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El cazador de almas perdidas – Creepypasta 223. Cuentos de Hombres Lobos

El Martirio de Andrés.

Andrés Rojas se despertó en la fría celda que le habían asignado en la sede de la Purga. El sudor cubría su cuerpo como un manto helado, y sus manos temblaban mientras intentaba recordar cuánto había dormido. Apenas unas horas, quizás minutos; el tiempo era irrelevante. Lo que importaba era la intensidad de las pesadillas que lo atormentaban, esa realidad que lo golpeaba cada vez que cerraba los ojos: Drex devorándole el corazón una y otra vez, 350 veces, un ciclo inquebrantable.

Sentía el dolor tan vívido como si realmente hubiera ocurrido, como si su pecho hubiera sido arrancado por las garras del licántropo. Cada mordida era un recordatorio de lo que había hecho, de las almas que había condenado en nombre de la fe, de la violencia desmedida que había ejercido contra lo sobrenatural. Y, sin embargo, en medio de todo aquel sufrimiento, Andrés se aferraba a una verdad que le daba fuerza: Dios lo estaba purificando. Era una prueba, un calvario necesario para limpiar su alma.

Con el rosario en la mano, se arrodilló en el frío suelo de la celda. Sus labios temblaron mientras murmuraba oraciones. “Dios mío, sé que este dolor es mi expiación… Tú me has mostrado el camino, y como tu siervo, aceptaré cada tormento. Cada lágrima y cada grito serán la purificación de mis pecados. Igual que Cristo, he de sufrir en la tierra para alcanzar la redención en el cielo.”

El peso de su pasado era insoportable. Sabía que había cazado y asesinado indiscriminadamente, sin cuestionar si los seres que eliminaba merecían su destino. Durante años, se había envuelto en la túnica de la fe y se había ocultado detrás del rosario, usando el nombre de Dios para justificar la violencia. Pero ahora, todo aquello lo atormentaba. Veía las caras de sus víctimas en cada sombra, y las voces de los inocentes a los que había condenado lo llamaban desde la oscuridad.

Pero este era el plan de Dios. Dios lo estaba quebrando, limpiándolo de toda mancha y culpa, preparándolo para la misión final. “Fabián es mi guía,” susurró con un fervor casi fanático. “Él es el mesías de nuestra cruzada, y yo, su templario. Todo este dolor es un signo de mi purificación. A través de este martirio, mis pecados serán lavados, y cuando mi misión esté completa, podré entrar al cielo como un alma limpia.”

El dolor en su pecho se convirtió en fuerza. Era su cruz, y estaba dispuesto a cargarla hasta el final. Nada, ni siquiera los horrores de sus pesadillas, lo harían quebrar.

Ese mismo día, Andrés se dirigió a la sala de entrenamiento de la Purga, preparado para su primera misión. Mientras caminaba por los pasillos fríos, sentía la mirada de otros sobre él, como si todos conocieran sus tormentos. Pero no le importaba. Estaba en la senda correcta.

Al entrar en la sala, su mirada se detuvo en un grupo de reclutas. Había tres figuras que le resultaron dolorosamente familiares. No podía creer lo que veían sus ojos: tres personas que él mismo había cazado en el pasado, cuando aún era un joven cazador lleno de fervor y justicia. La sangre se le heló al ver a Violeta entre ellos.

Violeta, la bruja Wicca que había perseguido durante cinco años, desde que tenía diecinueve. Había sido la misión que lo marcó, que lo llevó al borde de la locura. Recordaba cada paso de aquella caza. La había encontrado en España, una niña de apenas once años, acusada de prácticas de magia negra. Durante años, la persiguió sin descanso, y cuando finalmente la capturó, la entregó al Vaticano, convencido de que su alma sería purgada en el fuego.

Ahora, seis años después, la veía de pie, convertida en una mujer de poco más de veinte años. Alta, con el cabello oscuro cayendo en cascada sobre sus hombros y los ojos brillando con una mezcla de resentimiento y frialdad. No podía creer que estuviera allí, viva, y mucho menos que ahora formara parte de la Purga. Vambertoken la había rescatado en secreto, la misma entidad que ahora le exigía fidelidad.

