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En un grandioso lugar rodeado de montañas y bosques, vivía un niño llamado Tomás. A Tomás le encantaba jugar solo con sus juguetes. Tenía una amplia colección de carritos de madera, bloques de construcción, y peluches de todos los tamaños y colores. Su favorito era un tren de juguete que había recibido como regalo en su cumpleaños. Pasaba horas construyendo vías y haciendo que el tren recorriera su pequeño mundo de fantasía. Pero, aunque tenía muchos juguetes, Tomás prefería no compartirlos con nadie.

Un día, cuando Tomás estaba jugando en su jardín, escuchó una risa que provenía de la cerca que dividía su casa de la de su vecina, la señora Rosa. La señora Rosa era una amable anciana que cuidaba a sus dos nietos, Clara y Miguel, durante el verano. Clara tenía la misma edad que Tomás, y Miguel era un poco más pequeño, pero ambos eran muy amigables y siempre estaban buscando nuevas aventuras.

—Hola, Tomás —saludó Clara con una sonrisa radiante—. ¿Qué estás haciendo?

—Estoy jugando con mi tren —respondió Tomás sin mirarlos, concentrado en colocar una curva difícil en la vía.

—¡Qué tren tan bonito! —exclamó Miguel, acercándose más a la cerca para observar—. ¿Podemos jugar contigo?

Tomás sintió un nudo en el estómago. No quería compartir su tren, era su juguete favorito y temía que se pudiera romper si otras manos lo tocaban. Así que, sin pensarlo mucho, respondió:

—Lo siento, pero este tren es solo mío. No quiero que nadie más lo use.

Clara y Miguel se miraron con sorpresa. No esperaban esa respuesta, pero no querían incomodar a Tomás, así que se alejaron un poco y comenzaron a jugar entre ellos. Clara sacó de su bolsillo un par de canicas, mientras Miguel sacaba una cuerda de saltar. Pronto se escucharon risas y gritos de emoción mientras los hermanos se turnaban para saltar la cuerda y ver quién podía hacer más saltos sin fallar.

Tomás, aunque intentaba concentrarse en su tren, no pudo evitar sentir una pequeña punzada de envidia al escuchar lo bien que lo estaban pasando Clara y Miguel. Pero sacudió la cabeza y volvió a su juego. Sin embargo, al cabo de un rato, se sintió solo. Los sonidos de su tren no eran tan divertidos como las risas de Clara y Miguel.

Al día siguiente, mientras Tomás estaba en su jardín nuevamente, la señora Rosa se acercó a la cerca. Llevaba una bandeja con galletas recién horneadas que olían a vainilla y chocolate.

—Hola, Tomás —dijo la señora Rosa con una voz dulce—. He hecho algunas galletas, ¿te gustaría probar una?

Tomás se acercó con curiosidad. Le encantaban las galletas, especialmente si tenían trocitos de chocolate.

—Gracias, señora Rosa —respondió, tomando una galleta y dándole un gran mordisco—. ¡Está deliciosa!

—Me alegra que te guste —dijo la señora Rosa con una sonrisa—. A Clara y Miguel también les encantan. De hecho, han estado hablando mucho de ti. Les gustaría mucho jugar contigo algún día.

Tomás miró a la señora Rosa, sin saber qué decir. No quería ser grosero, pero la idea de compartir sus juguetes seguía siendo algo que no le convencía.

—Lo pensaré —murmuró, sintiendo una mezcla de emociones.

La señora Rosa asintió y le dio una palmadita en la cabeza antes de regresar a su casa. Mientras Tomás terminaba su galleta, no podía dejar de pensar en las palabras de la señora Rosa. ¿Por qué Clara y Miguel querían jugar con él si ni siquiera les había permitido tocar su tren?

