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Había una vez, en un rincón apartado del mundo, un hermoso bosque conocido como el Bosque de la Armonía. Este lugar era famoso por su increíble diversidad de plantas y animales, que vivían en perfecta armonía. Los árboles del bosque eran altos y robustos, sus hojas verdes creaban un dosel que protegía a las criaturas del sol abrasador. En el suelo del bosque, alfombras de musgo suave y flores coloridas se extendían por todas partes, creando un paisaje que parecía salido de un sueño.

En el corazón del Bosque de la Armonía, había un pequeño pueblo llamado Verde claro. Los habitantes de Verde claro eran conocidos por su profundo respeto por la naturaleza. Eran personas que comprendían que su bienestar estaba íntimamente ligado al del bosque que los rodeaba. Vivían en pequeñas cabañas hechas de madera caída y utilizaban solo lo que necesitaban del bosque, siempre cuidando de no perturbar el equilibrio natural.

Uno de los habitantes más jóvenes de Verde claro era un niño llamado Tomás. Tomás era un niño curioso y valiente, con una imaginación desbordante y un corazón lleno de amor por la naturaleza. Desde que tenía memoria, había pasado sus días explorando cada rincón del bosque, aprendiendo los nombres de las plantas, observando a los animales y escuchando las historias que los ancianos del pueblo contaban sobre los espíritus del bosque.

Tomás tenía un amigo muy especial, un zorro llamado Zafiro. Zafiro era un zorro astuto y juguetón, con un pelaje de un color anaranjado brillante y unos ojos tan azules como el cielo de verano. Aunque muchos en el pueblo veían a Zafiro solo como un animal, Tomás sabía que su amigo era especial. Había algo en la mirada de Zafiro que hablaba de una sabiduría antigua, algo que hacía que Tomás sintiera que, de alguna manera, Zafiro entendía mucho más del bosque de lo que cualquiera pudiera imaginar.

Un día, mientras Tomás y Zafiro caminaban juntos por el bosque, se encontraron con un anciano sentado al pie de un gran roble. El anciano era conocido en el pueblo como Don Anselmo, el guardián del bosque. Era un hombre de avanzada edad, con una larga barba blanca y ojos llenos de experiencia. Don Anselmo era una figura venerada en Verde claro, ya que conocía los secretos del bosque como nadie más.

—Buenos días, Don Anselmo —saludó Tomás, inclinando respetuosamente la cabeza—. ¿Qué hace aquí tan temprano?

Don Anselmo levantó la vista y sonrió al ver a Tomás y a Zafiro.

—Buenos días, Tomás. Buenos días, Zafiro —respondió el anciano—. Estoy aquí, como siempre, cuidando del bosque. Hoy, más que nunca, siento que nuestro hogar necesita protección.

Tomás se sentó junto al anciano, intrigado por sus palabras.

—¿Por qué dice eso? —preguntó Tomás, acariciando la cabeza de Zafiro.

Don Anselmo suspiró profundamente, como si estuviera cargando con una gran preocupación.

—El bosque ha comenzado a cambiar, Tomás. He notado que los árboles están perdiendo sus hojas antes de tiempo, los ríos no fluyen con la misma fuerza y algunos animales están desapareciendo de sus hogares. Estos son signos de que algo no anda bien.

Tomás frunció el ceño, alarmado por lo que escuchaba. Siempre había visto al Bosque de la Armonía como un lugar inmortal, un refugio que siempre estaría allí, lleno de vida y salud. La idea de que algo pudiera estar dañándolo le causó un nudo en el estómago.

—¿Qué está causando estos cambios, Don Anselmo? —preguntó Tomás con un tono de voz preocupado.

El anciano miró a Tomás con una seriedad que el niño no había visto antes en sus ojos.

