Fabián guio a Andrés y Violeta hasta el Salón de Magia Arcana, el aire denso y cargado de un poder que parecía filtrarse por cada poro de la piel. Las puertas se cerraron tras ellos, sellándolos en el ambiente oscuro e imponente. Asha y Vambertoken estaban en sus tronos, sus miradas calculadoras como cuchillas en la penumbra. Fabián sintió que cada palabra siguiente tendría el peso de un juicio.
Asha sonrió, con una suavidad que sugería un placer sutil en lo que estaba por ocurrir. —Querido Andrés, —dijo, como si hablase con un amigo de confianza—, ¿por qué no me cuentas, con lujo de detalles, ¿qué ocurrió con esos rugidos guturales que te atormentan tanto?
Andrés intentó mantener la compostura, pero las palabras salieron con un temblor inevitable. —Fue el rugido de Drex, bajo el poder del Tótem… amplificó la pesadilla que me implantaste, Asha. —Sus ojos mostraban el peso del tormento—. No puedo soportarlo más. Me destruye, cada noche.
Asha dejó escapar una risita suave, casi divertida, mientras su mirada se volvía más afilada. —Qué poético, ¿no? Un cazador, alguien tan implacable, tan dedicado a destruirnos… —hizo una pausa, deleitándose en el momento—, y ahora aquí estás, en mi salón, suplicando por un poco de misericordia.
Vambertoken observó con calma, y un destello en sus ojos reveló una satisfacción calculada.
Asha continuó, su tono afilándose como el filo de un cuchillo. —Andrés, ¿acaso pensaste que no sabíamos de tus planes para atacar a mi Seraph? —Sus palabras cayeron como un golpe en el silencio—. Todo este tiempo, fingiendo lealtad, creyendo que encontrarías el momento justo para traicionarnos. Y mírate ahora, suplicándome que borre el dolor que tú mismo provocaste.
La humillación quemaba en los ojos de Andrés. —Por favor… hazlo. Lo que sea necesario… solo quítame este tormento.
Asha lo miró con una mezcla de lástima y deleite. —Oh, claro que puedo hacerlo —murmuró, disfrutando su desesperación—, pero antes, quiero que entiendas algo, querido Andrés. Tengo un recuerdo aún más doloroso guardado para ti, algo tan devastador que te hará rogar por volver a sentir la simple agonía que ahora te consume.
Andrés palideció. —¿Algo peor…? —Su voz era un susurro, temblorosa. Un escalofrío le recorrió la espalda, y sintió que el aire se volvía pesado a su alrededor.
—Por supuesto, querido —dijo Asha, relamiéndose en la angustia de su víctima—. El recuerdo de Fabiola, aquella a quien tú conoces como Olfuma. —Sus ojos brillaron con un placer sádico—. Antes de transformarla, la hice vivir el dolor en su forma más pura. Le hice sentir en su piel cómo era devorar 350 corazones, uno tras otro. Esa pesadilla que has estado reviviendo cada noche, no es más que un eco de lo que ella sufrió.
Andrés sintió cómo sus rodillas flaqueaban. Pero Asha no había terminado.
—Pero eso fue solo el comienzo. —Sus labios se curvaron en una sonrisa oscura—. Luego, le arrebatamos sus recuerdos, le dimos momentos felices y los convertimos en las peores pesadillas. La dejamos con fragmentos para que, cuando los recuperara, su mente se rompiera en un instante, reviviendo el tormento completo en un solo estallido.
El rostro de Andrés se contrajo de dolor y terror. —Por favor, no… —suplicó—. No quiero eso. Haré lo que sea, solo quítame esta pesadilla.
Asha lo miró con una satisfacción exquisita, sus ojos brillando. —Está bien, querido Andrés, pero no sin un precio. —Sus manos comenzaron a trazar símbolos en el suelo, creando un círculo con su propia sangre—. Para que te libere completamente, deberás tomar un sello de obediencia. Si alguna vez piensas traicionarme a mí o a mi Seraph, este sello se activará, y el recuerdo de Fabiola se liberará en ti, destruyéndote en un instante.
