En un gran pueblo rodeado de montañas y ríos cristalinos, vivía una niña llamada Clara. Clara era conocida por su gran sonrisa, que iluminaba el día de todos aquellos que la encontraban. Su cabello castaño caía en suaves rizos sobre sus hombros, y sus ojos verdes brillaban con una calidez que hacía sentir bien a cualquiera que cruzara su camino. Pero lo que realmente distinguía a Clara era su corazón lleno de amabilidad.
Clara vivía con su abuela en una casita de madera al borde del pueblo, cerca de un antiguo puente de piedra que conectaba su lado del río con el resto del pueblo. El puente era viejo y un poco destartalado, con musgo creciendo entre las piedras, pero era el único camino para llegar al mercado, la escuela y las casas de los demás niños. Aunque el puente era seguro, algunos de los habitantes del pueblo evitaban cruzarlo, prefiriendo dar una larga vuelta por otro lado. No es que el puente fuera peligroso, sino que se decía que un misterioso guardián habitaba debajo de él.
Los niños del pueblo contaban historias sobre el guardián del puente, una criatura que, según decían, solo permitía cruzar a aquellos que eran verdaderamente amables. Los demás eran detenidos y devueltos al otro lado, incapaces de pasar hasta que demostraran su amabilidad. Aunque nadie había visto realmente al guardián, las historias habían persistido durante generaciones, y los más pequeños temían acercarse al puente sin un buen motivo.
A Clara, sin embargo, estas historias no le daban miedo. Para ella, el puente era un lugar especial, donde había pasado muchos momentos felices con su abuela. Cuando era más pequeña, su abuela le contaba historias sobre cómo el puente había sido construido con la ayuda de todos los habitantes del pueblo, quienes trabajaron juntos para unir sus dos orillas y facilitar el camino para todos. Era un símbolo de unidad y colaboración, y para Clara, la idea de que un guardián vigilara el puente, asegurándose de que solo los amables pudieran cruzar, le parecía reconfortante.
Un día, mientras Clara regresaba de la escuela con su mochila llena de libros y su cabeza llena de ideas, decidió tomar el camino del puente. Era un día soleado, y el sonido del agua fluyendo suavemente bajo las piedras le daba una sensación de paz. Al acercarse, notó que un grupo de niños estaba reunido al borde del puente, discutiendo en voz baja. Entre ellos, estaba Lucas, un niño de su clase que era conocido por ser un poco gruñón y malhumorado.
Lucas tenía el ceño fruncido y los brazos cruzados, mirando el puente con desconfianza. Clara, siempre curiosa y deseosa de ayudar, se acercó para ver qué sucedía.
—¿Qué pasa, Lucas? —preguntó Clara con una sonrisa, acercándose a él.
—No puedo cruzar el puente —respondió Lucas, su voz llena de frustración—. Todos dicen que es por culpa del guardián. Intenté cruzar varias veces, pero siempre me da miedo y termino retrocediendo.
Clara observó a Lucas por un momento. Sabía que a veces podía ser un poco brusco, pero también sabía que era un buen niño en el fondo. Se inclinó un poco hacia él y, con su habitual calidez, dijo:
—¿Sabes, Lucas? Yo creo que el guardián solo quiere asegurarse de que todos recordemos ser amables con los demás. Quizás si intentas cruzar con una sonrisa y un pensamiento amable en tu corazón, podrías lograrlo.
Lucas la miró con escepticismo. —¿De verdad crees que eso funcionaría?
—No lo sabremos hasta que lo intentes —dijo Clara con una risita—. Pero yo estaré aquí contigo, así que no tienes que preocuparte.
Animado por la seguridad de Clara, Lucas decidió intentarlo una vez más. Juntos, los dos niños se acercaron al puente. Clara, como siempre, llevaba una sonrisa en el rostro y, mientras avanzaban, comenzó a tararear una melodía alegre que su abuela solía cantar. Lucas, al ver la confianza de Clara, intentó relajarse y dejó que su ceño fruncido se suavizara un poco.