—Es el resultado de la falta de cuidado, mi querido niño. Los humanos hemos comenzado a olvidar que somos parte de la naturaleza y que todo lo que le hacemos al bosque, nos lo hacemos a nosotros mismos. Algunas personas de fuera de Verde claro han comenzado a talar árboles sin pensar en el daño que causan, a contaminar los ríos sin darse cuenta de las consecuencias. Poco a poco, el equilibrio que tanto nos ha protegido está siendo destruido.

Tomás sintió un escalofrío recorrer su cuerpo. Aunque él siempre había tratado al bosque con respeto, sabía que no todos compartían la misma mentalidad. Recordó las veces que había encontrado basura en los senderos, o había visto árboles cortados sin motivo aparente.

—¿Podemos hacer algo para detenerlo? —preguntó Tomás, con determinación en su voz.

Don Anselmo sonrió, esta vez con un poco más de esperanza.

—Siempre hay algo que podemos hacer, Tomás. El primer paso es recordar que cada uno de nosotros tiene un papel que jugar en el cuidado del bosque. Podemos comenzar por educar a los demás, por enseñarles que la naturaleza no es algo separado de nosotros, sino que somos parte de ella. También debemos ser vigilantes y proteger el bosque de aquellos que no lo respetan.

Zafiro, que había estado escuchando atentamente, levantó la cabeza y soltó un suave ladrido. Tomás entendió lo que su amigo quería decir.

—Zafiro y yo estamos dispuestos a ayudar —dijo Tomás con firmeza—. Haremos todo lo que esté en nuestras manos para proteger el Bosque de la Armonía.

Don Anselmo asintió con aprobación.

—Sabía que podía contar contigo, Tomás. Pero debes recordar que esto no es una tarea que puedas hacer solo. Necesitarás la ayuda de otros en el pueblo, y quizás incluso de aquellos que no comprenden el valor del bosque.

Tomás sabía que Don Anselmo tenía razón. Aunque era joven, entendía que la unión hacía la fuerza, y que solo trabajando juntos podrían hacer una diferencia real. Con ese pensamiento en mente, Tomás se despidió del anciano y, junto con Zafiro, comenzó a idear un plan para proteger su hogar.

Esa misma noche, Tomás convocó una reunión en la plaza del pueblo. Con la ayuda de Zafiro, recorrió cada cabaña, invitando a todos los habitantes a unirse. Cuando la luna brillaba en lo alto, los habitantes de Verde claro se reunieron alrededor de una gran fogata, sus rostros iluminados por las llamas danzantes.

Tomás se paró frente a todos, con Zafiro a su lado, y habló con el corazón en la mano.

—El Bosque de la Armonía está en peligro —comenzó—. He hablado con Don Anselmo, y él me ha contado sobre los cambios que están ocurriendo. Si no hacemos algo ahora, podríamos perder lo que tanto amamos.

La multitud murmuró preocupada, pero Tomás continuó.

—Pero no todo está perdido. Podemos hacer algo al respecto. Necesitamos recordar que somos parte de este bosque, que lo que le hacemos a la naturaleza nos lo hacemos a nosotros mismos. Les pido que nos unamos para proteger nuestro hogar. No solo por nosotros, sino por todas las criaturas que viven aquí.

Los habitantes de Verde claro escucharon con atención. Sabían que Tomás tenía razón. Habían visto los cambios en el bosque, y en lo profundo de sus corazones, también sentían la urgencia de actuar.

Poco a poco, las cabezas comenzaron a asentir en acuerdo. Uno a uno, los habitantes de Verde claro se pusieron de pie, comprometidos a hacer todo lo posible por proteger el Bosque de la Armonía.

Así, Tomás y Zafiro, con el apoyo de todo el pueblo, se embarcaron en la misión de devolverle al bosque su armonía perdida. Sabían que no sería fácil, pero con determinación, unión y amor por la naturaleza, estaban dispuestos a enfrentar cualquier desafío que se les presentara.

Con el firme propósito de salvar el Bosque de la Armonía, Tomás, Zafiro, y los habitantes de Verdeclaro comenzaron a organizarse. Decidieron que lo primero que debían hacer era averiguar exactamente qué estaba ocurriendo en el bosque y quiénes eran los responsables de los daños. Sabían que no podían actuar sin entender la magnitud del problema.

