotros? —le preguntó.

Lucas se encogió de hombros.

—No sé… No tenía pan, y… —empezó a decir, pero se detuvo.

Tomás lo miró con curiosidad, pero no insistió. En cambio, le ofreció un pedazo de pan que le había sobrado.

—Toma, puedes alimentar a los patos también.

Lucas sonrió agradecido y tomó el pan. Caminó hacia el borde del lago y lanzó las migajas al agua, viendo cómo los patos se acercaban rápidamente. Se sintió un poco mejor al hacerlo, pero la sensación de inseguridad seguía ahí, en el fondo de su mente.

El grupo pasó el resto de la mañana explorando el parque, jugando a la pelota y disfrutando del aire libre. Pero mientras los demás reían y se divertían, Lucas continuaba sintiéndose distante. Cada vez que intentaba unirse a la diversión, la misma pequeña voz en su cabeza le decía que no era lo suficientemente bueno, que no encajaba con los demás.

Finalmente, cuando el sol estaba en lo alto del cielo y el hambre comenzó a hacerse sentir, los niños decidieron detenerse para comer. Se sentaron bajo la sombra de un gran árbol y sacaron sus almuerzos.

Mientras comían, Mariana notó que Lucas estaba más callado de lo habitual y decidió hablar con él.

—Lucas, ¿estás bien? No has dicho mucho hoy —comentó con suavidad.

Lucas, que había estado mirando su sándwich sin realmente tener hambre, levantó la vista. Sabía que sus amigos se preocupaban por él, pero no sabía cómo explicarles lo que sentía.

—Solo… no sé. A veces me siento como si no fuera tan bueno como ustedes —confesó en voz baja.

Los otros niños se quedaron en silencio por un momento, sorprendidos por la confesión de su amigo. Tomás, que siempre había sido el líder del grupo, se sintió mal por no haber notado antes cómo se sentía Lucas.

—Eso no es cierto, Lucas —dijo Tomás finalmente—. Eres nuestro amigo y eres importante para nosotros. No importa si no hablas tanto como los demás. Todos tenemos nuestras propias cualidades.

Mariana asintió, apoyando a Tomás.

—Sí, Lucas. Eres una persona increíble. Solo porque no te sientas igual que los demás no significa que no lo seas. Todos tenemos días en los que dudamos de nosotros mismos, pero eso no significa que esas dudas sean verdad.

Camila, que había estado escuchando atentamente, se acercó a Lucas y le dio un abrazo.

—Te queremos tal como eres, Lucas.

Lucas sintió un nudo en la garganta, pero esta vez no era por tristeza. Era por la calidez y el apoyo de sus amigos. Poco a poco, las palabras de ellos comenzaron a calmar la pequeña voz en su cabeza, y por primera vez en todo el día, sintió que podía ser él mismo sin miedo a ser juzgado.

Después de comer, los niños decidieron hacer una caminata por los senderos del parque. Esta vez, Lucas se sintió más ligero, más conectado con sus amigos. Caminó al lado de Tomás y Mariana, participando en la conversación, y de vez en cuando intercambiaba risas con Camila, que no dejaba de contar chistes y hacer caras graciosas.

El paseo continuó con tranquilidad y alegría, y Lucas comenzó a darse cuenta de algo importante. Entendió que el respeto por uno mismo es esencial para poder disfrutar y valorar la compañía de los demás. Al aceptarse tal como era, sin intentar compararse con sus amigos, podía disfrutar del día en el parque de una manera completamente nueva.

Después de la caminata, los niños decidieron descansar cerca del lago, donde el sonido del agua y el canto de los pájaros creaban un ambiente relajante. Se sentaron en círculo sobre la hierba, compartiendo algunas golosinas y contando historias. Sin embargo, aunque la atmósfera era alegre, Lucas seguía luchando con sus pensamientos.

