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En lo profundo de un bosque encantado, donde los árboles recordaban historias antiguas y los ríos cantaban canciones de tiempos inmemoriales, vivía una pequeña alondra llamada Aria. Aria era conocida por tener la voz más dulce de todo el bosque, y cada mañana, al salir el sol, se posaba en la rama más alta de un viejo roble para cantar. Su melodía era tan hermosa que todos los animales del bosque se detenían a escucharla. Las ardillas dejaban de recolectar nueces, los conejos interrumpían sus juegos, y hasta los ciervos se quedaban quietos, maravillados por el sonido.

Aria cantaba no solo porque le gustaba, sino porque sabía que su canto traía alegría a los demás. Sin embargo, en su pequeño corazón, Aria sentía que algo le faltaba. A pesar de que todos la escuchaban y admiraban su voz, rara vez alguien se acercaba para decirle cuánto apreciaban su música. Esto la hacía sentir un poco sola, aunque nunca lo admitiera.

Una mañana, después de haber cantado su melodía habitual, Aria decidió visitar a sus amigos en el bosque. Voló hacia donde las ardillas estaban recolectando nueces.

—¡Buenos días, amigas! —saludó Aria con una sonrisa—. ¿Cómo están hoy?

Las ardillas, ocupadas en su tarea, apenas levantaron la mirada.

—Hola, Aria —respondió una de ellas—. Estamos ocupadas, pero te escuchamos cantar esta mañana. Muy bonito, como siempre.

Aria sonrió, pero al alejarse, una pequeña sombra de tristeza cruzó su rostro. Voló entonces hacia el claro donde los conejos solían jugar.

—¡Hola, conejitos! —exclamó alegremente—. ¿Puedo unirme a su juego?

—Claro, Aria —respondió uno de los conejos—. Pero cuidado de no distraernos mucho, necesitamos concentrarnos para saltar bien.

Aria intentó jugar con ellos, pero pronto se dio cuenta de que su presencia no era realmente necesaria. Se alejó, aún más triste que antes.

Finalmente, Aria decidió visitar al sabio búho, quien vivía en lo alto de un gran pino. El búho siempre tenía consejos sabios para todos los habitantes del bosque, y Aria esperaba que pudiera ayudarla a entender por qué se sentía tan sola.

—Hola, Búho Sabio —dijo Aria mientras se posaba en una rama cercana—. ¿Puedo hablar contigo un momento?

El búho, que estaba medio dormido, abrió un ojo y asintió lentamente.

—Por supuesto, pequeña Aria. ¿Qué te preocupa?

Aria suspiró profundamente antes de comenzar.

—Cada día canto para todos en el bosque, pero… aunque todos me escuchan, siento que algo me falta. Siento que no soy realmente importante para los demás. Nadie parece darse cuenta de cuánto me esfuerzo para traerles alegría.

El búho cerró los ojos por un momento, pensando en las palabras de Aria. Después de un rato, habló con su voz suave y profunda.

—Querida Aria, tu canto es un regalo para todos nosotros, pero los regalos, para ser verdaderamente apreciados, deben ser reconocidos con gratitud. Sin embargo, a veces, la gratitud no es algo que se exprese con palabras. Está en las pequeñas acciones, en las miradas, en los gestos de aquellos que escuchan y sienten la melodía en su corazón.

Aria lo miró, confusa.

—¿Qué quieres decir?

—Lo que quiero decir, pequeña, es que a veces, lo que más anhelamos es una simple palabra de agradecimiento. Pero también debemos recordar que nuestro valor no depende de lo que los demás digan. Sigue cantando, Aria, porque tu música es importante, no por lo que los demás te digan, sino por lo que trae a este mundo.

Aria pensó en las palabras del Búho Sabio mientras volaba de regreso a su hogar. A pesar de que su corazón aún se sentía pesado, decidió seguir cantando al día siguiente. Pero esta vez, en lugar de cantar solo para los demás, cantó para sí misma, disfrutando cada nota que salía de su pequeño pecho.

A la mañana siguiente, cuando Aria comenzó a cantar, algo diferente sucedió. Los animales del bosque no solo se detuvieron para escucharla, sino que comenzaron a acercarse a ella. Las ardillas trajeron nueces como regalo, los conejos la invitaron a jugar de nuevo, y hasta los ciervos le ofrecieron hojas frescas de los árboles más altos.