Andrés, desesperado, asintió sin pensarlo. —Acepto… haré lo que sea.
Asha sonrió con un deleite infantil, casi perverso. —Perfecto. —La magia de sangre empezó a brillar, y Asha invocó su poder, conectando a Andrés con el círculo—. Este es un contrato con tu propia sangre, Andrés. Si alguna vez intentas traicionarnos, sentirás el mismo dolor que ella sintió.
El dolor fue inmediato. La magia ardió en la piel de Andrés, como si miles de agujas se clavaran en cada fibra de su ser. La energía lo envolvía, y por un momento creyó que iba a morir. Pero Asha mantuvo el control, y justo cuando el dolor estaba a punto de partirlo en dos, la conexión se rompió. Andrés cayó al suelo, jadeando, apenas consciente.
Asha lo miró desde arriba, con una frialdad implacable. —Quédate ahí y reflexiona sobre tu lugar en este mundo —dijo, su tono teñido de desprecio—. Recuerda que cada día que respiras es un regalo que yo te permito.
Con Andrés tirado en el suelo, Asha desvió su mirada a Violeta, que había presenciado todo con creciente horror. Sus manos temblaban, pero sabía que ya no había escapatoria.
—Dime, querida… —dijo Asha, inclinándose levemente hacia ella—, ¿cómo dijiste que te llamabas?
Violeta tragó saliva, sintiendo el frío en su piel. —Me llamo Violeta —murmuró, su voz apenas un susurro—. Andrés me cazó desde que tenía once años. Me capturó a los quince y me entregó al Vaticano. Me torturaron, me usaron para sus ataques oníricos y para robar sueños. Me convertí en una herramienta para ellos. Y cuando ya no fui útil, me enviaron en un cargamento secreto a la Purga, como parte del verdadero propósito del Ministerio de Vampiros Convertidos.
Asha escuchó con una sonrisa que apenas rozaba sus labios. —Así que eres una bruja con habilidades para manipular sueños… interesante.
Vambertoken, observando, habló con calma. —Mi Kadupul, parece que esta pequeña tiene potencial para tus juegos.
Asha asintió, complacida por la aprobación de su Seraph. —Si estás dispuesta a soportar el dolor, como lo hizo Olfuma, entonces no tengo problema en ayudarte a olvidar. —Hizo un gesto a María—. Querida María, implanta el recuerdo de Fabiola en ella.
María se acercó a Violeta, quien intentó retroceder, pero no tuvo adónde ir. María tocó su frente, y Asha susurró suavemente. —No te preocupes, Violeta. Cuando este recuerdo se active, en unas horas o días, quedarás… curada.
El recuerdo se implantó, y Violeta sintió un frío que le heló hasta los huesos. El dolor que había visto en los ojos de Andrés ahora se cernía sobre ella, prometiéndole un tormento más allá de cualquier cosa que pudiera imaginar. Mientras Asha se apartaba, una sonrisa de placer absoluto se dibujó en sus labios, y Violeta supo que había sellado su destino.
El salón quedó en silencio, con Andrés tirado, exhausto y marcado con el sello de sangre en su piel, mientras Violeta esperaba, con el terror latiendo en su pecho, sabiendo que la oscuridad de Asha y Vambertoken no ofrecía más que un camino de sufrimiento inescapable.
Violeta sintió el impacto del recuerdo de Fabiola en su mente, como un rayo que atravesó su alma y rompió cada fragmento de su ser. El grito que brotó de su garganta resonó en el Salón de Magia Arcana con una intensidad que pareció arrancar las sombras de las paredes. Su cuerpo se estremeció, convulsionando bajo el dolor, mientras cada segundo se extendía en una eternidad de sufrimiento. Ese alarido, profundo y lleno de agonía, superaba incluso el que Fabiola había emitido originalmente.
Con ese grito, Violeta se desmoronó; ya no existía la bruja que había sido perseguida por años. Ahora solo quedaba un vacío, un cuerpo roto y un eco del dolor que aún vibraba en el aire.