Cuando llegaron al centro del puente, donde el agua corría con más fuerza debajo, se detuvieron por un momento. Clara miró a Lucas y le dio un pequeño empujón amistoso.
—Vamos, Lucas. Solo tienes que pensar en algo amable que hayas hecho o algo que puedas hacer por los demás.
Lucas, que hasta ese momento había estado dudando, cerró los ojos y pensó en su perro, Max. Recordó cómo lo había rescatado de la calle cuando era solo un cachorro y cómo había prometido cuidarlo siempre. Ese pensamiento le hizo sonreír involuntariamente, y cuando abrió los ojos, se dio cuenta de que estaba cruzando el puente sin ningún problema.
Clara lo siguió, su corazón lleno de alegría al ver que Lucas había encontrado el valor para cruzar. Cuando llegaron al otro lado, Lucas estaba radiante de felicidad.
—¡Lo logré, Clara! ¡Realmente lo logré!
Clara asintió con entusiasmo. —¿Ves? La amabilidad nos abre muchas puertas… ¡o puentes! —dijo, riendo junto con Lucas.
Desde ese día, Lucas nunca más tuvo miedo de cruzar el puente. Había aprendido que la amabilidad no solo era una llave para cruzar un viejo puente de piedra, sino que también era algo que podía hacer su vida y la de los demás mucho más feliz.
Clara, por su parte, siguió cruzando el puente cada día, sabiendo que en algún lugar, el guardián estaba sonriendo junto con ellos.
Con el tiempo, la historia de cómo Lucas había logrado cruzar el puente con la ayuda de Clara se extendió por todo el pueblo. Los niños que antes evitaban el puente por miedo al misterioso guardián comenzaron a verlo de una manera diferente. En lugar de ser una figura temible, el guardián del puente se convirtió en un símbolo de la bondad y la amabilidad que todos debían tener para vivir en armonía.
Lucas, ahora más confiado y seguro de sí mismo, comenzó a notar algo curioso. Cuanto más amable era con los demás, más fácil le resultaba cruzar el puente y enfrentar otras situaciones en su vida. Su relación con sus compañeros de clase mejoró, y las pequeñas disputas que antes solían ocurrir parecían desaparecer con una simple sonrisa o un gesto amable. Incluso su relación con su perro, Max, parecía haber cambiado. Max, que siempre había sido un perro juguetón y enérgico, ahora respondía con más entusiasmo a las atenciones de Lucas, como si también pudiera sentir la transformación en su dueño.
Un día, mientras Lucas caminaba hacia la escuela, vio a Clara hablando con un grupo de niños más pequeños. Estaban en el patio de recreo, y Clara les estaba enseñando una canción que había aprendido de su abuela. Los niños reían y cantaban, sus voces llenando el aire con una melodía alegre. Lucas se detuvo a observar, y al hacerlo, se dio cuenta de lo mucho que había cambiado su vida desde que había cruzado el puente por primera vez con Clara.
En ese momento, Clara lo vio y lo llamó. —¡Lucas! ¡Ven, únete a nosotros! Estamos aprendiendo una nueva canción.
Lucas sonrió y se acercó al grupo. Los niños lo recibieron con entusiasmo, y pronto se encontró cantando y riendo junto a ellos. A medida que pasaba el tiempo, Lucas se dio cuenta de que disfrutaba mucho más de estas actividades simples, algo que antes no hubiera imaginado. Las canciones, los juegos, y las risas eran ahora parte de su día a día.
Sin embargo, no todo era tan sencillo. Aunque Lucas había aprendido el valor de la amabilidad, no todos en el pueblo compartían su entusiasmo. Había un grupo de niños mayores, liderados por un chico llamado Mateo, que no creían en las historias del guardián del puente. Para ellos, todo era un cuento de hadas, y no veían la necesidad de cambiar su comportamiento por algo que consideraban un simple mito.