—Gracias, Aria —dijo una de las ardillas—. No solo por tu canto, sino por ser nuestra amiga. Nos hemos dado cuenta de que no siempre te mostramos cuánto apreciamos lo que haces por nosotros.

Aria sintió que su corazón se llenaba de alegría al escuchar esas palabras. No necesitaba más que eso: saber que su esfuerzo era apreciado y que su presencia era valorada. Por primera vez en mucho tiempo, Aria sintió que su canto tenía un propósito más allá de simplemente sonar bonito. Era una melodía de gratitud, una que unía a todos los habitantes del bosque en una sinfonía de amor y amistad.

El bosque había encontrado un nuevo ritmo en la melodía de Aria. Cada día, los animales se reunían para escuchar su canto, y la gratitud que antes solo existía en los corazones comenzó a manifestarse en pequeños gestos. Los conejos compartían sus zanahorias con la alondra, las ardillas le ofrecían sus nueces más preciadas, y los ciervos siempre le brindaban su compañía en los momentos en que Aria descansaba de su canto.

Sin embargo, un día, el cielo comenzó a oscurecerse de manera inusual. Nubes grises y pesadas se formaron sobre el bosque, y el aire se volvió espeso con la promesa de una tormenta inminente. Los animales comenzaron a preocuparse, pues nunca antes habían visto un cielo tan amenazador.

Aria, como todos los demás, sintió el cambio en el aire. Sabía que algo grande estaba por suceder, y por primera vez en su vida, se sintió asustada. Voló hacia el Búho Sabio, que estaba observando el cielo desde su alto pino.

—Búho Sabio —dijo Aria, con su voz temblorosa—, ¿qué está pasando? ¿Por qué el cielo se ve tan oscuro?

El Búho Sabio, con su mirada tranquila, observó a la pequeña alondra.

—Aria, esta tormenta es una de las más grandes que el bosque haya visto en mucho tiempo. Será fuerte y peligrosa, pero también es un momento para que todos mostremos lo que realmente llevamos en nuestros corazones.

—¿Qué podemos hacer? —preguntó Aria, preocupada.

—Lo más importante es permanecer juntos y ayudarnos mutuamente —respondió el Búho—. Pero también necesitamos tu melodía, Aria. Tu canto ha traído paz y unidad al bosque, y en tiempos de oscuridad, necesitamos esa luz más que nunca.

Aria asintió, pero la idea de cantar en medio de una tormenta la llenaba de temor. No estaba segura de si su voz sería suficiente para calmar los vientos y las lluvias que se avecinaban.

Mientras tanto, en el corazón del bosque, los animales se preparaban para la tormenta. Las ardillas acopiaban alimentos en sus madrigueras, los conejos cavaban refugios más profundos, y los ciervos ayudaban a los más pequeños a encontrar lugares seguros. A medida que las primeras gotas de lluvia comenzaron a caer, todos miraban hacia el cielo con preocupación.

Aria, aún llena de dudas, decidió volar hacia el centro del bosque, donde la gran roca de la reunión estaba situada. Esta roca era un lugar sagrado donde los animales se encontraban en momentos importantes, y ahora, bajo la creciente tormenta, parecía el mejor lugar para estar juntos.

Al llegar, Aria vio a todos sus amigos reunidos allí, esperando el momento en que la tormenta alcanzara su punto más fuerte. Las caras de los animales mostraban miedo, pero también esperanza, mientras se mantenían cerca unos de otros.

—Aria, ¿vas a cantar para nosotros? —preguntó uno de los conejos, con sus grandes ojos llenos de esperanza.

Aria miró a su alrededor y sintió el peso de la responsabilidad. Sabía que su canto podía ser un faro de esperanza en medio de la tormenta, pero no estaba segura de si sería suficiente.

En ese momento, el viento comenzó a soplar con más fuerza, y la lluvia se convirtió en un torrente. Los árboles crujían bajo la presión, y el ruido de los truenos resonaba por todo el bosque. Los animales se acurrucaron más cerca unos de otros, buscando protección.