Tomás, con la astucia de Zafiro a su lado, lideró un grupo de exploración que se adentró en las partes más profundas del bosque, aquellas que no solían visitar con frecuencia. Caminaron durante horas, siempre con los ojos bien abiertos y los oídos atentos a cualquier sonido extraño. A medida que avanzaban, comenzaron a notar los signos del deterioro del bosque: árboles con ramas caídas, ríos que antes eran cristalinos ahora estaban turbios, y un silencio inquietante que reemplazaba al habitual canto de los pájaros.

De repente, Zafiro levantó sus orejas, alertando a Tomás de algo inusual. Con su agudo olfato, el zorro percibió un olor extraño en el aire, uno que no pertenecía al bosque. Era un olor a humo y a algo químico, como si algo estuviera quemándose o siendo destruido. Sin perder tiempo, Zafiro condujo al grupo en la dirección del olor, moviéndose rápidamente entre los árboles.

Cuando llegaron al origen del olor, lo que encontraron dejó a todos sin aliento. En una amplia área del bosque, un grupo de personas desconocidas había instalado máquinas grandes y ruidosas. Estaban talando árboles a una velocidad alarmante, dejando tras de sí un paisaje desolador de troncos cortados y tierra removida. Además, había grandes barriles de metal llenos de un líquido oscuro que goteaba en el suelo, contaminando el agua cercana.

Tomás sintió un nudo en la garganta al ver la devastación. Nunca había imaginado que alguien pudiera tratar al Bosque de la Armonía con tanta indiferencia. Su primer instinto fue correr hacia los hombres y pedirles que se detuvieran, pero Zafiro lo detuvo con un suave mordisco en su camisa. El zorro sabía que enfrentar a los intrusos directamente en ese momento no era una buena idea. Necesitaban un plan.

—Tenemos que regresar al pueblo y contarles a todos lo que hemos visto —susurró Tomás, comprendiendo que Zafiro tenía razón. Correr hacia el peligro sin preparación solo los pondría en riesgo.

El grupo se retiró en silencio, volviendo a Verdeclaro con rapidez. Al llegar, Tomás reunió a los habitantes en la plaza, esta vez con una urgencia aún mayor en su voz.

—¡Hemos encontrado a los responsables de la destrucción del bosque! —exclamó Tomás—. Hay un grupo de personas talando árboles y contaminando nuestros ríos. No solo están dañando el bosque, están poniendo en peligro nuestras vidas y las de todos los seres que habitan aquí.

La noticia cayó como una piedra en el corazón de los habitantes. Sabían que el daño al bosque también significaba un daño a su comunidad. Los árboles que talaban eran los mismos que les proporcionaban sombra y aire puro, y el agua que contaminaban era la que bebían y usaban para sus cosechas.

—No podemos permitir que esto continúe —dijo Don Anselmo, quien había escuchado el relato de Tomás con una expresión grave en el rostro—. Pero no podemos enfrentarlos de manera impulsiva. Necesitamos un plan para proteger nuestro bosque y detener esta destrucción.

Fue entonces cuando Tomás tuvo una idea. Recordó las historias que había escuchado sobre los espíritus del bosque, seres antiguos y sabios que protegían la naturaleza desde tiempos inmemoriales. Aunque nunca los había visto, siempre había creído en su existencia. Decidió que era momento de buscar su ayuda.

—Don Anselmo, ¿cree usted que los espíritus del bosque nos ayudarían? —preguntó Tomás, con esperanza en sus ojos.

El anciano asintió lentamente, pensativo.

—Los espíritus del bosque solo aparecen cuando la naturaleza está en grave peligro. Si alguna vez hubo un momento en que necesitamos su ayuda, es ahora.