Esa tarde, Tomás decidió salir a dar un paseo por el pueblo. Le gustaba caminar por las calles empedradas y mirar las tiendas que exhibían todo tipo de cosas en sus vitrinas. Pero en su camino, algo llamó su atención. En un parque cercano, vio a un grupo de niños jugando. Estaban construyendo una gran torre con bloques de madera, y todos colaboraban para asegurarse de que no se cayera.

Tomás se detuvo a observar. Se dio cuenta de que los niños se turnaban para colocar los bloques, y cuando alguien tenía dificultades, los demás lo ayudaban. No había peleas ni discusiones, solo risas y palabras de ánimo. Algo dentro de Tomás comenzó a cambiar. Por primera vez, se preguntó si tal vez compartir no era tan malo después de todo.

De regreso a casa, Tomás encontró a Clara y Miguel jugando con unas pelotas en la acera frente a su casa. Sintió un impulso repentino de acercarse a ellos.

—Hola —dijo Tomás tímidamente—. ¿Puedo jugar con ustedes?

Clara y Miguel se miraron sorprendidos, pero sonrieron ampliamente.

—¡Claro que sí! —respondió Clara—. Aquí tienes una pelota.

Tomás tomó la pelota y se unió al juego. Por primera vez, se sintió parte de algo más grande que su mundo de juguetes. Mientras jugaban, Tomás descubrió que se estaba divirtiendo más que nunca. Y lo más sorprendente fue que cuando pensó en su tren, ya no le parecía tan importante que fuera solo suyo.

Esa noche, antes de dormir, Tomás se quedó pensando en el día que había tenido. Recordó cómo se había sentido jugando con Clara y Miguel, y una idea comenzó a formarse en su mente. Tal vez, solo tal vez, podría invitar a Clara y Miguel a jugar con su tren al día siguiente.

Tomás sonrió y se acurrucó en su cama. Mañana sería un nuevo día, y tenía la sensación de que sería aún mejor si lo compartía con sus nuevos amigos.

Al día siguiente, Tomás despertó con una sensación de emoción mezclada con nerviosismo. Decidió que hoy invitaría a Clara y Miguel a su casa para jugar con su tren de madera. Pero no pudo evitar preguntarse si realmente estaba listo para compartir su juguete favorito. Después de todo, siempre había temido que se pudiera romper o que alguien más no lo cuidara como él lo hacía.

Mientras desayunaba, Tomás trataba de concentrarse en la conversación con sus padres, pero su mente seguía regresando al tren y a la decisión que había tomado. Sus padres notaron que estaba más callado de lo habitual.

—Tomás, ¿todo está bien? —preguntó su madre con una mirada de preocupación.

—Sí, solo estaba pensando… —respondió Tomás, jugando con su tenedor.

—¿Pensando en qué, hijo? —inquirió su padre.

Tomás se tomó un momento antes de responder.

—He estado pensando en invitar a Clara y a Miguel a jugar con mi tren hoy.

La madre de Tomás sonrió.

—Eso suena como una excelente idea. Estoy segura de que se divertirán mucho juntos.

—Pero… —dijo Tomás, dudando por un momento—. ¿Y si algo le pasa al tren? Es mi juguete favorito.

El padre de Tomás se inclinó hacia él y le puso una mano en el hombro.

—Compartir puede ser difícil, especialmente cuando se trata de algo que valoramos mucho. Pero compartir también puede hacer que algo bueno se convierta en algo grandioso. Si compartes tu tren, no solo tendrás un juguete para ti, sino que tendrás una experiencia que disfrutarás junto a tus amigos.

Tomás asintió lentamente. Sabía que su padre tenía razón, pero todavía sentía un pequeño temor en el fondo de su corazón.

Después de desayunar, Tomás se dirigió al jardín. Organizó cuidadosamente la vía del tren, asegurándose de que todo estuviera en perfecto estado. Luego, con un profundo suspiro, cruzó la calle y llamó a la puerta de la casa de la señora Rosa.

Clara y Miguel aparecieron rápidamente, con sonrisas brillantes en sus rostros.