Aria cerró los ojos y respiró profundamente. Recordó las palabras del Búho Sabio: “Tu música es importante, no por lo que los demás te digan, sino por lo que trae a este mundo”. Con renovada determinación, Aria comenzó a cantar, primero en voz baja, dejando que la melodía fluyera desde su corazón.

Su voz, aunque pequeña, era clara y pura. A medida que cantaba, las notas se elevaban por encima del rugido de la tormenta, llevando con ellas un mensaje de paz y unidad. Los animales, que al principio estaban temerosos, comenzaron a relajarse al escuchar el canto de Aria. Aunque la tormenta seguía rugiendo a su alrededor, la melodía les daba fuerzas para resistir.

Pero la tormenta no iba a ceder tan fácilmente. Un rayo cayó cerca del claro, haciendo que los animales se sobresaltaran y se dispersaran momentáneamente. Aria, aunque asustada, continuó cantando. Sabía que no podía detenerse ahora; su canto era lo único que mantenía a todos unidos.

De repente, un gran árbol cercano, debilitado por los fuertes vientos, comenzó a inclinarse peligrosamente hacia el grupo de animales. En medio del caos, un pequeño conejo que no había encontrado refugio estaba directamente en la trayectoria del árbol que caía.

Aria, viendo el peligro inminente, interrumpió su canto y voló lo más rápido que pudo hacia el pequeño conejo. Con todas sus fuerzas, empujó al conejo fuera del camino justo a tiempo, evitando que el árbol lo aplastara. El conejo, aterrorizado pero ileso, miró a Aria con gratitud.

—¡Gracias, Aria! Me salvaste —dijo el conejo, con lágrimas en los ojos.

Aria, agitada pero aliviada, sonrió.

—No podría haber hecho nada sin la fuerza que todos ustedes me han dado. Ahora, regresemos al claro. Debemos mantenernos unidos.

A pesar del susto, los animales volvieron a agruparse, más decididos que nunca a enfrentar la tormenta juntos. Y Aria, a pesar del miedo y el cansancio, continuó cantando. Su melodía, aunque interrumpida, volvió con más fuerza, resonando por todo el bosque.

Los vientos parecieron responder al canto de Aria, disminuyendo su intensidad, y la lluvia, aunque persistente, comenzó a volverse más ligera. Los truenos, que antes rugían con furia, se alejaron poco a poco, como si la misma naturaleza estuviera escuchando y respetando la melodía de la pequeña alondra.

El Búho Sabio, desde su refugio en el pino, observaba la escena con una mezcla de orgullo y sabiduría. Sabía que la tormenta, aunque poderosa, no podía romper la fuerza de un grupo unido por la gratitud y la amistad.

Finalmente, después de lo que pareció una eternidad, la tormenta comenzó a ceder. Las nubes grises se dispersaron lentamente, y un tenue rayo de sol se abrió paso entre ellas, iluminando el claro donde los animales estaban reunidos.

Cuando la tormenta finalmente comenzó a disiparse, el bosque respiró un suspiro colectivo de alivio. La lluvia se convirtió en una ligera llovizna, y los vientos, que antes rugían con furia, ahora susurraban suavemente entre las hojas. Los animales, empapados pero ilesos, se miraron entre sí con expresiones de asombro y gratitud. Sabían que habían superado uno de los desafíos más grandes que el bosque había enfrentado en mucho tiempo, y lo habían hecho juntos.

Aria, exhausta pero feliz, se posó en una rama baja, mirando a sus amigos con una sonrisa cansada. Su corazón latía con fuerza, no solo por el esfuerzo físico, sino por la emoción de haber sido parte de algo tan especial. La pequeña alondra había dado todo de sí para proteger a sus amigos y mantener viva la esperanza en medio de la tormenta.

Los animales comenzaron a acercarse a Aria, uno por uno, expresando su agradecimiento de maneras que la conmovieron profundamente. Las ardillas, que solían ser más reservadas, le ofrecieron nueces frescas, las más sabrosas que habían guardado para ocasiones especiales. Los conejos, siempre juguetones, la rodearon y le hicieron una pequeña reverencia, como señal de respeto. Incluso los ciervos, que eran conocidos por su dignidad y gracia, inclinaron sus cabezas en un gesto de agradecimiento.