Asha cerró los ojos, extasiada por la intensidad de aquel grito. Su rostro se iluminó con una expresión de deleite puro, cada fibra de su ser vibrando en esa sinfonía de dolor que ella misma había orquestado. Abrió los ojos para mirar a su Seraph, y vio cómo, por un instante, la frialdad de su expresión se quebraba. Vambertoken suspiró, un suspiro fugaz y profundo que a Asha le supo a victoria.
Ella sabía que era la única capaz de arrancar esa reacción de él, de romper esa coraza de hielo que protegía su corazón. Ese suspiro era todo lo que necesitaba para confirmar que ella, y solo ella, podía tocarlo de esa manera. Y en ese momento, Asha supo que había logrado lo que tanto deseaba: provocar en su Seraph esa chispa de emoción, ese pequeño instante que significaba para ambos que el juego de su amor enfermizo estaba a punto de comenzar.
—Mi Seraph… —murmuró, su voz un susurro cargado de deseo y de promesa.
Vambertoken la miró, y en sus ojos oscuros se reflejaba un fuego contenido. —Mi Kadupul, —respondió con un tono que era a la vez una orden y una invitación.
Sin más palabras, ambos se levantaron de sus tronos y se dirigieron a los aposentos de Asha, el deseo y la oscuridad latiendo en cada paso que daban. Sus miradas eran un reflejo de la siniestra intimidad que compartían, un pacto sellado por el dolor y el placer que solo ellos podían comprender.
—Querida María, —dijo Asha con una voz dulce que enmascaraba la crueldad de sus palabras—, busca a Tatiana. Dile que traiga quince cadáveres frescos. —La sonrisa que se dibujó en su rostro era de un deleite oscuro—. Y cuando los traigas, quedarás libre por el resto del día.
María, aún bajo la influencia de Asha, asintió en silencio y se retiró. Caminó por los pasillos oscuros de la sede hasta encontrar a Tatiana. Sin levantar la vista, le transmitió las órdenes de Asha, y juntas se pusieron en marcha, cada una con la precisión que solo la obediencia ciega podía otorgar.
Momentos después, Tatiana y María llevaron los cuerpos hasta los aposentos de Asha, depositando a los condenados frente a la entrada como ofrendas de un sacrificio grotesco. Tatiana y María intercambiaron miradas, conscientes de lo que ocurriría tras esas puertas. Ninguna dijo nada mientras se alejaban, pero ambas sabían que los gritos que resonarían en las siguientes horas serían una mezcla de agonía y perversión.
Los ecos comenzaron a escucharse a medida que se alejaban. Primero, fueron los gemidos y llantos de los condenados, que se extendían en el aire como una sinfonía de dolor. A pesar de que intentaban seguir caminando, esos sonidos eran ineludibles, un recordatorio de lo que se estaba ejecutando tras esas puertas.
—Asha Latshiktor Vambertoken —susurraba la voz de Asha, con un tono que era a la vez un grito de placer y un alarido de poder—. ¡Mi Seraph, mi todo!
Vambertoken gruñía en respuesta, su voz profunda y gutural, marcando cada momento en aquel ritual macabro. Los sonidos se intensificaban, y Tatiana y María avanzaban, intentando no dejarse afectar, pero los gritos de los humanos se mezclaban con los gemidos de Asha y las respuestas bestiales de Vambertoken, creando una cacofonía que era imposible ignorar.
—¡Mi Kadupul! —rugió Vambertoken, su voz llena de un deseo que se volvía posesivo, cargada de poder y de hambre.
—¡Posee cada parte de mí! —clamó Asha, con cada palabra cargada de una lujuria retorcida—. Asha Latshiktor Vambertoken, la diosa de tu tormento…
Las palabras se mezclaban con los alaridos de los humanos, que se retorcían en el dolor más absoluto, mientras los sonidos del placer de Asha se alzaban en una canción oscura y macabra. Sus gemidos eran un cántico al poder que ejercía sobre su Seraph, una proclamación de dominio, de éxtasis y de dolor que la hacían vibrar.