—¡Hola, Tomás! —dijo Clara—. ¿Cómo estás hoy?

—Hola… —respondió Tomás, frotándose las manos nerviosamente—. Estaba pensando… ¿les gustaría venir a mi casa a jugar con mi tren?

Los ojos de Clara y Miguel se iluminaron.

—¡Nos encantaría! —exclamó Miguel, saltando de emoción.

—¡Gracias, Tomás! —dijo Clara—. Es muy amable de tu parte invitarnos.

Tomás sonrió, sintiéndose un poco más seguro. Los llevó de regreso a su jardín, donde el tren ya estaba preparado para comenzar su recorrido.

—Este es mi tren favorito —dijo Tomás mientras se inclinaba para mostrarles cómo encenderlo—. Es muy especial para mí, así que por favor, cuídenlo bien.

Clara y Miguel asintieron solemnemente, entendiendo la importancia que tenía ese tren para su nuevo amigo.

—Prometemos cuidarlo como si fuera nuestro —dijo Clara, mientras observaba con atención.

Tomás les enseñó cómo colocar los vagones y cómo ajustar las vías para que el tren pudiera pasar por curvas y pendientes. Al principio, sus manos temblaban un poco mientras les entregaba las piezas, pero pronto se dio cuenta de que Clara y Miguel eran muy cuidadosos.

Mientras jugaban, algo sorprendente comenzó a suceder. Tomás se dio cuenta de que compartir su tren no solo era menos aterrador de lo que había imaginado, sino que era mucho más divertido. Clara sugirió construir una estación de tren con los bloques de construcción de Tomás, y Miguel propuso hacer túneles con algunas cajas que encontraron en el garaje.

Juntos, crearon un complejo circuito que incluía montañas, estaciones, y hasta un puente. Los tres niños reían y se divertían, colaborando para hacer que el tren atravesara los desafíos que habían creado. Tomás se sorprendió de lo rápido que el tiempo pasaba cuando estaban juntos. Pronto, el temor que había sentido esa mañana se desvaneció por completo.

A medida que el día avanzaba, Clara y Miguel empezaron a compartir también sus ideas. Miguel sacó de su bolsillo una pequeña figura de un león, y la colocó en una de las estaciones que habían construido.

—Este león es el guardián de la estación —explicó Miguel con una sonrisa traviesa—. Nadie puede pasar por aquí sin su permiso.

Tomás se rió y decidió añadir al guardián a la historia que estaban inventando. Clara, por su parte, sacó una pequeña muñeca que había traído en su bolso y la colocó en uno de los vagones del tren.

—Esta es la pasajera especial —dijo Clara—. Está viajando a la gran ciudad para una importante misión.

La imaginación de los tres niños comenzó a volar, y el juego se convirtió en una aventura épica donde el tren tenía que salvar a la pasajera especial del guardián león, atravesando peligrosos túneles y cruzando puentes temblorosos.

Tomás, que al principio había estado preocupado por compartir su tren, ahora estaba disfrutando más que nunca. Se dio cuenta de que no solo estaba compartiendo su juguete, sino que estaba compartiendo también su alegría, su imaginación, y su tiempo con dos nuevos amigos.

El sol comenzó a descender, y las sombras en el jardín se alargaron. Tomás se dio cuenta de que había pasado todo el día jugando sin darse cuenta de la hora.

—Creo que es hora de que volvamos a casa —dijo Clara finalmente, aunque se notaba que no quería que el día terminara.

—Sí, es tarde —coincidió Miguel—. Pero nos divertimos muchísimo, Tomás. ¡Gracias por dejarnos jugar con tu tren!

Tomás sonrió, sintiéndose más feliz que nunca.

—Gracias a ustedes por venir. Lo pasé muy bien.

Mientras Clara y Miguel se despedían y regresaban a su casa, Tomás miró su tren y el complejo circuito que habían construido juntos. Sentía una calidez en su corazón que nunca había experimentado antes. Compartir su tren había hecho que su mundo se sintiera más grande, más lleno de risas y aventuras.