El impacto fue tan fuerte que Andrés sintió que su fe tambaleaba por un instante. Todo lo que había creído, todo por lo que había luchado, parecía desmoronarse ante la visión de Violeta viva y aliada con aquellos que antes había jurado destruir. Se llevó la mano al rosario, apretándolo con fuerza hasta que sus nudillos se pusieron blancos. Dios tiene un plan, se recordó. Esto es parte de mi expiación.

Si Violeta estaba allí, era porque Dios lo quería así. Andrés sabía que, para alcanzar la redención, tendría que trabajar con aquellos que antes había considerado enemigos. Tendría que aceptar su nuevo papel en la Purga, incluso si eso significaba colaborar con aquellos que alguna vez cazó. “Si debo ser amigo de mis enemigos para ser perdonado, lo seré. Si tengo que caminar junto a aquellos que condené para alcanzar el cielo, lo haré. Nada me desviará de mi misión.”

Con paso firme, Andrés se acercó al grupo. Violeta lo miró con frialdad, pero él no vaciló. Extendió la mano y la miró a los ojos. “Quizás no me perdones nunca, y lo entiendo. Pero si trabajar juntos en la Purga es lo que Dios quiere de nosotros, entonces lo aceptaré. Hoy, seremos aliados.”

Violeta lo observó en silencio, sus ojos escudriñando el alma de Andrés. Finalmente, con un leve asentimiento, aceptó su mano, aunque sus ojos seguían cargados de una desconfianza helada. Andrés supo entonces que su camino hacia la redención sería aún más duro de lo que imaginaba. Pero si tenía que ser amigo de Violeta para purgar sus pecados, entonces sería su mejor amigo.

El dolor y la vergüenza lo carcomían, pero Andrés sintió un destello de esperanza. Dios no abandona a sus siervos. Y él, como buen mártir, aceptaría cualquier sufrimiento en la tierra para asegurar su lugar en el cielo.

Andrés respiró hondo, sintiendo cómo el frío de la sala se colaba bajo su piel. Enfrentar sus pecados, cargar su cruz sin titubear, se dijo. Era el único camino hacia la expiación. Su fe era lo único que lo sostenía, y, como un mártir, estaba dispuesto a enfrentarse a todo lo que Dios pusiera en su camino.

Con paso decidido, se dirigió directamente hacia Violeta. Ella lo observó, los ojos cargados de una mezcla de recelo y curiosidad. Andrés, con el rosario apretado en su mano, sintió un nudo en la garganta, pero no permitió que sus pies se detuvieran. Al llegar a ella, sus miradas se encontraron, y el silencio entre ellos se volvió un abismo profundo e inexplorado.

—Nunca pensé que volvería a verte —dijo Andrés con una voz quebrada, sintiendo cómo cada palabra llevaba el peso de los años que habían pasado desde la última vez que la vio. La última vez que vio su rostro fue cuando ella, con apenas quince años, fue arrastrada hacia las puertas del Vaticano. Recordaba sus gritos, las maldiciones que le había lanzado, el odio en sus ojos mientras lo miraba.

Violeta cruzó los brazos, manteniendo la distancia, como si cada centímetro que los separaba fuera una barrera de seguridad. —Yo tampoco esperaba verte aquí, Andrés —respondió con frialdad, sus ojos centelleando como los de una fiera enjaulada—. Pero supongo que todos tenemos nuestras ironías en la vida.

Andrés apretó los labios, tragando el peso de la culpa. —Pensé que habías… —vaciló, sin poder terminar la frase—, pensé que no habías sobrevivido. Que te habían…

—Quemado —terminó Violeta, alzando una ceja—. Eso pensaste, ¿verdad? Pero no, el Vaticano encontró un uso para mí. Mis capacidades eran demasiado valiosas. En lugar de morir en la hoguera, fui encerrada en sus celdas, utilizada para interceptar e interpretar sueños. Estuve allí por seis años, siendo un peón en su juego.

Andrés sintió que el suelo se desmoronaba bajo sus pies. La niña que había entregado al Vaticano no solo había sobrevivido, sino que había sido torturada y explotada. —¿Y cómo es que ahora estás aquí, en la Purga? —preguntó, intentando encontrar una lógica en todo aquello.

Violeta lo miró fijamente, su expresión endurecida por los años de encierro y dolor. —Un día, simplemente me sacaron. Me sacaron de esas celdas y me entregaron a Vambertoken. Ahora trabajo para la Purga. Al menos aquí tengo algo de libertad… puedo salir, cazar, vivir sin estar bajo las sombras del Vaticano. Pero no esperaba encontrarte aquí.