Mientras los demás niños reían, Lucas observaba en silencio. Las palabras de sus amigos durante el almuerzo habían sido reconfortantes, pero la voz en su cabeza aún no se había silenciado por completo. Todavía sentía que, de alguna manera, no encajaba del todo. Esa sensación se hizo más fuerte cuando Tomás, como líder natural del grupo, comenzó a organizar un juego.

—¡Juguemos a las escondidas! —propuso Tomás con entusiasmo—. Es el lugar perfecto, con tantos árboles y arbustos donde esconderse.

Los demás niños aceptaron con alegría. Camila saltó emocionada, mientras Mariana se levantaba lista para correr. Lucas, por su parte, se sintió dividido. Quería participar, pero el juego de las escondidas no era uno de sus favoritos. No se sentía tan rápido como los demás, y eso lo ponía nervioso.

—¿Quieres jugar, Lucas? —le preguntó Mariana al ver que no se había movido de su lugar.

Lucas dudó un momento antes de asentir lentamente. No quería ser el único que no participara, aunque su corazón latía un poco más rápido de lo normal.

Tomás se encargó de contar mientras los demás corrían a esconderse. Lucas buscó un lugar detrás de un árbol, intentando ocultarse lo mejor posible. Escuchaba los pasos y risas de sus amigos mientras encontraban escondites, pero él se concentraba en mantenerse fuera de la vista.

Pasaron algunos minutos y, poco a poco, Tomás fue encontrando a los demás. Las risas resonaban por todo el parque mientras uno a uno salían de sus escondites. Pero Lucas, a pesar de que aún no lo habían encontrado, no podía disfrutar del juego. Estaba demasiado preocupado por ser descubierto.

Finalmente, Tomás se acercó a su escondite. Lucas intentó agacharse aún más, pero cuando Tomás lo descubrió, sintió una mezcla de alivio y vergüenza.

—¡Te encontré! —exclamó Tomás, sonriendo.

Lucas sonrió débilmente, tratando de unirse a la risa de los demás, pero la pequeña voz en su cabeza le decía que no había sido lo suficientemente bueno. Había sido uno de los últimos en ser encontrado, pero no porque fuera un buen jugador, sino porque simplemente se había escondido lejos.

El juego continuó por un rato más, pero Lucas se sintió cada vez más agotado. Cuando finalmente terminaron, se dejó caer sobre la hierba, sintiendo que no podía seguir el ritmo de sus amigos.

—Estoy cansado —murmuró cuando Mariana le preguntó si quería jugar otra ronda.

—Podemos descansar un poco más —sugirió Mariana, notando su falta de entusiasmo.

Tomás, que había estado observando a Lucas con preocupación, se acercó y se sentó a su lado.

—Lucas, no tienes que jugar si no quieres —le dijo con suavidad—. Sabes que no importa lo que hagas, siempre serás nuestro amigo.

Lucas levantó la vista, sorprendido por las palabras de Tomás. Había esperado que Tomás, siendo tan competitivo, quisiera seguir jugando, pero en lugar de eso, lo estaba apoyando.

—Es solo que… a veces siento que no soy tan bueno como ustedes —confesó Lucas de nuevo, esta vez con más sinceridad—. No soy tan rápido, ni tan valiente… ni tan divertido.

Tomás negó con la cabeza, y Mariana, que había estado escuchando, también se acercó.

—Lucas, todos somos diferentes, y eso es lo que hace que seamos amigos —dijo Mariana—. No tienes que ser rápido o valiente para ser especial. Eres amable, piensas en los demás, y siempre estás ahí cuando te necesitamos.

Camila, que había estado recogiendo flores cerca, escuchó la conversación y corrió hacia Lucas, sosteniendo un pequeño ramo de margaritas.

—¡Toma, Lucas! Estas flores son para ti, porque eres mi amigo favorito —dijo con una gran sonrisa.

Lucas tomó las flores, sintiendo que algo dentro de él comenzaba a cambiar. Las palabras de sus amigos empezaban a abrirse paso, aunque la voz de la inseguridad seguía ahí, era menos fuerte.