Mateo, en particular, era conocido por ser un chico un poco arrogante. No era realmente malvado, pero siempre había creído que era mejor que los demás, y a menudo se burlaba de los más pequeños. Cuando escuchó la historia de Lucas y el puente, decidió que era hora de probar si el guardián era real.
Un día, mientras Clara, Lucas y algunos otros niños jugaban cerca del puente, Mateo se les acercó con una sonrisa desdeñosa en su rostro.
—Así que, ¿todos ustedes realmente creen en ese viejo cuento del guardián del puente? —dijo Mateo, cruzándose de brazos—. Es solo una tontería. No hay ningún guardián. Solo es un viejo puente que cualquiera puede cruzar.
Clara, siempre calmada y amable, respondió con una sonrisa. —No se trata solo de un guardián, Mateo. Se trata de ser amable con los demás y con nosotros mismos. El guardián es solo una manera de recordar lo importante que es ser buenos con todos.
Mateo soltó una carcajada. —Eso es ridículo. Mira, te lo demostraré.
Con un gesto de desafío, Mateo se dirigió al puente. Caminó con determinación, sus pasos resonando en las piedras mientras avanzaba. Los demás niños lo observaron en silencio, algunos preocupados, otros curiosos. Lucas, en particular, sintió un nudo en el estómago. Sabía que el guardián del puente no era una criatura real, pero también sabía que la amabilidad que representaba era algo muy real, y temía lo que podría pasar si Mateo intentaba cruzar el puente sin entenderlo.
Mateo llegó al centro del puente y se detuvo. Giró sobre sus talones y miró a los demás niños con una sonrisa burlona.
—¿Ven? Nada ha pasado. Todo esto es una tontería.
Pero justo cuando terminó de hablar, una extraña sensación lo invadió. El aire alrededor del puente parecía volverse más pesado, y un suave susurro, como el sonido del viento entre las hojas, comenzó a escucharse. Mateo sintió un escalofrío recorrer su espalda, y por primera vez, su confianza se tambaleó.
Sin embargo, decidió seguir adelante. Dio un paso más, pero sus pies parecían más pesados de lo normal. El susurro se hizo más fuerte, y aunque no podía entender las palabras, Mateo supo que algo no estaba bien. Miró a Clara y a los demás, pero no podía leer sus expresiones.
De repente, Mateo se sintió abrumado por una sensación de tristeza y arrepentimiento. Recordó todas las veces que había sido cruel con los demás, todas las palabras hirientes que había dicho y todas las risas que había sofocado con su actitud arrogante. La sensación era tan fuerte que tuvo que detenerse. Por primera vez, Mateo sintió el peso de sus acciones, y su corazón se llenó de una sensación de vacío.
Clara, viendo el cambio en el rostro de Mateo, se acercó lentamente al borde del puente, extendiendo una mano hacia él.
—Mateo, no es demasiado tarde para cambiar. Todos cometemos errores, pero siempre podemos ser mejores. El guardián del puente no te va a detener, pero tú mismo tienes que decidir qué tipo de persona quieres ser.
Mateo la miró, sus ojos llenos de confusión. Nunca antes había sentido algo así, y no sabía cómo responder. Sin embargo, algo en la voz de Clara lo calmó. La tristeza que sentía comenzó a disiparse, y en su lugar, una nueva emoción comenzó a crecer: el deseo de ser mejor.
Con una respiración profunda, Mateo dio un paso atrás. Se giró hacia Clara y asintió lentamente, aceptando su mano. Juntos, regresaron al otro lado del puente, donde los otros niños los esperaban.
—Lo siento, Clara —dijo Mateo en voz baja, su tono lleno de sinceridad—. No quería ser malo. Solo… no entendía.
