El cazador de almas perdidas – Creepypasta 220. Cuentos de Hombres Lobos
El Hombre de Fe.
María descansaba sobre el pecho de Fabián, su respiración tranquila y su cuerpo desnudo entrelazado con el de él, como un recordatorio silencioso de la pasión y amor que compartían cada noche. Era ese momento, ese breve instante de libertad, donde Fabián se sentía más cerca de Dios, porque para él, María era la manifestación perfecta del amor divino. El olor a deseo aún flotaba en el aire, la piel de ambos brillaba con el sudor de su entrega, y en ese preciso momento de paz, Fabián sintió que no había oscuridad en el mundo que pudiera quebrarlo.
El teléfono vibró a su lado, rompiendo la serenidad. Fabián, con un suspiro, apartó su brazo de María cuidadosamente y alcanzó el dispositivo. Al ver el nombre en la pantalla, su corazón dio un vuelco. Era el Cardenal. Aquel hombre que lo había convertido en Caballero Santo, que lo había puesto en el camino de ser un espía para el Vaticano, aunque, en realidad, su lealtad pertenecía a Vambertoken.
Con delicadeza, se deslizó fuera de la cama para no despertar a María, y contestó la llamada, sabiendo que la conversación que estaba por tener no sería sencilla.
—Fabián —la voz del Cardenal resonó grave al otro lado—. Esta mañana recibí una solicitud oficial de degradación… Andrés Rojas quiere convertirse en tu escudero. ¿Qué está pasando?
El corazón de Fabián dio un salto. La noticia era impactante, pero de alguna manera, no inesperada. Andrés era un hombre impredecible, un cazador de seres sobrenaturales cuya brutalidad y devoción desmedida lo habían llevado a los límites de la cordura. La muerte de Steven Gordon había sido el punto de quiebre. Sin Steven, Andrés se había desmoronado. Pero Fabián, aún sorprendido, sintió que las palabras comenzaban a formarse en su boca antes de que su mente pudiera racionalizarlas.
—Eminencia, lo que le voy a contar no es fácil de entender —comenzó Fabián, su voz serena, como si estuviera guiado por una fuerza superior—. Andrés vino a mí buscando venganza por la muerte de Steven. Está perdido, confundido… se siente culpable por no haberlo salvado. Pero no fue él quien lo mató.
El Cardenal escuchaba en silencio, dejando que Fabián continuara.
—Le dije la verdad, Eminencia —mintió Fabián con la misma certeza con la que había hablado tantas veces de su fe—. Le conté que el vampiro Vambertoken fue el responsable. Y cuando Andrés me pidió que lo dejara enfrentarlo solo… le dije que no. Le pedí que se convirtiera en mi escudero, que me ayudara a infiltrar el corazón de la oscuridad, para que juntos pudiéramos vencer al vampiro y traer su fin.
El silencio en el otro extremo era abrumador, pero Fabián siguió, como si las palabras fluyeran desde lo más profundo de su alma.
—Andrés estaba dispuesto a quitarse la vida, Cardenal —añadió Fabián con un tono grave—. Estaba al borde del suicidio, un pecado que no podía permitir que cometiera. Así que lo convencí de unirse a mí, de entregarse a esta misión para redimirse, para salvar su alma y evitar el pecado mortal. Le prometí que juntos derrotaríamos a Vambertoken.
El Cardenal respiró profundo. La gravedad de lo que Fabián decía lo abrumaba. El simple hecho de que Fabián hubiera podido evitar el suicidio de Andrés ya era una señal de la gracia divina. Pero más que eso, estaba anonadado por la calma y la convicción en la voz de Fabián. Cada palabra que decía era como si estuviera ungida por el Espíritu Santo, una guía directa desde los cielos.
—No puedo creer lo que escucho, Fabián… —la voz del Cardenal era un susurro, cargado de asombro—. Lo que has hecho… evitar el suicidio de un alma perdida como Andrés Rojas… salvarlo del pecado mortal… es la obra de Dios. No cabe duda de que su gracia está contigo, hijo mío.
Fabián bajó la cabeza, susurrando una oración silenciosa. No podía creer la facilidad con la que había inventado toda esa mentira, pero algo dentro de él le decía que era lo correcto. Que esa era la forma en que debía manejar a Andrés. Al fin y al cabo, Vambertoken no se vería afectado, y el Vaticano, con suerte, le dejaría en paz por un tiempo.
—Eminencia, no debe preocuparse por mí —dijo Fabián con humildad—. Estoy en manos de Dios, y todo lo que hago es por su voluntad. El vampiro no me corromperá, porque mi fe es inquebrantable. Estoy aquí para cumplir mi misión, y cuando sea el momento, enfrentaremos la oscuridad juntos.
El Cardenal no podía articular una palabra. Era como si estuviera escuchando a uno de los santos antiguos. Fabián era la representación viva de la fe, un hombre dispuesto a sacrificarse por la salvación de otros, incluso a costa de su propia alma.