Después de un rato, Mariana sugirió hacer algo más tranquilo, y los niños decidieron construir una cabaña con ramas y hojas cerca del lago. Trabajaron juntos, riendo y compartiendo ideas sobre cómo hacer la mejor cabaña del mundo.

Lucas, aunque al principio se mantuvo en segundo plano, comenzó a involucrarse más. Su habilidad para observar detalles le permitió encontrar las ramas más fuertes y las hojas más grandes para el techo. Poco a poco, sus inseguridades se fueron disipando mientras trabajaba en equipo con sus amigos.

—¡Esto está quedando genial! —exclamó Tomás, admirando el trabajo que habían hecho juntos.

—¡Sí! —añadió Mariana—. Y todo gracias a Lucas, que encontró las mejores ramas.

Lucas se sonrojó ligeramente, pero esta vez no se sintió incómodo. Por primera vez en el día, la voz en su cabeza estuvo en silencio. Se dio cuenta de que, aunque no era el más rápido o el más fuerte, tenía habilidades que también eran valiosas. Y más importante aún, sus amigos lo apreciaban por lo que era, no por lo que pensaba que debía ser.

La tarde fue avanzando, y los niños se sentaron dentro de su cabaña improvisada, disfrutando del trabajo en equipo. Desde dentro, podían ver el sol comenzando a bajar en el horizonte, pintando el cielo con tonos de rosa y naranja.

Mientras miraban la puesta de sol, Lucas sintió una paz que no había experimentado en mucho tiempo. Finalmente, entendió que el respeto por uno mismo era tan importante como el respeto por los demás. Sus amigos lo habían aceptado tal como era, y ahora, él también podía hacerlo.

Mariana rompió el silencio con una sonrisa.

—Este ha sido el mejor paseo al parque de todos —dijo.

Tomás asintió, y Camila, siempre tan expresiva, abrazó a Lucas.

—Y lo mejor es que lo hicimos juntos.

Lucas devolvió el abrazo, sintiéndose más conectado con sus amigos que nunca. Sabía que aún tendría días en los que la inseguridad volvería, pero ahora tenía algo más fuerte: el apoyo de sus amigos y la confianza en sí mismo.

El sol estaba casi oculto detrás del horizonte, y el cielo se teñía de tonos cálidos. Los niños estaban relajados dentro de su cabaña de ramas, disfrutando de la tranquilidad después de un día lleno de aventuras. El parque, que al principio parecía un lugar de juegos y risas, ahora se sentía como un refugio especial, lleno de recuerdos compartidos.

—¿Qué les parece si cantamos una canción? —sugirió Camila, con su entusiasmo habitual.

—¡Sí! —respondieron los demás, con una sonrisa en el rostro.

Tomás comenzó a cantar una canción alegre que todos conocían, y poco a poco, los demás se unieron. La melodía llenó el aire, y aunque no eran cantantes expertos, la música trajo un sentido de unidad y felicidad al grupo. Lucas, que antes había estado preocupado por no ser lo suficientemente bueno, ahora se unía a la canción con una sonrisa genuina.

Mientras cantaban, Mariana miró a su alrededor y luego a Lucas, notando la transformación en su amigo.

—Lucas, ¿te das cuenta de lo genial que ha sido el día? —le preguntó con cariño—. Me alegra mucho que hayas estado con nosotros.

Lucas asintió, sintiendo una gratitud profunda por sus amigos. No sólo por haber estado allí para él, sino por haberle enseñado el verdadero significado del respeto y la amistad.

—Sí, ha sido un gran día —dijo Lucas—. Gracias a todos por estar aquí. Me han ayudado a entender que ser yo mismo es suficiente.

Cuando la canción terminó, el grupo se recostó en la hierba y comenzó a hablar sobre sus planes para el futuro. Hablaban de la escuela, de las cosas que les gustaban y de los sueños que tenían. Lucas, ahora más seguro de sí mismo, compartió algunas ideas que había estado guardando para sí mismo.