María y Tatiana continuaron su marcha, pero los sonidos seguían resonando a través de las paredes. Cada grito y cada gemido se sentían como puñaladas en la mente. Los susurros de Asha, sus palabras llenas de perversión y posesión, se repetían, proclamando su nombre y el de su Seraph, cada vez con más intensidad.
—¡Destrúyeme! —exclamaba Asha—. Vambertoken Latshiktor, haz que mi existencia sea una llama que se consume bajo tu poder.
María apretó los puños, sintiendo cómo los sonidos se entrelazaban en su mente, mezclándose con los ecos de las almas perdidas que había entregado a Asha. Era imposible ignorar el efecto que todo eso tenía en ella, incluso después de haber sido liberada de la voluntad de su maestra.
Mientras se alejaban de los aposentos, los ecos persistían. Los gritos de los condenados se fundían con los gemidos de Asha, que proclamaba su poder y su devoción a su Seraph con cada aliento, mientras Vambertoken la poseía en ese grotesco carnaval de placer y dolor. Cada palabra, cada sonido, marcaba la profundidad de su conexión, un amor oscuro y retorcido que solo ellos podían comprender.
El sol iluminaba las montañas cercanas, pero para María y Tatiana, los ecos que dejaban atrás eran un recordatorio de que la oscuridad en la que estaban atrapadas no ofrecía ni redención ni descanso. Cada día era un juego macabro, y los gritos de las víctimas eran una melodía que resonaría por siempre en las paredes de la sede de la Purga.
El día libre había sido concedido, y la sede de la Purga se encontraba en una calma tensa. Los ecos de los gritos y gemidos de los humanos condenados en los aposentos de Asha seguían resonando en las mentes de todos. Tatiana y María se encargaron de dar la noticia de la libertad temporal, una distracción bienvenida para los agentes, quienes sabían que aquel espectáculo siniestro era parte de la rutina, pero no dejaba de impactarlos.
Tatiana y Drex se reunieron a las afueras de la sede junto a María y Fabián, bajo el sol que apenas comenzaba a iluminar las montañas. Pero, en cuanto se encontraron, María le lanzó una mirada a su hermana, dejando claro que había cosas que necesitaba discutir en privado con Fabián.
—Tatiana, —dijo María, con un tono de calma controlada—, quizás lo mejor es que cada uno vaya por su lado. Fabián y yo tenemos que hablar de algunas cosas.
Tatiana entendió la señal y asintió. —Está bien, —dijo, dirigiéndose a Drex—. Vámonos. Hoy es nuestro día libre.
María observó cómo su hermana y Drex se alejaban, sintiendo el peso de la conversación que estaba por tener. Fabián estaba a su lado, con el rostro serio, sus ojos buscando los de ella, como si quisiera encontrar una respuesta que se le escapaba.
—¿Quieres caminar? —preguntó María, rompiendo el silencio.
Fabián asintió, y comenzaron a caminar por un sendero que bordeaba la sede, alejándose de la estructura que dejaban atrás, con sus sombras y susurros. El viento fresco les golpeó el rostro, y María tomó una de las pequeñas cajas que contenía el elixir de la juventud eterna. Se detuvo y la abrió, mostrando la pequeña ampolla.
—Es hora de tomarlo de nuevo, —dijo, su voz cargada de resignación.
Fabián la observó por un momento antes de tomar su propia ampolla. Ambos tomaron un sorbo, sintiendo el sabor agridulce del elixir deslizarse por sus gargantas. Era un recordatorio constante de lo que habían acordado.
Caminaron unos minutos en silencio, pero el peso de lo no dicho colgaba en el aire.
—Lo que te dije, Fabián… —María comenzó, pero las palabras parecían quedarse atrapadas en su garganta—. Las cosas que te dije en el Salón de Magia Arcana… bajo la voluntad de Asha…
Fabián la miró, su expresión era una mezcla de tristeza y comprensión. —Sé que estabas bajo su control, María. No eres tú la que me dijo esas cosas. Era ella.