Con el apoyo de los habitantes de Verdeclaro, Tomás y Zafiro se aventuraron a la parte más antigua y sagrada del Bosque de la Armonía, un lugar donde los árboles eran tan viejos que sus raíces parecían tocar el centro de la Tierra. Allí, en un claro rodeado de gigantescos robles, Tomás se arrodilló y, con respeto, pidió la ayuda de los espíritus.

—Espíritus del bosque, guardianes de la naturaleza, les pido que nos ayuden a proteger nuestro hogar. El Bosque de la Armonía está siendo destruido, y no podemos detener esto solos. Por favor, escuchen nuestra petición.

El viento comenzó a soplar suavemente, como si el bosque respondiera al llamado de Tomás. Las hojas de los árboles susurraron, y por un momento, todo pareció quedar en silencio. Tomás sintió una presencia a su alrededor, algo antiguo y poderoso que le dio una sensación de paz y fuerza al mismo tiempo.

De repente, una suave luz comenzó a brillar entre los árboles, y de la nada, aparecieron pequeñas figuras luminosas que flotaban en el aire. Eran los espíritus del bosque, pequeños seres de luz que irradiaban una calidez tranquilizadora. Se movían en silencio, pero su presencia hablaba más fuerte que cualquier palabra.

Uno de los espíritus, un ser con forma de ciervo y cuernos brillantes como la luna, se acercó a Tomás.

—Hemos escuchado tu llamado, joven guardián —dijo el espíritu, su voz resonando como un eco en el claro—. Sabemos del peligro que enfrenta nuestro hogar, y estamos aquí para ayudarte.

Tomás sintió un alivio inmenso al escuchar estas palabras. No estaban solos en su lucha.

—Gracias, espíritu —respondió Tomás, inclinando la cabeza en señal de respeto—. ¿Qué podemos hacer para detener a los intrusos y salvar el bosque?

El espíritu del ciervo bajó su cabeza y, con un toque suave, transmitió a Tomás una visión de lo que debían hacer. El plan que el espíritu le mostró no era uno de confrontación, sino uno de ingenio y paciencia, utilizando el propio poder del bosque para detener a los intrusos sin violencia.

—Debemos usar el bosque mismo para protegerlo —explicó Tomás a los habitantes cuando regresó a Verdeclaro—. Los espíritus nos han mostrado cómo usar las plantas, los animales y el terreno para crear obstáculos que dificulten el avance de los intrusos. No podremos enfrentarlos directamente, pero podemos hacer que su tarea sea tan difícil que se vean obligados a detenerse.

El pueblo entero se unió en esta misión. Cada persona, desde los más jóvenes hasta los más ancianos, contribuyó de alguna manera. Colocaron piedras en los caminos, desviaron pequeños arroyos para bloquear el paso de las máquinas, y con la ayuda de Zafiro, llevaron a los animales a nuevas áreas donde estarían a salvo. Los árboles, con la ayuda de los espíritus, parecían crecer más rápido y más fuertes, creando barreras naturales.

Los intrusos, al ver los obstáculos inesperados que aparecían de la noche a la mañana, comenzaron a frustrarse. Sus máquinas se atascaban, los caminos que habían trazado desaparecían bajo nuevas capas de vegetación, y los animales que habían visto desaparecer volvían a aparecer, pero ahora más protegidos.

Día tras día, el bosque, guiado por los espíritus y los habitantes de Verdeclaro, luchaba por su supervivencia. La batalla no era fácil, pero cada pequeño triunfo alimentaba la esperanza de que el Bosque de la Armonía pudiera ser salvado.

El plan para proteger el Bosque de la Armonía estaba funcionando mejor de lo que Tomás y los demás habitantes de Verdeclaro habían imaginado. A medida que los intrusos luchaban contra los obstáculos que el bosque y sus defensores les presentaban, se hacía evidente que no estaban preparados para enfrentar la resistencia que la naturaleza misma les estaba ofreciendo. Las máquinas se quedaban atascadas en terrenos empantanados, los caminos que intentaban abrir eran reclamados por la vegetación en cuestión de horas, y los animales del bosque, guiados por Zafiro, mantenían a raya a los trabajadores, apareciendo de repente en sus campamentos y causándoles confusión y miedo.