El corazón de Andrés se detuvo un instante. Había entregado a Violeta al Vaticano convencido de que estaba cumpliendo con su deber, que estaba librando al mundo de una amenaza. Pero verla allí, de pie frente a él, con esa mirada que le recordaba tanto a la niña que una vez fue, lo golpeó como un martillo en la conciencia.

—Lo siento, Violeta —murmuró, las palabras saliendo de su boca como una confesión involuntaria—. Yo… nunca debí…

—Ahórratelo —lo interrumpió ella, su voz cortante—. Lo que pasó, pasó. Sabes, siempre supe que no eras tan justo como te creías. Era solo cuestión de tiempo que te convirtieras en otro peón de este sistema.

Andrés sintió un nudo en la garganta, pero se obligó a mantenerse firme. Este es mi castigo, se dijo. Era un acto de redención, enfrentarse a sus pecados sin retroceder, como Jesús enfrentó la cruz. Si tenía que ganarse el perdón de Violeta, lo haría.

—Si debo ser tu aliado aquí, lo seré. Si tengo que ganarme tu confianza, trabajaré para ello. Estoy aquí para expiar mis pecados, y lo haré, incluso si eso significa hacerme tu mejor amigo —declaró con firmeza.

Violeta lo miró con desdén, pero detrás de sus ojos había algo más, algo que Andrés no pudo descifrar. —Eso lo veremos —dijo, sin apartar la mirada.

En ese momento, una figura se acercó a ellos. Era Olfuma, la creación de Asha y María, con una expresión dulce en el rostro. Llevaba una pequeña bolsa de dulces en la mano, y con una sonrisa tímida, extendió uno hacia Andrés.

—Estos son para los nuevos amigos —dijo con suavidad, sin saber el peso que su presencia traía al encuentro.

Andrés observó a Olfuma, reconociendo en ella un eco de lo que una vez fue Fabiola. La dulzura inocente de su expresión, esa sonrisa que parecía buscar aprobación, eran signos claros de que lo que había quedado de la Bruja Roja ya no existía. Era un cascarón vacío, moldeado y destruido para convertirse en algo nuevo, algo dócil y manejable. Un estremecimiento recorrió su cuerpo al pensar en lo que había pasado Fabiola para llegar a ser Olfuma. Esto es lo que hace la Purga, pensó. Y ahora él era parte de ello.

Tomó el dulce que Olfuma le ofreció y le dio una pequeña sonrisa, aunque su corazón estaba lleno de pesar. —Gracias, Olfuma.

Ella asintió feliz y se alejó, dejando a Andrés con Violeta. El peso de lo que acababa de ver lo hundió más en su propia culpa. Había sido un monstruo durante años, y ahora estaba rodeado de los restos de aquellos a los que había lastimado.

—¿Te das cuenta de lo que hiciste? —preguntó Violeta en un susurro, sus ojos clavados en él. —Ella es un ejemplo de lo que esta organización hace. ¿Qué te hace pensar que nosotros, los que estamos aquí, somos diferentes?

Andrés sintió que las paredes se cerraban a su alrededor. Pero, aun así, se aferró a su fe. —Lo sé. Y sé que me equivoqué. Pero no me voy a dejar quebrar. Dios me está poniendo a prueba. Todo esto… todo este dolor es para limpiar mis pecados. Como tú, Olfuma… y todos los que estamos aquí, yo también debo redimirme. Y lo haré.

Violeta lo observó en silencio, con una mezcla de incredulidad y resignación. —Tienes razón en una cosa, Andrés —dijo finalmente—. Esto es una prueba. Pero no te equivoques. Aquí, no eres el pez más grande. Eres solo uno más en este estanque podrido. Y si no tienes cuidado, te van a devorar.

Andrés, con la fe vibrando en su interior y la figura de Fabián como su guía, sintió que, aunque las cosas se volvieran cada vez más oscuras, no retrocedería. Dios estaba con él. Y aunque ya no fuera el cazador implacable de antes, con su maestro y su fe, encontraría la manera de redimirse.

Gracias por acompañarnos en este viaje al terror. ¡Nos vemos en el próximo episodio!”

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