Cuando entró a su casa, su madre lo estaba esperando con una sonrisa.

—¿Qué tal te fue, cariño?

—Fue increíble, mamá —respondió Tomás con una sonrisa de oreja a oreja—. Compartir mi tren fue la mejor decisión que he tomado.

Su madre lo abrazó con ternura.

—Me alegra mucho escucharlo, Tomás. Estoy muy orgullosa de ti.

Esa noche, mientras Tomás se preparaba para dormir, pensó en todas las cosas que había aprendido. Compartir no solo había hecho felices a Clara y a Miguel, sino que también le había dado algo que nunca habría encontrado jugando solo: la felicidad de tener verdaderos amigos.

Se acurrucó en su cama, sintiendo que algo había cambiado dentro de él. Ahora, sabía que compartir no era solo dar algo a alguien más. Era abrir su corazón a nuevas experiencias, a nuevas amistades, y a un mundo de posibilidades que solo podían descubrirse cuando se decidía a compartir.

Con una sonrisa en su rostro, Tomás cerró los ojos y se quedó dormido, soñando con las aventuras que aún le esperaban, sabiendo que, con amigos a su lado, serían aún más emocionantes.

El siguiente día, Tomás despertó con la misma emoción que había sentido la mañana anterior. Pero esta vez, no había rastro de nerviosismo. Estaba deseoso de volver a jugar con Clara y Miguel, y de seguir construyendo las historias que habían comenzado juntos.

Después del desayuno, salió al jardín y revisó su tren de madera y el circuito que habían armado el día anterior. Mientras lo hacía, pensó en cómo había cambiado su forma de ver las cosas en tan poco tiempo. Lo que antes consideraba un acto de riesgo —compartir sus juguetes— ahora le parecía una oportunidad para hacer más amigos y disfrutar más del tiempo que pasaba jugando.

Justo cuando terminaba de ajustar las últimas piezas de la vía, escuchó risas que venían de la calle. Levantó la vista y vio a Clara y Miguel corriendo hacia su casa. Cada uno llevaba una bolsa, y sus rostros estaban iluminados por la emoción.

—¡Buenos días, Tomás! —saludó Clara—. Hoy trajimos algunos de nuestros juguetes para compartir contigo.

Tomás sonrió, sintiendo una profunda gratitud hacia sus amigos.

—¡Eso suena genial! —respondió—. Vamos a ver qué trajeron.

Clara sacó de su bolsa una pequeña caja de colores brillantes. La abrió y mostró un conjunto de figuritas de animales de todo tipo: elefantes, jirafas, leones, y hasta un pequeño mono que parecía estar a punto de saltar.

—Podemos hacer una estación de tren en la selva —sugirió Clara mientras colocaba las figuritas alrededor de la vía.

Miguel, por su parte, sacó un cohete de juguete y unos cuantos astronautas de plástico.

—Podemos imaginar que el tren va al espacio y que los astronautas están explorando un nuevo planeta —dijo con entusiasmo.

Tomás miró todo lo que habían traído sus amigos y se sintió aún más emocionado por la posibilidad de expandir su juego. Comenzaron a reorganizar la vía del tren, incorporando los nuevos elementos que Clara y Miguel habían traído. El tren ahora atravesaba una jungla llena de animales exóticos, cruzaba ríos con cocodrilos y pasaba por estaciones donde los astronautas esperaban para embarcarse en su misión espacial.

A medida que avanzaba la tarde, los tres niños se sumergieron en su mundo de fantasía, creando historias cada vez más complejas. Se turnaban para inventar nuevas aventuras y resolver problemas que surgían en su camino, como cuando la vía del tren se bloqueó por un derrumbe de bloques de construcción, o cuando el tren tuvo que enfrentarse a una tormenta de meteoritos imaginaria.

Pero el momento más especial llegó cuando Clara, con una sonrisa traviesa, propuso un nuevo desafío.