María apretó los labios, los ojos llenos de emociones encontradas. —Pero eso no lo hace menos real. Tú estabas ahí, y yo… yo te humillé. La forma en la que me hizo hacerlo… —Desvió la mirada, sintiendo cómo el dolor la invadía—. Y ahora… con el elixir… somos sus marionetas, Fabián. Por toda la eternidad.
Fabián la tomó de la mano, sus dedos entrelazándose con los de ella. —Lo sé. —Suspiró, un suspiro que parecía cargar con todo el peso del mundo—. Pero… ¿qué alternativa tenemos ahora? Ya lo hemos tomado. No hay vuelta atrás.
María se detuvo, mirando a su amado. —Podríamos resistir, podríamos intentar… —La voz se le quebró, sabiendo que la lucha era inútil.
Fabián negó suavemente con la cabeza. —Si resistimos, lo único que haríamos es prolongar el sufrimiento. Y si algo he aprendido es que Asha y Vambertoken siempre ganan, María. No importa cuánto luchemos.
María sintió un nudo en el estómago, pero, en el fondo, sabía que Fabián tenía razón. Asha los había arrastrado a su juego, y no había escape. —Entonces… —susurró, con un brillo triste en los ojos—, ¿lo hacemos valer la pena?
Fabián sonrió, una sonrisa pequeña, pero genuina. —Si vamos a ser marionetas, que al menos podamos disfrutar de los momentos que aún nos quedan.
María sintió cómo esa chispa de picardía en su voz la reconfortaba, aunque fuera por un instante. —Bueno, tenemos todo el día libre. —Sacó un pequeño frasco de su bolsillo y lo levantó—. ¿Qué tal si usamos esto? —Era la poción de lujuria.
Fabián arqueó una ceja, divertido. —No pensé que lo traerías, pero me alegra que lo hayas hecho. —Se inclinó hacia ella, con una mirada cómplice.
María sonrió, una sonrisa cargada de deseo, y bebieron juntos. La calidez de la poción se expandió en sus cuerpos, encendiendo cada nervio con una chispa que no tardó en volverse un fuego abrasador. María lo miró a los ojos, su rostro transformándose en una expresión de pura lujuria.
—Vamos a aprovechar este día libre, —dijo, y antes de que pudiera responder, Fabián la tomó de la cintura y la atrajo hacia él.
La conexión entre ellos se volvió inmediata, cargada de la pasión que les ofrecía el brebaje. Ambos comenzaron a caminar más rápido, riendo entre besos y caricias apresuradas, como si el tiempo fuera un enemigo que quisieran burlar. El deseo era palpable en cada gesto, en cada mirada.
Cuando llegaron a su apartamento, apenas lograron cerrar la puerta antes de caer en un frenesí de besos y manos ansiosas. Fabián la empujó suavemente contra la pared, y María sintió el calor de su cuerpo, la urgencia de sus labios en su cuello. El mundo se desvaneció en ese instante, y todo lo que importaba era el fuego que compartían.
Las garras de María se marcaron en la espalda de Fabián, y los gemidos que escapaban de sus labios llenaban la habitación. La pasión los consumió, y por un momento, olvidaron las cadenas invisibles que los ataban.
Cuando finalmente llegaron al clímax, ambos se dejaron caer en la cama, respirando pesadamente, con el sudor cubriendo sus cuerpos. María giró hacia él, su cabello enredado, su sonrisa cansada pero satisfecha. Fabián la abrazó, atrayéndola hacia sí, sus dedos recorriendo su espalda con suavidad.
—Pase lo que pase, María, siempre seremos nosotros. —Le susurró, besándola en la frente.
María cerró los ojos, sintiéndose en paz por primera vez en mucho tiempo. —Siempre seremos nosotros, —repitió, permitiéndose creer en ese momento, en esa promesa que, aunque frágil, era todo lo que tenían.
Mientras se acurrucaban en la cama, el mundo exterior se desvanecía. Las sombras y las amenazas quedaban afuera, al menos por un instante.
Gracias por acompañarnos en este viaje al terror. ¡Nos vemos en el próximo episodio!”
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