—No sé cómo agradecértelo, Fabián… —dijo el Cardenal con la voz rota—. No tienes idea de lo que esto significa para nosotros, para la Iglesia. Te prometo que tu sacrificio jamás será olvidado. Incluso ahora, comenzaré a preparar tu santificación… cuando llegue el momento. Eres más de lo que podríamos haber soñado. Tú eres fe hecha hombre.
Fabián sintió un escalofrío recorrer su espalda. La idea de ser santificado no le agradaba, pero tampoco podía rechazar la oferta. En ese momento, solo quería volver al lado de María.
—Gracias, Eminencia. Mi fe es todo lo que tengo —respondió con modestia.
La llamada terminó, y Fabián soltó el aire que había estado conteniendo. Se dejó caer en la cama, acariciando suavemente el cabello de María, que dormía profundamente a su lado. Sabía que, aunque todo había salido bien, las mentiras y los secretos que ahora rodeaban a Andrés eran peligrosos. Pero si Dios estaba con él, nada lo detendría.
María, aún adormilada, se removió en sus brazos y sonrió al sentir su toque.
—¿Todo bien, Fabián? —murmuró ella, sin abrir los ojos.
Fabián la besó en la frente.
—Todo está bien, amor. Dios está con nosotros.
Mientras el eco de esas palabras flotaba en la habitación, Fabián sabía que su batalla apenas comenzaba.
Fabián permanecía inmóvil, mirando el techo mientras sentía el suave peso de María, dormida sobre su pecho. Los rastros de su amor aún flotaban en el aire, la calidez de sus cuerpos entrelazados permanecía en su piel, pero el eco de la llamada del Cardenal resonaba en su mente. María, aún dormida, descansaba plácidamente sobre él, con su respiración suave y tranquila. Pero la tormenta interna que lo sacudía era innegable.
El Cardenal le había expresado lo que Andrés Rojas había hecho. El cazador desquiciado, el terror de lo sobrenatural, había enviado su petición formal al Vaticano para degradarse a sí mismo y convertirse en su escudero. Andrés, el hombre que estaba más allá de la razón, había encontrado en Fabián un modelo a seguir, y ahora quería seguirlo hasta las profundidades del infierno si era necesario.
Fabián cerró los ojos, su mano descansaba sobre la cabeza de María, acariciando suavemente su cabello mientras pensaba. “¿Qué está pasando?” preguntó en silencio, mientras su mente repasaba cada palabra que le había dicho al Cardenal. Había creado una mentira tan elaborada y convincente que incluso él comenzaba a creerla.
María murmuró algo en sueños, y Fabián sintió que su corazón se tensaba. Desde que había conocido a María, su fe en Dios se había transformado. “Dios es amor. Y María es la manifestación de ese amor para mí.” Su mente volvía siempre a ese pensamiento. Desde que había alcanzado esa revelación, el mundo había cobrado un nuevo sentido, una claridad que, aunque a veces lo aterraba, también lo hacía sentir invencible.
Pero, ¿era correcto lo que estaba haciendo? ¿Estaba usando su fe como una excusa para manipular a Andrés? Fabián miró el crucifijo que colgaba en la pared de su habitación y murmuró, casi en un susurro: “Padre, ¿qué esperas de mí?”
La respuesta no era clara, pero una frase resonaba en su mente: Dios obra de formas misteriosas. Tal vez esa mentira, esa red que había tejido con tanto cuidado, era parte del plan divino. Quizás, en medio de la oscuridad, esa mentira salvaría más almas de las que jamás podría haber imaginado.
Fabián cerró los ojos y recitó en su mente un versículo que lo había acompañado durante toda su vida:
—”Romanos 8:28, Y sabemos que a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien…“
“Incluso una mentira,” pensó Fabián, sintiendo que su corazón comenzaba a encontrar paz. “Incluso una mentira puede ser una herramienta de Dios para salvar mil almas.”
El peso de la llamada del Cardenal, la admiración desmesurada de Andrés, todo se desvanecía lentamente mientras acariciaba el cabello de María. Ella era su faro, su guía en medio de la tormenta. Y aunque su misión lo llevaba a caminar en las sombras, su amor por ella era su luz.
María murmuró suavemente su nombre y Fabián sonrió, besando su frente con delicadeza. Sabía que el camino por delante sería difícil, pero mientras tuviera a María y su fe en Dios, podría enfrentarlo todo.
—”Mateo 5:14, Vosotros sois la luz del mundo; una ciudad asentada sobre un monte no se puede esconder.” —susurró mientras cerraba los ojos, sintiendo el amor de Dios y de María envolviéndolo como un escudo contra la oscuridad que se cernía sobre él.
Mañana tendría que enfrentarse a Andrés, pero ahora, en ese momento de calma, mientras sentía la suavidad de María en su pecho, podía descansar en la certeza de que, pase lo que pase, seguiría siendo la luz en medio de las tinieblas.
Gracias por acompañarnos en este viaje al terror. ¡Nos vemos en el próximo episodio!”
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