—¿Qué les parece si hacemos una competencia para ver quién puede construir la mejor estación de tren? —sugirió—. Pero esta vez, tenemos que hacerlo en parejas.

Tomás y Miguel aceptaron el reto. Decidieron que Clara y Tomás serían un equipo, mientras que Miguel trabajaría en su propia estación. Todos sabían que sería un reto divertido, y pronto se pusieron manos a la obra.

Tomás y Clara comenzaron a trabajar juntos, combinando sus ideas y habilidades para crear la mejor estación de tren posible. Clara, con su habilidad para construir estructuras fuertes y estables, se encargó de los cimientos y las paredes de la estación, mientras que Tomás, con su ojo para los detalles, decoraba la estación con los animales y astronautas que habían traído.

Miguel, por su parte, decidió construir una estación espacial, usando los bloques de construcción para crear una base en la luna donde el tren podría llegar a recoger a los astronautas. Añadió elementos como antenas y cohetes para darle un toque futurista.

A medida que trabajaban, Clara y Tomás se dieron cuenta de que estaban disfrutando mucho colaborando. Se sorprendieron de lo bien que funcionaban juntos como equipo. Cada vez que uno tenía una idea, el otro la mejoraba, y pronto su estación se convirtió en un pequeño mundo lleno de detalles interesantes.

Finalmente, después de una hora de trabajo arduo, ambos equipos terminaron sus estaciones y decidieron que era hora de hacer la gran revelación. Miguel fue el primero en mostrar su estación espacial, y Tomás y Clara quedaron impresionados por la creatividad que había demostrado. Luego, Clara y Tomás mostraron su estación de tren en la jungla, que estaba llena de vida y detalles.

—Ambas estaciones son increíbles —dijo Tomás, mirando el trabajo de su amigo—. No puedo decidir cuál es mejor.

—Yo tampoco —admitió Clara—. Creo que lo importante es que todos hemos hecho algo maravilloso.

Miguel asintió con entusiasmo.

—Es cierto. Y lo mejor de todo es que lo hemos hecho juntos.

Los tres niños se dieron cuenta de que la competencia no era lo más importante. Lo que realmente importaba era que habían trabajado juntos, compartido sus ideas, y creado algo que nunca podrían haber hecho por separado.

Después de un rato más de juego, el sol comenzó a ponerse, tiñendo el cielo de tonos naranjas y rosados. Los padres de Clara y Miguel llegaron para llevarlos a casa, y los tres amigos se despidieron con promesas de seguir jugando juntos otro día.

—Gracias por compartir tus juguetes con nosotros, Tomás —dijo Clara antes de irse—. Nos divertimos mucho hoy.

—Yo también me divertí —respondió Tomás con una sonrisa sincera—. Compartir es mucho más divertido de lo que pensé.

Esa noche, cuando Tomás se preparaba para ir a la cama, sintió una gran satisfacción. Había aprendido una lección importante sobre la amistad y el valor de compartir. Sabía que, a partir de ahora, nunca más jugaría solo con su tren. Siempre invitaría a sus amigos, porque compartir no solo hacía los juegos más divertidos, sino que también llenaba su corazón de felicidad.

Justo antes de cerrar los ojos, recordó cómo había empezado todo: con una simple invitación a Clara y Miguel para jugar con su tren. Y se dio cuenta de que, en ese momento, había tomado la mejor decisión de su vida.

Tomás sonrió y se quedó dormido, soñando con las aventuras que tendría al día siguiente con sus amigos. Sabía que, con Clara y Miguel a su lado, cualquier juego se convertiría en una experiencia inolvidable. Y eso, pensó, era la verdadera magia de compartir.

La moraleja de esta historia es que aprender a compartir nos hace mejores personas.

Y colorín colorín, este cuento llego a su fin. bueno mis amables oyentes. ¡hasta muy pronto! CON UN NUEVO CUENTO CON MORALEJA.

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