—Siempre he querido intentar hacer un proyecto de ciencia —dijo—. No sé mucho, pero creo que podría aprender más si trabajamos juntos.

Tomás se inclinó hacia adelante, interesado.

—Eso suena genial, Lucas. ¿Qué tienes en mente?

Lucas comenzó a explicar su idea sobre un experimento que había leído en un libro de ciencias. Aunque al principio estaba un poco nervioso, pronto se dio cuenta de que sus amigos estaban escuchando atentamente y haciendo preguntas.

—Podemos ayudarte con eso —dijo Mariana—. Me encantaría aprender más sobre ciencia. Y creo que si trabajamos juntos, podríamos hacer algo increíble.

El entusiasmo en el grupo era palpable. La idea de colaborar en un proyecto de ciencia los emocionaba, y Lucas sentía una oleada de apoyo y aliento que nunca antes había experimentado.

El tiempo pasó volando mientras discutían sus planes y ideas. El parque comenzaba a vaciarse, y las luces de la ciudad se encendían en la distancia. Sabían que era hora de regresar a casa, pero el sentimiento de camaradería y respeto que habían construido durante el día les acompañaría mucho después de que el sol se hubiera puesto.

Al regresar al parque, se dieron cuenta de lo importante que había sido ese día para cada uno de ellos. Habían aprendido no sólo sobre la colaboración y el trabajo en equipo, sino también sobre el respeto por uno mismo y por los demás.

Cuando llegaron a la entrada del parque, los niños se detuvieron y se miraron con sonrisas satisfechas. Lucas, que solía ser más reservado, ahora se sentía más confiado y listo para enfrentar cualquier desafío que viniera.

—Gracias por todo, chicos —dijo Lucas, mirando a sus amigos—. Este ha sido un día inolvidable.

—Sí —respondió Tomás—. Ha sido uno de los mejores días que hemos pasado juntos.

Mariana asintió, agregando:

—Y lo más importante es que aprendimos algo valioso. Respetarnos a nosotros mismos y a los demás es lo que hace que nuestra amistad sea tan especial.

Camila, con su habitual energía, saltó en círculos y dijo:

—¡Y ahora tenemos un proyecto de ciencia para hacer juntos!

Los niños se rieron y comenzaron a caminar hacia sus casas, con el sol poniéndose lentamente detrás de ellos. Mientras se despedían, Lucas sintió una profunda sensación de paz y gratitud. Sabía que el paseo al parque había sido más que una simple excursión; había sido una lección de vida.

Esa noche, mientras se preparaba para dormir, Lucas pensó en todo lo que había aprendido. Se dio cuenta de que el respeto por uno mismo no solo era importante para sentirse bien consigo mismo, sino también para construir relaciones fuertes y duraderas. Había aprendido a valorarse a sí mismo y a aceptar sus propias cualidades, y en el proceso, había descubierto cuánto significaban sus amigos para él.

La mañana siguiente, Lucas se despertó con una sonrisa en el rostro, listo para comenzar el nuevo día con una nueva perspectiva. Sabía que había desafíos por delante, pero también sabía que, con el apoyo de sus amigos y el respeto por sí mismo, podía enfrentar cualquier cosa.

Cuando se encontró con Tomás, Mariana, y Camila en la escuela, estaban emocionados de hablar sobre el proyecto de ciencia y planificar su próximo encuentro. El paseo al parque había fortalecido su amistad y les había enseñado una lección valiosa que llevarían consigo siempre.

Y así, con una amistad más fuerte y una nueva confianza en sí mismo, Lucas y sus amigos continuaron su camino, sabiendo que el respeto por los demás comienza con el respeto por uno mismo.

La moraleja de esta historia es que el respeto por los demás comienza con el respeto por uno mismo.

Y colorín colorín, este cuento llego a su fin. bueno mis amables oyentes. ¡NOS VEMOS MAÑANA! CON UN NUEVO CUENTO CON MORALEJA.

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