Sin embargo, a pesar de todos sus esfuerzos, Tomás sabía que esto solo podría retrasar a los intrusos por un tiempo. Las máquinas eran poderosas, y los hombres que las manejaban estaban decididos a completar su tarea. Había que encontrar una manera de detenerlos de forma definitiva, y para eso, Tomás y Zafiro sabían que necesitaban un último acto de valor y sabiduría.

Una noche, mientras la luna iluminaba el Bosque de la Armonía con su pálida luz, Tomás se reunió nuevamente con los espíritus del bosque. Esta vez, no estaba solo. Los ancianos del pueblo, que conocían las historias y leyendas de tiempos antiguos, también vinieron a ofrecer su consejo. Don Anselmo, con su voz serena, se dirigió al espíritu del ciervo, que había sido el líder en la lucha hasta ahora.

—Espíritu del bosque, sabemos que hemos retrasado a los intrusos, pero tememos que no será suficiente. ¿Cómo podemos asegurar que el Bosque de la Armonía esté a salvo para siempre? —preguntó Don Anselmo con humildad.

El espíritu del ciervo miró a los habitantes reunidos, sus ojos reflejaban la sabiduría de siglos.

—El bosque no puede luchar solo para siempre —dijo el espíritu—. Pero aquellos que causan daño no son insensibles a todo. Existe una forma de hacerles entender que este lugar es sagrado, un lugar que no deben tocar. Necesitamos tocar sus corazones, hacerles ver la belleza y el valor del bosque de una manera que nunca olviden.

Tomás frunció el ceño, tratando de comprender lo que el espíritu estaba diciendo.

—¿Cómo podemos hacer eso? —preguntó—. Estos hombres solo parecen ver el bosque como un recurso, algo que pueden usar y luego abandonar.

El espíritu del ciervo sonrió, y con un gesto de sus astas, hizo que una suave melodía comenzara a flotar en el aire, un sonido que parecía emanar de las propias hojas de los árboles. La música era tan hermosa que todos los que estaban allí sintieron una profunda paz y una conexión más fuerte con la naturaleza.

—La música del bosque —explicó el espíritu—. Es el alma de este lugar. Si logran escucharla, quizás entiendan lo que realmente está en juego.

Tomás sintió una chispa de esperanza. Si podían encontrar una manera de hacer que los intrusos escucharan esa música, tal vez cambiarían de opinión. Sin embargo, sabía que no sería fácil. Tenían que acercarse a los intrusos, acercarlos al corazón del bosque y hacer que se detuvieran el tiempo suficiente para escuchar.

Con un plan en mente, Tomás regresó al pueblo y compartió lo que el espíritu le había dicho. Todos coincidieron en que era un riesgo, pero también sabían que era una oportunidad que no podían dejar pasar.

A la mañana siguiente, Tomás y Zafiro, acompañados por algunos de los habitantes más valientes, se dirigieron al campamento de los intrusos. Iban desarmados, llevando consigo solo instrumentos hechos de madera y hojas, instrumentos que habían sido creados por los propios habitantes de Verdeclaro, inspirados por la naturaleza que tanto amaban.

Cuando llegaron al campamento, los hombres los miraron con sorpresa y desconfianza. Tomás, con una determinación firme en su corazón, se adelantó y habló con claridad.

—No hemos venido a luchar. Solo queremos que escuchen algo, algo que creemos que puede hacerles comprender lo que están destruyendo.

Los trabajadores dudaron, pero la curiosidad pudo más que el recelo. Tomás y su grupo comenzaron a tocar los instrumentos, replicando la melodía que el espíritu del ciervo les había mostrado la noche anterior. La música fluyó como un río de notas suaves y armoniosas, llenando el aire con una serenidad que era imposible de ignorar.