Clara le sonrió, apretando su mano suavemente. —Todos aprendemos algo nuevo cada día, Mateo. Lo importante es que estás dispuesto a cambiar.
A partir de ese día, Mateo comenzó a cambiar su comportamiento. Aunque el proceso fue lento, y a veces difícil, empezó a darse cuenta de que la amabilidad no solo hacía que los demás se sintieran bien, sino que también lo hacía sentir mejor consigo mismo. Con el tiempo, su relación con los otros niños mejoró, y Mateo se convirtió en uno de los amigos más cercanos de Clara y Lucas.
El puente, por su parte, siguió siendo un lugar especial para todos los niños del pueblo, no solo como un camino para cruzar el río, sino como un recordatorio de que la amabilidad, aunque invisible, era lo más poderoso que tenían.
A medida que pasaban los días, la transformación de Mateo se hizo evidente para todos en el pueblo. Los niños que antes lo temían o lo evitaban comenzaron a acercarse a él con más confianza, y Mateo, a su vez, les respondía con una sonrisa y un corazón abierto. Sin embargo, aunque Mateo había cambiado mucho, aún había momentos en los que luchaba con su antiguo yo. En esos momentos, recordaba las palabras de Clara y el extraño susurro que había sentido en el puente, lo cual lo ayudaba a mantenerse en el camino de la amabilidad.
Una mañana, mientras los niños se dirigían a la escuela, se encontraron con una sorpresa. El puente que habían cruzado tantas veces había sido decorado con flores y cintas de colores. Parecía una especie de celebración, pero nadie sabía quién lo había hecho ni por qué. Al acercarse, vieron un cartel colgado en el centro del puente que decía: “La amabilidad nos une. Gracias por ser parte de esta comunidad”.
Los niños se miraron entre sí, sorprendidos y emocionados. ¿Quién podría haber hecho algo tan hermoso? Al principio, pensaron que podría haber sido la abuela de Clara, quien siempre estaba haciendo cosas bonitas para el pueblo. Pero cuando le preguntaron, ella solo les sonrió y les dijo que había sido idea del guardián del puente.
Aunque todos sabían que el guardián del puente no era real en el sentido tradicional, algo en la forma en que la abuela lo dijo les hizo creer que, de alguna manera, el guardián sí existía, pero no como lo imaginaban. Clara fue la primera en entenderlo.
—El guardián somos todos nosotros —dijo, mirando a sus amigos con una sonrisa—. Cada vez que somos amables, cada vez que ayudamos a alguien o hacemos algo bueno, estamos cuidando de este puente y de nuestra comunidad.
Las palabras de Clara resonaron en el corazón de todos. Lucas, Mateo y los demás niños comprendieron que la amabilidad no era solo algo que se hacía para cruzar un puente, sino algo que debía guiar sus vidas todos los días.
Inspirados por esta nueva comprensión, los niños decidieron hacer algo especial. Se reunieron en casa de Clara para planear una sorpresa para todo el pueblo. Pasaron días y noches preparando lo que llamaron “El Día de la Amabilidad”. Quería que fuera una celebración para todos, donde cada persona pudiera compartir algo amable con los demás, ya fuera una palabra, un gesto o una acción.
Cuando llegó el día, el pueblo se despertó con una serie de pequeñas sorpresas. Flores frescas en los jardines, notas de agradecimiento en las puertas, y pequeños regalos hechos a mano distribuidos por todo el lugar. Los niños habían trabajado arduamente para asegurarse de que cada persona en el pueblo recibiera una muestra de amabilidad. Incluso habían preparado un banquete en la plaza central, donde todos estaban invitados a compartir comida y risas.
El Día de la Amabilidad fue un éxito rotundo. Las personas, sorprendidas y conmovidas por los gestos de los niños, comenzaron a participar también. Un vecino ayudó a otro con una reparación, una mujer mayor enseñó a los niños a hacer pan, y un joven que solía ser reservado organizó un concierto improvisado con su guitarra. El pueblo entero se llenó de una energía positiva que no se había sentido en mucho tiempo.