—Aria, no solo nos has dado tu hermosa melodía, sino que también nos has mostrado lo que significa ser valiente y generoso —dijo uno de los ciervos con voz solemne—. Nunca olvidaremos lo que hiciste por nosotros hoy.

El pequeño conejo, que había sido salvado por Aria, se acercó con los ojos aún brillantes por las lágrimas.

—Aria, siempre he admirado tu canto, pero ahora sé que tu corazón es aún más hermoso que tu voz. Me salvaste la vida, y nunca podré agradecerte lo suficiente por eso.

Aria, profundamente conmovida, sintió que sus ojos se llenaban de lágrimas. No había cantado ni actuado por el reconocimiento, pero sentir la gratitud sincera de sus amigos llenaba su corazón de una alegría indescriptible.

—No hice nada que cualquiera de ustedes no hubiera hecho por mí —respondió humildemente—. Somos una familia, y cuando uno de nosotros está en peligro, todos nos unimos para protegernos.

En ese momento, el Búho Sabio descendió de su pino y se posó cerca de la alondra. Con su mirada sabia y serena, habló con la misma calma que siempre lo caracterizaba.

—Aria, tu canto nos ha guiado a través de la tormenta, pero es tu bondad y valentía lo que realmente nos ha salvado. Hoy, todos hemos aprendido el verdadero valor de la gratitud. No se trata solo de decir “gracias”, sino de vivir de una manera que muestre nuestro aprecio por los demás.

Los animales asintieron en acuerdo, comprendiendo la profundidad de las palabras del Búho. Sabían que la gratitud no era solo una emoción, sino una acción continua, un hilo que tejía el tapiz de sus vidas y los unía en un lazo indestructible.

Mientras el sol empezaba a brillar con más fuerza, secando lentamente las hojas y el suelo húmedo, los animales decidieron celebrar. Organizaron una gran reunión en el claro, donde compartieron comida, historias y, por supuesto, música. Esta vez, no solo Aria cantó. Inspirados por su coraje y generosidad, otros animales comenzaron a unirse en la creación de una sinfonía colectiva. Las ardillas golpeaban rítmicamente con sus pequeñas patas en las ramas, los conejos hacían un sonido suave con sus dientes al roer hojas, y los ciervos, con sus cascos, marcaban un compás profundo en el suelo.

La música que surgió en el claro no era la melodía de una sola voz, sino una sinfonía en la que cada ser tenía su papel. Y en el centro de todo, estaba Aria, cuya voz lideraba la armonía con una claridad y dulzura que resonaba en los corazones de todos.

A medida que la música llenaba el aire, los animales comenzaron a sentir una transformación dentro de sí mismos. La gratitud que habían expresado no solo había sido un alivio momentáneo, sino que se había convertido en una fuerza unificadora, una energía que fluía entre ellos y los hacía sentir más conectados que nunca. La tormenta, que había sido una amenaza, se convirtió en un recuerdo de lo que podían lograr cuando trabajaban juntos y se cuidaban mutuamente.

La celebración continuó hasta bien entrada la tarde, y cuando el sol finalmente comenzó a ocultarse en el horizonte, los animales se despidieron con una promesa: recordar siempre el poder de la gratitud y la importancia de estar unidos.

Aria, ahora rodeada de amigos que la amaban y apreciaban profundamente, sintió que su corazón estaba en paz. La alondra, que una vez había cantado para que la escucharan, ahora cantaba para celebrar la vida, la amistad y el amor que compartía con todos en el bosque.

Cuando la última luz del día se desvaneció y el cielo se llenó de estrellas, Aria se posó en la rama más alta del viejo roble, como lo hacía todas las noches. Pero esta vez, su canción fue diferente. No era solo una melodía, sino una sinfonía de gratitud, una expresión pura de todo lo que había aprendido y experimentado en ese día tan especial.

Y mientras su voz flotaba en el aire nocturno, llegando a cada rincón del bosque, los animales que ya dormían sonreían en sus sueños, sabiendo que, sin importar lo que trajera el futuro, siempre tendrían a Aria y a su melodía para guiarlos.

La moraleja de esta historia es que la gratitud es una melodía hermosa.

Y colorín colorín, este cuento llego a su fin. bueno mis amables oyentes. ¡hasta muy pronto! CON UN NUEVO CUENTO CON MORALEJA.

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