Los intrusos, que al principio habían estado tensos y reacios, comenzaron a relajarse. Algo en esa música tocó sus corazones, despertando recuerdos olvidados de la infancia, de lugares naturales que alguna vez habían amado. Uno de los hombres, que parecía ser el líder del grupo, cerró los ojos mientras escuchaba, y una lágrima solitaria rodó por su mejilla.

La música continuó, hablando en un lenguaje que iba más allá de las palabras. Los árboles parecían susurrar al ritmo de la melodía, y el viento se unió a la canción, acariciando las mejillas de los oyentes como una caricia de la naturaleza misma. Para sorpresa de todos, incluso los animales del bosque se acercaron, como si también quisieran ser parte de ese momento de comunión.

Cuando la música finalmente se detuvo, hubo un largo silencio. Los hombres del campamento miraron a Tomás y a los demás con ojos diferentes, ojos que ya no estaban llenos de avaricia y desdén, sino de comprensión y arrepentimiento.

El líder del grupo dio un paso adelante, su rostro reflejaba una mezcla de emociones.

—Nunca habíamos entendido lo que estábamos haciendo —dijo en voz baja—. Para nosotros, esto solo era un trabajo, un lugar más donde conseguir madera y materiales. Pero ahora veo que este bosque es más que eso. Es un hogar, un santuario para todas las criaturas que viven aquí. No tenemos derecho a destruirlo.

Tomás sintió una ola de alivio al escuchar estas palabras. Sabía que la batalla no estaba ganada del todo, pero este era un gran paso.

—Gracias por escuchar —respondió Tomás con gratitud—. Este bosque es parte de todos nosotros, y también es parte de ustedes. Si lo cuidamos, puede ser un lugar donde todos podamos vivir en armonía.

El líder asintió y, tras una breve consulta con sus compañeros, hizo una promesa.

—Nos iremos de este lugar y no volveremos a dañarlo. Pero más allá de eso, nos aseguraremos de que otros no lo hagan. Este bosque debe ser protegido, y haremos todo lo que esté en nuestra mano para que eso suceda.

Con esas palabras, los intrusos comenzaron a desmontar su campamento. Las máquinas fueron apagadas, y los barriles de líquidos peligrosos fueron retirados con cuidado para evitar más contaminación. Los hombres, que habían venido al Bosque de la Armonía con la intención de explotarlo, se marcharon con un nuevo respeto por la naturaleza y la promesa de protegerla.

Los habitantes de Verdeclaro, liderados por Tomás y Zafiro, observaron cómo el bosque comenzaba a sanar. Los espíritus, satisfechos con el resultado, devolvieron al bosque su tranquilidad y su belleza. Los árboles volvieron a crecer fuertes y altos, y el agua de los ríos recobró su claridad. Los animales regresaron a sus hogares, seguros de que su refugio estaba a salvo.

El Bosque de la Armonía, una vez más, vivió a la altura de su nombre, siendo un lugar donde todas las formas de vida podían coexistir en paz. Y Tomás, con la ayuda de Zafiro y los espíritus, había aprendido una valiosa lección: cuando cuidas la naturaleza, te cuidas a ti mismo, porque todos somos parte de un mismo ciclo, uno que debe ser respetado y protegido.

Desde ese día, Verdeclaro se convirtió en un ejemplo de cómo los humanos y la naturaleza pueden vivir en equilibrio. El bosque se convirtió en un santuario protegido, donde las futuras generaciones podrían aprender la importancia de cuidar el mundo que los rodea. Y Tomás, que alguna vez había sido solo un niño curioso, ahora era conocido como el guardián del Bosque de la Armonía, un título que llevaba con orgullo y responsabilidad, sabiendo que su verdadera misión era asegurarse de que el bosque, su hogar, estuviera siempre lleno de vida y belleza para todos.

La moraleja de esta historia es que debemos Cuidar la naturaleza porque somos parte de ella.

Y colorín colorín, este cuento llego a su fin. bueno mis amables oyentes. ¡NOS VEMOS MAÑANA! CON UN NUEVO CUENTO CON MORALEJA.

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