Mateo, quien alguna vez había sido el niño más arrogante del pueblo, se convirtió en uno de los líderes del evento. Se encargó de coordinar las actividades y de asegurarse de que todos se sintieran incluidos. Cuando la gente lo veía, no podían evitar recordar cómo había sido antes y cuánto había cambiado. Mateo, por su parte, no buscaba reconocimiento. Solo quería seguir siendo la mejor versión de sí mismo.
Al final del día, cuando el sol comenzaba a ponerse y el pueblo estaba envuelto en una cálida luz dorada, Clara se dirigió a sus amigos con una idea.
—¿Qué les parece si hacemos esto todos los años? —preguntó, su rostro iluminado por la emoción—. Podríamos llamar a este día “El Día del Guardián del Puente”, para recordar siempre que la amabilidad es lo que nos mantiene unidos.
Los niños estuvieron de acuerdo de inmediato. La idea de tener un día dedicado a la amabilidad cada año era emocionante, y todos querían que el espíritu del Día de la Amabilidad continuara creciendo. Decidieron que cada año elegirían un tema diferente, algo que los inspirara a ser aún más creativos en sus gestos de bondad.
Los adultos del pueblo, impresionados por la iniciativa de los niños, también se sumaron a la propuesta. El alcalde del pueblo, quien había sido testigo del impacto positivo que la amabilidad había tenido en la comunidad, declaró oficialmente que cada año, el primer día de la primavera, sería el “Día del Guardián del Puente”.
El anuncio fue recibido con aplausos y vítores. La gente se sintió más conectada que nunca, y la idea de tener un día para celebrar la bondad y la amabilidad llenó de esperanza sus corazones. Clara, Lucas, Mateo y los demás niños se sintieron orgullosos de haber comenzado algo tan hermoso.
Con el tiempo, el “Día del Guardián del Puente” se convirtió en una tradición. Cada año, las personas esperaban con ansias el primer día de la primavera, no solo por el buen clima, sino porque sabían que sería un día lleno de sorpresas, amor y bondad. El puente de piedra, una vez un simple camino sobre el río, se convirtió en un símbolo de unidad para todo el pueblo.
Las historias sobre el guardián del puente continuaron, pero ya no eran cuentos de advertencia sobre un ser misterioso. Ahora, eran historias de inspiración, que los padres contaban a sus hijos para enseñarles el valor de la amabilidad. El guardián del puente ya no era una figura temida, sino un recordatorio de que la bondad y el respeto eran las verdaderas claves para una vida plena.
Clara, a medida que crecía, nunca perdió su sonrisa ni su amor por la amabilidad. Siguió ayudando a los demás y siendo un faro de luz en su comunidad. Lucas continuó siendo su amigo cercano, y juntos lideraron muchas de las celebraciones del “Día del Guardián del Puente”. Mateo, quien alguna vez había sido el chico que todos evitaban, se convirtió en un ejemplo para los demás, demostrando que todos podemos cambiar para mejor.
El pequeño pueblo, rodeado de montañas y ríos cristalinos, se convirtió en un lugar conocido por su calidez y su espíritu acogedor. Las personas que venían de fuera siempre comentaban lo amables y generosos que eran sus habitantes, y los niños crecieron aprendiendo que la amabilidad no era solo una palabra, sino una forma de vida.
Y así, el guardián del puente, aunque invisible a simple vista, vivió para siempre en los corazones de todos aquellos que cruzaron el puente, recordando que la amabilidad, como un puente, une a las personas y abre puertas que llevan a lugares maravillosos.
La moraleja de esta historia es que la amabilidad nos abre muchas puertas.
Y colorín colorín, este cuento llegó a su fin. bueno mis amables oyentes. ¡hasta muy pronto! CON UN NUEVO CUENTO CON MORALEJA.
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